Je suis SARMIENTO por Francisco M. Goyogana*
| 1 febrero, 2015Después de un suceso infausto que altera gravemente el orden regular de las cosas, llega un tiempo para la reflexión. Oportunidad para disponer otra vez las piezas de la realidad dentro del espacio del equilibrio, sin que se omita el repudio a la violencia de cualquier ataque contra la libertad de expresión, pero con la advertencia de evitar caer en eslóganes que, sin dejar de ser incluso políticamente correctos, pueden cometer un escurrimiento hacia posturas de adoptar símbolos sin un contenido cabal de los elementos propios de la ecuanimidad. El centro de gravedad no perderá entonces ecuanimidad, sin perder la postura de la condena del terrorismo.
Una vez más Francia aparece de manera destacada frente al mundo. Un horrible crimen cometido allá empaña la aspiaración de paz de toda la sociead universal que respete los derechos humanos. La confrontación y la violencia se han mostrado como artificios teóricos en el transcurso de una realidad que pretende invocar una Revolución Francesa de 1789, dejando de lado el recuerdo de consecuencias no deseadas, como fue la subsiguiente etapa del terror con la guillotina como símbolo.
La fuerza impulsora del terrorismo manifiesto en el asesinato de hombres de prensa del periódico Charlie Hebdo no parece ofrecer dudas de su origen en un ámbito ocupado por extremismo musulmanes y sectores que no asimilan las ventajas de la no provocación. El enfrentamiento violento de concepciones que entienden a la fractura cultural y social como una única posible estrategia de dominación, destruye cualquier posibilidad de coexistencia.
La colisión entre el Estado Islámico, así como algún otro Estado confesional de corte similar, y la cultura de Occidente, desalientan la posibilidad de tender puentes para la construcción de la mutua comprensión. Unos se resisten a la tolerancia de la diversidad de creencias, como negadoras del laicismo y el racionalismo, que no pueden consentir porque degradan expresiones religiosas que no atentan contra los derechos humanos, y los otros por incurrir en la ley física de la acción y la reacción, que por su nivel educativo seguramente conocen, ley por la cual una fuerza aplicada en un sentido genera otra fuerza contraria de la misma magnitud. El resultado de la ecuación al menos en los fenómenos sociales, ha demostrado un valor próximo al cero, con la anulación de ambas fuerzas en un proceso de destrucción y mutua eliminación.
Si bien no es admisible negociar con el terrorismo, con su expresión máxima a través de la mazorquera amputación cefálica, la inteligencia indica que para la existencia posible de una solución deberá, al menos, existir una idea capaz de encontrar una concepción que anticipe algún medio para alcanzar un equilibrio consensuado. El terrorismo religioso también llegó a la Argentina primordial en los tiempos de la tiranía rosista, cuando Facundo Quiroga paseaba su bandera “ Religión o muerte” y no se tenía presente un Je suis Sarmiento por anticipado.
El desafío de la irracionalidad sólo parece encontrarse en la estrategia de encontrar medios que sirvan para adelantarse a las circunstancias que presenten los aspectos futuros de la evolución. En consecuencia, tanto la cultura occidental, como a alguna otra que se encuentre en dificultades similares resta disponible la aplicación de ideas anticipatorias del cambio que habrá de sobrevenir de todos modos. La exaltación de la violencia solamente conduce a una mayor división de los contendientes.
El parangón con el tránsito diario urbano alcanza para ver que al alcanzar una próxima esquina se presente una avenida de doble mano, en la cual los móviles se mueven en ambas direcciones, provenientes de rumbos encontrados. Ese movimiento supone direcciones en rumbos de colisión que, mediante convenciones convenientes ordenan las corrientes contrarias para evitar accidentes no deseados y menos aún, catástrofes.
Esa dinámica encontrada en una misma vía presenta la oportunidad de permitir la coexistencia de orientaciones diferentes mediante la aplicación de medidas racionales que hacen posible la convivencia de quienes se trasladan de uno a otro lado por carriles contiguos aunque diversos, pero con la idea de evitar básica de evitar el choque. Surge allí la necesidad de la conveniencia de arbitrar singladuras que, aún apuntando a objetivos opuestos, no pierden la armonía. El desplazamiento de esa imagen al juego de las ideas y creencias sociales muestra que la racionalidad hace posible la convivencia humanitaria, prescindiendo de los sentimientos religiosos de los transeúntes. Aparece entonces un aspecto de la realidad en la que es posible la simultaneidad mediante el racionalismo para obtener un beneficio común, sin que las creencias particulares sean óbice para la convivencia humana.
La posibilidad de un orden social es el producto consecuente de la racionalidad de las conductas, sin obstrucciones generadas por las creencias particulares del prójimo. Ese aspecto de la realidad de incuba en la aplicación de la razón despejada de elementos propios de los seres humanos individualmente, que se reservan para el dominio personal de los componentes del tejido social que cobija a la totalidad congregada. La reserva de las creencias en el fuero interno de las personas no crean dificultades en la coexistencia común de las personas, a la luz de derechos humanos que preservan los sentimientos religiosos de los individuos.
Del mismo modo, la función social de la política establece las condiciones de una coexistencia pacífica en el terreno práctico de la política del Estado, dejando para cada persona la libertad de culto para todos, incluyendo a aquellos que no tengan una necesidad existencial para su práctica. Caben allí las creencias personales de cada uno, sean de la naturaleza que fueren, incluyendo agnósticos, deístas, teístas y ateos sin que por eso infrinjan las normas de convivencia social adoptadas por la ley, los usos y las costumbres. Con todo, queda a salvo la imposibilidad de admitir posturas posiciones religiosas impuestas a través de una ley, incluyendo si ella es islámica sectorial, que ha tenido como consecuencia la guerra entre fracciones islámicas tradicionales, moderadas incluso, y la demencia del Estado Islámico. Por supuesto, que sin racionalidad, un problema que incluya características fanáticas, es una cuestión sencillamente sin otra solución que la que pueda aportar el paso del tiempo.
Desde el islamismo del siglo VII, cuando Carlos Martel en 732 detuvo en Poitiers a los musulmanes, no parece haber cedido el ataque a la civilización judeo-cristiana de Europa hasta ya entrado el actual siglo XXI, que con los prolegómenos críticos de las Cruzadas y durante un lapso de casi doscientos ocho años, desde que el papa Urbano II predicó la primera de esas guerras santas, tuvieron como consecuencia haber terminado como empezaron, con una gran matanza. La virulencia del Estado Islámico y Al Qaeda suman una doctrina terrorista, aún cuando entre ellos esgriman diferencias; el Estado islámico se separa unilateralmente de Al Qaeda en febrero de 2014 cuando quiso expandir su poder a Siria para luchar contra Al Assad sin dar parte al movimiento de Bin Laden, que les niega independencia. Así, Al Qaeda considera que el Estado Islámico ha roto un pacto religioso, mientras que éste estima que no debe someterse a Al Qaeda por autoproclamarse independiente. Pero, no obstante, el común denominador es el terrorismo.
Ya en la plenitud del siglo XXI la humanidad entera, con su larga historia no exenta de desatinos y terribles crímenes, agrega un capítulo de horror con el atentado al periódico francés Charlie Hebdo.
En una compleja mixtura de religión, ideología se ha instrumentado un nuevo conflicto de larga data, pero ahora proyectado a tiempos en los que han llegado a imperar de manera amplia la vigencia de la democracia y la libertad de expresión, sin perjuicio de muchas leyes no escritas como son las de la convivencia insertadas en las sociedades occidentales, y aún en otras regiones que responden a características culturales diversas.
La soberbia de quienes pretenden ser los dueños de la verdad absoluta se ha manifestado superando a una mera colisión de civilizaciones distintas en medio de una reconfiguración de orden mundial en pleno proceso de cambios.
En el mismo Occidente, con predominio ostensible de doctrinas cristianas, la evolución de las confrontaciones religiosas tuvo que enfrentar el fenómeno de la secularización durante los fines de la Edad Media y la Edad Moderna, hasta sus consecuencias posteriores durante los tiempos de la Ilustración.
Si bien ha transcurrido alrededor de un milenio desde la época de las Cruzadas, el desarrollo y consiguiente avance de la vigencia conceptual de la democracia parece mostrar una inversión de factores en pugna.
La reaparición de una violencia sistematizada señala que esa violencia, hace valer su presente con la pretensión de aplicar por ese medio como elemento para dirimir conflictos, así como el rechazo de una voluntad que apunte a la convivencia de los diferentes.
Los cambios ocurridos en Europa después de la llamada Revolución Francesa, con la afirmación de los conceptos de libertad de culto y de conciencia, fueron temas que tuvieron gran influencia en Estados Unidos y ocuparon los debates del Congreso Constituyente argentino en 1852, en el que se debatieron intensamente los problemas vinculados con la religión y la libertad de culto.
Ya desde su estancia en Chile, Domingo F. Sarmiento tuvo lecturas y debates con personalidades de la época sobre esos temas. Indagar sobre esos antecedentes lleva a un acercamiento de las ideas del racionalismo y del laicismo, sin que se subestime la dignidad de posturas filosóficas y creencias religiosas.
Tanto el racionalismo con su contribución al garantismo del progreso en los Estados modernos, como el laicismo en el sentido de fuerza limitadora de la influencia de la religión en cuestiones de Estado, hicieron posible en la República la aparición de un concepto tolerante en la diversidad de aspectos esenciales para la vida de ciudadanos que, en su base común de humanidad diferían en sus apreciaciones filosóficas y religiosas.
El seguimiento de las ideas filosóficas y religiosas de Sarmiento es posible hacerlo por sus artículos periodísticos,, entre otros, durante los debates parlamentarios por la ley de educación común y del Congreso Pedagógico inspirado asimismo por él.
La lucha fragorosa entre sectores adversos condujo a la sanción de la ley 1420 durante el gobierno de Julio Argentino Roca y a batallas intensas, de la que es ejemplo la expulsión del país del nuncio apostólico Luis Matera y la interrupción de las relaciones con el Vaticano durante varios años.
Los personajes adversos a Sarmiento acusaron su participación como factor anticlerical.
La conducta sarmientina hace posible distinguir que el prócer nunca fue anticlerical sino laicista, con una diferencia conceptual que lo muestra ampliamente tolerante con las ideas religiosas.
Sarmiento exhibía una actitud que, en todo caso, era contraria a la intromisión de un credo mayoritario en la vida cotidiana de la República, pero de ninguna manera como ataque a las creencias religiosos.
No en balde el arzobispo de Buenos Aires León Federico Aneiros dejó el testimonio de que el Gran Maestre de la Masonería Argentina, Sarmiento, había sido en el país el hombre de Estado más conservador con respecto a los asuntos religiosos, a pesar de que en ese tiempo la política de la Iglesia romana sufría un proceso de endurecimiento con el liberalismo, hasta llegar a su condena.
El principio vaticano de Unus Deus, una ecclesia, unum baptismo, se extendía desde los días de la juventud de Sarmiento a otro principio, Un rey, una ley, una fe, que en lo temporal se opondría a la apertura de los espíritus atraídos por la libertad de culto y demás expresiones de la libertad.
En materia de religión, Sarmiento seguramente por sugestión del ambiente doméstico de su infancia y adolescencia, se inclinaba hacia la devoción tradicional, pero el fanatismo del presbítero Castro Barrros, como lo indica en Recuerdos de Provincia, le suscitó las primeras dudas. Más tarde,, sus experiencias en Europa y los Estados Unidos le permitieron advertir en países no católicos, el protestantismo relativamente condescendiente con Roma,, como el anglicanismo y el luteranismo, mientras que donde predominaba el protestantismo de raíz puritana, éste era fuertemente antipapista, como era el caso de los Estados Unidos.
Esas visiones también le sirvieron para ver el grado de relaciones de las religiones cristianas diversas de la católica romana con los Estados respectivos.
Sarmiento, que siempre se ha presentado como un espíritu independiente, con la evolución de su personalidad y de su pensamiento, se manifestaría como libre pensador, con un libre pensamiento que algunas creencias nunca llegarán a aceptar.
Esa parte de la historia ha sido interpretada como representante del anticlericalismo de Sarmiento. En estricto rigor, no tener una opinión común con una religión determinada y aún con un sector clerical de alguna de ella, así como incluso manifestar una actitud contraria de naturaleza clerical, no significa la adopción de una postura anticlerical.
Domingo F. Sarmiento no fue un anticlerical, ya que esa condición es de clase semejante a un totalitarismo, a un integrismo o a un fundamentalismo. Sarmiento respondía a las características de un ser laico, abierto a todos los hombres de buena voluntad, creyentes o no creyentes, que vivieran armónicamente en un estado de verdadera paz espiritual. Era adogmático para evitar caer en la trampa de los dogmatismos.
Las palabras, incluyendo el término anticlericalismo, son símbolos que representan sensiblemente a una idea, y por eso el lenguaje es un caso particular de simbolismo. El principio del simbolismo es la existencia de una relación de analogía entre la idea y la imagen que la representa. El símbolo sugiere, no expresa, y por ello es el lenguaje electivo de la metafísica tradicional.
El lenguaje empleado por Sarmiento a través de toda su obra,, lo muestra respetuoso por las posiciones filosóficas y las creencias religiosas.
La idea sarmientina se relaciona con la asignación de campos específicos para las actividades del Estado y las corrientes religiosas, dentro de un fenómeno general de secularización, que a su vez se relaciona con la laicización.
El laicismo o la laicidad, según se prefiera determinado símbolo lingüístico, consiste en la separación del poder civil de la actividad religiosa, y la secularización del poder político.
El tema de la separación de la religión con respecto a la política proviene de antaño. Pero no ha dejado de constituir una de las grandes dicotomías de la evolución sociopolítica, con la disputa suscitada por el renovado pensamiento secular para determinar los espacios que deberían ocupar lo sagrado en cuanto a la fe y a las religiones orgánicas en lo institucional. El progreso ha seguido el camino por el cual la religión dejaba de ser política y ésta no podía confundirse con los textos sagrados del judaísmo, del cristianismo y del islamismo.
Las expresiones del laicismo se asientan en la secularización de las instituciones del Estado, y en cuanto a lo laico y lo religioso, se establecen sus relaciones con acuerdos, desacuerdos y sobre todo con negociaciones alejadas a veces de la estabilidad.
El examen de la posición de Sarmiento parece advertir con claridad que el dominio de la ciencia corresponde a la exploración de la naturaleza, en tanto el dominio de la divinidad se circunscribe al mundo espiritual, un reino que no es posible explorar con las herramientas del racionalismo. El laicismo, por su parte, no puede consentir en degradar las expresiones religiosas que atenten contra los derechos humanos. Consecuentemente tanto el racionalismo como el laicismo son ajenos a conductas terroristas de cualquier guerra santa que se considere.
Sarmiento apreciaba que el fundamentalismo laico era tan rechazable como el integrismo religioso. Además se ha mostrado partidario de pasar de una laicidad de ignorancia o rechazo del hecho religioso, a una laicidad de comprensión y reconocimiento de los aportes de lo religioso al cuerpo de la política. Para Domingo F. Sarmiento, la realidad siempre era compleja aunque fuera simple de verdad. Y para su inveterada percepción del prójimo, el sentido de igualdad como santuario donde nadie hace diferencias. Podía discutir acremente cualquier idea, pero con respeto por encima de todo a la ética debida para con el prójimo. Sabía además, que el difícil sentido del equilibrio guardaba una estrecha relación con la prudencia, por aquello de que la ironía era materia de aplicación restringida a los seres inteligentes. Es posible que no estuviese de acuerdo con un pensamiento acorde con la restricción en alguna medida de la libertad de expresión, vista la imposibilidad de establecer el punto de flexión. Su moderación lo condujo a exteriorizar una conducta y un pensamiento civilizado, diametralmente ajeno a la barbarie de trasladar un sarcasmo irrelevante que pueda ser entendido como un insulto merecedor de la muerte.
Hasta es posible suponer que sucesos del siglo XXI, trasplantados a los tiempos del prócer y ser procesados en un análisis terrorista, llevarrían a una legión a ostentar como lema el Je suis Sarmiento.
Enero 2015
* Francisco M. Goyogana es Miembro de Número del Instituto Sarmiento de Sociología e Historia