LOS CORTOCIRCUITOS HISTORICOS ARGENTINOS por Jorge Ossona*
Con-Texto | 28 agosto, 2021Déficit fiscal, inflación, estancamiento, faccionalismo político, corrupción y pobreza son las pruebas contundentes del cortocircuito histórico de un país cuya confección fue problemática desde sus orígenes. Y cuya viabilidad requería de disciplinamientos que nunca supimos asumir optando por peligrosos atajos que acumulados, nos han arrojado a este caótico estado de cosas.
Cuando a mediados del siglo XIX un conjunto de intelectuales imbuidos por el romanticismo de la época decidieron inventar a la Argentina como un moderno Estado Nacional partieron de la convicción compartida de que la creación no habría de ser factible a partir del balance de factores por entonces vigente. Desde la salida de la crisis de 1848, la segunda etapa de la industrialización europea suscitó la demanda creciente de nuevas materias primas alimentarias para cuya producción en gran escala el país proyectado tenia enormes praderas despobladas. A lo que había que agregarle la lejanía y la debilidad de los lazos comerciales con los centros metropolitanos.
La nueva etapa industrial ofrecía acotar los costos logísticos merced a los barcos a vapor y los trenes, pero sin gente dispuesta a disparar el desarrollo de nuestras fuerzas productivas. Todo el proyecto, tal como lo había diagnosticado Rosas desde los años 20, sería inviable y contraproducente. Su caída atizo los conflictos como lo prueba el hecho de que la Constitución Nacional se promulgara en Santa Fe debido a la escisión de la provincia porteña. Cuando ésta unificó el país imponiendo el imperio del Estado sobre las provincias, nuestra única commodity competitiva era la lana cuyo precio habría de desplomarse un lustro más tarde anticipando la primera crisis capitalista a escala internacional. De ahí, la tarea ciclópea de las primeras presidencias en ir construyendo un orden.
Éste finalmente se consumó con la derrota en 1880 del Estado porteño al que se decapitó federalizando su ciudad y generando un conflicto identitario insoluble hasta nuestros días. La seguridad jurídica impuesta por el grupo provinciano organizado desde Córdoba y Tucumán suscito un flujo de inmigrantes y de inversiones que atizaron la esperanza de llevar a buen puerto la utopía nacional. Pero la ansiedad de recuperar el tiempo perdido, dada la rapidez de la diversificación productiva agropecuaria precipitada por trenes y frigoríficos condujeron a un endeudamiento público descalzado respecto de las posibilidades ofrecidas por nuestras exportaciones. Diez años más tarde el nuevo país incurría en el primer default de su historia.
La crisis económica precipito la política y le costó el cargo al presidente Juárez Celman reemplazado por su vice, Carlos Pellegrini. Durante los dos años de su mandato, este produjo un conjunto de reformas que supusieron una advertencia severa acerca de los peligros de nuestra confección institucional. La inclusión en la república de las provincias pobres que al cabo coparon los circuitos políticos estatales suponía un gasto público inmenso para nuestro régimen fiscal fundado en elevadísimos impuestos indirectos a las importaciones. Ingresos, gastos y deudas debían marchar en armonía respecto de nuestro comercio exterior porque en su defecto, el peligro inflacionario podía poner en jaque al triángulo en el que se cifraba el éxito de la idea nacional: la inmigración europea atraída por los salarios elevados, las posibilidades del ahorro en una moneda fuerte y del ascenso social fomentado por una educación estatal gratuita y laica. Durante los veinte años siguientes el PBI per cápita del novel país fue el sexto del mundo, y el espesor de sus clases medias lo convirtieron en un caso de excepción en toda América Latina.
Sin embargo, se aproximaba una coyuntura mundial traumática que habría de trastocar las certezas decimonónicas y con ellas a las de nuestro progreso indefinido. La Guerra de 1914 preanunció lo que en 1910 parecía imposible: la progresiva reducción de la demanda de alimentos de la Vieja Europa confirmada por la crisis de 1929 y la larga depresión de la década siguiente. El tamaño de nuestra economía y el desarrollo de ciertas producciones regionales permitieron capear el desempleo mediante el desarrollo de una industria textil, metalúrgica y de la construcción que absorbieron a las víctimas de las cuencas agrícolas y de los servicios urbanos de las grandes ciudades del Litoral.
Pero a diez años de distancia, algunos se animaron a interrogarse sobre su viabilidad en el tiempo si se diversificaba hacia ramas para las que no contábamos con materias primas ni escalas, dada nuestra demografía estancada desde el fin de la inmigración masiva. El ministro Federico Pinedo respondió a esas prevenciones en 1940 mediante un programa que no fue atendido en virtud de otro problema que no tardaría en radicalizarse: el de la denegación de legitimidad política desde el ingresó en la democracia de masas hacia 1916. Terminada la segunda guerra, la inercia y una diversificación metalmecánica tentada por una distribución de ingresos proporcional a los términos de intercambio excepcionales, alimentaron la ilusión del retorno a la etapa anterior a la depresión.
Pero éste no se produjo; y la velocidad de la reconstrucción normalizó los precios de nuestros alimentos en los términos de los 30 despertando los fantasmas de Pellegrini y de Pinedo: el déficit de un Estado elefantiásico y la consiguiente inflación financiada mediante el uso de fondos previsionales y de la emisión del Banco Central como sustitutos de los casi extinguidos impuestos a las importaciones. Hacia fines de los 50, una profunda reforma cambiaria que operó una redistribución cambiaria inversa a la de la nueva etapa de la democratización de masas abierta durante la segunda posguerra. Un nuevo ingreso de capitales hizo posible la diversificación de la industria en ramas más complejas pero a costa de enormes subsidios, dada la radicalización de la crisis política agravada por la puja entre un sector agropecuario reducido y una coalición urbana de sindicatos e industriales concentrados en un mercado interno semiestancado.
Las presiones corporativas sobre un Estado cuya potencia planificadora se fue debilitando no fueron óbice de un balance interesante hacia fines de la década. La crisis social se conjugo con los ecos locales de la guerra fría; pero los gobiernos aprendieron a lograr un orden macroeconómico que les permitió modernizar la infraestructura; al tiempo que el campo resucitaba, luego de treinta años de estancamiento y algunas industrias empezaban a ganar escalas regionales. Se fue extendiendo un consenso sobre la necesidad de proseguir este redescubierto sendero cuya prosecución sólo habría de ser posible merced a un acuerdo político que acabara con la crisis de legitimidad que finalmente pareció alcanzarse en 1973.
Pero todo resulto tardío. La violencia revolucionaria y contrarrevolucionaria confluyó con la crisis definitiva de nuestros recursos fiscales y una nueva depresión económica internacional que hicieron saltar el rompecabezas en pedazos. Desde mediados de los 70 se trató de conjurar el déficit mediante un endeudamiento externo masivo inconsistente con un estancamiento que dio comienzo a un prolongado proceso de desagregación social que ni la democracia de los 80, la estabilidad de los 90 y las condiciones mundiales inéditas para nuestras exportaciones de los 2000 pudieron detener. Una nueva pobreza social se estructuro conjugando fragmentos de las viejas clases trabajadoras con importantes segmentos de las medias. Fue el fin de nuestra excepcionalidad regional y el comienzo del estado de cosas de nuestros días.
*Miembro del Club Político Argentino