A OCHENTA AÑOS DEL COMIENZO DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA Por Albino Gómez
| 19 julio, 2016Tenemos un mes de Julio tan intenso, política e históricamente, que sería imperdonable el olvido de que se cumplirán ochenta años del comienzo de la trágica Guerra Civil Española y todas sus crueles consecuencias. Porque sabemos que fue un acontecimiento vivido en nuestro país con una intensidad sólo comparable a la que generó posteriormente la Segunda Guerra Mundial.
Desde meses atrás, si bien la situación era muy tensa en España, no lo era menos el clima político. Anti-fascismo y antimarxismo dividían a una población para quien el adversario, el discrepante, era ya un enemigo. La calle no era segura y la vida cotidiana sufría los sobresaltos de una situación en la que la convivencia se hacía cada vez más precaria. Paros, manifestaciones, desfiles, peticiones para el Socorro Rojo culminaban en sangrientos atentados.
No obstante, el país mantenía apariencias de normalidad en el vivir de cada día. En todo caso, se contaba todavía con el vigor que le daba la presencia viva de Ortega y Gasset, Unamuno, Marañón y Baroja. Escritores como Pérez de Ayala, Ramón Gómez de la Serna, Azorín; poetas como Salinas, Guillén, Lorca, Alberti, Aleixandre, sentían la influencia de la politización que había invadido la vida en general y que hacía cada vez más patente la división entre las dos Españas.
Aun así, la gente seguía frecuentando los espectáculos teatrales y cinematográficos, en gran parte como una forma de evadirse de las preocupaciones derivadas del estado general del país. Al calor del verano, las multitudes aprovechaban los días festivos para irse a la sierra, al campo o a la playa en búsqueda de expansión.
A modo de resumen podría decirse que las ansias reivindicativas del proletariado habían sido frustradas por una República que ellos calificaban de burguesa. La derecha, por su parte, veía amenazados sus privilegios y se apoyaba en el desorden existente para clamar por una solución de fuerza. En aquella radicalización de actitudes que llevaba a los jóvenes de las Juventudes de Acción Popular a integrarse a la Falange de José Antonio Primo de Rivera, y a los socialistas a engrosar las Juventudes Socialistas Unificadas bajo el control comunista de Santiago Carrillo, el único punto de coincidencia era el de barrer a la República, el de acabar con cualquier forma democrática de gobierno. Unos, propugnando un estado totalitario; los otros, por la dictadura del proletariado. Y ya que he mencionado a José Antonio Primo de Rivera, hijo del antiguo dictador, y seguramente el líder más lúcido y carismático de la derecha, hay que señalar que ya estaba en ese tiempo en la cárcel de Alicante, adonde lo habían enviado basándose en acusaciones insignificantes, virtualmente como rehén para garantizar el buen comportamiento de sus seguidores. Pero luego sería fusilado.
El 12 de julio fue el último domingo en paz. Aunque algunos creían que con la suspensión de las sesiones parlamentarias, las vacaciones y la dispersión de la clase política, se aliviaría la pasión reinante y un cierto apaciguamiento disiparía los rumores alarmistas, los hechos darían el más brutal mentís a la esperanza.
Sin embargo, el martes 14 de julio, las primeras páginas de todos los periódicos de España traían, en destacados titulares, la muerte violenta del teniente Castillo y, a renglón seguido, la desaparición y posterior hallazgo del cadáver de Calvo Sotelo, cabeza visible de la oposición. Una tremenda conmoción sacudió al país. Aquellas dos muertes presagiaban el quiebre de los últimos puentes de convivencia.
Esas muertes violentas pesaban en el ambiente como un hecho de trascendencia incalculable. Los manifiestos de reprobación, por parte de los partidos de la izquierda burguesa, eran unánimes, e igual tono tenían los que partían de los periódicos de matiz socialista o republicano, condenando por igual los dos asesinatos. En medio del coro de voces de unánime repulsa, el líder socialista Indalecio Prieto publicó un artículo en El Liberal, de Bilbao, en el cual, captando el impacto de la muerte de Calvo Sotelo, señalaba: “Si la reacción sueña con un golpe de Estado incruento como el de 1923, se equivoca de medio a medio. Si supone que encontrará al régimen indefenso, se engaña. Para vencer habrá que salvar el valladar humano que le opondrán las masas proletarias. Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario si triunfa, no le dará cuartel. Aun habiendo de ocurrir así, sería preferible un combate decisivo a esta continua sangría”.
Que un hombre de la lucidez mental de Prieto hubiera llegado a estas conclusiones en aquel momento crítico de la vida española, demuestra el escalofriante grado de fatalismo con que el país estaba dispuesto a ir a una guerra civil, creyendo que de ella iba a salir la solución de sus males. Cada cual creía, ilusoriamente, en un triunfo rápido de su propio bando.
El día 15 tuvo lugar el sepelio de las dos víctimas. El del teniente Castillo, en el cementerio civil; el de Calvo Sotelo, en la Almudena. Al despedirse el duelo, hubo choques entre los asistentes. Gritos encontrados, puños cerrados y brazos en alto marcaban una frontera, un foso insuperable.
Después del entierro de Calvo Sotelo, el éxodo de Madrid, de Barcelona, de Bilbao, de gentes de derechas se hizo más y más intenso. El día 15, el Gobierno decretó el estado de alarma y el 16, en medio de un clima tenso y dramático, tuvo lugar la reunión de la Diputación Permanente de las Cortes. Fue una ruptura dialéctica entre las dos Españas.
En la tarde del día 17, los más alarmantes rumores empezaron a circular aludiendo a una sublevación militar producida en Marruecos. El rumor, en las calles de las ciudades peninsulares, hizo arrancar los vespertinos de las manos de los vendedores, pero ninguno hacía mención de los sucesos. La misma tarde del 17 hubo Consejo de Ministros. Al salir de la reunión y acuciado por los periodistas que inquirían noticias sobre el presunto levantamiento, el presidente del Gobierno, señor Casares Quiroga, pronunció las siguientes palabras: “¿Así que me dicen que los militares se han levantado? ¡Pues yo me voy a acostar!”
Sin embargo, ya había comenzado la rebelión y mediante un decreto, el gobierno daba de baja en el ejército a los generales Franco, Cabanellas, Queipo de Llano y González de Lara. Pero ya era tarde y, a partir del 18 de julio de 1936, la tragedia cubriría por tres años todo el territorio de España, transformado en un campo libre y de ensayo para que los futuros aliados del Eje de la Segunda Guerra Mundial, Alemania e Italia, probaran sus armas, enfrentados a la URSS. Pero claro está, el millón de muertos de esos enfrentamientos pertenecía al pueblo español, revalidando así el famoso epitafio de Larra: “Aquí yace media España, murió de la otra media”.
*El autor es periodista, diplomático y escritor