EL AZAR Y LA NECESIDAD por Albino Gómez*
Con-Texto | 26 octubre, 2018
|
|
Como es sabido, Jacques Monod, fue un biólogo francés que vivió entre 1910 y 1976. Fue condecorado con la Cruz de Guerra por sus servicios en la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Después de haber trabajado en el Instituto Tecnológico de California, volvió a París y, en 1945 ingresó en el Instituto Pasteur, del que fue director y en donde creó el departamento del servicio bioquímico celular, llevando a cabo la investigación y experiencias que le valieron en 1965 el Premio Nobel por sus descubrimientos relativos al control genético de las enzimas y la síntesis de los virus. Compartió dicho Premio con Andre Lwoff y con Francois Jacob. Fue también profesor del Collège de France, y autor entre otros libros, de uno de los pocos best-sellers en el campo de la divulgación científica: “El azar y la necesidad”. Sin embargo e inexplicablemente, tanto la edición española como la francesa “Le hasard et la nécessité”, nunca tuvieron en nuestro medio la repercusión merecida. Por eso, a pesar del tiempo ya transcurrido desde su publicación, creo que vale la pena, por su importante temática, ocuparnos de dicha obra. .
Para Monod, la biología ocupa, entre las ciencias, un lugar a la vez marginal y central. Marginal, en cuanto el mundo viviente no constituye más que una parte ínfima muy especial del Universo conocido, de tal manera que el estudio de los seres vivos no parecería poder lograr jamás la revelación de unas leyes generales, aplicables fuera de la biosfera. Pero agrega que si la ambición última de la ciencia entera es fundamentalmente, dilucidar la relación del hombre con el Universo, entonces es justo reconocer a la biología un lugar central puesto que es, entre todas las disciplinas, la que intenta ir más directamente al centro de los problemas que hay que resolver antes de poder proponer el de la “naturaleza humana”, en términos que no sean metafísicos. Por ello, la biología es para el hombre, la más significativa de las ciencias, y la que ha contribuido ya, más que ninguna otra, a la formación del pensamiento moderno, profundamente trastornado y definitivamente marcado en todos los terrenos: filosófico, religioso y político, por el advenimiento de la teoría de la Evolución, nueva y sorpresivamente puesta en cuestión por parte de ciertos sectores neoconservadores en los Estados Unidos. ¿Cuándo no?
No obstante, mientras no se elaborara una teoría física de la herencia, la de la Evolución permanecía como suspendida, y la esperanza de lograrla rápidamente parecía una quimera hace cincuenta años, a pesar de los éxitos de la genética clásica. Sin embargo, éste fue el aporte de la teoría molecular del código genético, que entendida en sentido amplio, constituyó la base fundamental de la biología. Pero manteniéndonos dentro de los límites del libro de Monod, sin avanzar hasta los logros de nuestros días, podemos decir que aquel aporte, no significaba que las estructuras y funciones complejas de los organismos podían ser deducidas desde dicha teoría, y ni siquiera analizables directamente en escala molecular. Pero aun no pudiendo la teoría molecular del código predecir y resolver toda la biosfera, constituía desde entonces, una teoría general de los sistemas vivientes. Además, en el conocimiento científico anterior a la biología molecular no había nada parecido, y el “secreto de la vida” podía entonces parecer inaccesible en su mismo principio.
Más adelante, Monod aceptaba como postulado, base del método científico, que la Naturaleza es objetiva y no proyectista. Para él, la biosfera no contiene una clase previsible de objetos o fenómenos, sino que constituye un acontecimiento particular, compatible seguramente con los primeros principios, pero no deducible de ellos. Por lo tanto, esencialmente imprevisible. Pero cuando se afirma que los seres vivos, en cuanto clase, no son previsibles a partir de los principios, no pretende de ningún modo Monod sugerir que no sean explicables según esos mismos principios, que en cierto modo trascienden, y que otros principios sólo aplicables a ellos, deberían ser invocados. Para él, la biosfera es imprevisible en el mismo grado que lo es la configuración particular de los átomos que constituyen un guijarro. Y nadie reprocharía a una teoría universal el no afirmar y prever la existencia de tal configuración particular de átomos. Bastaría que el guijarro fuese compatible con la teoría, a que como objeto, según la misma teoría, no tendría el deber de existir pero sí el derecho.
Claro está que lo que resulta suficiente tratándose de un guijarro, no resulta totalmente satisfactorio cuando pasamos al hombre porque, como dice Monod: “Nosotros nos creemos necesarios, inevitables, ordenados desde siempre. Todas las religiones, casi todas las filosofías, una parte de las ciencias, atestiguan el incansable, heroico esfuerzo de la humanidad para negar desesperadamente su propia contingencia”
Para las epistemologías metafísicas, han estado siempre –según Monod- íntimamente asociadas a las ideas morales y políticas de sus autores. Verdaderos edificios ideológicos, presentados como a priori, eran en realidad, construcciones a posteriori destinadas a justificar una teoría ético-política preconcebida. En cambio, para la ciencia, el único a priori, es el postulado de objetividad, que le prohibe tomar parte en tal debate. La ciencia, al estudiar la evolución del Universo o de los sistemas que contiene, como el de la biosfera, comprendido el hombre, ha advertido que todo fenómeno, todo acontecimiento, todo conocimiento, implica interacciones, por sí mismas generadoras de modificaciones en los componentes del sistema. Y la estrategia fundamental de la ciencia en el análisis de los fenómenos, es el descubrimiento de los invariantes. Pero el descubrimiento de la célula y la teoría celular permitieron entrever una nueva unidad bajo esta diversidad. Sin embargo, fue menester esperar los avances de la bioquímica en el curso del segundo cuarto del siglo XX, para que se revelara de manera total la profunda y rigurosa unidad en escala microscópica de todo el mundo viviente. Gracias a ello se sabe hoy que desde la bacteria al hombre, la maquinaria es esencialmente la misma.
De todos modos, cualquier alteración sería accidental y debida al azar. Y ya que constituye la única fuente posible de modificaciones del texto genético, único depositario a su vez de las estructuras hereditarias del organismo, se deduce necesariamente que sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. El puro azar, el único azar, libertad absoluta pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución, destruye todo antropocentrismo. Ahora bien, por un lado sabemos que los acontecimientos elementales iniciales que abren la vía de la evolución a esos sistemas intensamente conservadores que son los seres vivos, son microscópicos y fortuitos. Por otro, que una vez inscripto en la estructura el accidente singular, y como tal esencialmente imprevisible, va a ser mecánica y fielmente replicado y traducido, es decir, multiplicado y transpuesto a millones o a miles de millones de ejemplares: “Sacado del reino del puro azar, entra en el de la necesidad de las certidumbres más implacables” concluye Monod.
Así, finaliza su obra con una enfática defensa del postulado de objetividad científica frente a las tendencias vitalistas y animistas. Y afirma que aceptar dicho postulado es enunciar la proposición de base de una ética: la ética del conocimiento. Etica sobre la cual “podría ser edificado un verdadero socialismo”, al que califica de gran sueño del siglo XIX traicionado, y en cuyo nombre –dice- se han cometido muchos crímenes.
Luego, con más realismo científico y sensatez, expresa: “Esto es quizá una utopía”. Y cierra su obra con la siguiente reflexión: “…el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. Puede escoger entre el Reino y las tinieblas”.
*El autor es periodista, escritor y diplomático de carrera.