LA ARGENTINA DE HOY por Albino Gómez*
| 1 septiembre, 2015No solo resido en la Argentina sino que además, nací en Buenos Aires, es decir que soy porteño, del Barrio de Flores, pero viví muchas Argentinas antes de llegar a la de hoy. Y no puedo entrar directamente o de sopetón en ella, porque además de vivir esas muchas Argentinas, también las fui queriendo o requiriendo de muy diversas maneras, soñándola o imaginándola de muy distintas formas. Y a partir de mi juventud me forjé proyectos para la Argentina, que tienen poco o nada que ver con la de hoy. Por otra parte, no soy sociólogo, politólogo, economista o antropólogo, para encararla, digamos, de una manera científica o académica. Además, hoy la situación es de una incertidumbre tal que deberíamos pedir auxilio –aunque esto no resulte académicamente correcto- a videntes y astrólogos, porque quien se atreviera a decir que sabe lo qué pasa en nuestro país, para ponerle logos, seguramente está totalmente desinformado. Así las cosas, sólo puedo ir contándola a través de una manera absolutamente autorreferencial, a través de mis propias ilusiones, realizaciones o frustraciones, con una mirada que me dio el ejercicio del periodismo y de la diplomacia, aquí y en el exterior, como corresponsal de un matutino argentino, como representante de dos universidades y como funcionario diplomático en relaciones bilaterales o multilaterales. Por todo ello viví fuera de nuestra Argentina unos dos décadas, pero nunca por períodos mayores de cinco años continuos. Vale decir que siempre volvía y son muchos más los años vividos aquí que en el exterior, porque nunca quise radicarme definitivamente en otros países, aún vivibles como pudieron ser Uruguay, Chile o Estados Unidos, refiriéndome exclusivamente a ciudades como Montevideo, Santiago de Chile o Nueva York. Así como nunca me habrían resultado vivibles de por vida: Atenas, Ciudad del Cabo, Pretoria, Nairobi, Estocolmo, El Cairo o algunas otras ciudades –incluidas las admirables Madrid, Barcelona, París o Roma- donde por razones laborales tuve que vivir o pasar semanas, sin menospreciar en absoluto distintos encantos o intereses históricos o culturales en cada una de ellas. Porque siempre, extrañaba, en primer lugar a Buenos Aires, pero también a muchas otras ciudades del país. Tampoco cantaba “mi Buenos Aires querido…cuando yo te vuelva a ver”. .
¿Y qué me ocurre ahora, en esta Argentina de hoy?- Aquí, en Buenos Aires, desde donde soy y siento a la Argentina toda, aunque eso de sentirla toda me ocurriría en cualquier otra ciudad del país, pero tal vez es solo aquí, en mi ciudad, donde puedo percibirla tan distinta, que me siento algo así como un exiliado, claro está, no desde un punto de vista jurídico, sino existencial. O sea un expatriado en mi propio país, en mi propia ciudad. Así las cosas no puedo dejar de recordar a Julio Cortázar cuando decía: “ser argentino es estar triste, ser argentino es estar lejos”. Y también cuando escribía: “Vos ves la Cruz del Sur, respirás el verano con su olor a duraznos, caminás de noche mi pequeño fantasma silencioso, por ese Buenos Aires, por ese siempre mismo Buenos Aires” Pero ese siempre mismo Buenos Aires ya no es ese mismo Buenos Aires que recordaba Julio Cortázar. Y yo, puedo aseverarlo hoy y aquí.
Pero para todo esto, tengo que remontarme al pasado, a un pasado muy inicial, cuando no tenía siquiera conciencia del país, sino tan sólo de un espacio familiar y barrial, que eran mi territorio: única dimensión de mi ciudad, incluso del mundo. Porque nací en la llamada “Mansión de Flores”, la primera “casa colectiva” de departamentos que tuvo Buenos Aires, diseñada por el arquitecto Fermín Beretervide, un socialista fabiano, a quien increíblemente se la encargó la Unión Popular Católica, que presidía monseñor Miguel de Andrea, un obispo democrático, productor de obras sociales, que hoy llamaríamos progresista. Porque además, fundó y sostenía la Casa de la Empleada con sede en Buenos Aires y otra en Mar del Plata. Así las cosas nació la “Mansión de Flores” en 1924, con 104 departamentos de bajos alquileres, que tuvo y tiene todavía una réplica en el Barrio de Chacarita. Al ocupar prácticamente una manzana entera entre las calles Yerbal al frente, Caracas y Gavilán como laterales y las vías del tren al fondo, tenía espacio para cuatro patios o plazoletas, rodeados de pequeñas calles internas que daban todas a una calle central, paralela a Yerbal, de punta a punta, con una vereda a la que asomaba una pérgola-rosedal, cuyo límite era un paredón que la separaba de las vías del tren. Había además una sala teatral con capacidad para más de cien personas, y verjas exteriores sobre la calle Yerbal, que le daban total seguridad a los niños, en un tiempo de por sí bastante seguro, ya que hablamos de los años que fueron desde el final del primer mandato de Hipólito Yrigoyen hasta el final del primer y único mandato de Alvear. Supe por mi padre del primer golpe militar del 30 que él, militante radical e Yrigoyenista, no se cansaba de repudiar, como también lo hizo aunque con menos virulencia el del 43, ya que se derrocaba a un presidente Conservador y fraudulento, aunque me transmitió que lo que se venía iba a ser mucho peor que lo que habíamos conocido hasta ese momento.
Ya sabemos que para muchos, el peronismo fue lo peor que le ocurrió a nuestro país desde su aparición. Opinión que podría aceptarse siempre y cuando se reconozca que hubo una excepción, el antiperonismo, simbolizado en el patético decreto 4151/56 que creó el delito penal de cárcel hasta seis años, más multa e inhabilitaciones para quien se le ocurriera gritar “viva Perón”.
Y por aquellos años, a partir de 1945/46, comenzó mi vida ciudadana. Ya había dejado a los estimulantes Julio Verne, Salgari y Alejandro Dumas, para pasar a a Platón, Aristóteles, Martinez Estrada, Mallea, Murena, Korn, Borges, Sarmiento, Alberdi, Julio Irazusta, Ernesto Palacio, César Tiempo; a los grandes novelistas rusos, españoles y franceses. Y mucha poesía. Ya sabía de una Argentina dividida entre Federales y Unitarios, Radicales y Conservadores. También dividida frente a la Guerra Civil Española y luego por la Segunda Guerra Mundial, para comenzar inmediatamente una nueva y dramática división: el peronismo y el antiperonismo. Todas divisiones irreconciliables. Tanto así que en la escuela primaria, durante los juegos de equipos nos dividíamos, minúsculos, en republicanos y nacionales, por la Guerra Civil Española, y más tarde en la escuela secundaria, apenas adolescentes, en democráticos y nacionalistas o nazis. Cuando terminé el bachillerato, no existían todavía las carreras de sociología, antropología, psicología o periodismo. No pensaba ser médico, arquitecto, contador o ingeniero. Me quedaban Filosofía y Letras y Derecho. Terminé eligiendo Derecho porque pensaba que me permitiría –por supuesto erróneamente, lo supe más tarde- recibir una formación que me facilitara comprender los arduos problemas políticos del país. Aunque no puedo dejar de reconocer lo importante que fue para mí intelectualmente seguir las clases de Carlos Cossio, leer sus libros, asistir a sus seminarios y dialogar largamente con él y algunos de sus más dilectos seguidores
Mi bohemia de cafés, de la música, del cine y de los primeros amores con muchachas en flor, me llevaba también muchas noches al Congreso para seguir los estupendos debates entre los peronistas y el bloque radical de los 44, que los diarios reproducían en verdaderas sábanas que hoy ocupan avisos comerciales del mismo tamaño, porque la pobreza de contenidos conceptuales de los actuales debates carecen de todo interés. Ya había aprendido que desde el 30 nuestras llamadas revoluciones eran meros golpes de Estado, como la del 43, o la del 55 y los lamentables e incomprensibles derrocamientos de Frondizi y de Illia, para continuar luego con golpes de palacio internos de las propias Fuerzas Armadas, con Ongania sustituido por Levingston y éste por Lanusse. Para terminar con el regreso de Perón en 1973, que no fue otra cosa que demostrar el fracaso de la famosa “Revolución Libertadora”. Pero Perón llegó demasiado tarde y con el agravante del error político que fue integrar su fórmula con Isabel Martínez de Perón. Creyendo además, después de haber impulsado por años a los jóvenes a una suerte de socialismo nacional y de radicación política, que aceptarían eso como una fantasía sólo válida mientras él no pudiera volver. Con el último golpe de Estado en el 76, comenzó a una sangrienta y torpe dictadura que terminó después de un irracional intento de recuperar las Islas Malvinas a través de las armas, con una dramática pérdida de cientos de vidas de jóvenes argentinos, y el único beneficio de hacer inevitable una apertura a la Democracia con el triunfo de Raul Alfonsín, que ni siquiera pudo terminar su mandato, como tampoco años más tarde pudo finalizarlo Fernando de la Rúa, porque el peronismo le quitaría siempre gobernabilidad a cualquier presidente que no fuese peronista. Incluso Duhalde, siéndolo, tuvo que dejar el poder antes de lo previsto. Desde 1922 sólo Alvear terminó su mandato completo; Perón, uno de dos, Menem los dos y Kirchner solo su primer mandato. Conclusión: en noventa años solo un presidente radical terminó su mandato completo.
Ahora no puedo dejar de hablar de mi inserción en el aparato del Estado, que fue una manera de comenzar a percibir desde su interior los avatares que implicaban los cambios políticos. Al terminar mi bachillerato, como comencé a estudiar Derecho, dejé de ser celador e ingresé en los recientemente creados Tribunales del Trabajo, calificados por la oposición al Peronismo de inconstitucionales, intento judicial que no prosperó. Y Perón tuvo la astucia política de darle total vigencia a leyes sociales que había impulsado el Partido Socialista en el Congreso, y puso en marcha un fuerte movimiento sindical, creando una suerte de Estado de Bienestar Social, no sustentado genuinamente desde el punto de vista económico por un auténtico desarrollo industrial, pero que sin embargo aseguraba, como todo populismo, triunfos electorales. Al mismo tiempo, así como la histórica lucha entre federales y unitarios dio lugar a los primeros exilios, el peronismo versus el antiperonismo produjo una segunda tanda, seguida por la tercera, provocada por Onganía y la más grave, por la última dictadura militar. Y todo esto tiene que ver también, en muy alto grado, con la Argentina de hoy, porque no sólo se trató de exilios específicamente políticos, sino que hubo lo que podemos llamar expatriamientos en cantidades, provocados por razones profesionales y económicas. Y por eso se trata de un tema que no puede soslayarse, ya que los acontecimientos político-económicos fueron transformando al país de inmigrantes que éramos, en un país de emigrantes. Como mis abuelos maternos, inmigrantes llegados de Italia, murieron antes de mi nacimiento y los paternos eran argentinos, nunca escuché en mis primeros años hablar de nostalgias por una patria perdida, añorada y lejana. Sí en cambio lo supe más tarde, por las conversaciones de los mayores en mi casa, de los refugiados españoles republicanos que llegaron a nuestro país finalizada la dramática Guerra Civil, que fue seguida aquí como algo casi propio. También tuve luego compañeros de estudio, paraguayos, bolivianos y peruanos, que llegaron a nuestro país porque sus padres sufrían persecución política en sus propias naciones. Vale decir que los exilios me llegaron a través de vivencias ajenas pero lograron despertar mi total empatía, además de conocer también por primera vez, miradas distintas sobre nuestro país. En general, la de una Argentina generosa y soñadora.
Tal vez fue por eso que cuando me radiqué en el exterior en mi primer puesto diplomático, en la ciudad de Nueva York, le dediqué bastante tiempo al contacto con muchísimos de los integrantes de nuestra colonia, por supuesto muy variopinta en orden a sus ocupaciones o profesiones. Como estoy hablando de la década de comienzos de los sesenta, todavía quedaban exiliados a causa del peronismo, pero en su mayoría no eran técnicamente exiliados, que los hubo durante el primer y segundo gobierno de Perón, durante el gobierno de Onganía y durante la última, cruel y dramática dictadura del 76 al 83. Los del comienzo de los 60’ eran expatriados que habían salido de la Argentina, por razones laborales, buscando mejores oportunidades de estudio, para hacer investigación o simplemente por espíritu de aventura. Así me encontré con técnicos, médicos, químicos, ingenieros, dentistas, comerciantes, periodistas, profesores universitarios, simples laburantes, mozos de restaurant, empleados de hoteles, de compañías aéreas, boxeadores, jugadores de futbol, mecánicos de automóviles, etc.
Pero ya a esta altura necesito señalar, que si bien el exilio político puede implicar la situación más dolorosa, por ser en primer lugar involuntaria y en la mayoría de los casos, producida para salvar la libertad o la vida de quienes lo padecen, creando en general una permanente ansiedad sobre las posibilidades de su finalización para poder regresar en cada caso al país de origen, de todos modos, cuando el exiliado o el expatriado están fuera del país de su cultura y de sus afectos, puede padecer de similares sentimientos y emociones que los perturba tanto como a sus familiares. Yo viví en el exterior como diplomático y como periodista. Por supuesto se trató entonces de elecciones personales, que podemos llamar voluntarias o libres, aunque en ambos casos estaban también determinadas o condicionadas por deberes profesionales, y la sensación de la distancia, la de echar de menos costumbres, paisajes, amigos y afectos, no fue nunca demasiado distinta de la de otros argentinos radicados en el exterior. Por otra parte, durante la última dictadura militar, a pesar de mi total falta de militancia o actividad política, una grosera lectura sobre el sentido de lo hecho y publicado por mí desde 1958 hasta 1974, determinó no solo algunas sanciones de carácter político sino incluso mi cesantía en el Servicio Exterior durante el tercer gobierno de Perón, y mi regreso al periodismo diario, pero además, mi salida del país a los Estados Unidos, para representar a la Flacso (Facultad latinoamericana de Ciencias Sociales) durante un tiempo y luego otra Universidad y a Clarín, funcionó como salvaguardia personal. Y recién pude ser reincorporado a la Cancillería por Ley del Congreso en 1984, bajo el gobierno de Raúl Alfonsín.
Todo este tipo de experiencias me acompañó en otros países de distintas maneras, en orden al mayor o menor tamaño de las colonias, pero no por otro tipo de diferencias. Además, hay que comprender que hasta mediados de la década del setenta no había siquiera fax, y pasó todavía más tiempo para ir llegando a todo lo que tenemos hoy en materia de tecnología: los mails, internet, las facilidades de las comunicaciones telefónicas, las pantallitas con imagen…para lograr así el acortamiento de las distancias…Clarín y La Nación llegaban en paquetes semanales que tardaban unos diez días para tenerlos en Nueva York, y de igual modo las cartas. Por lo cual, recién hoy, que vivimos en la instantaneidad total, pienso en lo extraordinario que era que los destinatarios aceptáramos como algo totalmente actual lo que nuestros remitentes nos dijeran en textos firmados diez o quince días atrás. Aunque las insalvables distancias creaban muchísimas incertidumbres, de todo carácter.
Después, en 1973, tuve otro tipo de experiencia, muy dramática, que fue la vivida en el Chile de Salvador Allende, cuando se produjo su derrocamiento y me tocó ocuparme de otorgar los refugios en nuestra embajada en Santiago, que alcanzaron durante el primer mes a más de cuatrocientas personas, entre ellas a muchas mujeres embarazadas y a niños, para luego gestionar en nuestra Cancillería el otorgamiento del asilo correspondiente con la salida hacia la Argentina, lamentablemente tan peligrosa entonces para ellos, casi como seguir en Chile. Pero lo ejemplificativo del caso, es que por mi normal gestión, los tres agregados militares de nuestra embajada me acusaron de haberla convertido en una sucursal del Kremlin, disparate histórico, político y conceptual que no requiere refutación alguna. Sin embargo, ello determinó que quedara cesante en la Cancillería a partir de enero de 1974, durante el tercer gobierno de Perón, lo cual me hizo volver de una manera total y profesional al ejercicio del periodismo. Diez años más tarde, cuando reincorporado a la carrera por Ley del Congreso, después de ser vocero de la Cancillería por más de dos años, y destinado luego como embajador en Suecia, me reencontré allí con muchos de los argentinos y latinoamericanos que había refugiado en Santiago, y que seguían en ese país cuando ya el exilio estaba jurídicamente terminado, pero entonces venía el gran problema de volver, de ese volver tan añorado, tan querido, pero a la vez también tan difícil de poner en práctica después de muchos años vividos en un lugar seguro, que les había dado trabajo y paz, donde los hijos habían crecido y estudiado.
Durante el tiempo anterior a Suecia, cuando estuve en Washington DC por la Flacso y luego por Clarín, también tomé contacto, sobre todo periodístico, aún fuera de la Capital, con las colonias de argentinos, mediante reportajes radiales o para el diario, por ejemplo a muchos residentes en Queens, dueños de peluquerías, pizzerías, panaderías, carnicerías…. En casi todos los casos, a pesar de que les había ido muy bien económicamente, eso no tenía el mismo valor que hubiese representado para ellos el haberlo logrado en la Argentina. Así, algunos ensayaban volver, y luego comenzaba la historia de echar de menos lo que habían logrado en el exterior. Y en muchos casos, ese ir y venir, producía angustia en las familias y sobre todo en los hijos, muchachos o muchachas, que ya no querían volver a la Argentina. En fin, algo interminable de no poder estar bien completamente, ni aquí ni allá.
Ya a principios de los ochenta, reintegrado al Servicio Exterior, durante un tiempo sabático escribí con Ana Barón que me sucedió como corresponsal de Clarín en Washington DC y con mi amigo Mario del Carril, un libro de reportajes a argentinos que se habían ido del país sin intención de volver. Fue así como publicamos en Emecé, el libro titulado “ Por qué se fueron”. Y luego, ya en Buenos Aires, hice sin ellos otro libro de reportajes a argentinos que habían vuelto del exilio a nuestro país, y que publicó Homo Sapiens con Editorial Tea bajo el título “Exilios (Por qué volvieron)”.
Con dichos libros no pretendimos en el primero, ni pretendí yo en el segundo, hacer una investigación sociológica sobre las migraciones argentinas, sino producir tan solo textos testimoniales, vivenciales, producto de la muy larga serie de entrevistas que hicimos a argentinos en varias ciudades del mundo, o aquí en Buenos Aires, y cuya selección final -ya que no podíamos incluir la totalidad- se fundó, no sólo en la diversidad de los entrevistados, sino también, en su mayor representatividad del plexo de motivaciones que llevaron –y siguen llevando- a nuestros compatriotas al exterior, teniendo muy en cuenta la expresividad de los sentimientos, en general ambivalentes, que dicha situación de tener que vivir fuera del país, como la de volver, conllevan. Además, todos sabemos que la Argentina fue históricamente un país de inmigración, y que dicha característica abarcó, claro está que con subas y bajas, casi un siglo: desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX. Pero luego, tal tendencia fue modificándose gradualmente para transformarla, como ya dijimos anteriormente, en un país de emigración, sobre todo en los sectores de clase media, con un alto componente de profesionales, intelectuales, artistas, científicos y técnicos, que implicó para nuestro país ese lamentable problema conocido como la fuga de talentos o pérdida de cerebros.
¿Qué circunstancias fueron las que produjeron esta reversión de la tendencia?
En general, la inseguridad de carácter político y de carácter económico fueron los principales contribuyentes a la emigración de los argentinos durante los últimos cincuenta años. Y esto comprendió desde las situaciones más dramáticas de persecución política y falta de libertad, hasta la simple atracción por un mejor nivel de vida, o por más altos niveles técnicos, o por el progreso científico y la calidad de la enseñanza en los países desarrollados. También en los últimos años del siglo pasado, fue un factor determinante la dificultad para encontrar empleo, para profesionales jóvenes o de edad mediana.
Al responder a las preguntas de "por qué se habían ido”, los entrevistados no sólo contribuían a explicar las causas de la emigración, sino que además brindaban una radiografía de nuestro país, enfrentándonos a un espejo especial que reflejaba desde afuera lo que éramos y somos por dentro. Por lo general, en sus testimonios, la nostalgia apasionada se mezclaba con la crítica severa, hasta con la bronca, lo que permitía percibir en sus discursos, una dualidad entre la Argentina que añoraban y la Argentina que los había obligado a salir.
Por ejemplo, uno de los entrevistados señalaba que la enorme distancia que siempre existía entre el mundo cultural e intelectual y el mundo político, había sido uno de los graves problemas de la sociedad argentina. Otro afirmaba que el modelo de la Argentina que había nutrido su infancia se había degradado, pero no creía que lo político y lo institucional constituyeran una explicación suficiente de dicha degradación.
Por otra parte, conviene señalar que, en términos generales, la creciente globalización de las sociedades y de las culturas regionales, proceso que empezó hace siglos, tiene un efecto cada vez más claro sobre la naturaleza de la emigración. Porque hace tres siglos, viajar ponía al viajero en contacto con civilizaciones radicalmente distintas a la suya; hoy, eso ocurre raramente, o en todo caso, las eventuales diferencias son previamente conocidas y no producen mayor sorpresa o extrañeza.
Tampoco sería justo dejar de mencionar, que desde los albores de nuestra historia, la violencia y la intransigencia política, o cuando menos, la incomprensión, determinaron el exilio de muchos de nuestros próceres. En tal sentido, San Martín, por ejemplo, a quien los sectores más dispares reivindican como el ejemplo superlativo de argentinidad, expresó como pocos el rechazo u hostilidad del "adentro". También están los casos de Moreno, Echeverría, y Alberdi, figuras tutelares todas ellas del siglo XIX, que murieron en ese "afuera", hacia el cual saltaron por compulsiones que no se debían al azar sino a la inclemencia de una patria que los rechazaba. Recordemos a Rivadavia que murió en España; Sarmiento, en Paraguay. Borges y Ginastera, que eligieron a Ginebra como el paisaje de su muerte, lo cual quizá, pueda entenderse como una recriminación sesgada, oscura, al paisaje de sus vidas. Claro está que no menciono a otros grandes, como Mitre, que padecieron el exilio pero pudieron morir aquí.
Lo que nos revelaron aquellas entrevistas fue una dimensión de la vida argentina que frecuentemente se pasa por alto, sin una mera indagación y menos aún, asombro o contestación, no obstante constituir ella, una compleja y dolorosa realidad que merecería una reflexión profunda y sistemática. Pero vayamos acercándonos ahora a nuestra realidad actual.
Creo que los proyectos aplicados o propuestos para la Argentina en las últimas décadas obedecían en general a concepciones rígidas y cerradas que predominaron en las ideologías y prácticas políticas heredades del siglo XIX. Los cambios que se han venido produciendo en el mundo derivaron en las naciones avanzadas en la adopción de criterios más flexibles, de estrategias más abiertas. Porque la permanente adaptación a la insoslayable globalización y nueva revolución tecnológica sigue produciendo cambios fundamentales en el pensamiento político y en la administración de las economías de aquellos países.
Por eso creí que al inaugurarse una nueva etapa gubernamental en diciembre de 2007, se tendría en cuenta que una nueva concepción de proyecto nacional debía responder a una también nueva concepción de país. Porque ya era obvio y sigue siéndolo aún mucho más hoy en medio de la gravísima crisis mundial, que la nación no puede definirse estáticamente, contenida por los límites territoriales, económicos y culturales que la caracterizaron en épocas precedentes. La interacción creciente en todos los campos de la actividad humana ha modificado radicalmente la vieja concepción de soberanía y de fronteras. Las nuevas fronteras son dinámicas, se imbrican en la compleja red de interconexiones del mundo y exigen una nueva concepción de soberanía. Los modernos sistemas de comunicación y de transporte, por ejemplo, han relativizado al máximo los límites geográficos naturales o políticos. Una nación no puede ser soberana si no tiene participación en la gestión de tales sistemas. Las fronteras dinámicas imponen nuevos criterios para el ejercicio del poder estatal. Si seguimos adhiriendo formalmente al viejo criterio de soberanía, equivocaremos también el sentido de nuestra política de defensa nacional. La organización internacional del trabajo tampoco pasa ya por las viejas fronteras. No será en el aislamiento que los pueblos consolidarán su independencia y autonomía, sino en una participación adecuada y justa en la producción y la distribución de la riqueza en el mundo. Si no logramos esa participación, la marginalidad será nuestro destino cierto y no lo salvaremos por ningún atajo o mediante las prácticas anacrónicas que implican el utópico mantenimiento de una soberanía ilimitada.
La soberanía total debe interpretarse en las actuales circunstancias como un concepto relativo a la inserción que logremos en las grandes redes globales de la producción, el consumo, las comunicaciones y el transporte. Pero no debemos ser incorporados a ellas sin nuestro consenso, sin autonomía, como enclaves o como sociedades subordinadas. La constitución de un vasto polo de desarrollo continental como el Mercosur, que pudiera erigirse en interlocutor fuerte con los grandes polos existentes, sería un aspecto clave para la afirmación de nuestra soberanía, aunque hoy está pareciendo –lamentablemente- un proyecto casi abandonado, al menos por nuestro país, clave para su subsistencia.
Pero la pregunta es: ¿están hoy todos los sectores de nuestra sociedad dispuestos a encarar y discutir estos grandes temas? Al menos, yo hoy no lo percibo.
La modernización, si no la elegimos y la dirigimos nosotros, nos pasará por encima o por el costado. Será, en todo caso, una modernización dependiente, incompleta, distorsionada. Nosotros debemos aspirar a una modernización libremente elegida, la modernización integral que sea también el auténtico camino de la liberación. La otra “liberación”, la de los que permanecen aferrados a principios perimidos de fines de los cuarenta y comienzo de los cincuenta, es nada más que un camino hacia otra dependencia, una dependencia que, por otra parte, implica también la permanencia en el subdesarrollo y en la marginalidad. Así como la “apertura” económica irrestricta del país de los noventa, como algunos promovieron, tampoco nos libró mecánicamente del subdesarrollo y la dependencia. Además, nadie nos regalará una ubicación digna en el mundo. Debemos ganarla a través de políticas decididas, racionales y firmemente orientadas hacia una inserción adecuada y autónoma en el mundo crecientemente interdependiente, que se está forjando ante nuestros ojos, y debemos hacerlo en el marco de una fecunda integración continental.
También en el aspecto interno es esencial que la modernización sea libre y democráticamente dirigida por todos los integrantes de la sociedad. La revolución tecnológica irreversible implica cambios profundos en las actuales estructuras productivas. Muchas ocupaciones tradicionales han desaparecido y en amplios sectores ya ha decrecido la demanda de mano de obra. Por ello, este proceso puede tener costos humanos inaceptables si no estamos preparados para encauzarlo a través de nuevas posibilidades de desarrollo. Cerrar los ojos ante el progreso inevitable es suicida, pero también es peligroso confiar en su mecánica incontrolada.
Quienes representan a los sectores del trabajo deben ser los primeros interesados en conocer y exigir la participación en el control del proceso de modernización. Nuestros dirigentes sindicales, a esta altura de la historia, no pueden repetir grotescamente sus viejos esquemas de luchas reivindicativas. Porque el progreso no se detiene y las innovaciones no son necesariamente enemigas de los trabajadores y de su bienestar. Por el contrario, los nuevos métodos de creación de la riqueza pueden permitir una mayor distribución de bienes.
Si en el siglo XIX y todavía en el XX los cambios fueron dirigidos y controlados por élites, en el siglo XXI la moderna concepción de la democracia impone hoy un todo participativo de gestión que abarque a toda la sociedad. Esta nueva realidad debe ser asumida a fondo por los organizadores racionales de la actividad económica –los empresarios, los directivos, los técnicos de todo nivel- pues junto con los procesos productivos y las herramientas del pasado también están desapareciendo en el mundo desarrollado los viejos criterios de organización, operatividad y gestión de las unidades económicas.
La inteligencia es la materia prima fundamental del nuevo ciclo y su empleo impone y exige nuevas relaciones entre los hombres y las organizaciones. En el siglo XIX e incluso en el XX se manejaban todavía conceptos ligados a la economía de escasez. Se adjudicaba un valor central a los productos inmediatamente necesarios para la supervivencia física del hombre. Apenas se ingresa en una economía de relativa abundancia, se amplía el concepto de útil y de productivo. La barrera entre bienes y servicios, entre producción primaria, secundaria y terciaria tiende a desaparecer. Lo que era considerado superfluo o suntuario pasa a ser de primera necesidad. El arte, la cultura, la recreación, son tan importantes como las máquinas y los vehículos. Hay una nueva concepción del consumo.
Ocupaciones tradicionales vuelven a revivir, cobrando un nuevo sentido y una nueva función. La artesanía tradicional, que elaboraba los objetos que luego produjo en serie y a más bajo costo la industria, y que fue recurso luego de los pueblos pobres que no podían acceder a esos productos industriales, se renueva hoy en una práctica destinada a brindar bienes más sofisticados, personalizados. Los sectores que abre la modernidad son, en efecto, más amplios que los que se cierran. Aun en plena crisis.
Así las cosas, debemos propugnar una gestión soberana y democrática de la modernización y de ello derivará una gestión que incluya la solidaridad. De no hacerlo de ese modo, sufriremos una modernización impuesta, elitista y con altos costos sociales.
También nuestro país, como tal estará en peligro. Frente a ello, es tiempo dolorosamente perdido el continuar con las disputas ideológicas que ya no importan en el mundo avanzado y que aquí constituyen el ornato intelectual del atraso. Debemos discutir con seriedad las cuestiones serias, las cuestiones que hoy movilizan los intereses, y las acciones que deciden el futuro de la humanidad y de cada uno de los pueblos que la integran. Para ello debemos convocar a la sociedad argentina: para enfrentar juntos, en libertad y pluralismo político, los verdaderos desafíos de la hora. Si nos perdemos en vericuetos y en especulaciones electoralistas del momento, nuestros descendientes colocarán sobre nuestra memoria el baldón justificado de haber sido quienes consintieron y promovieron la decadencia definitiva de la Nación Argentina. Porque la renovación ideológico-cultural que necesitamos pasa ante todo por la renuncia a todo dogmatismo, por la admisión del error siempre posible (¡recordar a Karl Popper!), por la búsqueda al mismo tiempo plural y compartida del conocimiento de nuestra sociedad, para contribuir a hacerla más libre, próspera y justa. Ninguna presunta ley -natural o divina- ha prescripto que le quepa al Estado iluminador la tarea de definir en soledad, los objetivos que debemos perseguir o, desempeñar el papel protagónico en esa búsqueda. Y en cuanto al mercado, es bien sabido que, por sí mismo, no tiene nada de intrínsecamente virtuoso. Los mismos liberales lo admiten, sin extraer las evidentes conclusiones que de ello se derivan, ya que librado a sí mismo es incapaz de impedir la formación de monopolios y oligopolios que anulan la libertad pregonada y finalmente requieren la intervención del Estado, eficiente pero no omnipotente. En definitiva, para que nuestro país no termine por verse confinado en los arrabales de la historia, debe liberarse de antigüedades ideológicas que desde hace décadas vienen prometiendo un paraíso que, por sólidas y convincentes razones, no se realizó nunca en ninguna parte del Mundo. Esos confortables dogmas no son en modo alguno inamovibles ni necesarios. Lo que sí necesita hoy nuestro país, es un sistema ético fundado sobre valores que, sin menoscabo para la libertad individual, promueva y consolide la solidaridad social. Y, sobre todo, lo que necesitamos todos hoy es un inédito plusvalor de imaginación, de invención, de actitud política emprendedora, que fomente el pluralismo y la tolerancia, que evite la expansión de la burocracia, apartándose tanto del estatismo como del fundamentalismo del mercado.
Pero no creo necesario entrar en esta oportunidad y en estas circunstancias tan especiales de una lamentable vuelta al maniqueísmo, en qué significa ser K o anti K, ni a un análisis pormenorizado de nuestra actual situación político-económica y social, porque estamos envueltos en una total incertidumbre, en una situación lo suficientemente caótica como para impedirnos ponerle logos. Sin embargo, me resultó alarmante escuchar y leer en los días previos a las últimas elecciones del mes de octubre, declaraciones desde los más altos niveles del gobierno, que chocaban brutalmente contra una realidad que no podía ser ocultada. Y me refiero puntualmente a establecer comparaciones que nos colocaban en mejor situación económica e industrial que países como Estados Unidos, Canadá, Australia y que la Unión Europea o Brasil, cuando 8,2 millones de habitantes carecen de red de aguas y 21 millones de sistemas cloacales, Y que ese déficit de agua potable y de cloacas es causa inevitable de una mayor mortalidad infantil y de enfermedades hídricas, hecho mucho más insólito cuando nuestro país es poseedor de la tercera reserva mundial de agua potable. . O cuando el último informe del World Economic Forum, que evalúa el nivel de desarrollo económico e institucional de los países, el nuestro se ubica en la posición 94 entre 144 países, descendiendo 9 lugares respecto de 2012. Y antes de finalizar debo expresar también, con la mirada inversa que ejercí como corresponsal y diplomático argentino en el extranjero, aplicándola al aquí de la Argentina de hoy, mi temor de que si el gobierno sigue negando la realidad de su falta de gestión, transformada hoy en mero relato, desconociendo los altos índices de inflación, el ocultamiento de la corrupción, la creciente y dramática presencia del narcotráfico, los crecientes inocultables índices de pobreza y desigualdad que el mero populismo no puede realmente erradicar y ni siquiera disimular, el brutal deterioro del medio ambiente, y el incumplimiento de importantes fallos judiciales, estamos llegando a las elecciones de octubre con un país vacío, sin instituciones y totalmente desesperanzado. Con la certeza de quien sea elegido presidente, deberá asumir la conducción del país, en la peor de las condiciones posibles, no solamente en el orden interno sino también en el internacional, y por si ello no fuera suficiente, en un mundo cada día más complejo donde ni siquiera en las más importantes potencias encontramos verdaderos estadistas, que parecieran haber desaparecido del planeta después de los años sesenta.
*El autor, periodista y escritor, fue miembro del Servicio Exterior de la Nación