BUENAS Y MALAS NOTICIAS por Antonio Camou*
Con-Texto | 30 septiembre, 2021Las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias, celebradas el domingo 12 de septiembre pasado, nos permiten inferir -entre mucha más tela para seguir cortando- dos noticias que van más allá de la inmediata coyuntura.
La buena es que de a poco se va consolidando en nuestro país a escala nacional un modelo “bi-aliancista” que permite establecer los cimientos (después hay que seguir construyendo el edificio) de un sistema de competencia cooperativa entre fuerzas políticas relativamente parejas. A semejanza de un esquema “bi-partidista” (aunque obviamente no es lo mismo un partido que una coalición), cada una de estas constelaciones políticas de geometría variable tiene –en principio- la probabilidad reconocible de ganar elecciones y la capacidad de formar por sí misma un gobierno autosuficiente (posee una amplia cobertura territorial, dispone de cuadros políticos en diferentes niveles y poderes gubernamentales, y cuenta con elencos de especialistas para abordar diversas áreas de políticas públicas). En tal sentido, es auspicioso que las personas decepcionadas con una administración presidencial no se hayan volcado significativamente hacia opciones “anti-sistema”, o se hayan decantado por el voto en blanco o por la anulación del sufragio, sino que han tendido a oscilar entre apoyos alternativos a las principales fuerzas en disputa: por ejemplo, algunos desilusionados con el gobierno de Macri votaron en 2019 por Alberto Fernández (en el entendido de que “no era Cristina”), mientras que algunos que hoy rechazan esta cuarta gestión kirchnerista se han decidido por las propuestas de “Juntos por el Cambio”. De algún modo, para recordar un ya clásico y siempre inspirador trabajo de Juan Carlos Torre, ambas fuerzas se han mostrado capaces de retener a buena parte de su propia tropa pero también de captar alternativamente la voluntad de algunos “huérfanos de la representación política” en nuestro país.
De acuerdo con esto, y por un corolario fundamental del “Teorema de Baglini” (los partidos que están más cerca de alcanzar el poder están obligados a volverse más responsables), la consolidación de una fuerza peronista de un lado, y de una coalición republicana del otro, permite pensar en la posibilidad de que se desarrollen ciertos incentivos a la cooperación. En otros términos, quienes hoy están en la oposición seguramente no tienen mucho interés en agarrar un “fierro caliente” dentro de dos años; más bien, les sería conveniente que el candente metal (mezcla de inflación, recesión, pandemia, desempleo, inseguridad, etc.) se encuentre para entonces un poco más templado. Nótese que en un esquema de partido dominante, como el que vivimos algunos años atrás, una oposición fragmentada tiene pocos incentivos para cooperar con el oficialismo (¿Qué beneficios le reportaría “pagar costos” con el gobierno de turno?), y un oficialismo dominante no tiene ningún incentivo para ceder y compartir su poder con fuerzas menores y dispersas a las que puede doblegar fácilmente. Nótese también que ese “bi-aliancismo” es una condición necesaria para la cooperación, pero no es una condición suficiente. Como bien nos ilustra la historia, las situaciones de paridad de fuerzas pueden desembocar virtuosamente en un sistema de costos y beneficios compartidos, o bien en un penoso esquema de “empate catastrófico”. Y la llave que hace la diferencia entre un resultado u otro tiene que ver, ciertamente, con la imponderable y maquiaveliana fortuna, pero sobre todo con la calidad de la política.
En este contexto, un punto clave que permitiría fortalecer a esas coaliciones, todavía muy poco institucionalizadas y heterogéneas entre sus componentes, es la presencia de liderazgos constructivos, capaces de mediar y articular los diferentes sectores, proyectos y ambiciones que comprensiblemente se amasan en cada tribu. Lo importante del caso, es que ya buena parte de los actores internos saben de manera fehaciente que el costo de formar “rancho aparte” (la opción de la “salida” en el clásico análisis de Albert Hirschman) es muy alto, porque los lleva indefectiblemente a la derrota, y entonces quedan disponibles la opción de la “voz” y la “lealtad”; de ahí la necesidad de afilar todas las clásicas herramientas de la política que van del diálogo franco a la más retorcida (pero siempre necesaria) hipocresía, pasando por el ineludible reparto de recursos, a efectos de mantener la unidad por sobre las diferencias.
Pero si estas virtudes políticas son necesarias dentro de cada coalición, no es menos imprescindible el establecimiento de espacios de diálogo y convergencias entre ambas fuerzas. Lamentablemente, las dos cabezas visibles que han venido liderando cada una de esas alianzas no califican muy bien para la tarea por hacer: Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri no se hablan. Y para empeorar las cosas hasta niveles extravagantes, la vicepresidenta no habla en la actualidad tampoco con el presidente (!). A algunas personas esto puede parecerles “normal”, pero sería importante entender que estas obtusas conductas no son ni normales ni buenas, y naturalizar estos comportamientos políticos nos lleva a deslizarnos aún más por la pendiente de la baja calidad del debate público y a retroalimentar algunos de los peores rasgos de nuestra cultura política. Para no compararnos con el Principado de Mónaco, basta ver cómo muy cerca de aquí (del otro lado de la Cordillera o del Río de la Plata), los líderes políticos de izquierda y de derecha compiten fuertemente entre sí, pero también se respetan, dialogan y asisten educadamente a las ceremonias de traspaso de mando. Y aunque nuestra historia política reciente nunca fue un dechado de virtudes, el respeto mutuo entre contendientes era una saludable costumbre de nuestra democracia, desde Alfonsín a Duhalde, pasando por Menem o De la Rúa, que lamentablemente se ha perdido, y que debemos esforzarnos por recuperar.
Ahora bien, más allá de considerar los rasgos temperamentales de cada quien (que se los dejamos a la psicología), los dos jefes políticos argentinos han terminado por construir su propia personalidad pública -en buena medida- a partir de la negación del otro, y esa construcción simbólica hoy es un obstáculo difícil de remover al momento de concertar algunas políticas básicas para salir del atolladero en el que estamos. Pero el problema va más allá de personas y de voluntades. Cuando se conforma un liderazgo con una base política, territorial y electoral relativamente compacta, como el que ha venido ostentando hasta el presente la Sra. de Kirchner en el Gran Buenos Aires, junto con un muy extendido y espeso rechazo en la mayoría de la población, esa lideresa tiene fuertes incentivos para desarrollar políticas públicas que favorezcan a su cohorte de seguidores, aunque sean muy inequitativas e ineficientes para el conjunto del país, y constituyan un fuerte impedimento al desarrollo socioeconómico. Esa actitud no ha de ser pensada como fruto de la maldad, sino del más puro cálculo de un actor racional egoísta. Como la probabilidad de “convencer” al electorado opositor es muy baja, entonces a ese actor le conviene en el corto plazo consolidar la base propia (a cualquier costo…), porque esa plataforma le permite disputar importantes posiciones de poder. El problema es que –dada la matriz de limitadas oportunidades y crecientes restricciones en la que nos movemos- este juego perverso en algún momento toca un límite: cuando la combinación de inepcia, corrupción, inequidad, voracidad fiscal e ineficiencia traba las distintas ruedas de la economía, entonces las propias bases comprenden que el mismo voto de ayer tiene “rendimientos decrecientes” hoy (me aumentan nominalmente el plan social, pero la leche está cada vez más cara…). En ese preciso momento, una fuerza política –más allá de las disputas que tengan sus élites por arriba- empieza a “desfondarse” por abajo.
Hasta aquí, entonces, la buena noticia: la política parece haberse recuperado (o estar recuperándose) de la implosión del 2001, cuando el sistema de partidos se desbalanceó en favor del conglomerado peronista, pero dejó a un amplio arco político liberal-republicano-desarrollista sin una representación aglutinante y efectiva, acorde con su importancia social; que esa constelación político-ideológica haya sido ahora capaz de superar el fracaso del gobierno de Cambiemos es un signo auspicioso de fortaleza del sistema. Y si bien CFK y Macri no se dirigen la palabra, distintos referentes de ambos sectores no sólo son permeables al diálogo (incluso tienen en claro que buena parte del electorado juzga positivamente los gestos de colaboración), sino que pueden llegar a coincidir en algunas líneas maestras de políticas públicas.
Claro que lo que anda obviamente mal es la economía, o mejor dicho, la relación entre política y economía. Y esto nos lleva de cabeza a la otra cara del problema. La mala noticia nos recuerda que –de las últimas cinco elecciones- el oficialismo de turno perdió en cuatro oportunidades: 2013, 2015, 2019 y 2021 (sólo repitió el éxito en 2017). Más allá de circunstancias políticas cambiantes y contingentes, que merecerían un análisis más detallado, el hilo conductor que vertebra estas cuatro derrotas está estrechamente vinculado al ya largo ciclo de estancamiento inflacionario en el que está sumida la Argentina (todo el segundo gobierno de CFK, todo el gobierno de Macri, y lo que va del actual gobierno), y para el cual no le hemos podido encontrar una respuesta adecuada. Hace una década y pico que en nuestro país no crece la inversión, se diluye el ahorro, las empresas se van, no se expande la capacidad productiva, no se genera empleo genuino, ni cobran impulso las exportaciones, a la par que aumentan la inflación, la pobreza, la desigualdad, el déficit fiscal y el cuasi-fiscal, los impuestos o el dólar. Con un cuadro estructural de este tipo lo raro no es perder elecciones, sino ganarlas.
En muy apretadas líneas, podríamos decir que cuando el período de bonanza impulsado por el ciclo de auge de las commodities se interrumpió, la política criolla esquivó el bulto de enfrentar con iniciativas serias y coherentes esa restricción. Así, para mantener un nivel de actividad y de ingresos que se había vuelto –por razones estructurales- crecientemente insostenible, se apeló a diferentes subterfugios destinados a patear la pelota hacia adelante, y después ver qué pasa: romper el termómetro del INDEC o aumentar abusivamente las retenciones al campo con Néstor, manotear stocks con Cristina (las jubilaciones privadas con el impresentable Boudou, las reservas del BCRA con el ruinoso plan económico de Kicillof), incrementar el endeudamiento externo con Macri o apelar a la consabida emisión desenfrenada casi siempre. En ningún caso fue magia. Pero cada una de esas decisiones fue pavimentando un sendero que nos ha llevado de mal en peor. Por supuesto, la tragedia de la pandemia y la mala gestión de la misma agravaron todos los problemas heredados, pero no fueron su causa. Si la gestión sanitaria hubiese alcanzado los resultados de Chile o Uruguay (con porcentajes de doble vacunación mucho más altos que el nuestro), aun así todos los problemas estructurales mencionados nos estarían nublando el horizonte.
En este punto es importante no olvidar que el gobierno actual tuvo varios meses entre su resonante triunfo en las elecciones de 2019 y el inicio de la crisis sanitaria generada por el COVID para presentar un programa sensato de estabilización, reformas estructurales y recuperación del crecimiento. Pero no lo hizo. Y esa inoperancia se entiende mejor cuando pensamos que Alberto Fernández llegó al poder con dos mandatos contradictorios: uno era el de resolver “políticamente” los problemas judiciales de su jefa y sus adláteres de la década anterior por los flagrantes casos de corrupción; el otro era atender el reclamo de gran parte de la ciudadanía ante la situación estructural de estancamiento inflacionario ya señalada. El pequeño detalle era que para enfrentar seriamente el segundo desafío el presidente requería consensuar una serie de políticas coordinadas con actores sociales, económicos y políticos, muchos de los cuales no estaban dispuestos a pagar los costos de la “solución” política del primer problema. Un poco porque subestimó la gravedad del desbarajuste económico, y otro poco porque debía obediencia a los mandatos de su jefa, antes que a los de la sociedad, el “albertismo” (si tal cosa existe) creyó que con algunos retoques fiscales y un poco de maquillaje discursivo podría cruzar el río de las elecciones de medio término. Pero la piña enorme de la pandemia terminó por desbaratar todos los cálculos. Que ahora el presidente llegue a las cruciales elecciones de noviembre sin haberle cumplido totalmente el mandado a una Cristina cada vez más desesperada, y habiendo agravado a su vez el berenjenal socioeconómico que arrastramos hace una década, es algo más que una cruel ironía.
¿Cómo sigue la película? Nadie lo sabe. De aquí a las elecciones generales de noviembre (que hasta ahora ninguna fuerza ha ganado o ha perdido) queda en pie el mismo reto con el que llegamos a las PASO: ¿Podrá el kirchnerismo alcanzar su objetivo de maximizar sus escaños en el Congreso, y de ese modo asegurarse una virtual “suma del poder público”, o bien una mayoría ciudadana optará por fortalecer el pluralismo y el control parlamentario?
Mientras tanto, es claro que las cosas pueden empeorar: algunas figuras del nuevo gabinete atrasan muchos años y no se llevan bien con una sociedad más democrática, más progresista o más transparente. Asimismo, es de prever que el oficialismo quemará todas las naves, apelará a cualquier demagogia de ocasión e hipotecará económicamente al país por lo que resta de su mandato para repartir recursos -propios o ajenos- a manos llenas. El problema de fondo serán los dos años que quedan por delante, después del escrutinio definitivo, y la ciclópea tarea de construir un consenso post-populista que nos permita superar un modelo ya irremisiblemente agotado, que nos condena a una larga agonía.
Aunque dentro de este complejo e incierto escenario quizá haya alguna luz de esperanza: tal vez esté llegando el momento del cambio de tendencia. Ya sabemos que la política argentina es muy primitiva: carece de límites éticos, institucionales, ideológicos o programáticos, a la vez que arrastra atávicos rasgos caudillistas, clientelares y patrimonialistas. Por otra parte, vive en un eterno presente, condicionado por el juego de reglas constitucionales que establecen elecciones cada dos años. En este marco, recién cuando el agua nos llega al cuello los dirigentes encaran reformas de más largo plazo, en el entendido de que el costo de no hacer nada supera largamente el riesgo de hacer algo. O como decía Perón en alguna oportunidad, parafraseando un viejo dicho español: un político decide cambiar cuando vislumbra que además de perder lo que tiene, también está a punto de “perder las orejas”.
La Plata, 24 de septiembre de 2021
Las opiniones son a título personal
*Profesor titular del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y docente de postgrado de la Universidad de San Andrés.
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