EL LARGO CAMINO HACIA LA POBREZA ESTRUCTURAL (I) por Jorge Ossona*
| 6 diciembre, 2015La pobreza como fenómeno estructural, arraigado y permanente, es relativamente reciente en la historia argentina. No obstante, es difícil encontrar sus orígenes un momento preciso; aunque si ciertas tendencias que se sitúan durante los años 70. Ya desde fines de la década anterior la capacidad instalada del patrón de crecimiento desarrollista había alcanzado su frontera. Las indefiniciones, contradicciones ideológicas, la violencia como modalidad de resolución de los conflictos, y la crisis internacional abierta en 1973 agravaron un estancamiento que ya era más que manifiesto al promediar la década y en vísperas del pronunciamiento militar de 1976. Tal vez haya sido el Rodrigazo el punto de partida de una impresionante reconversión económica y social cuya modalidad local arrojo una inequívoca modernización a largo plazo; pero con costos sociales que no se les hubieran ocurrido no al más pesimista de los observadores al comenzar el proceso.
Hacia fines de los 70, el achicamiento del producto motivo la caída generalizada de los ingresos. Estos se dispersaron, generando un mercado laboral más segmentado y excluyente. La crisis fiscal y financiera del Estado, por último, le impidió administrar con solvencia las funciones subsidiarias universales de las décadas anteriores. Hacia principios de los 80, luego de las feroces devaluaciones del gobierno de Viola, de la derrota de Malvinas, y del impacto sobre la acrecida deuda acumulada que supuso el default mexicano, se aproximaba la tormenta perfecta de la que emergió el fenómeno bajo análisis. Sin introducirnos en los procesos económicos específicos, la sociedad argentina se fue reestructurando y recomponiendo; aunque de una manera sorda, paulatina, y poco perceptible.
Los relatos de las últimas décadas han apostado a un derrumbe abrupto del edificio social; sin embargo, el proceso fue más complejo. El sector más precariamente incluido durante la etapa desarrollista fue el primero en experimentar los rigores de la movilidad social descendente. A ellos se sumaron otras categorías que durante su curso habían logrado interesantes niveles de ascenso. Las clases medias, por su parte, se dispersaron: unos pocos ascendieron y tendieron a apartarse social y espacialmente del resto, otros lograron mantenerse con grandes dificultades. Pero un importante sector también descendió, configurando lo que en la jerga de los 80 dio en denominarse “los nuevos pobres”; un sector, muy heterogéneo constituido por jubilados, docentes, empleados públicos, y comerciantes e industriales quebrados.
En cuanto a los trabajadores, el ajuste de 1976-77 supuso, en un contexto de estancamiento pre hiperinflacionario (la denominada estanflación) una severa caída de su salario real que, en algunos casos, se ubicó por debajo del “salario de corte” o “de reserva”. Muchos se retiraron del mercado laboral para convertirse en cuentapropistas merced al pago de indemnizaciones obteniendo, en el corto plazo, ingresos superiores. El que permaneció, sin embargo, recupero parte de lo perdido durante los tres años siguientes en virtud del giro involuntariamente populista que supuso el atraso de cambio de la denominada “tablita” entre 1978 y 1981. Pero las devaluaciones masivas de 1981 agravaron aún más la situación del punto de partida.
Los que optaron por el cuentapropismo, por su parte, fueron sorprendidos por el estallido de la “tablita” sin sus coberturas sociales de antaño, comenzando su lento proceso de descendente. El Estado autoritario, por razones de seguridad nacional, absorbió en no poca medida a las víctimas de sus erráticas políticas económicas. Ello contribuyó a la transferencia de trabajo industrial al sector de los servicios pero a costa de una administración pública insolvente que, a lo sumo, solo pudo distribuir pobreza a la manera de un tosco y costoso seguro de desempleo sin porvenir en el mediano o largo plazo. Aun así, los niveles de desocupación lograron quedar eclipsados incrementándose solo del 4,6 % de 1970 a un 6,2 % en 1980. Pero los procesos corrosivos se fueron evidenciando paulatinamente en el curso de los años 80 ya instaurada la nueva democracia.
A grandes rasgos, y pese al alivio que implicaron las políticas redistribucioncitas pero nuevamente pre hiperinflacionarias de 1983-85, durante el resto de ese decenio las tendencias excluyentes se fueron tornando crónicas. El proceso de caída, de todos modos, fue diferencial afectando, particularmente, a los de menor nivel de calificación, a los empleados públicos, y a las actividades industriales menos dinámicas. Todos ellos perdieron durante el periodo entre un 30 y un 50 % de sus ingresos. La hiperinflación de 1989 consolido todas esas tendencias exhibiendo con más nitidez el espacio de una pobreza estructural que oscilaba entre la exclusión total de los desempleados crónicos y la inclusión parcial o defectuosa de subempleados, trabajadores informales, y cuentapropistas que diez años antes habían apostado a su independencia. Algunas cifras sirven para corroborar lo anterior. Por caso, hacia 1980 el censo nacional contabilizaba 235.000 desempleados urbanos y 2.784.000 subocupados. Doce años más tarde, los primeros ascendían a 720.000 y los segundos a 4 millones.
Las reformas de los 90 y su exitoso desempeño entre 1991 y 1994 supusieron una inequívoca mejora respecto del piso hiperinflacionario de 1989-90. Los índices de pobreza estructural medidos por la canasta básica de alimentos mejoraron del 25 al 17 % durante los “años de oro” de la Convertibilidad. Pero la crisis del tequila, como en su momento la de 1981 o la de 1989, desnudo graves problemas estructurales que duplicaron el desempleo del 9 al 18 %. La recuperación comenzada en 1996 y que continuo hasta fines de 1998 no pudo perforar el piso del 12 % de desempleados crónicos; un buen índice de los alcances de la pobreza estructural a a esa altura de la reestructuración. La recesión primero, y la depresión que culmino en la crisis de 2001-2002 elevaron a los sectores por debajo de la línea de pobreza del 30 al 51 % abarcando a 18.219.000 habitantes. Aquellos situados por debajo de la línea de indigencia ascendieron de 7,8% en 1998 al 21,9% en 2002 sumando a casi 8 millones de personas.
Luego del rebote de 2002, todos los indicadores mejoraron: creció el empleo formal, aunque también el informal; y los niveles de pobreza y de indigencia mejoraron sin cesar hasta 2009. Luego de la crisis de ese año –anticipada por el conflicto con los sectores rurales en 2008- tal crecimiento se estancó, aunque los excluidos fueron incorporados a la impresionante red de contención social preventiva que el kirchnerismo monto como réplica a la crisis de 2001. No obstante, esa malla subsidiaria lejos de resolver la pobreza estructural no hizo más que acentuarla; aliviándola durante el periodo 2010-2011 por la mejora transitoria de los precios de la soja y el redistribucionismo inflacionario. Luego de 2011 todos los índices volvieron a retroceder solo compensados por un nuevamente inflacionario sistema de contención mediante el empleo público formal o informal bajo la forma de cooperativas semiestatales promovidas desde distintas dependencias nacionales –en las que sobresale el Ministerio de Desarrollo Social- pero también provinciales y municipales. La brecha social abierta hace cuarenta años, de ese modo, continúa su curso con final abierto.
*Historiador. Miembro del Club Político Argentino