IDEAS FALSAS, CAUSAS INVENTADAS por Jorge Ossona*
| 23 septiembre, 2017Las narraciones mitológicas contienen siempre un ideal heroico útil para resolver los déficits identitarios congénitos de las sociedades modernas. Uno de las más candentes de la Argentina de nuestros días es el de la “nación mapuche”. Un fenómeno que, como todo aquel que procede de la Patagonia profunda, suele pasar inadvertido para el público de los grandes centros urbanos del país. En determinado momento, un hecho o una escalada lo ponen sobre el tapete de las discusiones nacionales. Tal es el caso de la desaparición del joven artesano Santiago Maldonado, presuntamente solidario con la “causa” del “pueblo originario” austral.
Al menos en lo que va de la década, su expresión más gregaria, la Resistencia Ancestral Mapuche, contabiliza en las provincias de Neuquén, Chubut y Rio Negro setenta y siete atentados bajo la forma de asesinatos e incendios, secuestros extorsivos, robo de ganado y la destrucción de joyas del patrimonio turístico del país. Tal es el caso del incendio de la añosa estación El Maitén y la consiguiente parálisis del convoy a vapor “La Trochita” que ha debido reducir su recorrido de 400 kilómetros a apenas unos 20.
El “mapuchismo” no constituye un fenómeno aislado sino que se inscribe en el más vasto del multiculturalismo emergente de la globalización y de la revolución tecnológica comenzada con el fin de la Guerra Fría. Como toda etapa de aceleración del cambio social, suscita reacciones que idealizan nostálgicamente al pasado feliz de un pueblo étnicamente puro y moralmente sano, corrompido por sucesivas afrentas de la modernidad capitalista injusta y enajenante. Hemos ahí la huella de algunos “intelectuales” indiscernibles de los imanes islamistas que están sembrando el terror en Europa.
La impostura reaccionaria se diseña con el infinito menú de retazos contemporáneos evocativos de la mentada “causa ancestral”. Por caso, el relato explota problemas reales como el justo reclamo de comunidades aborígenes por tierras en disputa en los confines patagónicos, o las promesas incumplidas de gobiernos demagógicos como aquel que les prometió la administración de los parques nacionales de la región.
Su resentimiento con la sociedad moderna induce a los líderes étnicos a abrazar la causa inventada proveyéndolos de armas y de apoyo logístico en contra del “enemigo”. En los pliegues de la “pureza”, sin embargo, también se ocultan algunos designios inconfesables como el robo de tierras o el tráfico de drogas a ambos lados de la frontera. Los conocen; pero también los toleran como insumo inevitable del “cuanto peor, mejor”.
Los ideólogos no son, obviamente, “originarios”. A lo sumo, abusan de algunos valores culturales de las comunidades estratégicamente elegidas fraguando la conversión a sus también inventados “valores milenarios”. Reproducen, sin embargo, un conjunto de repertorios extraídos de la modernidad occidental como la revolución, la anarquía y el antiimperialismo.
No resulta difícil detectar en la impostura la sombra de viejos pensadores europeos decimonónicos que, como Georges Sorel y su ideal de “violencia redentora”, dejaron su huella indeleble en las pesadillas del XX.
Con esos ingredientes pretéritos amalgaman una causa contemporánea que recurre a la Historia para trazar las líneas de la guerra entre “el bien” y “el mal”. De un lado de la trinchera, la conquista española, el imperialismo ingles del siglo XIX, los Estados Nacionales “genocidas” hasta el neoliberalismo global de nuestros días. Del otro, los antiguos “araucanos” desagregados en sus diversas variantes tribales hasta llegar a los mapuches actuales. Valdivia, Roca, Benetton y Macri de un lado; Calfucura, Catriel y Facundo Jones Huala, del otro. Colecciones indiscernibles del Cambalache discepoliano.
Hay otro escenario menos visible pero crucial del combate entre “el bien” y la pérfida razón moderna: las aulas. Sus destinatarios son jóvenes ávidos de una identidad sólida que los convierta en parte de un colectivo justiciero. Pululan por allí los apóstoles de los ideólogos enseñando el mensaje liberador e induciendo a los estudiantes a la violencia irredenta en las calles contra la policía, el “Estado represor”, y el “sistema”; ogro fantasmagórico de sus trillados repertorios conspirativos. Los más extremos, incluso, los invitan a confraternizar con los “pueblos originarios” selectos sumándose a su lucha directa.
El resultado sobre los jóvenes “laburados”, lejos de su pretendido igualitarismo, destaca significativamente la diferencia elitista. Se auto-perciben como los elegidos, dotados de un falso sentimiento de superioridad cultivado en el activismo fraterno entre pares de otras causas análogas: desde el género y la sexualidad hasta un neo-hippismo artístico de indumentaria snob y prácticas entre naturistas y espiritualistas asociadas al consumo de alucinógenos. El resultado: miles de chicos que terminan, como poco, contagiados de la frustración y el resentimiento de sus formadores “setentistas”.
Desactivar este proceso silencioso y gregario que en nombre de la democracia y de la libertad atenta en su contra, constituye uno de los grandes desafíos de los próximos años. Tan difícil como la gobernabilidad de sus estragos culturales desintegradores.
*Jorge Ossona es historiador. Miembro del Club Político Argentino