LAS RAICES HISTORICAS DE LA CRISIS DEL CATOLICISMO POPULAR EN LA ARGENTINA. (II) por Jorge Ossona*
| 30 junio, 2018El régimen militar inaugurado en marzo de 1976 apretó el pie en el acelerador de la erradicación de esta vertiente católica responsabilizándola como uno de las principales inspiradoras de la violencia insurreccional procedente del seno mismo de una institución tradicional de la Nación a la que intento “subvertir” mediante su infiltración marxista leninista. El terror estatal encontró entonces en ella a una de sus principales destinatarias; aunque sus orígenes comunes, sus concepciones análogas del poder y de la sociedad, habilitaron más de una reconciliación e incluso asociación en nombre de la restauración de la “alianza del Pueblo con las Fuerzas Armadas”.
Acosadas, las organizaciones de base se replegaron y muchos de sus cuadros optaron por emigrar o esconderse en otros barrios. Algunos retornaron luego después de un tiempo prudencial prosiguiendo subrepticiamente sus acciones comunitarias bajo la forma de fomentismo. Estos fueron testigos privilegiados de la ampliación progresiva de sus incumbencias conforme la reestructuración empezó a mostrar sus aristas más dramáticas y novedosamente excluyentes. También, de la enorme orfandad respecto de los referentes parroquiales temerosos o impotentes convertidos a un conservadorismo posibilista cada vez más alejado de los desafíos de la incipiente pobreza estructural.
Llegados a este punto resulta relevante analizar la reacción de la jerarquía católica frente al curso de los acontecimientos de esos años. En la mayoría conservadora la aversión respecto de aquellos tentados por las inclinaciones sediciosas, tendió a legitimar si no los métodos los grandes trazos represivos desplegados tanto durante las administraciones justicialistas como del régimen militar. Aun así, la información privilegiada que recibían los obispos acerca de la modalidad represiva aplicada por la camada militar que tomo el poder en marzo de 1976 no dejo de mostrar, aun en esa fracción, una reacción que oscilo entre la prudencia y los reproches más o menos velados. Por caso, la intervención militar directa en los colegios católicos fue interpretada como una afrenta inadmisible y una invasión solo comparable a la del gobierno peronista hacia mediados de los 50. Sin embargo, la persistencia de una minoría de obispos si no abiertamente tercermundistas contestarios tendió a morigerar las críticas.
Desde sus espacios diocesanos los obispos de Neuquén, Mons. Jaime de Nevares; de Viedma, Jorge Hesayne; de Goya, Mons. Alberto Devoto y de Quilmes, Jorge Novak, protegieron en sus territorios a muchos sacerdotes y militantes perseguidos; adoptado una actitud de repudio frente a la represión en nombre de la defensa de los derechos humanos. Al compás de la crisis, sus voces críticas se extendieron al campo de la política económica cuyos saldos sociales los llevaron a catalogarla de “criminal y anticristiana”. su relativo aislamiento en jurisdicciones que –salvo la de Quilmes- fueron pequeñas y de escasa densidad poblacional les impidió ponerse al frente de una ofensiva frontal en contra del régimen como la por entonces protagonizada por la Vicaria de la Solidaridas de Chile. Pero ello no fue óbice como para que su voz se hiciera sentir tanto dentro como fuera del país a través de organizaciones como la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos, el Movimiento Ecuménico de los Derechos del Hombre, o a través del puente de plata que tendieron con la Nunciatura Apostólica.
Los setenta obispos restantes más bien alineados con el tradicionalismo quedaron, así, encerrados en una situación complicada. Su excesiva prudencia y moderación frente a los abusos autoritarios descoloco a muchos sacerdotes y laicos que requirieron de su asistencia en procura de mediación por la aparición de victimas torturadas o encarceladas. En algunos casos, debieron asumir una actitud más resuelta en términos de protección y cobertura de las organizaciones de base que operaban en villas y barrios populares. Tal fue el caso del Arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, Mons. Juan Carlos Aramburu respecto de las comunidades eclesiales de la Capital en villas erradicadas o reducidas a una expresión residual. Varios, incluso, accedieron a la petición de los cuatro rebeldes de configurar un organismo formal que bridara, sobre la base del modelo chileno, asistencia a los parientes de víctimas, presos y secuestrados. Esta se plasmó en una “comisión de enlace” pero que solo medio en favor de aquellos detenidos “blanqueados” a disposición del Poder Ejecutivo Nacional.
El discurso más conservador seguía afincado en la defensa de la moralidad occidental y cristiana a la defensiva respecto de un marxismo internacional supuestamente ascendente y por el hedonismo cultural decadente de la modernidad contrario a la familia y a la recta moral tradicional. Veladamente, incluía en su crítica al sector tercermundista acusándolo menos de su asociación con el “comunismo” que de “terrenizar y materializar” la fe mediante reivindicaciones alejadas del espíritu del “ser nacional”. Un discurso que se alejaba de la nueva realidad flanqueada por las urgencias de la subsistencia; una novedad cuya masividad obligaba a familias y barrios a pergeñar novedosas formulas comunitarias para alimentar a sus hijos y procurar recursos colectivos.
Las parroquias acompañaron en muchos casos a esas organizaciones informales, pero sin el apoyo de la mayor parte de sus diócesis y con las debidas reservas cuando aparecían en su interior antiguos activistas sobrevivientes de los movimientos de bases de los 60 y 70. No obstante, sus interpretaciones ideológicas quedaron eclipsadas por las citadas estrategias de una nueva miseria en ascenso. La nueva marginalidad, asimismo, genero tendencias anomicas en el interior del tejido social respecto de las cuales clérigos y obispos replicaron según la vieja moralina juzgada anacrónica aun por muchos referentes confesionales que debieron arbitrar por si mismos soluciones originales. Estos debieron avenirse a tolerar desde divorcios hasta poligamias, embarazos adolescentes y abortos. Hemos ahí, entonces, los primeros brotes de una disidencia destinada a crecer durante las décadas siguientes bajo la forma de nuevas religiosidades populares.
Varios procesos confluyeron en la aceleración del distanciamiento relativo de la jerarquía respecto del régimen militar. En primer lugar, los síntomas inequívocos de su descomposición interna y del fracaso estruendoso de prácticamente todos sus objetivos salvo de aquellos inherentes a la lucha antisubversiva que, sin embargo, estaban condensando una nube toxica sobre sus cabezas conforme se iban difundiendo los saldos relativos a sus prácticas. En segundo término, su compromiso con la movilización creciente de partidos políticos y sindicatos. Respecto de estos, tendieron a reeditar la vieja alianza inspirada por Perón hacia los 40 impugnando en 1978 el proyecto de una nueva ley de asociaciones profesionales de inspiración abiertamente liberal. La llegada al trono de Roma de Karol Wojtila en 1978, y la Conferencia celebrada en Puebla un año más tarde acentuaron la distancia. Allí se planteó la superación de la teología de la liberación por otra cultural, popular y social ratificada por la Encíclica “Laborum Excersus”. El giro no hizo sino afianzar la línea de los cuatro obispos contestatarios de vínculos privilegiados con la Nunciatura en defensa de los Derechos Humanos y en contra de la Doctrina de la Seguridad Nacional en la que se había inspirado el terror estatal.
La llegada a Buenos Aires de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA en 1980 y el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz al argentino Ignacio Pérez Esquivel del Servicio de Paz y Justicia aceleraron el distanciamiento del episcopado respecto del régimen. Ello se plasmó institucionalmente en el Equipo de Pastoral Social presidido por el Obispo de San isidro, Mons. Jorge Casaretto flaqueado por su par de Morón, Justo Laguna. El clima fue aprovechado por Novak para insistir en la demanda por la aparición con vida de los desaparecidos y sus contactos con organizaciones como Madres de Plaza de Mayo. De Nevares, por su parte, las convoco a una jornada de ayuno. Las peregrinaciones juveniles a Lujan se tornaron desde 1980 masivas insinuando una nueva modalidad de protesta que quedo soterrada por la movilización en torno de la Guerra de Malvinas. Sin embargo, el nuevo brote nacionalista en contra de Inglaterra y los Estados Unidos re aproximó a muchos conservadores respecto de un gobierno que parecía retomar la iniciativa. Luego de la derrota, siguieron acompañándolo en su forzado repliegue auspiciando, en nombre de la reconciliación nacional, la autoanmistia de sus jefes.
Los cuatro rebeldes extendieron su prédica, pero reproduciendo sus problemas originarios: su aislamiento minoritario y su lugar incomodo entre tradicionalistas conservadores y aggiornados a la nueva Opción por los Pobres del tándem Casaretto-Laguna que operaban desde importantes distritos del GBA afectados por la nueva pobreza. Novak, en ese sentido, fue la excepción. No por nada impulso retornar a toda una serie de estrategias esbozadas a principios de los 70 en la dignificación de la pobreza auspiciando, antes y después de la apertura democrática, ocupaciones masivas de tierras fiscales o privadas vacías. Sus militantes de base profesionales aportaron sus conocimientos y experiencia para negociar con el municipio y la provincia su rápida urbanización y la regularización dominial. Tal fue el origen del término “asentamiento” en sustitución del estigmatizante de “villa”. Su efecto demostrativo se extendió como un reguero de pólvora en todo el GBA desde 1983 con el aval de obispos conservadores que no querían quedar afuera de la ola inspirada en la Conferencia de Puebla.
Pero ello resulto insuficiente para conjurar viejos rencores por el ausentismo o la pusilanimidad frente a la reacción disparada desde 1974 y al anacronismo de las respuestas moralistas ante fenómenos nuevos como la violencia doméstica, los embarazos adolescentes, el rol proveedor de las mujeres por el desempleo de sus maridos y las tentaciones delictivas. Hemos ahí el clima propicio en el que abrevo el nuevo evangelismo pentecostal, el surgimiento más abierto de cultos populares del Interior y de países limítrofes, y la extensión popular, ya en los 90, de la umbanda; todos ellos, más atentos a la crisis de la idea de futuro y a un presente pletórico de necesidades materiales imperiosas de implicancias corporales inmediatas. La proximidad social y territorial de las fórmulas de subsistencia y la intensividad emocional de la convivencia encontraron en estos cultos un canal más propicio para su exteriorización y resolución de los nuevos conflictos que le eran inherentes.
*Historiador, integrante del Club Político Argentino