EL EMBATE ENTRE LA TENTACIÓN AUTOCRÁTICA Y EL NOVEDOSO REPUBLICANISMO POPULAR por Jorge Ossona*
Con-Texto | 26 febrero, 2021En su libro “Como mueren las democracias”, Steven Levitsky y Daniel Siblat abordan la progresiva corrosión interna de los sistemas políticos abiertos hasta desembocar en nuevos regímenes autocráticos. Episodios como el intento de la toma del Capitolio norteamericano, las exequias de Maradona y la “pedrada” al Congreso en diciembre de 2017 testimonian procesos de degradación social e institucional de larga data. El camino argentino hacia este estado de cosas resulta de conflictos irresueltos heredados del siglo XX. La novedad de la pobreza endémica, el estancamiento económico y la silenciosa corrosión del Estado componen este coctel explosivo.
En sus orígenes, la sociedad inmigratoria fue tempranamente democrática. Así lo testimonio durante cien años la densidad de sus clases medias ya tangibles solo a tres décadas de la consolidación definitiva del Estado Nacional en 1880. Por entonces, la sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912 aspiró a cerrar la brecha entre ese igualitarismo social y una democracia política de masas sustitutiva de la república fundacional de notables.
El primer gobierno democrático nació con la victoria electoral de Yrigoyen en medio de los estragos económicos para el país de la Primera Guerra Mundial. El radicalismo yrigoyenista optó por una variante ejecutivista reticente al republicanismo constitucional. Fue el comienzo de un largo conflicto de legitimidad que duro casi setenta años. En torno de esa torsión se aglutinaron sus adversarios dentro y fuera del Partido Radical. Su destitución en 1930 por un putsch cívico-militar en medio de otra catástrofe económica, no pudo modificar ni el régimen constitucional fundacional ni la democracia política de la Ley Sáenz Peña.
Se restauró una república liberal pero de contenidos políticos restrictivos por la abstención radical y el fraude electoral. Traumas políticos que culminaron en 1943 con un nuevo golpe; esta vez, de las Fuerzas Armadas en su conjunto. Paradojalmente, fue del consiguiente régimen autoritario que emergió una versión de la democracia de masas aún más radicalizada que la yrigoyenista; y de contenidos ideológicos en muchos aspectos tributarios de los derrotados totalitarismos de entreguerras.
Así, durante la segunda posguerra se agudizo el conflicto de legitimidades congénito de nuestra democracia. Porque el peronismo concibió que el poder emanaba plebiscitariamente del Pueblo al Líder sin las molestas y retardatarias limitaciones institucionales prescriptas por nuestra Constitución. Asimismo, la amordazada oposición entendió legítima la fuerza para desplazarlo del poder. Pero su derrocamiento, consumado en 1955, se debió, como en 1930, más a su descomposición interna que a la acción destituyente opositora.
A la par de este empate político se fue acuñando otro socioeconómico: la difícil conciliación entre la industrialización destinada al mercado interno nacida de la crisis de 1930 para compensar la caída de la demanda europea de nuestras exportaciones. Fue en torno de esas manufacturas que se habían aglutinando las bases sociales del peronismo. Pero pese a su descapitalización, el agro siguió siendo el único que aportaba las exiguas divisas necesarias para sostener a las industrias.
Ello abrió curso a otro conflicto entre la poderosa y recurrente coalición urbana de industriales y sindicatos y el debilitado pero estratégico sector agropecuario. El orden socioeconómico reprodujo así un sistema de exclusiones que espejaba y retroalimentaba al político. Su saldo fue una sucesión espasmódica de ciclos expansivos y recesivos; y de gobiernos civiles y militares que perturbaron la pujanza del desarrollo y de la modernización social y cultural.
De ese cruce germino, hacia fines de los 60, la violencia que le estallo en las manos a la restauración peronista convocada por sus antiguos contrincantes como último recurso para evitar una guerra civil. El golpe de 1976 se encargó de conferirle a ambos conflictos una torsión destructiva de la que habría de emerger la nueva democracia en 1983.
El compromiso entre las distintas colectividades políticas de acabar con la deslegitimación recíproca poco pudo hacer para reparar las secuelas del agotamiento fiscal para las actividades industriales subsidiadas desde hacía cincuenta años. Se sustanciaron, así, las bases de una pobreza de contornos desconocidos.
El estallido de todas las formaciones políticas en medio de la crisis de 2001 fue desdibujando el compromiso de 1983 retornándonos a un faccionalismo procedente de una subcorporación política que ha hallado en la pobreza endémica la excusa para retroceder respecto de aquella conquista histórica enunciada en 1973 y sustanciada diez años más tarde.
La facción autoritaria emergente en 2003 aspira a instaurar un nuevo hegemonismo cimentado en una exclusión social masiva y dependiente. Se escuda en esta tragedia colectiva para legitimar un estado de excepción permanente en nombre de “los que menos tienen”. Su administración venal de la pobreza la provee de un piso electoral estratégico al que aspira a extender masivamente dada su incapacidad para producir riqueza. El proyecto concibe a esta etapa “vice presidencialista” como de transición hacia un régimen –reforma constitucional mediante- que reduzca la democracia a su ritual electoral.
Sólo una sólida fuerza civil que se ponga a la altura del fenómeno social que ha sido capaz de detener los extravíos autoritarios exhibidos bajo la excusa de la pandemia puede detener esta nueva aventura. Y de remover de veras los obstáculos de nuestro postergado desarrollo económico, social y cultural. En su defecto, nos aguarda un porvenir más sombrío que el de estos tiempos aun germinales.
*Historiador, miembro del Club Político Argentino