MEMORIA PERSONAL DE BORGES * (primera parte) por Javier Wimer
Ernestina Gamas | 16 junio, 2012
El diplomático mexicano, Javier Wimer, escribió el siguiente ensayo al cumplirse 20 años de la muerte de Borges. En los años 60, cuando Borges dirigía la Biblioteca Nacional, en el viejo edificio de la calle México, Wimer se desempeñaba como agregado cultural de su país en Buenos Aires. Conocía ya muy bien su obra literaria y ni bien instalado en nuestra ciudad, "se acercó a su mundo", el despacho del primer piso de la Biblioteca.
Fueron muchas y frecuentes las charlas que cimentaron una amistosa relación que mantuvieron durante años.
Angelina del Valle, nos facilitó este ensayo de su marido, donde se enriquece la figura de Borges a través de los recuerdos de sus encuentros.
Teniendo en cuenta su extensión, lo publicaremos en cinco partes
Hace veinte años que murió Borges y acaso valga la pena agregar estas notas personales a la atropellada multitud de testimonios que suscita su fama. Tuve la fortuna de asomarme a su mundo y de registrar algunos detalles que pueden contribuir a enriquecer su retrato.
Conocí a Borges en mayo de 1968. Ya estaba ciego y ya tenía la costumbre de acercar la cara a poca distancia de su interlocutor. Parecía un gesto de curiosidad, una manera de descifrar o reconstruir el rostro ajeno con los vestigios de una facultad perdida, de capturarlo por cuenta de la mera cercanía física. Tal vez desarrolló este gesto durante el largo proceso en que perdió la vista aunque, como pude advertir con el tiempo, no se trataba de un movimiento reflejo sino de un acto de cortesía, de un modo ritual de mostrar la atención que le merecían sus interlocutores. Al principio, esta especie de escrutinio o asedio me resultaba incómodo pero poco a poco dejé de advertirlo.
En esos años dirigía la Biblioteca Nacional en el viejo edificio de la calle México y me recibió en su despacho del primer piso, especie de balcón interior que dominaba un sector de los estantes y de los corredores en penumbra. La oficina era estrecha, alta, agobiada por grandes muebles de distintas edades y condiciones. Algunos proclamaban la elegancia de una república opulenta y otros llevaban el sello de su promiscuo origen burocrático. El conjunto no resultaba acogedor pero era grato, en cambio, el terno de cuero donde Borges acomodaba a sus visitantes.
Yo había llegado unos días antes a Buenos Aires para hacerme cargo de los servicios culturales de la embajada mexicana y eran predecibles los temas de la conversación. Giró, primero, sobre México y, luego, sobre la propia Biblioteca Nacional. Borges tenía una idea remota y curiosa de México. Lo asociaba principalmente con el prestigio de sus antiguas civilizaciones y con los cuadros de inspiración maya que pintaba su amigo Xul Solar, con la historia de Prescott, con la poesía de Othón, de López Velarde y de Maples Arce, con el recuerdo vivo de Alfonso Reyes y de Daniel Cosío Villegas, con la evocación de Octavio Paz, a quien no había tratado en persona y cuya obra decía no conocer.
Esta era, en rigor, una cautelosa verdad a medias que le ahorraba la opinión sobre una poesía que no era de su gusto. Se daba por supuesto que había leído, al menos, El laberinto de la soledad, que tanta resonancia tuvo en el Buenos Aires de 1950, y, ciertamente, los poemas que consideraba crípticos y difíciles de memorizar.
El aprecio que se tenían ambos poetas no reposaba en sus afinidades sino resultaba, más bien, un esforzado sobreviviente de sus diferencias. Se trataba de hombres de personalidades, temperamentos y estilos dispares. En varios sentidos, el Borges de la edad madura era un clásico y un cartesiano. Casi toda su obra se desarrolla en el marco de valores y estilos tradicionales. Desdeña cualquier tipo de estridencia y su originalidad formal reside, sobre todo, en la implacable voluntad de estilo que culminó en una escritura de extremo rigor y concisión. Borges no se interesaba en la política ni en la política literaria. Se burlaba de sus propios compromisos y devaneos con los ismos que estuvieron de moda en sus mocedades y aún de las mocedades en sí mismas, que consideraba fuente inagotable de la insensatez humana. Por eso, cuando un periodista le preguntó si tenía algún consejo para la juventud, Borges sólo dijo: desistir.
Paz, en contraste, tiene el perfil de un poeta romántico. Sólo se arrepintió de haberse codeado con los comunistas en la edad heroica de la República Española pero nunca renegó de su ascendencia barroca, de su pasado surrealista y de su persistente entusiasmo por experimentar con nuevas formas literarias. Sus mejores poemas tienen un tono de exaltación que excluye intencionalmente la mesura o el equilibrio y una buena parte de su obra en prosa, y no me refiero solamente a la política, tiene el tono enfático de quien aspira a que sus opiniones se conviertan en verdades de validez universal. Algo tuvo Paz de predicador y de espadachín, de jefe de secta y de patriarca cívico, en el sentido de Voltaire y de los enciclopedistas franceses.
Borges tenía curiosidad y esperanza de visitar las ruinas de Uxmal y Chichén Itzá con el propósito principal, según decía irónicamente, de jactarse ante sus amigos. Su interés se concentraba en conocer esos monumentos como si se tratara de entablar una relación personal con ellos y sin cuidarse, especialmente, de la tradición que los animaba, anclado, como estuvo siempre, en la épica del norte europeo, en sus celtas, sajones y normandos.
Su curiosidad era inagotable y transitaba por un dilatado repertorio de temas, desde la antigüedad clásica y las sectas judías hasta las mitologías orientales y la literatura gauchesca, pero había algunos, naturalmente, que no ocupaban el centro de su atención. Este era el caso, me parece, de las antiguas culturas americanas.
La otra parte del diálogo la dedicó a la Biblioteca Nacional y a sus antiguos directores. Después supe que era uno de sus temas favoritos pues le permitía hablar de Paul Groussac, de Leopoldo Lugones y de la significación que atribuía a su propio nombramiento. Borges se consideraba indigno, decía, de suceder a tan ilustres predecesores y sus nombres subían una y otra vez a la superficie del diálogo, en historias donde brillaba su propio ingenio y erudición. El cargo lo honraba y lo hacía dichoso. Despreciaba el poder y la fama pero lo halagaban las distinciones institucionales.
En este caso, su nombramiento se había convertido en la reparación simbólica del agravio que, contra su dignidad de pequeño funcionario, había cometido el régimen peronista al nombrarlo inspector de mercados. Borges no había olvidado éste y otros incidentes persecutorios que incluían el breve pero ultrajante arresto de su madre y de su hermana pero no los recordaba con el rencor de su madre Leonor Azevedo, quien los consideraba de una absoluta actualidad con objeto, supongo, de mantener intacta su rabia contra la dictadura. Así, con artículo determinado y sin ningún adjetivo. Cuando se encontraba con el tema o lo traía a colación, se dejaba arrastrar por un torrente de elocuencia antiperonista que acompañaba con los enérgicos giros de un paraguas convertido, momentáneamente, en instrumento de guerra.
La conversación se prolongó y cuando salí a la calle ya era de noche. Esta fue la primera de las muchas ocasiones en que me reuní con él durante los tres años de mi estancia en Buenos Aires.
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* Revista UNAM, número 30, agosto 2006.