LA OPOSICION EN SU LABERINTO por Jorge Ossona*
Con-Texto | 20 diciembre, 2020La coyuntura de la hora requiere de una oposición sólida y organizada. Cuenta a su favor con el resultado de la última elección en la que casi la mitad de la ciudadanía reafirmo su voluntad republicana pese a la disconformidad con la gestión económica del macrismo. El “banderazo” del 20 de junio fue más allá: reconstituyo el cimiento social de la coalición que derroto al kirchnerismo en 2015 recortada en 2019.
Sin embargo, la Argentina exhibe un cuadro paradojal. La mayoría de los votantes de Juntos por el Cambio imaginó hace unos meses que el resultado de la elección daba por sentado que la alianza permanecería en guardia más allá de los naturales realineamientos y recomposiciones internas. No fue así, corriéndose el riesgo de repetir el penoso derrotero de los oficialismos transformados en oposición desde la instauración de la democracia de masas en 1912. Recorramos brevemente algunas coyunturas cruciales.
En 1916, la ajustada victoria de Hipólito Yrigoyen debida en no poco a la división del oficialismo conservador hizo suponer que este habría por fin organizarse como un partido político consagrando el sueño del Presidente Roque Sáenz Peña de una nueva alternancia entre fuerzas partidarias competitivas. Sin embargo, el viejo conservadurismo se recluyo en sus terruños provinciales poniendo al descubierto su naturaleza primigenia: una federación de fuerzas locales encolumnadas y disciplinadas por el férreo presidencialismo de nuestra Constitución.
El astuto “apóstol de la reparación histórica” no dudo en echar mano a la reedición de los vicios del antiguo régimen que no se había cansado de denunciar. En 1918 intervino a la estratégica provincia de Buenos Aires convirtiendo a su “movimiento” en una fuerza de vocación hegemónica que preservó, más allá de las viscitudes históricas, su carácter mayoritario durante los treinta años siguientes. En 1946, todas las fuerzas políticas tradicionales –incluyendo a la “intransigente” UCR- configuraron el recurrentemente postergado frente democrático antifascista que desde 1937 aspiraba a derrotar al oficialismo neoconservador poniendo una barrera a sus exponentes tentados por los totalitarismos europeos.
El candidato del régimen militar instaurado en 1943, coronel Juan Perón, se impuso por un margen ajustado. Pero la Unión Democrática se disolvió inmediatamente. El peronismo reedito las prácticas cooptativas del yrigoyenismo en las provincias al tiempo que la alianza corporativa en la que se sustentaba lo fue convirtiendo en un nuevo movimiento de vocación hegemónica. El radicalismo se redujo a menos de la tercera parte del electorado como se comprobó en los comicios nacionales de 1951, 1954 y 1973. Así, hasta que Raúl Alfonsín en 1983 derrotó a la supremacía peronista obteniendo más de la mitad del electorado que, no obstante, le reservó al justicialismo el 40% y el control de la mayoría de las provincias y del senado.
Por entonces, todo hacía pensar que el peronismo no habría de superar el trauma de haber perdido su mayoría “natural”; y que dado el influjo del tercer caudillo de masas del siglo XX habría de transitar el camino de los conservadores en 1916. No fue así porque tal fue el éxito cultural del alfonsinismo que dos años después, el justicialismo comenzó a transitar también el camino de su metamorfosis en un moderno partido territorial. Derrotó al radicalismo en las legislativas de 1987 y recuperó el gobierno en 1989 de la mano de Carlos Menem, un dirigente que sintetizó a la renovación de los 80 con la vieja ortodoxia verticalista.
Su éxito en estabilizar la economía en medio de la hiperinflación e inaugurar una nueva etapa de crecimiento redujo al radicalismo a su caudal entre 1946 y 1983. Sin embargo, ello se compensó por la fuerza moral del liderazgo de Alfonsín convertido en virtual jefe de la oposición y garante del sistema. En 1994 habilitó la reforma constitucional que venía propulsando desde los 80 y comenzó a pergeñar una vasta coalición que derroto al justicialismo en las legislativas de 1997 y en las nacionales de 1999. Pero para entonces, las maquinarias partidarias protagonistas de la democracia inaugurada en 1983 lucían exhaustas. Su descomposición se tornó nítida tras la crisis de 2001 que arraso a la alianza progresista fundada en 1997.
La coalición peronista-radical presidida por el senador Eduardo Duhalde con el apoyo de Alfonsín sacó al país de la depresión económica pero exhibió la ruina de los partidos históricos. El peronismo se redujo a una liga de poderes territoriales que recordaba a la del viejo conservadorismo mientras que el radicalismo oficial se redujo a niveles electorales ínfimos, compensados por el influjo de líderes despedidos de su estructura como la alemnista Elisa Carrió y el alvearista Ricardo López Murphy. Todos sumados confirmaban la vigencia de ese espacio histórico republicano aunque políticamente desarticulado. Otro tanto ocurrió con el peronismo que prohijó en una experiencia parricida y refundadora de todo el sistema, incluyendo al viejo movimiento fundado por Perón.
Las grandes colectividades históricas fueron sustituidas por una suspensión de fragmentos solo capaces de componer endebles coaliciones. El kirchnerismo basculó entre la recreación de un nuevo sistema bipartidista de alternancias y una vocación hegemónica y refundacional que afirmo luego de 2008. Pero fracasó en recomponer un movimiento de larga duración como los de Yrigoyen y Perón. En 2007, su candidata Cristina Fernández de Kirchner obtuvo en plena fiebre reactivadora de la economía un 47 % de los votos. El 54% de 2011 fue solo el producto de una coyuntura que se desvaneció dos años más tarde.
La dispersión pudo haber sentado las bases de grandes consensos de fuste para sacar al país de su postración. No fue así porque el kirchnerismo cristinista reincidió desde 2011 en la vieja voluntad regeneradora cuya contracara fue la oposición social que desde 2008 le impuso un límite de hierro corroborado por sus sucesivas derrotas en 2009, 2013,2015 y 2017. Su retorno en 2019 fue posible merced a una exótica arquitectura bicéfala inédita y de final abierto. La reimplantación del estado de emergencia le devolvió al Poder Ejecutivo facultades de excepción que, acentuadas durante la actual cuarentena, no ha hecho más que confirmar sus reflejos autoritarios.
No es poco lo que está en juego. De imponerse terminantemente el oficialismo en las próximas elecciones irá por aquello que la rebelión interna en 2013 abortó: una reforma constitucional que cimente el nuevo e incognito “contrato social” de contenidos con toda seguridad antirrepublicanos y perpetuacionistas. Ninguna novedad en una república cuyo sistema político falló una y otra vez en definir un régimen de sucesiones previsibles a lo largo de su historia. Las secuelas sociales y económicas de la modalidad de cuarentena adoptada generarán, asimismo, estragos de muy difícil gobernabilidad que estimularan tentaciones autoritarias. Tampoco está claro, de continuar la pandemia, el formato de las elecciones del año próximo.
De ahí, la necesidad de una oposición fuerte que organice equipos dotados de las mejores inteligencias para salir de una coyuntura sin precedentes y acometa la urgente resolución de las trabas estructurales de nuestro desarrollo. Su postergación incuba otro riesgo: el de la reedición de una alianza de emergencia que de llegar al poder reincida en las improvisaciones erráticas de 1999 y 2015. Otra fuente de la perpetuación del frustrante corsi e ricorsi de una decadencia que no ha hecho más que destruir los sueños y las esperanzas de sucesivas generaciones de argentinos. Particularmente de nuestros mejores jóvenes tentados a recorrer el camino inverso de sus ascendientes.
*Historiador, miembro del Club Político Argentino