PAPABILE por Albino Gomez *
Ernestina Gamas | 12 febrero, 2013
Tal vez fue por una de esas locuras místico-religiosas que tenía una vieja tía mía muy beata, pero el hecho es que siendo yo chico, me metió la idea en la cabeza. Ella me decía, en secreto: “Cuando seas grande, vas a ser Papa”. No papá, sino Papa. Además, me hacía jurar que guardaría ese secreto aun dentro de la familia. Al morir, dada su reconocida bondad y generosidad, hubo general consenso de que se había ido al Cielo, y no pude volver a hablar del tema con nadie más, guardando la debida fidelidad a mi sagrado juramento. Sin embargo, hice algunas averiguaciones, enterándome por ejemplo, que el eventual cumplimiento de aquel vaticinio, no requeriría que fuese sacerdote –para lo cual no tenía vocación- ya que un laico podía ser elegido Papa. Como tampoco había recibido instrucciones de parte de mi tía en ningún sentido, y no estaba previsto que yo hiciese o dejase de hacer cosa alguna, entre otras -de las que pueden mencionarse- me casé y tuve hijos, sin dejar de pensar por cierto, en cómo se las arreglarían oportunamente los cardenales del caso, cuando decidieran hacerme Papa, a mí, laico, casado, con hijos, no teólogo, un tanto escéptico, heterodoxo en materia religiosa y con algunos defectos más que no es del caso ahora señalar, toda vez que la Constitución dice que nadie está obligado a declarar contra sí mismo. Pero el problema sería de ellos y no mío. No obstante, el transcurso del tiempo y mi inserción en la vida profesional y social, me crearon obligaciones, hábitos y goces que yo no estaba dispuesto a abandonar. Incluso, si me eligieran Papa, se presentarían problemas de índole práctica, como el qué hacer con mi familia en pleno Vaticano… ¿Tenerla allí en calidad de qué? ¿Y mis amigos, y mis cosas cotidianas y corrientes…? ¿Debía llegado el caso abandonarlo todo: carrera, profesión, familia, amigos, habitat, las callecitas de Buenos Aires que tienen ese no sé qué…viste?
Para colmo de males, lo digo en este solo sentido, volví a casarme y a tener más hijos, esta vez mujeres. Es decir que mis circunstancias eran cada vez más complicadas. Así las cosas, y dicho con todo respeto, si bien no me afectó mucho la muerte de Pío XII, me puso en cambio al borde del colapso la del queridísimo Juan XXIII, no sólo por su personalidad, sabiduría y bondad, sino porque en ese momento yo ya estaba lo suficientemente crecidito, y temí que no obstante mi todavía subsistente juventud, aquella sucesión recayera en mi modesta persona. Fue así que durante días no pude pegar un ojo hasta que la fumata develó el misterio y apareció Paulo VI, a quien consideré, fuera de toda duda, como mi salvador personal…¡Qué alivio! Sólo deseaba que Dios le diera una muy larga vida y un provechoso Papado. Pero por si algún lector duda sobre la seriedad de mis temores o la solidez de su fundamento, permítaseme recordarle que Paulo VI, por ejemplo, había nacido un 26 de septiembre, como yo, vale decir que la cosa había andado muy cerca. Luego, cuando murió Paulo VI, nuevamente volví a sufrir lo indecible, y mucho más que la primera vez, porque sentí que el mero transcurso del tiempo me hacía más difícil aceptar tal eventual responsabilidad, no sólo por las razones personales de mera comodidad y no querer cambiar de vida y hábitos, sino también por el encomiable temor de que la decisión de elegirme a mí, Papa, pudiese implicar la pérdida de la fe por parte de millones de fieles.
Que no fuera a ocurrir que muchos pretendieran ver en mi elección los primeros signos de la cercanía del Apocalipsis, con la posible confirmación de esa historia de los falsos profetas, etc. etc.
El hecho fue que cuando se produjo la muerte de Paulo VI, yo vivía en Washington D.C. donde me desempeñaba como corresponsal de un importante matutino de nuestra Capital. Me pasaba las horas frente al televisor esperando las noticias vinculadas a la famosa fumata, que parecía no llegar más. Estaba solo en mi departamento, las manos transpiradas, sin fuerza, extenuado, habiendo perdido ya tres kilos de peso, cuando de pronto, se produjo la fumata y el tradicional ¡ Habemus Papa!. Muy conmocionado escuché su nombre: ¡ALBINO! … ¿ No recuerdan ustedes que Juan Pablo I se llamaba Albino? (Albino Luciani). Yo no supe nada más, claro está, porque escuché ALBINO y me desvanecí. Cuando me recobré, no sé si después de horas o de minutos- seguramente minutos – , gracias a Dios vi la imagen de un ALBINO sonriente, que no era yo, y que saludaba desde el famoso balcón Vaticano al Pueblo de Dios. Lloré de emoción, de agradecimiento y de felicidad. Pero me duró tan poco esa paz, apenas unos días … Después, por veinte años viví –con muchos sobresaltos- pendiente de la salud y de la seguridad de Juan Pablo II. Y después de las de Benedicto XVI, que después de siete años se le ha ocurrido renunciar el 28 de febrero…
Es decir: no tengo paz ni descanso.
* Albino Gomez,: Escritor, periodista y diplomático