APRENDER DE LA CIUDAD DONDE VIVIMOS Por Mgtr. Fabiana Mastrángelo
| 14 enero, 2017La ciudad educadora constituye un modelo en el que la educación es el lineamiento que atraviesa las políticas municipales de un modo integrador y en diferentes programas como salud, ambiente, seguridad, obras públicas, deporte, cultura, patrimonio… Aprender con y de la ciudad donde vivimos ya lo aplicaban los antiguos griegos en su idea y práctica de la polis y es un concepto que va tomando fuerza en la actualidad.
Los antecedentes contemporáneos los encontramos en las últimas décadas del siglo XX. En 1973, en el informe para la Unesco, coordinado por Edgar Faure, se emplea el término “ciudad educativa” y, en 1990, se definió el término “ciudad educadora” en el I Congreso Internacional de Ciudades Educadoras, en Barcelona.
El pasado 30 de noviembre se celebró el Día Internacional de la Ciudad Educadora, en Zaragoza (España). Las localidades integrantes de la Asociación Internacional de Ciudades Educadoras (AICE) firmaron un manifiesto en el que se comprometen “con los objetivos del desarrollo sostenible y a trabajar para garantizar una educación inclusiva y de calidad para todos y a lo largo de toda la vida”. El desafío es crear ese ambiente que permita una transformación urbana cuya meta sean ciudades más solidarias, justas, abiertas a la diversidad cultural y promotoras del bien común. En Mendoza, el 14 de diciembre de 2016, se llevó a cabo el segundo encuentro de ciudades educadoras argentinas, en la ciudad de Godoy Cruz, miembro de AICE.
Integración y desarrollo humano atraviesan, también, el concepto de “ciudad educadora”. Si hacemos un análisis retrospectivo, en nuestro país encontramos un claro modelo de integración en el siglo XIX con el proyecto de la Asociación de Mayo. Esteban Echeverría afirmaba: “Sin asociación no hay progreso, o más bien ella es la condición forzosa de toda civilización y de todo progreso”. La idea de integración era un firme pilar para reconstruir la Argentina en el siglo XIX en medio de la fragmentación social provocada por dos visiones en pugna: unitarios y federales.
Propone armonizar los intereses individuales y los sociales porque en “la armonía de estos dos principios estriba todo el problema de la ciencia social” y sus quince palabras simbólicas -entre las que citamos: libertad, igualdad, fraternidad, asociación, progreso, honor, democracia- aglutinan a la sociedad en una serie de valores comunes. Esteban Echeverría formuló un pensamiento integrador al respetar las tradiciones e incorporar el progreso del mundo. Esta idea y la puesta en práctica en el libro “Bases”, de Juan Bautista Alberdi, inspirador de la Constitución Nacional de 1853, es un camino abierto para aplicar el concepto de integración en la sociedad.
La ‘asociación’ ayer, la ‘integración’ hoy, implica la recuperación de lo propio y la asimilación equilibrada del progreso. Esto es posible en una ciudad, en primera instancia, por su acotada dimensión espacial y cotidiana. El desarrollo humano sostenible sólo es posible desde una visión integral de la realidad. Hoy la supervivencia de la raza humana requiere con extrema urgencia integrar los opuestos. La ciudad educadora tiene un papel preponderante en la construcción de estos puentes.
El desafío, acorde con el paradigma del Desarrollo Humano, requiere una visión holística del campo educativo que se relaciona con el paso gradual de un ‘estado docente’ a una ‘sociedad educativa’. Este último concepto, planteado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), implica que “la educación no es responsabilidad exclusiva de los circuitos formales (escuelas o universidades) sino de la sociedad en su conjunto”.
Todos somos responsables del aprendizaje permanente y de crear ámbitos de crecimiento en el medio en el que nos desenvolvemos. Es un desafío a la educación corporativa, encerrada de puertas hacia adentro y limitada al servicio educativo. Fragmentación, enfoques unilaterales y abordajes asistemáticos perfilan un diagnóstico sombrío para la tarea educativa y social integral. Esto, lejos de desalentarnos, debe conducirnos a asumir un rol activo desde la función que ocasionalmente desempeñemos (docente, madre, padre, obrero, profesional, estudiante, funcionario, directivo, periodista, intelectual, empleado, empresario).
Si logramos trascender edades y circunstancias podemos contribuir a que los seres humanos sean capaces de utilizar todas sus potencialidades, participando de un modo significativo en la configuración de su sociedad y a lo largo de toda la vida. Tanto los ámbitos formales del sistema educativo (escuelas, universidades, academias) como los informales (familia, barrio, unión vecinal, medios de comunicación, organizaciones sociales) pueden convertirse en modelos de sociedades educativas, es decir, islotes potenciales que, llegado el momento propicio, expandan su experiencia educadora y se conviertan en promotores de la solidaridad, la justicia, el trabajo por el bien común, la cultura del esfuerzo y la educación en valores humanos.
27 de diciembre de 2016
*Educadora – historiadora