BREVE INTRODUCCIÓN A LA CUESTIÓN DEL MONISMO OCCIDENTAL por Arnoldo Siperman*
| 22 diciembre, 2016Para investigar la verdad es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas.
René Descartes, filósofo francés (1596-1650)
A partir de la existencia de disenso sobre la fundamentación de validez en materia cognitiva o ética entre miembros de diferentes comunidades lingüísticas, políticas o culturales ¿puede suponerse que existen criterios objetivos en cuanto a la Verdad o el Bien o por el contrario, hay que suponer verdades y valores siempre relativos, cuya respectiva validez depende de algo que les es exterior? A esos interrogantes trata de atender la cuestión del llamado monismo.
1. La cultura occidental está fundada en la generalizada aceptación de la idea de que existen criterios de verdad excluyentes, objetivos y permanentes, así como valores universales, inherentes a la naturaleza humana, que se encuentran al abrigo de las contingencias históricas. Esa idea es consustancial con el espíritu del cristianismo, cuyas verdades esenciales excluyen a cualquier otra pretensión de ese carácter que pudiera tratar de oponérsele; espíritu que empapa a toda la cultura occidental. Preside tanto a los discursos cognitivos cuanto a los valorativos, los que por otra parte no se presentan siempre como fácilmente distinguibles.
Esa idea fundamental, de que es posible afirmar verdades intemporales tanto como tener la certeza de criterios objetivos de justicia y razón, reflejándose en que a cada conflicto corresponde una única solución correcta, es lo que ha sido denominado monismo. Se proyecta hacia un ámbito de gran amplitud, ya que pone en la conversación el tema de la posibilidad de valores universales, por una parte, o bien, por la otra, su reducción a entornos temporales y espaciales. Para la primera alternativa, propiamente monista, suele reservarse la designación de metafísica, para la segunda la calificación de relativismo. Expresiones muchas veces utilizada, con ánimo peyorativo, desde la posición que la enfrenta.
2. Conviene reiterar, como punto de partida, que la cultura occidental ha estado fundamentalmente adherida a una idea monista, a un sistema de principios e ideas único, que rechaza alternativas. Se piensa a sí misma atendiendo a una referencia central presentada como indiscutible. Aunque al interior del sistema conviven diversos puntos de vista y opiniones ampliamente dispares, el conjunto exhibe una persistente insistencia en la única irrefutable Verdad y una no menos irrebatible definición sobre el Bien y el Mal.
Sin embargo, gran parte del desarrollo de las aventuras intelectuales que jalonan su historia provienen de los detractores de ese cuerpo de tradiciones y de los debates que en torno a ello se suscitan. Para decirlo de un modo muy general: el antónimo de monismo suena a pluralismo y el de uniformidad a diferencia. Es cierto, por lo demás, que en la potencia monista y uniformadora se incluye la estrategia de hacer de gran parte de sus impugnaciones nuevos monismos y renovadas uniformidades. Aun de signo contrario, así de complejas son estas cuestiones.
Siempre hay la posibilidad de extremos. En las presentaciones intolerantes y exasperadas de los defensores de la universalidad de la verdad y del bien –y a veces en sus oponentes- se detectan los fanatismos, que se definen como una negativa a toda forma de diálogo, a la reproducción indefinida de afirmaciones con independencia de fundamentaciones y como recurso a la violencia contra lo que pudiera oponérseles. El objetivo del fanático no es convencer; y el de la violencia que le es consustancial no es siquiera humillar y someter; es destruir.
3. El monismo, que en él prevalece, no es un complejo cultural exclusivo del ámbito occidental. También el Islam, por ejemplo, se fundamenta en verdades tenidas por universales y en principios de conducta marginados de toda posibilidad de discusión. Cuando se presentan disidencias (y claro que las hay y bien pesadas por cierto) cada grupo se asigna la titularidad de la “verdadera” doctrina y denuncia en el otro sus desvíos y desarreglos. Y en eso consiste lo más claro y relevante de la actitud monista. Ahora bien, el Islam será una cultura, una política incluso pero, sobre todas las cosas, es una religión.
En el espacio europeo el tema presenta características diferentes. En particular, el hecho de admitir, a partir de un cierto momento de su historia y como forma predominante, una versión laica y secular que no se presenta como una religión tradicional ni como una nueva que suceda a otra. Aunque en su historia ocupa un lugar central el monoteísmo judeo-cristiano y mantiene éste una nada despreciable influencia en el mundo contemporáneo, es la versión secular del monismo la que domina en el terreno de la ciencia y de la tecnología y en el estado actual de su tendencia a extenderse en dimensión planetaria. Es decir, lo que más intensamente reclama una concepción fuerte de Verdad no se muestra como tributario de un orden supramundano.
4. La genealogía de lo que denominamos Occidente pasa por el profetismo judío, la lógica griega y la normatividad romana. Ese trípode sostiene una vocación de universalidad que plasma en dos realizaciones: imperio y cristianismo. Precisamente esa vocación es la que no solamente motivó sus recíprocas justificaciones –la versión especular del dios único en el cielo y el emperador en la tierra desde los tiempos de Constantino el Grande– sino también recurrentes enfrentamientos. Esa dialéctica, en el medioevo, se hacía fuerte en la Ley humana por un lado y en las Escrituras por el otro. Sus respectivos paladines fueron los juristas y los teólogos. En todo caso, se tradujo en el rechazo de los medios sacramentales y mágicos de búsqueda de verdad y salvación. Pero la Cruz estaba por encima de todo. Iluminaba tanto al pontífice como al emperador. Cuando competían lo hacían invocando ambos la universalidad de sus respectivos argumentos y potestades. En esas luchas la Gran Referencia permanecía. Configuraba el marco en el cual los contendientes reclamaban para sí la supremacía, el poder. Y el poder, recordemos, reclama sumisión.
5. La irrupción de la modernidad produjo, según las palabras puestas en circulación por el sociólogo alemán Max Weber, el desencantamieno del mundo, el más amplio acontecer histórico-religioso que, pese a la lógica de ruptura con el orden de un credo trascendente, retuvo de ese vasto y complejo cuerpo de tradiciones una gramática universalizadora y transhistorizadora. Ese proceso, que se desplegó en la fundación de la ciencia moderna y en la gran reforma política de transferencia de la soberanía, constituye lo que denominamos “secularización”. Su figura dominante es el Estado (particularmente, no siempre, el Estado de Derecho), su inspiración es la Razón. A favor de esos vientos medraron políticos, filósofos y científicos. Se generó el espacio público y se definió el de la privacidad como su correlato.
El monismo occidental, a veces con pasión y otras a regañadientes, se fue alejando de la religión; la modernidad se fundó y sostuvo sin su concurso. Proclamó un hiato. Fe y Razón bien separadas. La religión y la ciencia tenían a la sazón sus propias pretensiones de universalidad, con radicales discrepancias en sus respectivos fundamentos. Dos monismos que se enfrentan, dos pretensiones universales de verdad. En líneas generales: el poder político se afilió a la Razón, buscó monopolizar el espacio público y relegar la fe al ámbito de la privacidad. Lo logró, en algunos países, no en otros.
6. Examinemos las bases del monismo cuando se independiza del discurso teológico y no se conforma, entonces, con recurrir a la Palabra Sagrada para justificar la Verdad.
Se expresa afirmando que la tendencia dominante en el orden filosófico-político de la cultura occidental reposa sobre tres aserciones axiomáticas. La primera, que todas las preguntas que se puedan plantear respecto del mundo son susceptibles de ser contestadas y que para cada pregunta auténtica hay una única respuesta correcta, que excluye a todas las otras, consideradas entonces erróneas. Las preguntas se suceden (los humanos somos curiosos). La respuesta es siempre posible aunque no la conozcamos todavía. Es precisamente en la búsqueda de respuestas aún no logradas que reside la posibilidad del progreso cognitivo. En este punto se inserta el llamado imperativo galileano, que se muestra como la proyección normativa, volcada a lo que habrá de configurarse como modernidad, del principio de cognoscibilidad: frente a todo lo susceptible de ser conocido se instala el deber, como una exigencia ética, de hacer cuanto sea posible para llegar a aprehenderlo. Porque para la ciencia la Verdad no se muestra como final y definitiva, como lo pretendía en cambio la religión. La ciencia arrasa con las evidencias que ocultan las cosas; pero el resultado deviene nueva evidencia y así de seguido. Es insaciable.
La segunda aserción básica afirma que el logro de la respuesta acertada correspondiente a cada uno de los interrogantes depende de la utilización del método adecuado, necesariamente único respecto del tipo de problema que se ha planteado; la clave de la cuestión reside en que es el método lo que garantiza el ajuste lógico de la solución propuesta. Para ello debe satisfacerse una doble exigencia: elegirlo adecuadamente y emplearlo con la necesaria destreza. Se requiere “saber hacer”. Y, finalmente, se afirma en el tercero de los postulados, en cierta forma como corolario, que las respuestas a las diversas preguntas, las soluciones de los problemas que plantea el mundo, deben ser compatibles entre sí, de modo que ellas configuren un todo coherente, asegurándose de tal manera una visión ordenada y libre de contradicción. Compatibilidad que opera como refuerzo de la garantía de veracidad de cada una de las respuestas particulares. No es éste el lugar para mayores desarrollos, pero es sin embargo oportuno señalar que una cosa es “pregunta” –que demanda respuesta- y otra “problema” que exige solución. La respuesta suele ser provisoria, sujeta a nuevas indagaciones; la solución de un problema es necesariamente definitiva; un problema resuelto deja de existir, no hay más problema, se encontró su solución…final.
7. Hoy en día nos asomamos a la realidad circundante desde una plataforma que se apoya sobre la trabazón de estos tres postulados. La experimentamos, en el secular, “desencantado”, mundo occidental, sub specie científica, conviviendo con una complejidad tecnológica que es su más fiel testigo, la confirmación de su productividad social. Curiosidad, técnica metódica, codicia cognitiva -y de la otra- ilimitadas. Se lo proyecta al plano ético, se lo denomina “progreso” y bajo ese nombre se lo auspicia (y se pagan sus costos sociales). Eso es la modernidad. O al menos uno de sus rostros, aplaudido y también objetado, contestatarios ha habido siempre y en todos los terrenos del quehacer humano.
Un breve rodeo. El nacimiento de la ciencia moderna no solamente debió enfrentar el saber dogmático de la religión sino también el recurso a los saberes ocultos y mágicos que, de alguna manera, la prologaron. Reemplazar conjuro y simpatía cósmica por observación y experimento controlado fue una revolución, tanto metodológica como ontológica, desplazando intercesiones mágicas en el acceso al mundo material tal como era éste percibido. Así, hubo química donde había habido alquimia y astronomía donde interrogación a misterios astrales. Todo barrido por la ciencia y por la razón. Pero algo quedó. Lo supérstite, de donde viene superstición, en ritos y liturgias, cábalas y creencias difundidos en todos los medios sociales. Lo mágico sigue vivo en los más variados ámbitos, desde el arte a las actividades deportivas. El mito, despreciado por la racionalidad, sobrevive como dato de la cultura del que no es posible prescindir. Además, pegoteando algunos de sus reflejos populares a la política. Tema para meditar: ¿son los mitos políticos residuos de arcaísmo o sutiles creaciones –o recuperaciones, tal vez- sostenidos por los medios de difusión de cada época, medios hoy potentes y variados como nunca lo habían sido? ¿O ambas cosas?
8. Retornemos a esos principios (cognoscibilidad, método y coherencia), los que definen al monismo, el que ya hemos visto hunde profundamente sus raíces en el monoteísmo. Predomina la idea de que existen criterios de verdad excluyentes, objetivos y permanentes, así como valores universales, inherentes a la naturaleza humana, que se encuentran al abrigo de las contingencias históricas.
Galileo aprendió literalmente en carne propia la intensidad de la vigencia excluyente de las verdades recibidas, en tiempos de la contrarreforma conducida por la Iglesia romana. Su desquite, por así llamarlo, consistió en sustentar el triunfo del cuestionamiento a la visión normativa del universo, según la cual los astros giran en sus órbitas en cumplimiento de las leyes prescriptivas impuestas por el Creador. Esto es: demostró que la humana “descripción” puede reemplazar a la creencia en la divina “prescripción”. El camino del saber no es la ruta de la fe.
Por nuestra parte, aprendimos de lo que él experimentó que contradecir a las verdades consagradas no es algo que se encuentre en algún limbo epistémico sino una cuestión política, de las que se debaten en los oscuros y generalmente crueles espacios del poder. No es que la doctrina copernicana lastimara el orgullo de algún príncipe eclesiástico, ni que el materialismo galileano generara dificultades en el discurso teológico que la hábil retórica eclesiástica no pudiera soslayar; se trata de que una y otro afectaban el poder de la Iglesia. En la figura del oponente de Galileo -que antes lo había sido de Giordano Bruno, a quien condujo a la hoguera en el año 1600-, el cardenal jesuita Roberto Belarmino, encarna ese poder retardatario que tantas veces mostró su imagen brutal, sostenida por el fanatismo y el prejuicio, pero también por una percepción alerta de lo que estaba en juego. Tal como, en su momento, lo había sido el abominable Torquemada.
9. La respuesta dominante, entonces, respecto de la pregunta sobre la verdad, a la que se agrega la correspondiente a los valores universales, ha sido por siglos la afirmativa: no puede haber más de un sistema cognitivo (hoy la Ciencia en tanto tal, no así sus contenidos, sujetos a la ley del progreso) y ético válido. Vale para todos y en todo tiempo. Parece que el monismo fuese, entonces, la confluencia de los sistemas culturales que cimentan todo el edificio principal de Occidente. En efecto, es imposible no ver en su base a ese Dios celoso y exigente de la Biblia judaica, fundador de la ética de la obediencia. Tampoco puede dejarse de lado que una de sus fuentes es la metafísica parmenídica de la cual, según comenta el filósofo italiano Sergio Givone, habría pasado a la inconmovible estructura de la lógica y de ahí a la ciencia. Hay que reservar, en este cuadro, el pertinente lugar de la ley, del orden civil de la civilización, legado de Roma aureolado de sacralidad, unido al credo que Jesús predicara entre judíos y Pablo entre paganos en el clima de la herencia helenista de la metafísica griega.
10. La respuesta monista que sigue hoy predominando viene de antiguo. Puede encontrársela en Atenas desde que, como lo subrayó Nietzsche, el socratismo ahogó la voz escénica de la tragedia y se impuso el volcamiento erótico hacia el saber. Reina desde Platón y Aristóteles hasta en el pensamiento contemporáneo, pasando por Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, los escolásticos e Ignacio de Loyola, por la Ilustración, Condorcet, Hegel y Marx, por el humanismo filosófico, por el positivismo. Los tránsitos, hay que marcarlo, casi nunca claros, definidos ni apacibles.
Empiristas y racionalistas disputaron sobre el método. Nada hay en el intelecto que no haya sido previamente percibido por los sentidos, argüía en Inglaterra John Locke; salvo el propio intelecto, corregía Leibniz, quien estaba convencido de que también había verdades de razón. Pero coincidieron en la certidumbre del resultado una vez utilizado exitosamente el que cada uno de ellos favorecía. Kant, a su vez, postuló un sujeto trascendente capaz de aportar las categorías para acceder a los fenómenos del mundo y de configurar un imperativo moral apto para conmover al filósofo tal como lo hacía el brillo de las estrellas en el cielo. El monismo como el Espíritu Absoluto culminación de la historia fue la convicción de Hegel, preámbulo, si puedo tomarme la libertad de decirlo, de ese mundo de relaciones sociales transparentes en el que cada cual aportaría según su capacidad y recibiría según su necesidad soñado por Karl Marx.
11. Retrocedamos un poco en el tiempo. El iluminismo nació y se desarrolló en términos de crítica radical al orden político, social, religioso, cultural, de su tiempo. Es decir, antimonista en su origen. De manera que su posterior vocación homogeneizante debería ser juzgada sin olvidar su espléndido aporte emancipador. De algo de esto se habla cuando se alude a “dialéctica de la Ilustración”. Por otra parte, pensadores de la Ilustración, como Voltaire y Montesquieu en algunas de sus obras, mostraron clara consciencia de la relatividad de los valores esenciales del iluminismo francés que es pasada por alto, por cierto que no solamente por el interesado pensamiento de los réactionnaires franceses y de los románticos alemanes, sino incluso por muchos defensores de los valores sustantivos del pensamiento y la sensibilidad ilustrados. El segundo citado sostenía que las circunstancias geográficas, el clima y otros factores de contexto material condicionaban los contenidos éticos y legales de las sociedades humanas. Se lo podría tildar de relativismo, pese a la monista afirmación de que las leyes son las relaciones necesarias derivadas de la naturaleza de las cosas.
12. El monismo, la convicción sobre saberes y valores indiscutibles, se trasvasa del cristianismo al pensamiento ilustrado, del idealismo filosófico al naturalismo positivista y da la plenitud de su sentido a la posición dominante que ocupa la ciencia en la vida moderna. Aunque es necesario tener en cuenta que en todo esto hay siempre límites, los que hacen a la infinita variedad del pensamiento humano; hay muy diferentes maneras de navegar, incluso cuando todos lo hacen a favor de la corriente. Por eso el monismo occidental, esencialmente secular, puede ser compatible con la diversidad ideológica, el respeto al diferente, la tutela del débil; pero puede ser también autoritario, intolerante y hasta totalitario.
Por otro lado, tanto el imperativo evangelizador cristiano como el programa civilizatorio teñido de Ilustración han sostenido, en sus momentos de esplendor, a la gran aventura colonizadora. Monismo en estado puro, la afirmación de una cultura frente a la cual las alternativas son ceder o sucumbir. Lo que en materia cultural es bastante parecido. Una empresa –la colonial- cargada de hipocresía en la expresión pública de propósitos como de explotación, depredación y crueldad en la realidad de su práctica. También allí hubo quienes lo denunciaron. En el nombre de uno de ellos va el recuerdo de todos los luchadores de la disidencia: fray Bartolomé de Las Casas.
13. La actitud monista permanece en su papel rector, pese a que la historia occidental muestra la recurrencia de diversidad de pensamientos objetores y contestatarios, de quienes han corrido los riesgos de la navegación contra la corriente, especialmente en el terreno valorativo. Que, por lo demás, contribuyeron en buena medida, precisamente en razón de sus disidencias, a la salud y esplendor de la cultura occidental. Entre esos perturbadores de la fe en los valores recibidos y de la sacralidad de los poderes que los respaldan se encuentran, en un rápido recorrido histórico, los filósofos cínicos y los escépticos griegos, los herejes medievales, los milenaristas, los pensadores nominalistas en Occidente, los iconoclastas en el Oriente bizantino, los fratricelli. Vale recordar asimismo a los a veces prudentes y a veces audaces humanistas, de Marsilio a Pico de la Mirándola, del papa Piccolomini a Erasmo, a los grandes pensadores escépticos como Michel de Montaigne, Blaise Pascal y David Hume, al Vico de la Scienza Nuova de la historia, al Herder de las nacionalidades.
En lugar clave Maquiavelo, quien a inicios del siglo XVI oponía a la moral cristiana que dominaba el medioevo, la del amor, la caridad, la misericordia, el perdón al enemigo y la remisión a la justicia divina, la de una idealizada Roma republicana, no universalista sino cívica, heredera de la polis. Era una moral colectiva, comunal, según la cual la calidad de humano es idéntica a la de miembro de una comunidad, en la que los fines del individuo no son separables de la vida colectiva. En palabras del filósofo e historiador de las ideas Isaiah Berlin, la moral del mundo pagano; sus valores son el coraje, el vigor, la fortaleza ante la adversidad, el logro público, el orden, la disciplina, la felicidad, la fuerza, la justicia y por encima de todo la afirmación de las exigencias propias y el conocimiento y poder necesarios para asegurar su satisfacción; aquello que para un lector del Renacimiento equivalía a lo que Pericles había visto personificado en su Atenas ideal, lo que [Tito] Livio había encontrado en la antigua república romana…
Lo que se pone en circulación es que la historia demuestra que hay más de un sistema moral posible. Se puede optar: en los extremos, ¿satisfacer las convicciones a costa de los fines o lograr los resultados a expensas de las convicciones?
14. Si algún movimiento perturbó en profundidad la paz del monismo fue la reforma protestante, al menos en la instancia originaria de poner en crisis la doctrina pontifical de la Verdad. Lutero enseñó que más valía el directo acceso a las Escrituras en lengua vulgar que las obras de obediencia y los ritos en el arcano latino. Calvino, que la gracia y la predestinación no podían estar mediadas por vicariato alguno.
Pero esas rupturas del monismo papal en Occidente no significaron pluralismos doctrinarios en sus respectivos interiores ni tolerancia frente a sus antagonistas. Lutero persiguió hasta la muerte a los anabaptistas y Calvino no se privó de hacer uso de la hoguera, durante su dictadura teocrática, tal como lo venía haciendo la Inquisición a la cual denostaba. El librepensador Miguel Servet terminó sus días en Ginebra como años antes el fanático Savonarola en Florencia.
15. En también gran medida, pero cuestionando ahora al racionalismo, alcanzando tanto a fieles católicos como Chateaubriand, como a descreídos como Byron, contribuyó el romanticismo a alterar la paz de lo recibido, en su cuestionamiento a los principios y consecuencias de la Ilustración y a partir de la noción de que no hay valores preexistentes, sino que los crea cada grupo, nación, clase, cultura y que son ellos entonces diversos y diferentes. Pasional y esteticista, valorizador de lo histórico y contingente frente a lo tenido por universal y necesario.
Lugar importante ocupan también, en el bando contestatario, los marxistas no dogmáticos, los auténticos agonistas, los pensadores de la sospecha, como Nietzsche y Freud, los pragmatistas como John Dewey y Richard Rorty, Ludwig Wittgenstein y los filósofos de la existencia. También los multiculturalistas, tan à la mode en ciertos momentos y lugares, incurriendo incluso en nada plausibles extremismos de inconmensurabilidad.
En todo caso, hay que remarcarlo, desembocando en muchas ocasiones quienes lo objetaban en su propia y excluyente visión monista de las cosas. Y esto vale para una amplia gama de esos objetores. Es que la aspiración a la visión monista no es fácilmente descartable: es un orden de cosas que disipa dudas, tranquiliza, aleja sospechas y diluye angustias. A veces, proporciona consuelo.
Hay en el monismo un cierto predominio de pensamiento de la identidad que coloca a la justicia y a la verdad, juntas, en un mundo eterno e inmutable; pensamiento del que tampoco se libera parte considerable de sus impugnadores. En muchas y bien diversas corrientes de ideas se advierte que tienen en común que, en cada uno de sus respectivos universos, la justicia y la verdad se mantienen iguales a sí mismas. En línea, hay que reiterarlo, con esa idea romana que definía de una vez y para siempre que justicia era, después de todo, dar a cada uno lo suyo y que coronaba su ordenamiento tautológico poniendo a la verdad como el efecto de un iudicium proferido en el ámbito de los procedimientos de la ley.
16. La ciencia y el lugar que ocupa en la sociedad moderna como medio de encontrar la verdad (¿o crearla? ¿Aletheia o Poiesis?) y como el discurso que la expresa, por una parte; y por la otra la idea según la cual los mecanismos prácticos de resolución de situaciones de antagonismo a través de las funciones legislativa y jurisdiccional importan la tentativa de realización de un bien universal llamado justicia, se asocian íntimamente a los tres postulados de la visión monista. La ciencia y el derecho aparecen, en sus respectivas esferas pero con tendencia expansiva hacia otros espacios discursivos, a los que contribuyen a conformar, monopolizando la posibilidad de asegurar que dadas ciertas circunstancias haya un alto grado de probabilidad de que se produzcan determinadas consecuencias.
Esto es esencial para esa “calculabilidad” del mundo que Max Weber señalaba como rasgo dominante del espíritu del capitalismo. En su núcleo se aloja, se decía no sin razón, el saber y la lógica del mathema, que es igual a sí misma en todas las latitudes. Lo cual tenía, en la especulación intelectual, prestigiosos antecesores: ya Leibniz suponía que la Creación era la mejor posible, como lo demostraba que era susceptible de ser leída en términos matemáticos. Condorcet estaba convencido de que el mundo era reductible a un sistema matemático en el que un cálculo de probabilidades regiría los motivos de creer y, por lo tanto, las elecciones prácticas de los individuos. Los utilitaristas comparaban posibles resultados y, se sabe, comparar implica medir. Saint-Simon, el precursor de la sociología, confiaba en el advenimiento de un estado de cosas en el cual la tecnología haría de la abundancia –cuestión cuantitativa, después de todo- la tumba de la miseria y, como consecuencia, del conflicto socialmente relevante.
Auténticas prefiguraciones, hoy casi paródicas, de un mundo que se pretende regido por encuestas, ranking y evaluaciones, adorador de la razón técnica y generador de profecías autorrealizadas, en el que algunos, especialmente en el campo de las ciencias sociales, atribuyen a tecnología y conocimiento la potencialidad de contener –y tal vez revertir- el desbarajuste ecológico de dimensión planetaria en cuya etiología se encuentra, paradójicamente, ese mismo desborde energético y tecnológico. Pero que sigue gobernado por la calculabilidad y, con su concurso, con el ideal de eficiencia.
17. Si hay una época del mundo en la cual el monismo adquiere su mayor intensidad es la del predominio de la ciencia y la tecnología, el que estamos transitando; época desangelada, mediática, presidida por la obsesión del consumo, donde controles, vigilancia y terror se disfrazan de libertades. Dominado el todo por la racionalidad instrumental y por las herramientas de operación tecno-genética y robótico-digital.
Los modernos somos insaciables y, además, impacientes. Lo queremos todo y lo queremos ya. Ni siquiera sabemos qué hacer con lo que ayer deseábamos y hoy descartamos. Esa es la cultura que nos habita, renuente a tolerar que los principios de eficiencia que la alimentan sean cuestionados. La efficiency es más que un objetivo técnico o un requerimiento económico: ha devenido norte de la brújula moral.
Desplazó a la democracia del “final de la historia”, en la que desde la conversión china hasta las crisis occidentales hacen cada vez más difícil creer. La impresión es que, además, estuviéramos transitando del predominio del ordenamiento posesivo cuyo objetivo vital es “tener” a uno competitivo que se le superpone, impregnado por el imperativo de “ganar”. Todo, con vocación planetaria. Tal vez sea la palabra “globalización” la que más ajustadamente da cuenta del estado actual de ese modo de abordar el mundo al que denominamos monismo occidental.
18. Actualmente articulamos estos temas con la dupla saber/poder y podemos decir que las complejas cuestiones en torno ella transitan por los espacios que ni el monismo ni sus objetores logran cegar. Así, se proyectan esos temas al mundo concreto en el que se desarrolla la vida social y niegan para la verdad y la justicia la pretensión universalista sustentada en las tradiciones jurídicas y en las del idealismo filosófico. Enfoques traídos a un primer plano del estudio por la reflexión marxiana, por la llamada sociología del conocimiento y por la crítica de los grandes teóricos del Instituto de Frankfurt, han sido revaluados contemporáneamente por autores tan disímiles como Michel Foucault y Richard Rorty, para mencionar solamente a dos de los más difundidos en el pensamiento de los últimos años del siglo XX. Desde perspectivas muy diferentes, incompatibles, pero coincidiendo en poner a la vista la contingencia histórica y su articulación social. La centralidad de la cuestión del poder, que somete aquello que la violencia no puede, no sabe o no desea aun destruir y del precio de proyectos y utopías.
En ese contexto, el drama del monismo es su impostación en términos éticos y políticos. En las palabras del ya citado Berlin: Pedir una fundamentación válida erga omnes probablemente constituya una necesidad metafísica profunda e incurable; pero permitir que ello determine nuestra práctica es síntoma de una inmadurez política y moral igualmente profunda y más peligrosa. Esa presunta "necesidad metafísica" de fundamentos tan incuestionables como universales, agrego, es la que ha inspirado el sacrificio de vidas humanas en el altar de las abstracciones, la aceptación de la miseria y la desdicha actuales a cambio de la promesa del futuro Bien Supremo, llámese la comunidad racial, la sociedad sin clases, el mundo gobernado por la "mano invisible" o el tiempo mesiánico.
19. Para nosotros los modernos, desilusionados hasta la náusea de las solicitaciones de los grandes sistemas, de los proyectos tranquilizadores, de los consuelos metafísicos y de las promesas vanas, se nos hace indispensable hacernos cargo de la contradicción y tratar de instalarnos en ella, desde la perplejidad y hasta desde la desesperación. Rechazar los fundamentalismos -religiosos, económicos, tecnológicos- y su oferta engañosa de seguridades imposibles, unanimidades desoladas y futuros dominados por esas seguridades y unanimidades. El engañoso monismo que los tiempos de hoy despojan de contenido y señalan la vacuidad de sus promesas. Reivindicar, por el contrario, la convivencia con la discrepancia y más aún, su elogio, su más convencida apología. Tomaré un riesgo: Nietzsche anunció la muerte de Dios. ¿Qué enfermedad terminal podríamos nosotros anunciar hoy?
20. Una propuesta. Asumir una condición trágica. Pensamiento destilado de la gran tradición de la obra de Esquilo, Sófocles y Eurípides que ponía en escena a las contradicciones indecidibles y que el monismo ahogó durante más de dos milenios (aunque sin poder impedir conmociones ilustres, como el shakespeareano Hamlet). La propuesta es que la recuperación plena de la dimensión trágica del pensamiento puede asumirse como base sustentatoria de un discurso contrahegemónico, articulado en la tensión entre las diferencias saldables en el terreno de la convivencia política y aquellas otras fundamentales y básicas e insolubles con las cuales debemos convivir. No deberíamos sentirlo como una condena sino recibirlo con el alborozo -y la prudencia- con que acogemos a la infinita variedad instalada en la aventura humana. Estoy convencido de que la democracia moderna, la que puede luchar contra sus acechanzas internas, la banalización, la corrupción, la colonización por el poder del dinero y las mafias de ocasión; contra su reducción a la mera formalidad periódica electoral, es el espacio que ha demostrado históricamente ser el más adecuado para el desarrollo de ese discurso y la puesta en obra del deseo que moviliza. Lo que conlleva ejercitar el compromiso de apostar, jugarse, arriesgar, teniendo como límite el que señalan nuestras propias incertezas y las certezas que adjudicamos a los demás.
Con todas sus imperfecciones, que no son pocas, la democracia desplegando las actividades sociales en el marco de las instituciones que le son propias, configura el único invento político adecuado a la modernidad que puede ser compatible con las variadas voces de la verdad y del bien y, por lo tanto, con el ejercicio de las correspondientes opciones vitales.
Diciembre de 2016
* Arnoldo Siperman es autor de LA LEY ROMANA Y EL MUNDO MODERNO, Juristas, científicos y una historia de la Verdad, Ed. Biblos, Buenos Aires, 2008.