EL EMBUDO LOGÍSTICO ARGENTINO, UN DESAFÍO IMPOSTERGABLE por Jorge Ossona*
Con-Texto | 19 enero, 2025Desde la segunda posguerra, el mundo capitalista occidental no ha parado de crecer, más allá de las teorías económicas y de vicisitudes históricas como la Guerra Fría, la crisis financiera de los 70, la revolución tecnológica desde los 90 y colapsos financieros como el ocurrido en 2008. Un ejemplo ilustrativo lo evoca la evolución del PBI promedio: durante la última década se incrementó el 26%. Desdichadamente, la Argentina no acompañó a este movimiento. Por caso, en el mismo período el crecimiento de su PBI fue de apenas un 1,7%. No obstante, el proceso dista de ser lineal.
Hasta mediados de los 70, y más allá de su devenir espasmódico, seguimos la inercia comenzada desde la Organización Nacional. Desde entonces, nuestro desempeño productivo y social ha sido subóptimo. Las consecuencias se confunden con las causas; y hay explicaciones ideológicas de diversa índole. Tanto como la contundencia de sus resultados: crisis fiscal, financiera e inflación endémicas; una pobreza social que abarca a casi la mitad de la población. Y una inserción en el comercio mundial errática, jaqueada por las pulsiones proteccionistas abiertas por la larga y desconcertante depresión de los 30. Al compás de esta saga, se deterioró la plataforma logística hacia las grandes corrientes de intercambio globales en su dimensión náutica, ferroviaria, vial y aérea.
En la primera, la Argentina constituye el extraño caso de un país con 5000 kilómetros de litoral marítimo subexplotado y una Hidrovía de 500 cuyos deteriorados puertos han limitado la capacidad de embarcaciones de gran calado. La red ferroviaria, que con 48.000 kilómetros llegó a ser una de las más grandes del mundo, se ha reducido a la mitad. El tejido troncal de rutas nacionales, que aun durante la pertinaz recesión de los 30 llegó a extenderse a 30.000 km en solo diez años, se ha prolongado solo 10.000 km durante los ochenta siguientes. Por último, nuestra flota aérea de carga, respetable entre los 50 y los 60, quedó reducida a dos naves. ¿Cómo se llegó a este estado de cosas? Procuremos un breve recorrido histórico.
La demorada configuración del país como Estado nacional fue posible merced a la atracción de dos factores vitales: la población excedente de los países europeos de industrialización tardía y los trenes. Inmigración y ferrocarriles fueron a la par de una pujante producción agropecuaria entre fines del siglo XIX y las tres primeras décadas del XX. El escollo del lodazal en el que se emplazaba el puerto metropolitano se corrigió merced a la monumental obra de los ingenieros Madero (1900-1904) y Huergo (1911-1928). Asimismo, desde 1900 se multiplicaron los automóviles ensamblados en el país, cuyo parque hacia las postrimerías de los años 20 triplicaba al del resto de Sudamérica. Las autoridades comenzaron desde entonces a prever la necesidad de extender una red caminera dada la sobreinversión ferroviaria.
Pero la crisis de 1930 paralizó nuestro comercio exterior, motivando el fin de la inmigración transoceánica y su sustitución por las internas procedentes, en principio, de las cuencas agrícolas. La hiperurbanización concomitante, sobre todo de la Capital Federal y sus alrededores, y la industrialización protegida fueron descapitalizando lentamente a los ferrocarriles. Durante los 30 se procuró compensar la caída de su rendimiento mediante la construcción, por fin, de una vasta red nacional de caminos. La gestión de la DNV fue vertiginosa, contribuyendo a la reactivación económica, el empleo y la conectividad interregional al compás del surgimiento de diversas agroindustrias en el interior. Pero la Segunda Guerra Mundial detuvo el esfuerzo; y sus consecuencias acentuaron el retroceso.
Hacia fines de los 40, y luego de una intensa campaña ideológica en contra de la gestión británica de los trenes, se optó por estatizarlos a cambio de la deuda contraída por el Reino Unido durante la conflagración. La operación apuntaba a actualizarlos con los fondos extraordinarios de la posguerra. Pero el veranito resultó breve; y su funcionamiento empeoró por carencia de management y el clientelismo político, alimentando el déficit fiscal y la inflación. Se avanzó un poco en el transporte aerocomercial y naviero mediante la construcción de aeropuertos en las principales capitales del país con epicentro en el de Ezeiza y la Flota Mercante del Estado. Pero se paralizó la prosecución de rutas; y el cambio de matriz energética del carbón a los hidrocarburos generó otro estrangulamiento.
Los 60 fueron el epílogo de la zaga expansiva y la ilusión de recomponer los desfasajes del sistema de transportes. Se promovió la radicación de empresas petroleras y automotrices. Se prosiguió la red caminera –el caso emblemático fue la ruta 3– y se construyeron grandes puentes para sacar a la Mesopotamia de su aislamiento acabando con el oneroso y lento sistema de embarques por balsas. Pero no se pudo avanzar mucho en el plan de reestructuración ferroviaria encomendado al ingeniero militar norteamericano Thomas Larkin, bloqueado por los sindicatos. Los trenes cargueros y de pasajeros empezaron a ceder respecto de camiones y micros, al tiempo que un nuevo alud de inmigrantes internos agravó la hiperurbanización.
El impulso se detuvo a principios de los 70, conjugando durante los veinte años siguientes el abandono de ambos entramados y la insuficiencia portuaria. Su correlato fue terminante en el caso de los trenes: la mitad de las locomotoras y rieles estaban en mal estado o inactivos, reafirmando el dominio del automotor. En los 90, la desregulación apuntó a actualizar la red troncal mediante la entrega en concesión de sus corredores de cara al Mercosur, avanzándose en la construcción de algunas autopistas, puentes y la reactivación del comercio fluvial mediante la privatización de puertos y el dragado de la Hidrovía Paraná-Paraguay. Pero el ferrocarril fue librado a su suerte. Una desidia costosa dadas la duplicación del área sembrada aun en el interior y la triplicación de la producción agrícola merced a una revolución tecnológica que ofrecía una nueva oportunidad a los cargueros de distancias superiores a los 300 km.
A grandes trazos, el sistema podría hoy por hoy resumirse así. El 80% de las exportaciones de nuestro renovado agro transita en camiones, arrojando a los trenes a un marginal 20%, que trasladan mayormente granos y materiales de construcción. Las causas del desfasaje son correlativas al atraso de la infraestructura, al tiempo de llegada a destino y a la escasez de vagones. Nuestro comercio aéreo se ha contraído en una cuarta parte. La Hidrovía funciona como canal de salida del 70% de los cereales y oleaginosos, pero el mar de regulaciones obstruye el uso de puertos locales para importar, que se reduce a combustibles y fertilizantes y perturba la integración interregional e internacional. El parque camionero resulta antiguo y muy costoso en términos de personal, insumos e impuestos que poco aportan a una infraestructura vial pletórica de rutas deshechas –fuente de los casi cotidianos accidentes mortales–, algunas aun de tierra o ripio. Y de la congestión de los puntos de embarque por la desactualización concesionaria clientelar a menudo por intereses inconfesables.
Urge un reperfilamiento estratégico de nuestra logística; máxime con el nuevo horizonte minero y energético, que podría devolverle un lugar de privilegio al ferrocarril de larga distancia vehiculizando exportaciones e importaciones de insumos. Indispensable para optimizar nuestra competitividad, que no ha hecho más que retroceder en lo que va del siglo.
*Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos