SOLDADO DEL NARCO «RESCATADO». UN CASO DE EXCEPCIÓN por Jorge Ossona*
| 20 octubre, 2014Al pie encontrarán un video que vale la pena escuchar y ver**
Los conocedores de los territorios populares del Gran Buenos Aires saben percibir las huellas de la mano invisible del narcotráfico en los sitios menos pensados. Uno de los aspectos más sobrecogedores de esta modalidad de explotación humana es el panorama ofrecido desde hace ya varios años por los cementerios públicos. Allí, la secuencia del ciclo vital tiende a invertirse, pues los padres entierran a sus hijos.
La nueva ornamentación de sus tumbas se torna densa en zonas en las que la ex población juvenil puede llegar a cubrir más del cincuenta por ciento de las sepulturas: las de las chicas están pintadas de rosado, y la de los varones, de celeste; a veces combinadas con los colores de sus clubes de futbol. Luego, los recuerdos de sus prácticas vitales: botellas de cerveza y de bebidas blancas, miniaturas de autos y motos “pisteras”, algún “porro” de arcilla, cuando no un revolver de juguete. Por último, las placas recordatorias de amigos, hermanos o padres desesperados e impotentes en evitar el fatal desenlace. El campo santo devino, entonces, es el destino de una porción no menor de los chicos “en banda”; aunque, algunos, logren “rescatarse”.
Es el caso de Marco, de veintinueve años, quien nos brindara el testimonio de su adolescencia como “soldado” –aunque él prefiere en de “correo” o “mulo”- de una banda familiar vigente entre 1999 y 2001. Actualmente, Marco es estudiante del profesorado de Educación Física y trabaja en una curtiembre. Su esposa estudia el magisterio. Ambos tienen un hijo de cinco años. Su caso habla por sí mismo sobre los destinos posibles de un adolescente en los márgenes sociales; siempre transitando por la delgada frontera entre la pobreza y la indigencia.
Marco pertenecía a una familia de siete hermanos que residía en un populoso asentamiento lomense. Su padre, un obrero de la construcción santiagueño, fue un buen exponente de la crisis de las familias patriarcales en el mundo del trabajo urbano durante los últimos treinta años. Cuando Marco nació, su rol de proveedor ya era compartido por sus hijos e hijas mayores quienes no dejaban de cuestionarle el maltrato cotidiano al que sometía a su esposa. Era un patriarca a la defensiva que no se resignaba a la desnaturalización de su autoridad. Lentamente, esta se fue trasladando a su mujer merced a sus changas más frecuentes como trabajadora domestica o cuidadora de niños y ancianos.
Cuando esta falleció en 1999, el padre se marcho con sus cuatro hijos mayores para ponerse al resguardo del numeroso clan de sus hermanos y primos en otro populoso barrio vecino. A los otros tres varones –de los cuales el mayor era Marco, de quince años; seguido por otros dos de doce y nueve respectivamente -se los encomendó a una cuñada –hermana de la finada- de acuerdo a las obligaciones reciprocas de su nutrida red familiar.
La tía de Marco estaba casada con un suboficial de la policía bonaerense quien solía alardear de sus contactos políticos y capos de “la repartición” quienes le encomendaban “trabajos especiales” muy bien remunerados. A un mes de la muerte de su hermana, su mujer la acompaño en su trágico destino; circunstancia que este aprovecho para montar, sin las restricciones de su familia política, la reorganización de su clan ajustándolo al negocio del narco.
Rápidamente transformó su casa en un quiosco de venta marihuana, cocaína, y psicotrópicos diversos a cargo de sus cuatro hijos. Sus vínculos con la presidente de la Unión Vecinal del barrio lo habilito a la compra de otro terreno a cincuenta metros del suyo en donde edifico otra vivienda precaria: allí se radicó el mismo junto con sus tres sobrinos. A los dos menores, les encargo la custodia del territorio; informándole minuciosamente los movimientos vecinales, e instruyéndolos a escuchar a escondidas lo que hablaban en sus casas. También debían acompañar a los compradores directos a la vivienda de sus primos devenida en sucursal proveedora.
A Marco, en cambio, le encomendó la entrega de los productos en distintos puntos de la zona para lo que le compro una moto nueva y lo doto de dos revólveres de nueve y once milímetros que debía utilizar impiadosamente si las circunstancias así lo ameritaban. El tío tenía la garra de patriarca que le faltaba a su padre: era autoritario pero se encargaba de protegerlos y los retribuía –particularmente a Marco- con buenos aportes en dinero para comprarse ropa deportiva “autentica”, teléfonos celulares, equipos de audio, etc.; insumos necesarios para hacerse respetar y suscitar la admiración de otros jóvenes vecinos potenciales colaboradores.
Pero la autoridad del tío no tardo en exhibir una arista insospechada. Además de obligarlo a abandonar la escuela, le exigió su amancebamiento y la consiguiente “entrega de su cuerpo” para que aprendiera a “hacerse un verdadero hombre” y “aguantar humillaciones sin quejarse ni rendirse”. El pacto secreto en el que se fundaba la nueva autoridad patriarcal seria, así, indestructible. A Marco solo le resto negociar que la práctica – al menos en principio, hasta que no se desarrollaran como cabales “soldados”- no se extendiera a sus hermanos. Así comenzó el año y medio febril de su trayectoria como “transa”.
Lo único que Marco sabía sobre los mandantes del tío era su dependencia respecto de “El Tordo”, un individuo que solía visitar el barrio estacionando su lujoso auto blanco en la puerta del corredor de tierra en cuyo perímetro se localizaban el centro proveedor y el distribuidor a cargo de Marco. A veces, hablaban largas horas: “El Tordo”, sin bajarse del auto; y su subordinado parado sobre la ventanilla; una escenografía que con los años Marco entendió como premeditada para afianzar su prestigio de “pesado” ante sus vecinos, exhibiendo su conexión con alguna zona decisiva del poder.
Promediado el año 2000, la actividad se torno vertiginosa: transportar paquetes y bolsas hasta los destinos que el tío le encomendaba -plazas, lugares estratégicos solo conocidos por “entendidos”, viviendas particulares, almacenes, remiserías, quioscos, estaciones de servicio, etc.- se torno una tarea riesgosa y apasionante. Como debía disponerse a realizar traslados las veinticuatro horas del día, el tío comenzó a administrarle dosis limitadas de cocaína que exacerbaban su osadía.
El tráfico se intensificaba por las noches llegando a totalizar, durante los fines de semana, hasta treinta viajes. El escape abierto de la moto producía a su paso un ruido ensordecedor que alertaba sobre sus movimientos sucintándoles nuevos clientes conforme extendió su prestigio de distribuidor “de la buena”. Sus primos, encerrados en el bunker central hacían turnos rotativos de doce horas flanqueados por un pequeño ejército de cinco “soldados” vecinos bien pertrechados de armas que cobraban tanto en dinero como en “especie”. Estos eran seleccionados por su comprobada ferocidad procedente de llevar en sus prontuarios un buen número de “bajas”.
La “organización” se convirtió en una modalidad de vida atrapante por las acechanzas, los peligros, y un cierto sentimiento de superioridad respecto de la cultura del trabajo a la que despectivamente “la gilada”. El tío insistía en “bajarle la línea” de rigor: Marco era su mano derecha y su eventual sucesor, para lo que debía continuar el llamativo aprendizaje de la “masculinidad verdadera” que, en el futuro, debía reproducir sobre sus respectivos “soldados”. Era una moral distinta a la convencional pero convincente por la sensación de superioridad procedente de su prestigio de “pesado” abonado por las relaciones secretas con su tío; una práctica, por lo demás, bastante habitual en la cultura carcelaria que por entonces comenzó a difundirse en los barrios con asombroso éxito.
Los problemas se acentuaron en vísperas del estallido social de 2001. Los “soldados” de sus primos, presumiblemente tentados por organizaciones más recientes y dinámicas, comenzaron a “bardearlos” exigiéndoles más “merca” o “pasta base” tanto para su comercialización autónoma como para su propio consumo. La organización, entonces, se fue precipitando hacia su destino inevitable. Marco recuerda tres intentos de invasión de su territorio que supieron repeler exitosamente merced a su poder de fuego superior.
En el frente interno familiar, las relaciones con sus primos se tenso a raíz de los celos y del despectivo mote que le solían espetar como “gato”, “mino”, o el más burlón de “mascapito”. El tío, a su vez, se empezó a extralimitar invitando a participar en sus ceremonias íntimas a colegas policías y amigos amenazando extenderlas sobre sus hermanitos. La ruptura de los códigos le advirtieron estaba siendo sometido a una ingeniosa y perversa explotación. Fue entonces que Marco decidió huir junto a los otros dos chicos.
Muñido de sus pistolas y facas se dispuso a vivir en “situación de calle”. Termino radicándose en las adyacencias de un arroyo situado a dos kilómetros en donde confluyo con otros adolescentes y niños desafiliados que sobrevivían merced a la acción solidaria de una comunidad evangélica. Una señora que les llevaba esporádicamente comida los condujo ante el pastor. Este, a su vez, los re encomendó a otra “hermana en Cristo” a cargo de un comedor comunitario quien les devolvió un techo.
El pastor les exigió volver a inscribirse en la escuela convirtiéndose en su nuevo guía y confidente, aunque depositario de una autoridad tan absoluta como la del desde entonces demonizado tío. Este, poco después, fue hallado muerto en su cama de un presunto infarto cardiaco. Una banda competidora se lanzo a un ataque devastador sobre su base territorial, asesinando a dos de sus primos. Los otros lograron huir; aunque uno murió poco después y el otro termino detenido. Años más tarde, algunos ex soldados sobrevivientes como él le aseguraron que “El Tordo” le había “soltado la mano”.
Pese a su nueva moral religiosa, Marco siempre había guardado un oscuro rencor por la “presidente del barrio” a cuyo silencio cómplice responsabilizaba de todas sus desgracias. Cuando en 2009 cumplió los veinticinco años, retorno al asentamiento y amenazo a la referente -a la sazón, concejala – en denunciarla ante los medios si no le devolvía el predio de su familia originaria ubicada, como el resto de la vecindad, en tierras fiscales. Marco termino recuperando lo perdido con creces; obteniendo cinco predios con sus respectivas viviendas a lo largo del pasillo que atraviesa la manzana. Allí, radico a sus dos hermanos y a dos familias de la comunidad evangélica en donde viven hasta el día de hoy.
La historia de Marco representa un caso excepcional del “rescate” de un mundo cuya fuerza laboral está condenada, en la mayoría de los casos, a vivir una existencia tan intensa como breve. El narco implanto en la pobreza diversos regímenes de trata de jóvenes y niños desafiliados en un sistema de círculos concéntricos de mandantes familiares, vecinales, políticos, policiales y judiciales. Una suerte de Argentina inversa al país de veras progresista que fue hasta algún momento de la fatídica década de los 70: la trayectoria de Marco y la de los miles que superpueblan los cementerios públicos así lo prueban.
*El autor es historiador y docente
** https://www.youtube.com/watch?v=txvL-ezthmM&feature=youtu.be