EL CÓNSUL por Albino Gómez
Ernestina Gamas | 6 julio, 2012
Escrito para Con-texto
Su legajo personal decía muy poco. Había nacido el 4 de agosto de 1907 en Buenos Aires. Murió el 4 de mayo de 1972, a punto de jubilarse. Cuando ocurrió el hecho, todavía se desempeñaba como cónsul adjunto en el Consulado General de la Argentina en Santiago de Chile. El consulado en dicha ciudad, dada su importancia, tenía una buena dotación de personal: un cónsul general y cuatro cónsules adjuntos, más cuatro empleados administrativos. Juan Antonietti había ingresado al Ministerio de Relaciones Exteriores en 1946, como agregado y vicecónsul, seguramente gracias a una cuña política. Su carrera no era de las que podían considerarse brillantes, ya que después de 26 años de servicios, se lo había ascendido en dos oportunidades, para llegar a ser segundo secretario de embajada y cónsul de segunda clase. Es decir que había quedado muy lejos de la jerarquía que se suponía debía alcanzar un funcionario de su edad y con tal antigüedad. Por otra parte, sus destinos habían sido casi siempre consulares y en países latinoamericanos, aunque nunca en sus capitales, salvo esta última vez. Sus compañeros de trabajo nada sabían de su vida. Antonietti era amable en el trato con todos, pero parco y distante. No se le conocía familia; nadie había estado en su departamento de la calle Huérfanos. Se lo suponía viudo o separado y sin hijos…¿por qué no soltero?. Sólo hablaba de cuestiones laborales, de trámites consulares o del reglamento consular que parecía saber de memoria, y jamás intervenía en las conversaciones generales que se suscitaban a la hora del café, ni siquiera en las de carácter político que, la crítica situación interna de Chile en ese tiempo, hacía casi imposible obviar. El cónsul general apenas pasaba los cuarenta años, y los demás integrantes del plantel, en ningún caso superaban los 35. De modo tal que, siendo Antonietti bastante mayor que los demás colegas, se suponía, a modo de salir del paso y sin mucho fundamento, que ese era uno de los motivos de su general aislamiento. Pero nadie hacía tampoco especiales esfuerzos por romper dicho aislamiento, por acercarse a él, ya que aparentemente no había nada que se pudiera compartir con Antonietti, salvo las cuestiones estrictamente laborales, en verdad poco o nada apasionantes. Los jóvenes lo consideraban un remanente de la "vieja guardia", uno de los exponentes de la época "no profesional" del Ministerio, cuando aterrizaban en la Cancillería "paracaidistas" que nada tenían que ver con la diplomacia, el derecho internacional o la política exterior. Porque el Ministerio de Relaciones Exteriores era uno de los botines de guerra más preciados después de cada cambio de gobierno, fuera éste de facto o de derecho. Y era así cómo ingresaban a la carrera diplomática jóvenes cuyas familias ya no sabían qué hacer con ellos o señores que no sabían qué hacer con sus propias familias. En verdad, lo único que acreditaba la "vieja guardia", aunque había casos muy excepcionales, era experiencia burocrática, pero sobre todo mañas. Por lo menos esa era la opinión de los jóvenes diplomáticos de carrera, que desde hacía una década ingresaban a la Cancillería a través de concursos y de un curso de dos años en un instituto especializado, al cual no era muy sencillo acceder. Claro está que esto tampoco constituía una garantía total acerca de la idoneidad de los nuevos funcionarios que se incorporaban al Servicio Exterior, pero implicaba, al menos, una suerte de filtro que iría mejorando poco a poco la calidad profesional del plantel. Estas nuevas promociones de jóvenes funcionarios, miraban con cierto desdén a todos aquellos integrantes del cuerpo diplomático que no habían pasado por el Instituto, y sólo respetaban a algunos ejemplares que durante su ya larga carrera, se habían hecho acreedores de un prestigio que, bien o mal fundado, era en general aceptado como un hecho de la naturaleza. No era el caso de Antonietti; entonces, cuando sus colegas y compañeros se ocupaban de él en las horas de ocio, el juego consistía en tratar de imaginar qué podría haber hecho aquél en su vida, antes de ingresar a la Cancillería; cuál habría sido su oficio, si alguno. ¿Tal vez vendedor de tienda? ¿Empleado de banco? ¿Cajero en algún negocio? No había forma de saberlo. Invitarlo a reuniones sociales era casi inútil porque además de no beber ni fumar, y apenas comer, no participaba de ninguna conversación que no estuviese dedicada exclusivamente a las condiciones atmosféricas o a un tema estrictamente consular. Tampoco solía hablar del Ministerio, es decir que ni siquiera podía contarse con él para enriquecer el patrimonio de chismes o rumores a los cuales eran todos tan afectos. A duras penas podían obtenerse de él, muy de vez en cuando, algunos brochazos anecdóticos, sin mucha sal, de su paso por varios consulados, siempre que ello pudiera servir, a modo de jurisprudencia, para ilustrar algún problema actual y concreto que requiriese una especial interpretación del reglamento consular. Cuando la conversación recaía por ventura en temas literarios, musicales, artísticos o personales, mayor aún era el retraimiento de Antonietti. Si la situación lo permitía, en estos casos, directamente desaparecìa, se esfumaba. Cuando murió, el hecho se produjo en el mostrador del consulado, mientras sellaba un pasaporte, para así también sellar su final destino burocrático. Habida cuenta de que no se le conocían parientes, el cónsul general delegó en dos de los jóvenes adjuntos, la triste tarea de constituirse en el departamento del difunto y hacer un inventario de todos sus efectos personales, para luego labrar el acta correspondiente. Entonces ocurrió algo inimaginable: los jóvenes funcionarios encontraron un baúl repleto de amarillentos recortes periodísticos en idioma inglés que hablaban de un famoso saxofonista, John Anthony, pero no cabía duda de que el fulano no era otro que Antonietti. Porque todavía, a pesar del tiempo transcurrido, las fotografías constituían un indudable testimonio de la identidad entre el jóven músico de los años treinta y el cónsul de los setenta. Además había programas de recitales y fotos dedicadas a "John Anthony" por los grandes de aquellos años: Tommy Dorsey, Artie Shaw, Count Basie, Glene Miller, Harry James…También encontraron otro baúl lleno de partituras y de arreglos orquestales; un saxo alto y un saxo tenor en sus correspondientes cajas de buen cuero. Y un tercer baúl hasta el tope de libros: "Manhattan Transfer" dedicado por John dos Passos; "Por quien doblan las campanas" dedicado por Hemingway; "Palmeras Salvajes" dedicado por Faulkner…un par de libros de Eliot también dedicados, y tantos otros más. Los jóvenes cónsules se miraban el uno al otro, atónitos; no podían salir de su asombro, teñido de cierta vergüenza por la demostración inapelable de su enorme y largo despiste en cuanto a quién había sido el colega menospreciado. Por supuesto, la información fue recibida con general escepticismo, y la mayoría afirmaba que debía tratarse de un hermano mellizo del finado. Los "(no puede ser!" cubrieron Santiago. Pero es bien sabido que el escepticismo es la posición propia y característica de aquellos que sistemáticamente condenan cuanto se empeñan en seguir ignorando… El hecho es que al día siguiente, todo el consulado y todo el personal de la embajada, circuló por el departamento de Antonietti, porque nadie podía creer enteramente el relato de los jóvenes funcionarios. A partir de ese día no hubo entre los integrantes de la colonia argentina en Santiago, tema de conversación más estimulante que la vida oculta del ex cónsul, que había dividido a dicha colonia entre quienes creían que el músico había sido él y, quienes sostenían que debía tratarse de un hermano sumamente parecido. Sus compañeros trataban de recordar alguna cosa, algún signo o indicio, alguna conversación con el finado que hubiese podido dar lugar a la sospecha de una vida tan inimaginable y excitante, hasta su ingreso a la grisura de la diplomacia. Pero nadie recordaba honestamente nada en ese sentido. Además, quedaba por develar otro inmenso misterio: si el músico y el cónsul habían sido realmente la misma y única persona, muchos miembros no diplomáticos de la colonia se preguntaban )por qué había dejado entonces su vida de músico de jazz, seguramente apasionante, para transformarse a partir de 1946 en un rutinario empleado del Estado, porque eso es lo que era finalmente un funcionario diplomático, más allá de las las franquicias, las inmunidades, las luces, las alfombras, el caviar, las recepciones, las ofrendas florales, los entorchados y las condecoraciones. Claro está, siempre y cuando no estuviera dotado además de un importante intelecto, gran cultura y de una fuertìsima vocación de servicio, todo lo cual no era demasiado perceptible en Antonietti. No faltó dentro del bando de los que creían que Antonietti había sido realmente el músico, alguien lo suficientemente perspicaz e informado como para señalar que, extraña y tristemente, aquél había cumplido un periplo inverso al de Vinicius de Moraes, quien abandonara el Servicio Exterior brasileño para dedicarse total y exclusivamente a la música. Porque en el caso de Vinicius, éste había dejado una profesión que cumplía con desgano, por falta de vocación, para transformarse en un verdadero embajador de la música brasileña en el mundo. En cambio, en el de Antonietti, él habrìa dejado de ser un brillante músico de jazz para transformarse en un oscuro y modestísimo diplomático. Tambiín había otras incógnitas, como la de saber -si es que el hecho había ocurrido- cuándo se había ido de la Argentina Antonietti a los Estados Unidos, para -supuestamente- trabajar durante más de diez años como músico de jazz. )¿Y cuándo y por qué, en tal caso, había regresado al país? A los quince días de producida su muerte, cuando todavía se mantenían vivos el debate y las conjeturas acerca de su caso, se presentó ante el cónsul general, un escribano que tendría más o menos la edad del finado, con un poder general amplio que cuatro años atrás le había otorgado el entonces cónsul Antonietti. El notario venía de Buenos Aires, donde vivía y ejercía su profesión. Era tanta la curiosidad del cónsul general, que no sólo lo recibió prestamente en su despacho, sino que además, lo invitó a almorzar, generosa actitud a la que no era muy aficionado. Pocas veces se esperó con tanta ansiedad en el consulado, embajada y aledaños, la terminación de un almuerzo que por fin develaría el misterio sobre la supuesta o real vida musical de Antonietti. Al regreso del ágape, y de entrada nomás, el cónsul general pudo informar a sus ansiosos adjuntos, que Antonietti no había tenido nunca hermanos, que había sido hijo único y que realmente carecía de parientes. También se supo que el escribano, además de apoderado, había sido tambián el amigo más íntimo de Antonietti desde sus años de adolescencia. Y que esa amistad no se había interrumpido nunca a pesar de la radicación de aquél en los Estados Unidos a partir de 1932… Ya a esta altura del relato, el bando de los creyentes había derrotado defintivamente al de los escépticos. El escribano y amigo, lo había visitado varias veces en el país del Norte, acompañándolo incluso en algunas giras musicales. Además, siempre mantuvo con él una frecuente correspondencia. A la vuelta definitiva de Antonietti desde la Meca del jazz a la Capital del tango, la amistad se intensificó aún mucho más. Pero precisamente por respeto a esa larga y entrañable amistad, no quería el notario desnudar una vida que el finado se había afanado tanto por mantener velada, aunque creía al mismo tiempo, que no tenía más sentido seguir ocultando la grandeza de un artista que se había infligido una suerte de arbitrario autocastigo. Primero, liquidando su propia carrera artística; y segundo, a través del silencio y de una nueva vida tristemente obscura, signada por la mediocridad. Sólo por tal motivo se decidió el escribano a contarle al cónsul general, de una manera muy sucinta y desprovista de detalles, que no obstante el éxito obtenido por Antonietti (John Anthony) en los Estados Unidos y la brillante carrera musical que se estaba forjando en ese país, el trágico final de su relación sentimental con una cantante de jazz muy famosa -cuyo nombre y color el notario no quiso revelar- constituyó también el final de su vida artística, ya que dicho hecho lo llevó a tomar la drástica y dolorosa decisión de clausurar definitivamente esa etapa de su vida y volver al país. La cantante, que vivía con Antonietti (John Anthony), salvo cuando las giras artísticas los separaba, comenzó a drogarse en 1942, y en 1945, una sobredosis terminó con ella. Antonietti no pudo superar esa tragedia, de la que aparentemente se sentía de algún modo responsable, al menos por no haber podido evitarla. Ello determinó finalmente que abandonara de manera definitiva todo lo que tuviese que ver con la música, con el jazz, con la bohemia artística, con la creatividad, y con los Estados Unidos. “Por ante mí, doy fe…”