REFORMAR LA CONSTITUCIÓN por Esteban Lijalad*
Ernestina Gamas | 17 abril, 2013Para con-texto
Cuando esta pesadilla termine- supuestamente en 2015- habrá que crear los reaseguros para que NUNCA vuelva un "modelo" semejante: el de centralización del poder, intervencionismo en la economía, control de la prensa, mentira estadística, planes sociales clientelares, corrupción incontrolada, manejo de la caja para disciplinar gobernadores, etc.
Esto se dice fácil, pero será muy difícil de implementar. Habrá que luchar contra una cultura política estatista que todos, gobierno y oposición, comparten.
Habrá que reformar la Constitución.
No, obviamente en el sentido que éste gobierno desea sino es uno mucho más esencial: garantizar la separación y equilibrio de poderes. Esto implica NO tocar la parte doctrinaria de la Constitución, una herencia esencial que debemos a JB Alberdi.
En cambio, SÍ modificar la estructura de los poderes del Estado, sus atribuciones, límites y relaciones. Más de un siglo y medio de régimen "republicano, representativo y federal" deben ser revisados, a la luz de los insistentes fracasos.
Lo principal en este sentido es que no se le puede otorgar al Ejecutivo y el Legislativo tal capacidad de fuego, tanto poder. Hay que limitar las cuestiones que pueden ser legisladas. No podemos correr el riesgo de que el único límite sea la eventual declaración de inconstitucionalidad que un solo cuerpo, la Corte Suprema, decida realizar. Nos jugamos así a todo o nada. Basta con un juez de la Corte venal o manipulable para que el Ejecutivo o el Legislativo tengan el poder de hacer "ley" una norma que afecte derechos individuales imprescriptibles, que atente contra la vida, la propiedad o la libertad de los ciudadanos. Tiene que haber múltiples filtros que impidan desde el inicio que esas iniciativas avancen.
La primera gran reforma es dividir al poder Legislativo en dos cámaras independientes y con funciones distintas. Es que hay dos funciones del Estado que son absolutamente distintas y que, sin embargo, se confunden unas con otras.
La primera función se basa en poner en práctica normas generales, abstractas, que pongan los límites a la acción individual o grupal. La segunda en dar directivas a la organización para mejorar el servicio que brinda el Estado.
Desgraciadamente la misma asamblea que legisla sobre lo primero- las normas generales de conducta- legisla sobre lo segundo- como la ley de Presupuesto- y a ambos tipos de reglas los llama “ley”. Y la misma asamblea que puede sancionar cualquier ley no puede ser limitada por ella misma. No hay un poder superior, una Ley, en el sentido clásico del término- que limite su accionar. Los resultados son dramáticos: la dignidad de la Ley se transforma en la dignidad de las Directivas administrativas. Se llega así a sacralizar una simple directiva administrativa, con el nombre pomposo de “Ley”, con el deseo de que sea “obedecida” como si fuera una norma de conducta moral. De este modo, inundándonos de “leyes” el Estado se apropia del país: lo transforma en una fuente de recursos dependiente de los fines del Estado.
Así, el Estado no existe para el país, sino el país para el Estado.
La asamblea legislativa omnipotente actual puede sancionar cualquier cosa para la que tenga mayoría. Un impuesto especial, un subsidio a tal actividad, la prohibición de comprar tal mercadería- por ejemplo, divisas- , la prohibición de exportar libremente- por ejemplo, carne-, un Plan social para supuestos beneficiarios, un contenido educativo determinado. Nada escapa a su poder, solo limitado por el acceso a la mayoría legislativa. Para obtener esa mayoría suele entrarse en procesos de negociación por los cuales, a cambio de algún beneficio particular se obtienen los votos necesarios. Se crea así “la Caja”: unos fondos utilizados discrecionalmente para obtener beneficios políticos , comprando votos legislativos.
El proceso es autogenerado y creciente: cuanto más poder tiene un gobierno, más débil es ante el lobby de los “intereses organizados”, cuanto más beneficios pueda repartir, más demandas de beneficios particulares se generan.
Por lo tanto, hay que terminar con esta estructura de poder institucional cambiando, profundamente, la Constitución del Estado.
Para ello deben crearse dos Cámaras parlamentarias.
La Cámara Legislativa que sanciona leyes (normas generales, abstractas, de recta conducta, destinadas a evitar el conflicto, garantizar la libertad y los derechos) y la Cámara Gubernamental que sanciona Directivas organizativas para administrar el Estado cumpliendo normas superiores que no puede modificar. La Legislativa revisa todas las normas sancionadas por la Gubernativa cuidando que no extralimiten su ámbito de acción, a fin de preservar libertad, propiedad y derechos de los ciudadanos. Los eventuales conflictos entre ambas cámaras se ventilan en un Tribunal Constitucional.
La Cámara legislativa debería estar compuesta por personalidades elegidas no por su pertenencia a determinado partido, sino por su experiencia profesional en el campo jurídico, económico y social. Sus periodos de duración en el cargo y los momentos de elección deben ser independientes de las elecciones habituales de diputados y autoridades ejecutivas. Debería reunir en su seno el poder de Auditoría de la gestión y el poder de revisión de los proyectos de Ley.
Las elecciones y los periodos de ambos tipos de legisladores deben ser totalmente independientes. Los de la Cámara Legislativa con largos plazos de actuación (por ejemplo, 15 años) y los de la Gubernativa según el modelo actual de 4 años. El Gobierno, como tal, es una “comisión” específica de la Cámara Gubernativa, ante la cual tiene que responder
Esta propuesta puede parecer compleja o desatinada, pero es, al menos un intento de modificar de raíz la enfermedad de la democracia: la transformación de las asambleas en poderes omnipotentes, escenarios de un toma y daca permanente para obtener y mantener la mayoría y el desaforado aumento de los gastos, ya que hay que responder a las demandas de los grupos de interés organizados, desde sindicatos a cámaras empresariales o productores de tal o cual bien.
La pregunta es si la actual cultura política del país- incapaz de replantearse el rol del Estado y de la política- será capaz, siquiera, de empezar a discutir estas cuestiones. Quizás este artículo pueda operar como un disparador de esa discusión, central para no volver a caer en pocos años en un nuevo “Modelo” que arrase con la República.
*Sociólogo e Investigador Cultural