LOS QUE TRIUNFAN CUANDO FRACASA LA CUMBRE DEL CLIMA DE PARÍS Y LA BANCARROTA MORAL DE LA ONU por Patricio Lenard*
| 6 febrero, 2016Fuente: “Otra Parte Semanal”
Aunque el Zeitgeist (o espíritu de la época) no aparece en ningún calendario, el apocalipsis en curso ya cuenta con efemérides que nos lo recuerdan incluso antes de que acontezca. El suceso fundamental acaso sea el inicio del Antropoceno, período que supone un corte con el Holoceno, la época posglacial de los últimos diez o doce mil años. Más allá de las dificultades que existen para datar esta nueva fase y decidir quiénes serán sus próceres y cómo debería ser conmemorada en las escuelas (¿es un día, un año o un siglo lo que define el comienzo oficial de una era geológica?), hay teóricos que sitúan su origen durante la expansión de la agricultura en tiempos del Neolítico, hace unos nueve mil años, mientras que otros aducen que los seres humanos hemos adquirido la capacidad de alterar las condiciones geofísicas del planeta —y con ellas, el régimen climático; y con él, la posibilidad de supervivencia de numerosas especies— recién a fines del siglo XVIII, con la Revolución Industrial, génesis de nuestro mundo de Efecto Invernadero.
En esta encrucijada histórica que tanto Naomi Klein, en Esto lo cambia todo (2015), como el papa Francisco, en su encíclica Laudato si, comparan con la crisis nuclear que tuvo en vilo a la humanidad durante la Guerra Fría, el cambio climático se perfila como la herramienta del biopoder en los siglos venideros. Continuación por otros medios de los campos de exterminio nazis, la mecanoesfera del capitalismo global, con su cámara de gas a cielo abierto, produce “la ilusión generalizada de que, a medida que la biosfera de la Tierra es aniquilada o destruida de un modo irreparable, los seres humanos podrán desvincularse de ella como por arte de magia” (Jonathan Crary, 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño, 2015). Pero somos nosotros los que derretimos los glaciares y destruimos la flora y la fauna; nosotros, los que contaminamos el agua, la tierra y el aire, los que deforestamos y desertificamos, los que elevamos el nivel del mar e inundamos ciudades, los que producimos huracanes y los bautizamos. Por eso, una antropología del Antropoceno debería proponerse estudiar cómo los seres posnaturales que somos hemos dado forma, en pocas generaciones, a una Madrastra Naturaleza con los genes de Frankenstein.
En el año 2000, el Premio Nobel de Química Paul J. Crutzen y Eugene F. Stoermer, especialista en ciencias del mar, propusieron la idea del ingreso en una nueva era geológica a sabiendas de que el uso industrial del carbón fue lo que comenzó a elevar las concentraciones globales de dióxido de carbono, tal como lo demuestran los análisis del aire atrapado en el hielo del Ártico. Hace poco, Crutzen dijo estar más inclinado a proponer el comienzo de los tests nucleares como marcador clave (golden spike) del Antropoceno. Una idea que ha ido ganando terreno entre los expertos en el último tiempo (el 16 de julio de 1945, fecha de la primera detonación nuclear de la historia, se suma así a nuestras efemérides del fin del mundo), del mismo modo en que la masificación del consumo de materiales como el aluminio, el hormigón y el plástico a partir de mediados del siglo XX, y el impacto en el ecosistema de los radionucleidos dispersados por los ensayos con armas atómicas, han transformado desde entonces el paisaje de rascacielos y smog de nuestro Edén antropogénico.
En “¿Hay un mundo por venir?” (Otra Parte – Duración, 2015), el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro y la filósofa Débora Danowski vinculan esta superposición del inicio de la era atómica con la del Antropoceno a un cálculo que hizo el climatólogo James Hansen sobre el desequilibrio energético que sufre el planeta, el cual sugiere que el calor que se acumula a diario en sus “reservorios” (el océano, los glaciares y la tierra) equivale a la explosión de cuatrocientas mil bombas atómicas (esto es, cuatro bombas de Hiroshima por segundo). Como director del Goddard Institute of Space Studies de la NASA, fue Hansen quien en 1988 dio el alerta ante un comité del Senado de su país sobre los crecientes riesgos del efecto invernadero, lo que puso por primera vez el tema del calentamiento global en la agenda pública. Pionero en la lucha contra el cambio climático, Hansen no dudó en calificar como “un fraude y una farsa” el acuerdo firmado en la Cumbre del Clima de París, el primero que logró reunir el consenso de una amplia mayoría de países en la corta historia de este tipo de cumbres. Frente al triunfalismo con que se anunció la noticia el 12 de diciembre de 2015, Hansen no tuvo reparos en argüir que el documento no adopta ninguna medida para la urgente descarbonización de la economía, algo que el panel de científicos que participó del encuentro ya había advertido antes de que los políticos se sentaran a descorchar champaña. En una conferencia de prensa, Kevin Anderson, asesor del gobierno británico y director adjunto del Centro Tyndall, había denunciado que lo que plantea el documento “no es consistente con la ciencia” y que no hay en él ninguna referencia a los combustibles fósiles, “aun cuando se sabe que debemos mantener el noventa por ciento de las actuales reservas en sus orígenes”. Y esto es literal: las palabras “combustible fósil”, “petróleo”, “carbón” y “energías renovables” no aparecen en el texto.
Lejos de conminar a las naciones más ricas a recortar con premura su nivel de emanaciones, el acuerdo establece que todos los países “se proponen lograr que las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero alcancen su punto máximo lo antes posible” (sic), dándoles así luz verde para un aumento en el corto y mediano plazo. En lugar de especificar una fecha tentativa para este insólito período de gracia (lo único que se aclara es que “los países en desarrollo tardarán más en lograrlo”), lo que el documento propone es, una vez alcanzado ese techo, “reducir rápidamente las emisiones de gases de efecto invernadero, de conformidad con la mejor información científica disponible” (sic), para lograr un “equilibrio” en la segunda mitad del siglo XXI. Pero aun creyendo que un descenso abrupto de las emisiones fuera posible (¿tendrán en mente la gráfica del crack del 29, o la de la caída de Lehman Brothers en 2008?), lo que parecen olvidar los alquimistas de la ONU es que el dióxido de carbono depositado en la atmósfera tarda cientos de años en disiparse, por lo que es probable que todavía esté flotando, en algún lugar del firmamento, la primera molécula carbónica expelida por la primera máquina de vapor que puso a andar James Watt en 1784.
De hecho, el acuerdo entrará en vigor recién en 2020, fecha en que se tendrán que revisar “al alza” las metas de reducción de GEI que cada nación puso sobre la mesa. A diferencia del Protocolo de Kioto, donde se intentó fijar metas obligatorias y sólo se logró cubrir el once por ciento de las emisiones globales tras la defección de los países más contaminantes, con Estados Unidos a la cabeza, el objetivo primordial del acuerdo de París es que el aumento de la temperatura media de la Tierra se ubique a fines de siglo “muy por debajo de los 2 °C con respecto a los niveles preindustriales” (hoy el calentamiento global está a punto de exceder los 0,8 °C, lo que de por sí ha multiplicado los eventos climáticos extremos), para lo que cada país ha presentado un programa “voluntario” de reducción de emisiones. De lo que se trata es de “seguir esforzándose por limitar el aumento de la temperatura a 1,5 °C” (sic), aun cuando las contribuciones propuestas por los países firmantes “no son compatibles con los escenarios de 2 °C de menor costo sino que conducen a un nivel proyectado de 55 gigatoneladas [de carbono] en 2030”. Lo que implicaría, en rigor, un calentamiento global de entre 3 y 4 °C para fines de este siglo. ¿Se entiende ahora lo farsesco y lo fraudulento del asunto? Prometen un calentamiento global de 1,5 °C sobre la base de propuestas de recortes de emisiones que, sumadas y proyectadas, duplicarían (cuanto menos) ese aumento de temperatura (de por sí catastrófico), y lo celebran con los brazos en alto.
¿Pero acaso olvidan los malabaristas de la ONU que cada décima de grado representa millones de muertos y de refugiados climáticos y un estrago creciente en los ecosistemas? ¿En qué cambia que se invoque en el acuerdo “la importancia que tiene para algunos el concepto de ‘justicia climática’” (sic), si no se hace nada por reglamentarla y tornarla efectiva? Junto con el alerta que se da sobre la “particular vulnerabilidad de los sistemas de producción de alimentos a los efectos adversos del cambio climático”, ¿no debería aclararse también que la agroindustria es una de las principales causas de deforestación y de contaminación del ambiente? ¿Y por qué se omite la variable de que a mediados de siglo vivirán en el planeta más de nueve mil millones de personas? ¿Será porque la ONU acató hace rato la “demografía de libre mercado” por la que Ronald Reagan bregaba en los años ochenta?
En un texto plagado de vaguedades y generalidades, donde las propuestas se reducen, en muchos casos, a una declaración de buenas intenciones, algo sobre lo que se hace hincapié es promover “la gestión sostenible de los bosques y el aumento de las reservas forestales de carbono”. Una medida cuyo sentido común estaría libre de toda suspicacia si no se adivinara detrás al lobby petrolero, buscando ampliar su margen de maniobra. Con coherencia ¿conspirativa?, en el acuerdo no se consideran luchas como la desinversión en combustibles fósiles, ni se procura desalentar el fracking y la explotación de arenas bituminosas; no se les concede a los países más perjudicados por el cambio climático —casi siempre los más pobres— la posibilidad de iniciar acciones legales por “daños y perjuicios”; no se explicita cómo se podría evitar que los gobiernos sigan echando mano a trucos contables para maquillar sus cifras de emisiones; no se mencionan las condiciones que impuso el gobierno de Estados Unidos para que el texto no tuviera que pasar por el Capitolio, donde cuenta con mayoría el bloque de negacionistas del cambio climático; no se le dedica ni una sola línea a la necesidad de crear un marco regulatorio para las emisiones del transporte transfronterizo de bienes (con sus buques portacontenedores y sus barcos petroleros), las cuales no se atribuyen legalmente a ningún Estado; ni se habla, por supuesto, de la imposibilidad ontológica del capitalismo de solucionar un problema que él mismo ha creado y que forma parte del sentido autodestructivo de su existencia. “Sobre todo una vez que aceptamos que la crisis del cambio climático está con nosotros y puede pervivir como parte de este planeta durante mucho más tiempo que el capitalismo” (Dipesh Chakrabarty, “Clima e historia: cuatro tesis”, 2009).
Pero ya no es el hombre como tal, sino una reacción en cadena desatada por él lo que produce todo esto. Parafraseando a Le Corbusier, la humanidad es una catástrofe en cámara lenta. Hoy el único proyecto eugenésico deseable para los seres humanos sería convertirnos en liliputienses. Dejar de querer medir diecisiete metros y conformarnos con uno setenta. Más allá de que muchos políticos no están dispuestos a aceptarlo, hace tiempo que el huevo de Colón se fríe sobre nuestras cabezas. “Nuestro presente es el Antropoceno; este es nuestro tiempo. Pero es un tiempo que se nos va revelando como presente sin porvenir”, escriben Danowski y Viveiros de Castro. “Aunque haya empezado con nosotros, muy probablemente terminará sin nosotros: el Antropoceno recién deberá dar lugar a otra época geológica mucho después de que hayamos desaparecido de la faz de la Tierra”. ¿Se cumplirá el vaticinio de Lenin de que algún día un simio sostendrá el cráneo de un humano y se preguntará de dónde proviene? Si de algo podemos estar seguros es de que no será el Mesías el que vendrá a terminar lo que los primates comenzaron: será el mismo Homo sapiens, arqueólogo, paleontólogo de sí mismo.
enero, 2016
*Es editor de OTRA PARTE SEMANAL