EL SUBSUELO DEL ESTADO MAFIOSO por Jorge Ossona*
| 13 octubre, 2018Bien lo señalo en su momento el constitucionalista Carlos Nino cuando definió a la Argentina como “un país al margen de la ley”. Juicio corroborado por el politólogo Guillermo O’Donnell al indicar que en nuestra sociedad habían proliferado “zonas marrones” en donde el imperio de la ley y el estado de derecho son sistemáticamente puestos entre paréntesis. A diferencia de otros países de la región, la Argentina no devino en un “Estado fallido” dada la implantación homogénea de la administración publica en nuestro poco poblado territorio desde la Organización Nacional. Pero su debilitamiento durante los últimos cuarenta años habilitó la aparición de estos manchones. Un joven sociólogo, Matías Dewey, advirtió un rasgo adicional de nuestra modalidad de ingreso en la era global. No es que el Estado se haya ausentado sino que reconfiguro su presencia bajo la forma mafiosa de un orden clandestino.
El fenómeno registra sus orígenes históricos en la crisis del patrón de desarrollo semicerrado desde medidos de los 70 que barrio con las manufacturas menos competitivas y más concentradas en el mercado interno. Se fue delineado desde entonces una economía más moderna y extrovertida que, ya insinuada en los 80, se consolido durante los 90 y los 2000. El nuevo régimen de desarrollo se fundada en dos ejes centrales: una asociación con nuestro nuevo vecino rico, Brasil, vía el Mercosur; y la otra con la región Asia Pacifico, con epicentro en China. Mientras que al primero lo proveemos de autos y partes automotrices además de un conjunto de maquinarias, materias primas agrícolas y bienes agroindustriales; a la segunda lo hacemos con el producto estrella de nuestro nuevo agro, la soja, merced al aporte tecnológico de la siembra directa y los transgénicos.
Pero el empuje de esta nueva economía productiva no alcanza para incluir a los millones de trabajadores que, como en otras partes del mundo, perdieron sus puestos de trabajo por no poder competir en las escalas de los nuevos emergentes asiáticos. La informalidad y el desempleo campean desde hace más de treinta años en paisaje de los suburbios de los antiguos centros industriales como Rosario, Córdoba y el Gran Buenos Aires; precisamente, en donde el nuevo orden mafioso fue ganando extensión y densidad. Su conformación, no obstante, disto de ser lineal; y confluyo con la consolidación de la democracia inaugurada en 1983.
Ni bien la nueva realidad social de la exclusión exhibió hacia los 80 sus primero indicios, la dirigencia política concluyó su incompatibilidad con la democracia. Era menester administrar paliativos de emergencia hasta que la actividad económica volviera a ofrecer sus virtuosos frutos inclusivos. Surgieron así toda una serie programas fragmentarios, gestionados principalmente desde los municipios, que proveían a los desafiliados de alimentos, obras de urbanización, y empleos precarizados. Pero la experiencia de los 80 demostró que en las nuevas condiciones heredadas de la reestructuración, la vigencia de un gobierno democrático no garantizaba por sí mismo devolverle a la sociedad urbana posindustrial sus contornos integrativos. La sobreviviente y potenciada puja distributiva histórica comenzada en la segunda posguerra, asimismo, se espiraló hasta detonar la primera rebelión masiva de los excluidos durante la hiperinflación de 1989-1990.
El segundo gobierno democrático aposto durante los 90 a la reintegración, signo de los nuevos tiempos, mediante una extroversión más incisiva de la nueva economía. Su instrumento fue un reformismo estatal de radicalidad proporcional a la crisis heredada. Se logró derrotar a la inflación y recuperar el crecimiento merced a un contundente flujo de inversiones en infraestructura. Pero fue inútil: la pobreza permanecía inconmovible. Luego, la recesión comenzada a fines de la década sentó las bases de una nueva rebelión estallada a fines de 2001.
Fue así como durante el decenio siguiente fue cobrado forma la verdadera revolución cultural en las que se cimenta el Estado mafioso. Según sus supuestos, la irreductibilidad de la pobreza solo admite el paliativo de programas focalizados y territorializados para garantizar sine die la subsistencia básica de un tercio de la población. Un conservatismo reforzado por ingredientes simbólicos potentes que abarcaban desde la idealización de la pobreza como estado social hasta la ficción de un inclusivismo fundado en el consumo de productos tecnológicos y una gimnasia de movilización permanente. El cambio de convicciones resultaba de un aprendizaje factico: la pobreza endémica, a diferencia de lo que se suponía veinte años antes, no solo era gobernable sino que podía convertirse en una veta de pingües ganancias procedentes de la parafiscalidad sobre una economía informal asentada en actividades semilegales e ilegales.
Hemos ahí los fundamentos del “orden clandestino” enunciado magistralmente por Dewey. Una vasta zona de exclusión regida por los códigos de actividades ilegales complementarias de las políticas asistenciales estatales para mantener a los marginados relativamente contenidos. La utilización de su fuerza de trabajo en condiciones prohibidas por el marco legal como la explotación semiservil de inmigrantes de países limítrofes en las ramas textil y de la construcción o el soborno político de los excluidos locales mediante las practicas clietelistas constituyen algunas de los botines de esta paradojal riqueza extraída de la pobreza. Sus rindes asombrosos contribuyen al financiamiento de las exigentes campañas electorales de la política democrática municipal y provincial.
El orden mafioso provee a los pobres de trabajo informal, prendas baratas vendidas en centros de comercialización como La Salada y drogas residuales de las de alta calidad. La superestructura política succiona, en cambio, los recursos exorbitantes procedentes de la recaudación venal de la economía negra. El sistema encuentra su base precisamente en esos antiguos barrios industriales degradados y en los nuevos asentamientos procedentes de las ocupaciones territoriales compulsivas. Ambos, resguardados de la ley cuyo control es efectuado conjuntamente por la policía y los referentes comunitarios al servicio de municipios y organizaciones sociales con la debida cobertura judicial. La segregación espacial permitió la reproducción de otras ilegalidades tanto o más rentables que las anteriores: desde el robo de vehículos, la piratería del asfalto y el narcotráfico.
Este subsuelo mafioso se sostiene merced a prácticas, normas y valores múltiples difíciles de reducir. Sin embargo, en su combate se juega nada menos que la reconstrucción de nuestro dañado tejido social durante más de cuatro décadas. Es indispensable invertir grandes cuotas de imaginación, inteligencia y patriotismo para ir progresivamente reincorporando a los excluidos de nuestra nueva economía internacionalizada. No será fácil, tampoco imposible. La desestigmatización cultural y la capacitación educativa en actividades demandadas por los nuevos servicios podrían ser las llaves maestras, entre muchas otras, de re incluir al segmento más crítico de la pobreza: los jóvenes. Recomponer, simultáneamente, la confianza en autoridades públicas capaces de renunciar a la administración diferenciada del estado de derecho según el escenario y el sector social. Reimplantar, en suma, la igualdad ante la ley sin prebendas ni privilegios mafiosos. Y devolver las esperanzas de millones de argentinos de conseguir un país mejor.
*Historiador y sociólogo. Miembro del Club Político Argentino