COSA JUZGADA Y FRAUDE POLÍTICO-JUDICIAL. «COSA JUZGADA ÍRRITA» por Arnoldo Siperman*
| 26 diciembre, 2014I. La autoridad de la cosa juzgada.
Para un abordaje de estas importantes cuestiones vale como punto de partida considerar el acto de impartir justicia en las sociedades modernas. Tema bien conocido; pero sus implicancias y consecuencias no siempre adecuadamente recordadas. Se trata, en otras palabras, de examinar la instancia en la cual la ley cumple en forma efectiva con la función que tiene asignada en las sociedades seculares de cara a un amplio espectro de situaciones en las que se juega, claro que sin agotarse allí, la conflictividad humana. Se hace justicia, se proclama la verdad.
Esa instancia, ese momento de definición de la controversia, es la sentencia, el acto por el que se arriba a la resolución de la cuestión sometida a juzgamiento. El acto de juzgar, aunque a veces se exprese en brevedad de palabras, presenta sin embargo notable complejidad. Implica a la vez una operación hermenéutica (respecto de la ley y de los hechos y personas sometidos a juzgamiento), una definición valorativa y un ejercicio concreto de poder. Su decisiva contribución a la eficacia funcional del ordenamiento jurídico, su aporte para que éste opere sobre el conflicto, proviene del carácter definitivo e inmutable que se le atribuye. Es una característica esencial que configura un principio tenido como indiscutible, la “autoridad de la cosa juzgada”. Significa que la sentencia definitiva (esto es, agotado el trámite de sus sucesivas instancias) tiene el efecto de dar por cerrada la controversia y hacer cesar un previo estado de incertidumbre, propio de la situación conflictiva como cuestión justiciable.
El principio de la autoridad de la cosa juzgada implica, en consecuencia, evacuar del territorio de lo conflictivo a aquello que había sido sometido a debate y sobre lo cual ha recaído el pronunciamiento. Por efecto de la sentencia se ha evaporado una contradicción, como si se hubiera restablecido un equilibrio que había sido desestabilizado por la disputa o por el crimen aún impune; se ha restaurado en plenitud el imperio de la razón, como si la controversia y la infracción fueran el quiebre o, al menos, la suspensión del orden de lo racional.
II. El debido proceso de ley.
Pero la sentencia, para que lo sea, adquiera esa calidad y haga irreproducible la situación conflictiva, requiere un montaje previo en cuyo desarrollo la todavía supuesta infracción al orden legal haya sido objeto de una representación escénica en la que se actúa la controversia como debate, ya sea por escrito u oralmente, ante magistrado individual o ante tribunal colegiado. En otras palabras, la sentencia es la culminación de un proceso de afirmaciones y refutaciones y de reconstrucciones probatorias. La precede un debate, rigurosamente reglado.
Esos actos, cuya ordenada secuencia constituye el "proceso", hacen de lo pasado y ausente una presencia actual, una re-presentación, indispensable para que el operador del juzgamiento asigne a cada cual lo suyo (conforme con los términos de una de las más clásicas fórmulas romanas de la justicia: la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde). Hay para los litigantes un antes y un después del fallo final. Vista la cuestión en otra escala: para las estrategias de control social algo que era conflicto ha dejado de serlo, ha sido zanjado; en otras palabras, un nudo ha sido desatado, un problema ha sido resuelto.
La sentencia, entonces, aparece como el último y decisivo de una serie de actos que le sirven de sustento. Su eficacia se sostiene en la postulación de que, como culminación de un proceso desarrollado ante magistrados letrados, instruidos en la ley, capaces de discernir su significado y socialmente habilitados para hablar en su nombre, se arribará a la verdad, a la superación de un estado de incerteza. En consecuencia, la autoridad de la cosa juzgada constituye la formal y definitiva determinación de la verdad con respecto a los hechos pretéritos sobre los que versa el juzgamiento y con valor pleno proyectado hacia el futuro y sin límite de tiempo.
Nada habrá de alterarla, porque en su meollo se aloja la verdad y no es conforme con la esencia de esta última que se admita réplica ulterior. Verdad en una doble dimensión, respecto de los hechos y de aquello que, con el instrumental analítico del que hoy disponemos veríamos como la imputación de sus consecuencias. El juzgamiento hace “verdaderos” –y, en consecuencia, inobjetables- acreedores, deudores, propietarios, culpables, inocentes, etc. Es como si dijéramos que quien ha sido declarado acreedor, propietario o ladrón, en su caso, es un “verdadero” acreedor, propietario o ladrón. A su cargo quedan las consecuencias, para bien y para mal. Con el efecto absoluto de su irrecurribilidad (una vez recorridas las sucesivas instancias legales) y relativo, en cuanto a su acotamiento al caso en controversia y a quienes la han posibilitado. Lo que llamamos “las partes”.
Proceso y sentencia son inseparables. Que ésta sea el resultado de aquél y que en ese complejo se garanticen las libertades públicas es lo que refleja el art. 18 de la Constitución: Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso, ni juzgado por comisiones especiales, o sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa. Doble garantía: debido proceso y juez “natural”.
III. La potencia de la cosa juzgada. El principio de división de poderes.
La autoridad de la sentencia cumple la función de generar un irrevisable emplazamiento social respecto de los contendientes que es, además, advertencia hacia otros potenciales contradictores. Sus efectos son coercibles, la verdad que declara es asimismo un ejercicio de poder. Esta idea central, la de los efectos del poder institucional objetivados en un acto específico de exteriorización de la verdad, el acto jurisdiccional, es expresada mediante una fórmula clásica: res iudicata pro veritate habetur.
Estamos en presencia de un principio ordenador, el de una mutua remisión entre la justicia y la verdad, de modo que el debate (que en otra perspectiva es lo propio de la actuación política del conflicto) y la verdad (a la cual, en la dimensión pertinente, puede vérsela ligada al quehacer filosófico) tengan su momento de superación dialéctica. No puede volverse sobre la res iudicata por consideraciones jurídicas y prácticas -porque debe darse fin a una situación dudosa o conflictiva. Pero concurren también consideraciones lógicas, la verdad es socialmente tenida por definitiva e irrevocable. Y de ordenamiento social: moviliza al poder del Estado en el cumplimiento de lo decidido.
Esa función es exclusiva de los jueces. Otra vez la Constitución: En ningún caso puede el Presidente ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas.
Brilla en este punto, en todo su esplendor, el principio de división de los poderes, sobre el que se afirma el régimen constitucional. En la prohibición de restablecer las causas fenecidas, la plenitud del respeto a la cosa juzgada como elemento inexcusable de esa división.
IV. Cosa juzgada y Estado de Derecho.
La independencia judicial y el efecto asignado a sus decisiones configura la plena operación institucional del Estado de Derecho; esto es, donde la autoridad máxima es la Ley y donde es ésta y no los hombres quienes gobiernan. Como en la antigua metáfora, en el Estado de Derecho democrático y liberal por boca de los magistrados es la Ley la que habla.
La cosa juzgada, su permanencia, su ejecutabilidad, su eminente rol social, en suma, se sustenta en un trípode:
1) La decisión debe provenir de quien está jurídicamente habilitado. No cualquiera pronuncia una sentencia, no cualquier funcionario proclama por su intermedio la verdad de la Ley. Se trata de un acto institucional, reservado a los jueces; reservado a quienes se ha investido de la doble facultad, las funciones que desde los tiempos de la república romana configuraban la iurisdictio y el iudicium. Investido conforme la propia Ley lo determina. En nuestro caso, la Constitución: concurso ante el Consejo de la Magistratura, elevación en terna al P.E., remisión al Senado y prestación de acuerdo. Nadie puede titularse Juez de la Nación si no se han cumplido los pasos pertinentes; ni ninguno removido sin paso por sus rigores. Solo ellos pueden ejecutar el apotegma de dar a cada uno lo suyo con la autoridad de la cosa juzgada.
2) Esta última, absolver o condenar, reposa sobre una inexcusable condición de posibilidad: ser la culminación de un proceso sujeto a reglas asegurando a los contendientes el ejercicio de su defensa. Nunca la expresión de la autoridad proveniente del ejercicio desnudo del poder o de la volición de funcionarios, ni siquiera de funcionarios judiciales. El discurso del Juez no es oracular, ni en cuanto a sus posibilidades de pronunciar oscuridades decisorias ni, sobre todo, en cuanto a generar verdades ex nihilo. Su deber es dictar el correspondiente fallo; siempre con arreglo a la ley, de modo que la sentencia sea experimentada como la derivación racional del ordenamiento jurídico en su conjunto a las circunstancias del caso. O sea, la concreta realización de la justicia.
3) La sentencia es el momento cumbre del proceso, en el cual el juez da por cerraba la discusión para “pronunciarse”, como la viva voz de la ley en la que se expresan auctoritas y veritas formando parte, de manera inseparable, del mismo y poderoso discurso de la racionalidad. Lo que supone, además de la idoneidad que impregna el proceso de su designación y la dirección imparcial del debate, rectitud insobornable e independencia de criterio frente a poderes públicos e influencias privadas. Nada es banal en este terreno. Hay una palabra infame revoloteando: prevaricato.
V. La cosa juzgada fraudulenta. Irrisión.
Así las cosas, ya está dicho, no hay cosa juzgada sin debate reglado que la preceda. Se lo denomina “proceso” y para caracterizar su sentido como juego de controversia se lo caracteriza como “contradictorio”. ¿Podría alguien suponer, en un Estado de Derecho, que la denuncia no seguida de contradictorio podría bastar para que el juzgador impusiese una condena? ¿Una prisión perpetua, tal vez, no precedida de acusación, defensa y prueba, todo ello sin precisas reglas de actuación? Podía ocurrir – ocurría, efectivamente- en el Tribunal Popular del III Reich, cuando un juez que actuaba además como fiscal acusador, se atribuía el ejercicio de los requerimientos del “sano espíritu del pueblo” y enviaba a la muerte a quien más que un justiciable era su víctima. Su devoción política desplazaba legalidades y procedimientos. La pregunta vale, si bien partiendo de algo tan extremo: ¿tendría sentido atribuir en un Estado de Derecho efecto de cosa juzgada, de la definitiva e irrevisable amalgama de Legalidad y Verdad, a lo que reconoce como fundamento la militancia política de quien lo profiere?
Lo que vale para un juicio condenatorio vale exactamente igual para uno absolutorio. Lo que un cierto humor impregnado de amargura denomina desestimación “express”, el rechazo de la denuncia sin mediar contradictorio alguno, sin al menos una cierto grado de investigación acerca de la denuncia, es tan írrita en su efecto absolutorio como la falsa cosa juzgada cuando se pretende condenatoria. Para decirlo con claridad aun mayor: no es cosa juzgada y quien la pronuncia no es un juez (aunque se hubieran satisfecho los recaudos de su designación), es un impostor, un usurpador de la egregia función de juzgar. Según lo que ocurra, un asesino o un fantoche. Siempre un delincuente. También quien acepta jugar falsamente el papel de fiscal para dar apariencia de contradictorio a lo que no es más que el montaje de un fraude.
El resultado de esta clase de procederes no está revestido de la autoridad de la cosa juzgada. Es una irrisión, una farsa, ni el nombre de sentencia puede serle aplicado. Implica, en rigor de verdad, el imperio de lo ilegal, de lo arbitrario. Como solía decirse, una renuncia consciente a la verdad, a la racionalidad y a la justicia. Y quienes pretenden valerse de sus efectos y disfrutar de ventajas e impunidades son los cómplices del prevaricato, cuando no sus directos instigadores. Su crimen es de lesa República. Cuando por ese medio se trata de beneficiar a un funcionario, rechazando in limine la posibilidad investigativa o eternizándola mediante las artes groseras del curialismo hasta que cambien los vientos u opere la prescripción, ¿no se está acaso pretendiendo legitimar la suma del poder público? Quienes lo posibilitan son, parafraseando nuestro texto más ilustre, “infames traidores a la Patria”.
La apariencia de sentencia, cuando condenatoria es la máscara del despotismo; cuando absolutoria la de hacerlo impune. En términos sencillos: por la vía que sea, la cosa juzgada írrita es el ejercicio del despotismo. Asociado a la obsecuencia política. Ni falta hace agregar que no podrá nunca ser invocada para enervar futuros procesos debidamente tramitados ni para evitar las correspondientes sentencias y su debida ejecutabilidad. Por el contrario, habrá de ser base para la rendición de cuentas de sus autores, instigadores y beneficiarios.
De los jueces debe exigirse probidad a prueba de tentaciones, laboriosidad y saber judídico. Y capacidad para afrontar vendavales. Piero Calamandrei, escribiendo en lugar y tiempo bien difíciles y elogiando a los jueces desde el lugar de los abogados, exaltaba en aquellos un coraje a prueba de todas las debilidades y bajezas del hombre. …debe estar tan seguro de su deber, que olvide, cada vez que pronuncia una sentencia, la amonestación eterna que le viene de la Montaña: No juzgar". Nada menos.
* Arnoldo Siperman es autor de LA LEY ROMANA Y EL MUNDO MODERNO, Juristas, científicos y una historia de la Verdad, Ed. Biblos, Buenos Aires, 2008.