TRES JUNIOS EMBLEMATCOS DE LA TRAGEDIA ARGENTINA DEL SIGLO XX Y SUS ECOS CONTEMPORANEOS por Jorge Ossona*
Con-Texto | 20 junio, 2019En junio se conmemora los fallecimientos de dos próceres de nuestra emancipación: los generales Martin Güemes y Manuel Belgrano. El azar determino que fuera también en ese mes testigo de tres episodios emblemáticos de nuestra historia reciente: la Revolución del 4 de junio de 1943, el intento fallido de golpe en contra del presidente Perón el 16 de junio de 1955 que preludio su caída, y la rendición de las tropas argentinas en las Islas Malvinas el 14 de junio de 1982. Un hilo invisible entrelaza a los tres episodios y ayudan a comprender de algunos problemas irresueltos de nuestra cultura política.
En 1943, se sustanció el segundo golpe de Estado exitoso desde la Organización Nacional. Las Fuerzas Armadas se movilizaron masivamente para voltear al débil pero voluntarista presidente conservador Ramón Castillo. Los medios de la época ilustran hasta qué punto los jefes militares fueron acompañados por una masa de civiles enfervorizados que creían adivinar en el movimiento la consecución por fin exitosa de una revolución radical luego de varios intentos fallidos a lo largo de la década del 30. Dicho fervor se nutría de un nacionalismo antibritánico de enorme difusión popular a raíz de la denuncia por el senador Lisandro de la Torre respecto de las oscuras negociaciones del Tratado Roca Raciman de 1932 que acabó clausurada por el asesinato de su compañero de bancada y por su propio suicidio poco después. El incendio de colectivos y de tranvías de la Corporación de Transportes británica corroboraba simbólicamente el repudio.
Pero otras corrientes más poderosas subyacían al pronunciamiento. En primer lugar, la naturalización del protagonismo militar en la política; explicable, en parte, por el efecto demostrativo del mundo del siglo XX. No fortuitamente, el golpe se produjo en medio de una segunda guerra que por entonces ya se había tornado en contra de la alianza nazi fascista que la había disipado. Luego, por la maduración de las concepciones nacionalistas que aspiraban a terminar con la inseguridad de ciertas regiones de las elites sobre la consistencia nacional una sociedad diversa y plural de origen inmigratorio.
Por fin se había puesto al descubierto una esencia nacional incluso anterior a la propia Constitución en torno de dos pilares institucionales: el Ejército y la Iglesia. Mientras que el primero termino concibiéndose –y también concebido por vastos sectores de la sociedad- como la “reserva moral de la Patria” asediada por enemigos ocultos y acechantes; la segunda encarnaba al “espíritu nacional” cristiano con su propia formula de organización social mística y homogénea fundada no en la razón sino en el amor. En junio de 1943, la Cruz se asoció con la Espada y ambas avanzaron definitivamente en contra del pluralismo liberal de 1853. Poco después, el joven coronel Perón habría completar la formula añadiéndole el “pueblo” encuadrado en los “cuerpos orgánicos” definidos por el Estado.
Doce años más tarde, sin embargo, el peronismo colisionó en contra del esencialismo católico. Las causas que escalaron el conflicto siguen en discusión; pero es posible establecer una matriz sustentada en la familia democrática de masas en la que el peronismo se inscribió: su progresiva transformación en una religión política con sus actos litúrgicos, sus mandamientos, sus santos, y sus cruzados. La violencia verbal estigmatizante de los “enemigos” que se negaban a reconocer su representación natural del Pueblo y de la Nación devino en violencia explícita al compás de la clausura de todos los espacios opositores.
Con la reelección presidencial indefinida por la Constitución reformada en 1949 y corroborada en 1952, la oposición comenzó a jugar el juego golpista. Algunos dirigentes incluso se organizaron en contra del autoritarismo gubernamental mediante la violencia clandestina. Sus “comandos civiles” depositaron en 1953 un explosivo en la boca del subte de una Plaza de Mayo atestada de peronistas reunidos en uno de los actos de la liturgia oficial. La réplica no se demoró y otros comandos habilitados por la inequívoca aquiescencia policial procedieron al incendio de varios edificios emblemáticos del país plural: el Jocquey Club, el Comité Capital de la UCR y la sede del Partido Socialista.
Dos años más tarde, el 16 de junio de 1955, una facción de aviadores navales aprovecho la reivindicación que se les había encomendado del Gral. Belgrano y de Eva Perón a raíz de la quema de una bandera y un busto de la “Jefa Espiritual de la Nación” durante la procesión de Corpus Christi para intentar derrocar al gobierno. Procedieron al bombardeo de la Casa Rosada para matar al presidente y finalmente de una Plaza de Mayo surcada por civiles. Fueron asesinadas unos cuatrocientos ciudadanos. Por la noche, ya sofocada la insurrección, bandas armadas de militantes peronistas procedieron a incendiar varias iglesias de la Capital. El régimen, perplejo, oscilo entre convocatorias a la reconciliación y una la recaída en la radicalidad a raíz de la irreductibilidad opositora en medio de un país al borde de la guerra civil.
El 14 de junio de 1982, las tropas argentinas exhaustas comandadas por el Gral. Mario benjamín Menéndez se rindieron ante las británicas en el territorio de las Islas Malvinas reconquistadas dos meses antes. La derrota coronaba el destino del golpe militar de marzo de 1976. Durante su transcurso, las FF.AA. habían llevado hasta extremos desconocidos su mesianismo en contra de una civilidad acusada de incubar irresponsablemente enemigos de la Patria mucho más peligrosos que los “cipayos vende patrias” sindicados por el peronismo o los del “marxismo-peronista” de los antiperonistas entre 1955 y 1963: la denominada “subversión apátrida internacional”.
Los custodios de la Nación procedieron a escarmentar a la sociedad mediante una cruzada que abolió toda restricción jurídica en nombre de sus designios superiores. La violencia clandestina estatal alcanzo límites insospechados con su saga de centros de detención ilegales, torturas y desapariciones. Una vez aniquilado el enemigo interno, el mesianismo militar intento realizarse mediante su finalidad primigenia. Primero, fue un conflicto limítrofe con Chile en torno de tres peñones al sur de Tierra del Fuego que su propio faccionalismo abortó; y luego, la gesta en archipiélago austral.
No están claros cuales eran sus objetivos primigenios. Pero así como calcularon mal la reacción del gobierno británico, también lo hicieron respecto de una mayoría social cuyos exponentes más entusiastas marcharon enfervorizadas a la Plaza de Mayo a celebrar una epopeya en la que la pasión nacionalista cifraba la ilusión entre mágica y romántica de abrir el camino definitivo hacia el “destino de grandeza” de la Nación. Ya no habría de haber sitio para las negociaciones sin que esa mayoría las interpretara como una imperdonable claudicación respecto de los sagrados intereses de la Patria. Los militares cayeron entonces en su propia trampa marcando el fin de su mesianismo y abriendo cauce la actual democracia.
Luego de casi cuatro décadas de ejercicio ininterrumpido todavía resuenan los estertores de aquella saga del siglo XX. Durante la última década, se han desempolvado términos que el aprendizaje democrático había abolido como “cipayos” y “vende patrias”. Asimismo, se ha vuelto a abusar de la palabra “traidor” para descalificar a adversarios; una mácula naturalizada en el vocabulario de la política democrática indicativa de peligros latentes. Porque es bueno recordar que las violencias más irrevocables siempre comienzan en la palabra.
* Miembro del Club Político Argentino