MEMORIA PERSONAL DE BORGES (cuarta parte) por Javier Wimer
Ernestina Gamas | 8 agosto, 2012MAGIA Y CEGUERA
Borges, esta vez acompañado de María Kodama, vino a México en agosto de 1976 y aquí cumplió sus setenta y siete años que celebramos en la casa. Ambos volvieron de nueva cuenta a México en noviembre de 1978 invitados por el Canal 13 de la televisión que deseaba producir una serie de programas sobre Borges. Las jornadas de trabajo y de relaciones públicas reclamaban todo su tiempo pero Borges encontró la manera de conseguir un día libre para conocer Tepoztlán.
La excursión se inició con buenos y simpáticos auspicios. Antes de la salida nos reunimos en la casa para tomar el café. Pronto se agregaron a nuestros ilustres huéspedes el cineasta Adolfo García Videla, autor de un documental llamado Los paseos con Borges, y mi hija Renata que abandonaba el hospital donde había nacido. Borges la sostuvo en brazos, se tomaron algunas fotografías y el grupo emprendió la marcha hacia el sur.
Al llegar a nuestro destino, visitamos el mercado y subimos a la Posada del Tepozteco. Ahí nos instalamos en una de las terrazas que se abren sobre el valle y sobre las abruptas montañas que lo circundan. La conversación seguía adelante y al decirle a Borges que la pirámide construida en uno de los cerros más altos, los cerros mismos, el valle, el pueblo y todo el territorio en que nos encontrábamos, eran sagrados, caímos de lleno en el tema de la magia. La palabra magia, dijo Borges, nos estaba esperando y ahora nos está usando.
Sentí, entonces, mejor que nunca, la existencia casi física que Borges atribuía al lenguaje, al verbo, a la palabra. Sentí cómo el inmenso universo que había inventado reposaba, esencialmente, sobre su fe inconmovible en la realidad de la palabra.
Cuando la tarde se apagaba volvimos a la ciudad. En el trayecto pasamos del tema de la magia al tema de la ceguera, que siempre abordó Borges sin reservas ni susceptibilidades. Naturalmente habló de Homero y de Milton, a quien no le perdonaba el pecado metafísico de no ser Dante, de José Mármol y de Paul Groussac, que también ciegos dirigieron la Biblioteca Nacional de Argentina y del proceso, necesariamente dramático en que el mismo Borges fue perdiendo la vista.
A mí me interesaba su experiencia y su opinión sobre las relaciones entre la ceguera y la creación literaria, sobre la manera en que el escritor ciego se enfrenta a la escritura. Traje a colación el caso de Sartre quien había afirmado que al perder la vista había dejado de escribir y de ser escritor. No imaginaba, no intentaba, no quería y no podía dictarle a una grabadora, a una secretaria o a la mismísima Simone de Beauvoir. Para Sartre, el acto de escribir implicaba el acto de ver el blanco y negro del papel, de ver las tachaduras y las adiciones.
Lo que pasa es que Sartre es un frívolo, dijo secamente Borges. Esta conversación me confirmó el decisivo papel que desempeñó la memoria en su escritura, en su proceso creativo y en el acto de fijarlo en palabras. Con frecuencia he imaginado a Borges, en la noche del insomnio, sólo, intentando simultáneamente dar forma a su pensamiento, eligiendo la métrica o el ritmo del texto y guardando las palabras en la ordenada alcancía de su memoria.
En la última semana de agosto de 1981 Borges hizo un nuevo viaje a México con María, ahora para recibir el premio Ollin Yoliztli, que con todo y su nombre náhuatl era entonces el más generoso de la lengua española. El premio le fue entregado por el Presidente de la República, José López Portillo, el martes 25 en la residencia de Los Pinos durante una ceremonia a la que concurrieron, además de los notables del gobierno y de la literatura mexicana, los escritores extranjeros que participaban en el Festival Internacional de Poesía en Morelia.
Borges era un hombre que gozaba y celebraba todos los días la existencia del mundo y sus milagros: el sol entre los árboles, que le permitía mostrar su orgullosa aptitud para distinguir entre la luz y la sombra, el viento que anunciaba los cambios del tiempo, el peso y la textura de las piedras, el diálogo imprevisto con desconocidos y aún las cosas que no podía ver ni sentir pero cuya existencia tenía presente.
Sin embargo, a nadie se le ocurriría describirlo como un hedonista, debido al bajo rango que los placeres de los sentidos tenían en sus preferencias y a la pronta intelectualización de sus sensaciones. Borges el memorioso tenía un tigre interior siempre hambriento y siempre dispuesto a devorar los materiales que llegaban del exterior, un tigre capaz de transformar prontamente, como diría Condillac, las ideas sensibles en ideas intelectuales. En un proceso que también constituye una fuente de placer pues el teatro de la memoria puede ser un jardín de las delicias.