EL SEGUNDO BICENTENARIO por José Armando Caro Figueroa*
| 8 julio, 2016“Nadie es la patria, pero todos debemos
Ser dignos del antiguo juramento
Que prestaron aquellos caballeros
De ser lo que ignoraban, argentinos,
De ser lo que serían por el hecho
De haber jurado en esa vieja casa.
Somos el porvenir de esos varones,
La justificación de aquellos muertos;
Nuestro deber es la gloriosa carga
Que a nuestra sombra legan esas sombras
Que debemos salvar.
Nadie es la patria, pero todos lo somos”.
J. L. BORGES
I. EL LEGADO REPUBLICANO DE 1816
Una mirada a nuestros primeros 200 años de vida independiente nos permite identificar dos ejes: El auge y posterior crisis del ideario republicano sostenido por quienes lideraron los inicios de nuestra vida como nación soberana. El segundo, atañe al peso determinante de las tensiones, querellas y guerras intestinas alrededor del funcionamiento de las instituciones de gobierno y de producción y de la articulación Estado/sociedad.
Estos enfrentamientos radicalizados afectaron y afectan a la paz de los argentinos, a la vigencia de la “constitución económica” (de inspiración alberdiana), a nuestros vínculos con el mundo, a las relaciones laborales, al estado de bienestar, y a los regímenes de responsabilidad política, civil y penal de los gobernantes.
El Congreso de Tucumán de 1816 fue un ámbito de excepcional calidad intelectual y moral que, al declarar la independencia y analizar el diseño de la naciente república, tuvo en cuenta el contexto mundial y las ideas avanzadas en materia de libertades y de buen gobierno[2]. Los congresistas miraron a Europa y a los Estados Unidos buscando un modelo de civilización para extenderlo a lo largo y ancho de nuestro territorio y a todos los sectores sociales, desmintiendo así a los nacionalismos más estrechos y aldeanos
Las guerras de la independencia y las disensiones internas, le impidieron culminar su triple cometido: Sancionar una Constitución aceptada por los principales actores políticos, consolidar la paz interior y educar al soberano[3].
Pudo, no obstante, enunciar preocupaciones y metas que configuran la “gloriosa carga” (BORGES), una suerte de mandato o encomienda a las futuras generaciones.
Nuestro proceso constituyente
Tuvimos que esperar cuarenta años para que la Argentina se diera una Constitución de las características imaginadas en 1816. La Carta reflejó algunos consensos, pero también influencias del resultado de la batalla de Caseros y su contexto.
A lo largo de su vida la Constitución de 1853/60 sufrió tensiones y cuestionamientos a su legitimidad. Así ocurrió, por ejemplo, en 1949 y más adelante a raíz de enmiendas y aboliciones dictadas por gobiernos de facto.
Hoy, pese a nuestras inconsecuencias y a las alteraciones que emanan del irregular funcionamiento del entramado político contemporáneo, afortunadamente el texto del siglo XIX concita un alto grado de autoridad política y de consenso social y jurídico.
En el ínterin (1994), las fuerzas políticas entonces mayoritarias lograron un sólido consenso alrededor de principios fundamentales y alumbraron un renovado bloque constitucional federal y cosmopolita. Un consenso que, de varias maneras y por encima de ciertos aspectos coyunturales, enlaza con los ideales de 1810/1816[4], y profundiza principios asumidos en 1853/1860.
Me refiero a la incorporación –en la cúspide de la pirámide- de los tratados internacionales sobre derechos humanos, y al reforzamiento de su vigencia por la intervención garantista de tribunales supranacionales.
Pero, como es notorio, este acotado consenso político se quebró muy pronto.
Por tanto, los argentinos tenemos por delante la enorme tarea de rescatar, perfeccionar y desarrollar los acuerdos históricos, acotar las discrepancias, y trasladar las reglas y los principios escritos a la vida cotidiana. O, dicho en otros términos, el desafío de construir una Democracia Constitucional (Ferrajoli[5]).
El ideario de 1816: siempre vigente, siempre pendiente
La conmemoración del bicentenario del Congreso de Tucumán debería ser, entonces, ocasión propicia para repasar y revalorizar su ideario fundacional. Para analizar nuestro déficit democrático. Para procurar, desde las distintas posiciones (por antagónicas que sean o parezcan), construir consensos[6] y perfeccionar los pocos que sostienen nuestro precario andamiaje político, social y económico.
Para atender nuestras carencias en los vitales terrenos de la educación, la cultura cívica, el apoyo a la familia, la formación profesional, la convivencia entre las personas (tenemos severos problemas de violencia en muchas áreas) y con el ambiente, y la cohesión territorial y social. Para, en fin, reconstruir los incentivos que promuevan la cultura del trabajo, la honradez y la solidaridad.
Por supuesto que aquel ideario histórico requiere nuevas elaboraciones que, sin mengua de su contenido esencial, incorporen los avances teóricos y empíricos que día a día se suceden en el ámbito de las ciencias sociales, de la ingeniería institucional, de las relaciones internacionales, de las tecnologías de la información y la comunicación.
Pienso que debemos abordar, con toda urgencia, estas tareas, sabiendo que muchos (sino todos) los paradigmas que guiaron y consolidaron a las sociedades nacionales del occidente democrático y desarrollado, que nos sirvieron de punto de referencia, se encuentran en crisis o han sido renovados.
Nuestra realidad contemporánea se muestra cargada de elementos que llaman a un cierto pesimismo: Estamos lamentablemente lejos de un debate que conduzca a consensos estratégicos. Lejos de un estado de ánimo colectivo propicio para enterrar la ley del odio (esa “hidra feroz”)[7].
II. HACIA UN NUEVO CONSENSO REPUBLICANO
A lo largo de estos 200 años es fácil advertir la clara supremacía de los períodos de confrontación, enconos y desencuentros más o menos violentos, frente a los acotados momentos consensuales.
Y no me refiero a las legítimas discrepancias, conflictos y tensiones, propios de las sociedades plurales, sino a las encendidas disputas alrededor de asuntos sustantivos e incluso menores que, en otras latitudes, se han saldado -hace tiempo ya- con consensos duraderos que facilitaron el progreso y la convivencia.
A lo largo de nuestra historia trazamos líneas con pretensión identitaria para marcar divisiones profundas entre “nosotros” y “los otros”:
- Mayo – Caseros – Revolución Libertadora
- Rosas – Irigoyen – Perón – Kirchner
- Unitarios – federales
- El régimen – la causa
- Autarquía – Integración
- Peronismo – Antiperonismo
- Patria peronista – Patria socialista
- Terrorismo bueno – Terrorismo malo
- Populismo – liberalismo excluyente[8]
Si bien algunos líderes ofertaron consensos -“ni vencedores ni vencidos” (Urquiza, Lonardi), “Gran Acuerdo Nacional” (Lanusse), o el Mensaje de Perón ante el Congreso (1° de mayo de 1974)-, ninguna de estas proclamas encontró ecos entre los vencidos o convocados. Al final, siempre, “el furor de mando alentó los fuegos de la protesta”.
Cada vez que confrontamos alrededor de los principios democráticos, de los derechos fundamentales, de las libertades, del modelo económico constitucional, de la paz interior, o de la conformación de las instituciones, entramos en emergencia.
Y rondamos la tragedia cuando adoptamos visiones totalitarias que subordinaron todos los poderes a la voluntad de un jefe o caudillo, o proclamamos que la mayoría puede someter a las minorías e, incluso Gobernar al margen de la Constitución. Cuando nos dejamos guiar por la ley del odio[9], o cuando algunos apelaron a las armas.
El desafío de pactar
Necesitamos edificar un nuevo consenso que identifique, actualice y redefina los principios históricos fundamentales que, por lo demás, expresan conquistas de la humanidad.
En esta tarea –necesariamente ardua- tendremos que advertir los cambios producidos en la ciencia política, y recoger los avances alcanzados a la definición de principios e instituciones. Advertir que conceptos como democracia, república, soberanía, garantías, libertad o igualdad aluden hoy a contenidos que enriquecen las ideas manejadas en los dos siglos anteriores.
Tendremos que resolver discrepancias que están en a raíz de nuestra insatisfacción ciudadana y de nuestra incapacidad de solucionar problemas y de progresar colectiva e individualmente.
Me refiero a las discrepancias que giran alrededor del principio republicano de periodicidad de los cargos públicos, de los alcances del federalismo, y de las relaciones entre justicia y política. Acerca del papel de las minorías; del concepto de libertad sindical, del derecho de protesta y de otros derechos consagrados en la Constitución; de la selección de jueces y del control del gobierno; de la profesionalización de las administraciones públicas.
Me refiero también a los disensos sobre la independencia de la administración electoral; el acceso a la información pública; la libertad de expresión y la publicidad oficial: la libertad de empresa, la participación de los trabajadores y la intervención del Estado en la economía. Sobre el papel de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia; los límites del personalismo y la megalomanía; los principios protectorios del ambiente y de promoción del urbanismo humanista. Sobre el papel del Banco Central y sus relaciones con el poder político.
Me refiero, como no, a los conflictos que versan sobre la ética pública, la financiación de la política y, lo que es casi lo mismo, sobre la gestión de los juegos de azar y de las obras y servicios financiados o concesionados por el Estado.
Mientras, predominan las pasiones, las querellas irreconciliables, las pulsiones hegemónicas y, en lo que se refiere a nuestro pasado inmediato, la sed de venganza alimentada por determinadas minorías.
Resolver estas discrepancias, demanda apostar por el consenso.
Un camino que se inicia con diálogo y cordialidad, en la política y demás ámbitos de la vida en común; concretando la independencia, jerarquización y despolitización del poder judicial; abordando desde el Estado y la sociedad las urgencias de la educación y de las nuevas formas de pobreza; Regenerando la política y reconstruyendo los partidos políticos y demás organizaciones sociales, para que las ideas y los programas se sobrepongan a los intereses particulares de los más poderosos.
Abierto así el camino, estaremos en condiciones de abordar una agenda centrada en los principios, las instituciones y las reglas fundamentales que garantizaran la paz, las libertades y el bienestar general. De acordar las bases de los principales subsistemas que enmarcan la actuación del Estado y de los ciudadanos, la producción y la distribución de la riqueza.
Tanto como de explicitar el contenido esencial de las instituciones de la república, de sus principios y valores, para que cumplan su papel en la pacífica vertebración de una pujante sociedad pluralista y equitativa.
Vaqueros (Salta), junio de 2016-
*Ex Fiscal de Estado de la Provincia (1973), ex Ministro de Trabajo de la Nación (1993/1997)
[1] Resumen de la exposición realizada en la jornada organizada por la Universidad Católica de Salta “Reflexiones en torno al Bicentenario de la Independencia Nacional” (14 de junio de 2016).
[2] Por indicación del propio Director J. M. de Pueyrredón, el Congreso invita a Belgrano a la sesión secreta del 6 de julio, para que lo oriente haciendo una exposición "sobre el estado actual de la Europa, ideas que reinaban en ella, concepto que ante las naciones de aquella parte del globo se había formado de la revolución de las Provincias Unidas y esperanza que éstas podían tener de su protección" (Manuel LIZONDO BORDA Manuel Belgrano, decisivo impulsor de la Independencia”, 1949).
[3] “Los congresales de Tucumán tuvieron el concepto claro y preciso de fundar una nación democrática y republicana, y dotarla de una Constitución o carta política que definiese su gobierno, deslindase los derechos y los deberes de ciudadanos y mandatarios, y estableciese los fundamentos de la libertad y del poderío material y moral de la futura” (J. V. GONZALEZ).
[4] Las exhortaciones de 1816 conectan sin fisuras con el ideario de 1810 que, en palabras de J. V. GONZÁLEZ contenía dos mandatos esenciales: “independencia de toda soberanía extraña, y gobierno republicano, representativo bajo régimen federativo” (“El Juicio del Siglo”, página 50). PEREZ GUILHOU, D. “Las ideas monárquicas en el Congreso de Tucumán” (1966).
[5] FERRAJOLI, L. “La democracia a través de los derechos” (2015); “Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional” (2011)
[6] En el “Manifiesto del Congreso de las Provincias Unidas de Sud América” los congresales de 1816 llamaban a la unión y al orden, en los siguientes términos: “La alternativa terrible de dos verdades, que, escritas en el libro de vuestros destinos, nos apresuramos a anunciaros: unión y orden o suerte desgraciada”. “¿Tal vez esperáis a que el desorden y la anarquía acumulen sobre el país un golpe inmenso de desgracias, que se encienda una guerra civil devoradora, que se armen unos contra otros los pueblos, que se forme una conspiración general contra los magistrados, se vulneren sus respetos, se les insulte y atropelle; que enfurecidos los partidos se destrocen y reproduzcan los odios inflamados que no pueden inflamarse sino con la sangre y la muerte de los ciudadanos, de los amigos, de los hermanos? ¡Desesperado recurso!” Véase WILDE QUESADA, A. M. “El Acta de la Independencia. Un documento constitucional” (2016).
[7] GONZÁLEZ, Joaquín V. “El juicio del siglo, o cien años de historia argentina” (1910)
[8] A esta enumeración podrían agregarse otras antinomias: “Agro o Industria”; “Occidente o Tercer mundo”; “Pueblo u oligarquía”; “Porteños o provincianos”; “Revolución o contrarrevolución”.
[9] LEVENE, G. G. “Para una antología del odio argentino” (1975).