LEGALIDAD Y GOBIERNO PERONISTA, UN RECORDATORIO por Arnoldo Siperman*
| 14 julio, 2014Las notas que siguen tienen como tema central los usos de la ley y las instituciones en tiempos del primer peronismo. El ciclo se abre con el golpe del 4 de junio de 1943, que destituyó al presidente Castillo, clausuró el Congreso e instaló un gobierno militar. Es a partir de ese acontecimiento que el entonces coronel Perón comenzó a insertarse en el juego grande del poder político, asumiendo rápidamente posiciones de importancia. Su protagonismo se fue forjando mediante una acumulación de funciones influyentes en el régimen de facto. Primeramente en el Departamento Nacional del Trabajo, convertido en Secretaría de Trabajo y Previsión, con jerarquía ministerial; luego se agregaron el Ministerio de Guerra y la Vicepresidencia de la Nación. Se constituyó en el “hombre fuerte” del gobierno militar, potenciándose su presencia a partir de los acontecimientos de octubre de 1945. Era quien mandaba en el país.
En las elecciones generales del 24 de febrero de 1946 Juan Domingo Perón fue elegido Presidente. Su candidatura fue sostenida por los partidos Laborista y Unión Cívica Radical-Junta Renovadora y una agrupación menor, el Partido Independiente. Lo acompañó, como candidato a la vicepresidencia, Hortensio Quijano, un veterano dirigente radical de la provincia de Corrientes, proveniente del nacionalismo de derecha. Venció a la fórmula integrada por los radicales José P. Tamborini y Enrique Mosca, apoyada por la Unión Democrática, de la que hacían parte la Unión Cívica Radical y los partidos Socialista, Demócrata Progresista y Comunista. Votó el 83% del padrón (que era aun exclusivamente masculino). Triunfó en todos los distritos, salvo la provincia de Corrientes, y obtuvo en el orden nacional un apoyo del 53%. Previo ascenso al grado de general, asumió el 4 de junio de ese año, tercer aniversario del golpe que había señalado el comienzo de su carrera hacia el poder.
Como consecuencia del resultado electoral, sus partidarios hicieron mayoría en ambas Cámaras del legislativo, por lo que controló el Congreso desde el inicio de su gestión presidencial. Contando con esa herramienta, comenzó su avance sobre el Poder Judicial, empezando por la Corte Suprema. Con excepción del ministro Casares, representante de la Iglesia en esa Corte, se promovió el juicio político de sus integrantes. Uno de ellos renunció, los restantes fueron destituidos. Se los reemplazó con allegados al régimen. Al reformarse la Constitución, en 1949, la Convención tomó una importante determinación: los jueces nacionales, en su totalidad, quedaban sujetos a que, durante el primer período legislativo siguiente a la sanción, se solicitara y obtuviera nuevamente el acuerdo del Senado (Disposición transitoria 4ª, aplicable a la justicia y al servicio diplomático). Se abrió por esa vía una amplia posibilidad, revestida de legalidad, de llevar a cabo remociones a discreción. De modo que la inamovibilidad de quienes se desempeñaban a la sazón en esas funciones fue arrasada. En poco tiempo, sometió a la judicatura en pleno a sus requerimientos políticos. A la aplicación de la cláusula recién citada siguieron las previsibles designaciones complacientes.
El federalismo fue rápidamente allanado. Mediante la sanción de otras tantas leyes fueron intervenidas las provincias de Catamarca y Córdoba. También lo fue Corrientes, única que había elegido gobernador no peronista en 1946. Esas primeras intervenciones fueron señalando un derrotero de exigencia de unanimidad, incluso frente a gobiernos locales ejercidos por personas de su misma extracción política pero que no satisfacían las expectativas del jefe. Durante su gestión Perón anduvo con pocos miramientos en lo concerniente a las autonomías provinciales, reiteradamente violentadas mediante intervenciones federales. Quince, en total; once por decreto del Poder Ejecutivo, solamente cuatro por ley del Congreso. Un remedio previsto en la Constitución, después de todo, aunque para situaciones claramente definidas y no dependiente de la arbitrariedad del Poder Ejecutivo Nacional. En esta materia, su gobierno no fue excesivamente original, sus predecesores habían hecho amplio uso de ese instrumento.
No consideró suficiente, para el desarrollo de su proyecto político -y para sus ambiciones personales-, el período constitucional de seis años. Se puso en marcha, entonces, una reforma para remover el obstáculo. La regla prevista en la Constitución de 1853/60 para el proceso de su reforma decía: Art.30.La Constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes. La necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros; pero no se efectuará sino por una Convención convocada al efecto. No le era posible reunir esa mayoría calificada, de modo que se practicó una maniobra hermenéutica: las “dos terceras partes” habrían de referirse a los miembros presentes el día de la votación. Ello posibilitó declarar la necesidad de la reforma (ley 13.233) y reunir la Convención, que la sancionó, con fecha 11 de marzo de 1949. La reforma configuró una amplia reelaboración de sus disposiciones, bajo la inspiración del nacionalista católico Arturo E. Sampay y con la bendición del Presidente. El nuevo texto previó la posibilidad de reelección presidencial. En las elecciones de noviembre de 1951 (ahora con el sufragio femenino) la misma fórmula triunfante en 1946 fue consagrada para un nuevo período de seis años, superando a la radical (Balbín-Frondizi). Fallecido el vicepresidente electo, se convocó una elección para su reemplazo, celebrada, tardíamente, en 1954, en la cual fue consagrado Alberto Teisaire.
Desde el punto de vista de las libertades públicas el régimen dio acabadas pruebas de intolerancia y autoritarismo. Consolidó su poder y dominó divergencias valiéndose de dos vías convergentes: por un lado, los mecanismos burocráticos y crudamente policiales y por el otro mediante la sanción de leyes represivas. En cuanto a lo primero, se hizo amplia aplicación del régimen de contravenciones y edictos policiales regulatorios de reuniones públicas y otras actividades. Bajo pretexto de “desórdenes” o “escándalo” se practicaban arrestos bajo la sola autoridad de jefes policiales, aplicando los viejos “edictos”. La policía y demás fuerzas de seguridad contaron con un “fuero” propio, a partir de la sanción de un Código de Justicia Policial, impuesto por ley promulgada el 30 de septiembre de 1952. Se recurrió también a la aplicación de la añeja ley de residencia (nº 4144), que autorizaba al Poder Ejecutivo a proceder discrecionalmente a la expulsión de extranjeros considerados indeseables. Se establecieron dependencias oficiales al servicio de esas políticas, como Control de Estado y, en la órbita policial, Sección Especial, Orden Político, Orden Gremial. Se clausuraron medios de prensa, se monopolizó la radiodifusión. Este régimen, en su conjunto, reflejó en severas restricciones al ejercicio de los derechos de reunión y protesta públicas, detenciones arbitrarias, expulsiones y amplia gama de abusos de autoridad.
En lo que atañe al recurso a instrumentos legales, contando con la benevolencia judicial frente a las objeciones en términos de constitucionalidad, se sancionaron varias leyes penales, adecuadas para su aplicación persecutoria. Dos ejemplos, ambos del año 1949: la ley 13.569, que reformó el Código Penal, modificando la tipificación y aumentando las penas del delito de desacato, con grave detrimento de la expresión pública de ideas disidentes; y la nº 13.985 que, recogiendo la experiencia de decretos-ley dictados en tiempos del gobierno de facto, tipificaba un catálogo de delitos “contra la seguridad de la Nación”, tales como traición, espionaje, sabotaje, entre otros, incriminando, sorprendentemente, incluso formas culposas de comisión. Hasta la huelga de trabajadores podía ser alcanzada por sus disposiciones.
No le bastó al gobierno el régimen del estado de sitio, reglado por la Constitución, que confería al titular del Poder Ejecutivo la facultad de arrestar y trasladar personas, por tiempo determinado. Últimamente lo había decretado Ramón Castillo en 1942 y levantado en agosto de 1945, siendo presidente de facto Farell. Tampoco se conformaba con la suspensión de las garantías constitucionales tal como establecida en el art. 34 de la Constitución sancionada a su propio impulso en 1949. Un alzamiento militar, que tuvo lugar el 28 de septiembre de 1951 y fue fácilmente sofocado, le dio la oportunidad para implantar un orden más adecuado a los requerimientos autoritarios: el “estado de guerra interno”. Se lo impuso por decreto, rápidamente convertido en ley (nº 14.062) por un Congreso siempre dispuesto a secundar las decisiones presidenciales. Fue oportunamente declarado constitucional por la Corte Suprema, en base al argumento de que la existencia de un estado de guerra constituye una cuestión de competencia exclusiva del poder político, no justiciable. Las fuerzas armadas y de seguridad se desplegaron al servicio de la represión en términos de otro invento peronista: el denominado plan Conintes. Todas las sucesivas campañas electorales, a partir del tramo decisivo de la que condujo a la reelección presidencial para el período 1952-1958, se desarrollaron bajo la vigencia de ese estado de excepción, que se levantaba únicamente durante el día del comicio.
La legislación que suponía un país sumergido en la guerra siguió en vigor hasta la destitución de Perón. Era invocada, en conjunción con los demás instrumentos legales propios de las características del régimen imperante, en sustento de arrestos, restricciones al derecho de reunión, clausura de periódicos y otros atropellos. Todo este orden de cosas, que hacía poco o ningún caso de las garantías constitucionales, difundió la caracterización de “a disposición del Poder Ejecutivo” para cubrir frecuentes y a veces prolongados encarcelamientos. El recurso de habeas corpus fue ignorado por los tribunales.
Las Cámaras del Congreso cumplieron con su función de dictar leyes. En lo referente al ordenamiento educativo, la ley 12.978 ratificó el decreto del gobierno militar nº 18.411 del año 1943 (impulsado por el ministro, notorio fascista y antisemita Gustavo Martínez Zuviría), que había impuesto la enseñanza religiosa en las escuelas, dejando sin efecto el ordenamiento de la ley 1420. La nueva ley fue objeto de intenso debate, en el cual la posición que resultó mayoritaria tuvo como principal expositor al diputado Díaz de Vivar. Cabe mencionar, incidentalmente y como prueba de pedestre oportunismo legislativo, que tan solo ocho años más tarde, en 1954 y por medio de la ley 14.401, dictada en pleno conflicto con la Iglesia, lo que en esa materia había sido escrito con la mano fue borrado con el codo.
Siempre en relación con lo vinculado a la educación, conviene recordar otros momentos en el proceso de demolición institucional que el parlamento contribuyó a concretar. Las universidades nacionales habían padecido intervenciones durante el gobierno militar. El Congreso, recientemente instalado y dominado por el peronismo hizo su tarea: por medio de la ley 13.031, de octubre de 1947, barrió la autonomía universitaria, poniendo a las universidades bajo el directo control del gobierno nacional. Mediante la sanción de la nº 13.598 eliminó el Consejo Nacional de Educación (que el gobierno militar había ya intervenido). Como se verá en seguida, tanto o más que la religión fue el justicialismo el credo que, por mandato legal, impregnó el orden de la educación pública durante esos años.
El 17 de octubre de 1950 el presidente proclamó formalmente “las veinte verdades del peronismo”. El Congreso, en oportunidad de aprobar mediante la ley 14.184 (diciembre de 1952) el ordenamiento del Segundo Plan Quinquenal, las consagró formalmente como “doctrina nacional”, incluyéndolas en un texto más amplio, que configuró lo que se designó como Doctrina Nacional Justicialista. Fue un acto legislativo de fuerte repercusión institucional, ya que traduce en obligación legal obrar de conformidad con los requerimientos del poder. Sobre su base se instauraron afiliaciones obligatorias, en diversos y amplios espacios institucionales. Los docentes universitarios y otros funcionarios fueron invitados a sumarse al clamor por la reelección del creador y conductor del movimiento en el que encarnaba la doctrina nacional. Sobre los renuentes, llovieron cesantías. Educar, juzgar, administrar, todo debía inscribirse en ese marco.
La Doctrina Nacional Justicialista, conviene reiterarlo, no era vista como la plataforma programática o el plexo de convicciones de personas o agrupaciones –como no fuera la inspiración genial del Conductor- sino que se la entendía como expresión de la Nación toda. Ahora, además, era formalmente ley. No compartir sus postulados implicaba transitar el terreno de lo ilícito. Era una doble afrenta: a la ley y a la nacionalidad. El opositor pasaba a ser delincuente y antipatria. Un enemigo, en suma, de la comunidad organizada (según la terminología cara al General) y de la patria argentina. Que convocaba dos definiciones tristemente célebres: “Al enemigo ni justicia” y “No hay mejor enemigo que el enemigo muerto”. Una utilización perversa de la legalidad.
El Congreso colaboró adecuadamente en los más diversos aspectos del sostenimiento del régimen. Desde conceder a Eva Perón, ya gravemente enferma, el curioso y nada republicano título de “Jefa espiritual de la Nación” convirtiéndola, desde la posición del poder legislativo, en objeto de culto nacional, hasta operaciones de menor cuantía simbólica aunque de utilidad práctica. Por ejemplo, amañando leyes electorales. Operó como instrumento de la voluntad presidencial negando la posibilidad de controvertirla, no solamente a través de la sanción de la doctrina de su partido como doctrina de la Nación sino incluso en el aspecto interno de la práctica parlamentaria. Convirtió el “cierre de debate” en procedimiento ordinario de dejar sin uso de palabra a los integrantes de la minoría. Expulsó a los legisladores más díscolos (Balbín, Sanmartino, Santander), por la vía del desafuero. Como tantos otros políticos desafectos, empresarios poco complacientes e incluso dirigentes sindicales y aun militares, fueron presos o debieron exiliarse. Creó comisiones investigadoras especiales, con pretextos diversos, que se dedicaron a tareas persecutorias ajenas a los propósitos declarados de su creación. Un ejemplo fue la comisión bicameral creada a fines de 1949 para la investigación de denuncias de torturas policiales, que se esmeró cínicamente en clausuras de periódicos, allanamientos y operaciones intimidatorias. Por el apellido del diputado que la presidiera, se la recuerda como “Comisión Visca”.
La tendencia totalizante del peronismo se percibe asimismo en el estilo estructural del “movimiento”. Bajo el lema “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista” se lo integró en una conjunción de tres ramas: masculina, femenina y sindical. En consonancia con ese ordenamiento y superpuesto al devaluado orden constitucional de división de poderes, se desarrolló un régimen de tipo corporativo, sustentado en una regulación legal de asociaciones profesionales y de relaciones laborales, concretado en una central única de trabajadores y otra de empleadores: C.G.T. y C.G.E., respectivamente. La primeramente citada pasó a formar parte del organigrama general del poder político peronista, aportando incluso la tercera parte de los candidatos a los cargos electivos. En este orden de temas merecen recordarse la creación de un Consejo Económico y Social, basado en representación tripartita (decreto 2098/1946), en el ámbito de la Presidencia; del Consejo Económico Nacional (decreto 20477/1947) y del Consejo Nacional de Cooperación Económica (decreto 18184/1949), así como su inserción en los sucesivos planes quinquenales. Corresponde citar, asimismo, el régimen de la ley 14.250, del año 1953, que trata de las convenciones colectivas de trabajo y cuyo aspecto controversial principal es que se basó en la representación única de los trabajadores.
Perón fue derrocado por un golpe militar, que contó con apoyos civiles. Había empezado su trayectoria de Gran Conductor de la Nación con un golpe de Estado y terminó con otro. Entre el alumbramiento y el ocaso transcurrieron doce años, tres meses y unos pocos días.
Años más tarde, en circunstancias políticas y sociales muy diferentes, tuvo lugar un nuevo encumbramiento y gobierno de Perón. Comenzó con la violencia guerrillera; su final, tras la muerte del General, fue también un golpe militar, que expulsó a su esposa, a quien él había ungido como sucesora, e instauró una feroz dictadura. También en este caso el ciclo de la violencia recurrente.
Quien siembra vientos cosecha tempestades. Conviene recordarlo
ARNOLDO SIPERMAN, Abogado, Facultad de -derecho de la Universidad de Buenos Aires (1958), Profesor en las Facultades de Derecho y Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Profesor, Jefe de Departamento y Vicerrecctor del Colegio Nacional de Buenos Aires (Universidad de Buenos Aires). Director de publicaciones universitarias, jurado de concursos, miembro del Consejo Superior Universitario (1960/61) Autor de numerosos artículos, monografías y varios libros. Los más recientes: Una apuesta por la Libertad. Isaiah Berlin y el pensamiento trágico, Ed. De la Flor (2000) El imperio de la ley. Política y legalidad en la crisis contemporánea (2002) Ideología. Una introducción (2003) Pensamiento trágico y democracia (2003). El drama y la nostalgia. Racismo Político, Wagner y la memoria reaccionaria, Buenos Aires, Ed. Leviatan (2005) . La ley en Roma y el mundo moderno. Juristas, científicos y una historia de la verdad , Ed. Biblos (2009) y Servidumbre y exclusión, Ed. Leviatan (2013)