SOCIEDADES POPULARES, ASOCIACIONISMO Y POLÍTICA. BUENOS AIRES, 1912-1976 por Luis Alberto Romero[1]
Con-Texto | 30 mayo, 2021Los procesos de crecimiento urbano que tuvieron lugar en las grandes ciudades latinoamericanas durante los siglos XIX y XX generaron habitualmente periferias populares, habitadas por grupos solo parcialmente incorporados o admitidos en las ciudades. Con Armando de Ramón aprendí a mirarlos en el Santiago del siglo XIX y a reconstruir una de las actitudes características de las elites de entonces: excluirlos.[2] Ciertamente, es solo uno de los casos posibles: la experiencia de Buenos Aires al respecto es muy diferente.[3]
En ese sentido, los procesos del siglo XX han sido progresivamente diferentes, a medida que los sistemas políticos se fueron ampliando y el sufragio universal se hizo realidad. Los pobladores de áreas de algún modo marginales eran, a la hora de votar, ciudadanos de pleno derecho, cuyo voto valía tanto como cualquier otro. Las ciudades latinoamericanas entraron, con ritmos distintos, en la era de la democratización y la política de masas. Las elites –ellas mismas a veces profundamente renovadas por la democratización- se preocuparon por incorporarlos a la política y a la sociedad, por “nacionalizarlos”, si se lo piensa en términos del estado nacional, y por “urbanizarlos” (o quizá, en un sentido, “politizarlos”) si se toma como referencia la ciudad, la urbs, la polis. “Ciudadanización” es un término que engloba esos sentidos.
La ambigüedad de estos términos es útil; nos recuerda la íntima relación de dos procesos: la inclusión de las barriadas marginales dentro del tejido de la ciudad “normal” y la inclusión de sus habitantes dentro del cuerpo político. Si en lugar de examinarlo desde la perspectiva de las elites, ya sea excluyentes o interpelantes, lo miramos desde las prácticas y experiencias de los sectores populares,[4] esta asociación es mucho más fuerte. Asociarse para mejorar las condiciones del hábitat – desde lo esencial: conseguir agua, alinear y asfaltar las calles, o recoger regularmente la basura- es una práctica común en cualquier urbanización nueva. En la Argentina se las llama Sociedades de Fomento, y el “fomentismo” es una práctica que permanentemente renace en los nuevos cinturones urbanos.
La dimensión integrativa de esta práctica es muy fuerte: se trata de hacer llegar al barrio los beneficios de la ciudad normal, y eliminar así el estigma de la marginación. Para ello es fundamental la acción del estado y de sus administradores: buena parte de la acción fomentista consiste en la gestión ante las autoridades administrativas o los representantes políticos, lo que supone el aprendizaje de habilidades y lenguajes. Pero a la vez, esa gestión se apoya en una capacidad inicial de autogestión, que incluye desde hacerse cargo de las primeras urgencias edilicias hasta organizar y disciplinar la convivencia, pasando por organizar actividades para el tiempo libre. Gestión y autogestión, nunca excluyentes, son ambas parte de un aprendizaje de la ciudadanía, de la noción de deberes y derechos, del trabajo para la construcción de proyectos colectivos, de la necesaria inclusión de esos proyectos en redes más amplias. Si las elites se proponen incorporar, la práctica de los sujetos de esta historia, los sectores populares emergentes, los conduce por el mismo camino.
Digamos, mejor, conduciría. Hay un punto en el que esta explicación necesita incluir los contextos políticos, que son muy diferentes. Historias con comienzos similares pueden terminar de maneras muy distintas. En algún momento, hace ya dos décadas, hemos pensado que esos espacios sociales definidos en primer término por el fomentismo eran “nidos de democracia”, lugares donde se hace el aprendizaje de las prácticas democráticas, luego trasladadas a contextos más amplios, y donde esas prácticas se conservaron en tiempos de dictadura o de otras formas de restricción democrática.[5] Había en tal concepción algo que hoy me parece una ingenua confianza en la índole democrática –en algún sentido del término- de las prácticas sociales elementales, que hoy no sostendría: en el asociacionismo anidan esa actitud participativa y democrática, pero también muchas otras cosas diferentes y contrarias. Incluso en un extremo –como se verá- hay un asociacionismo popular capaz de ensamblar con regímenes autoritarios y plebiscitarios.
Pero aquella concepción, aunque ingenua, al menos tenía una ventaja: pensar que las experiencias de realización democrática son, como las primaveras, fenómenos efímeros, quizá cíclicos, nunca definitivos. ¿Qué otra cosa podía pensar un argentino en 1983, examinando la historia de la democracia en el siglo XX, con su casi fatal sucesión der gobiernos civiles y militares? Hoy, con veinte años de experiencia democrática, que ha podido resistir pruebas muy difíciles, solemos por el contrario tentarnos con un relato más teleológico: la democracia nos parece a veces un proceso histórico que, después de extraños avatares, llega a dónde debía: a un puerto final, más allá de los avatares de la historia.
Precisamente por eso parece interesante reexaminar hoy distintas experiencias de asociacionismo fomentista, y el modo como se proyectaron en la política, en contextos diversos. Se verá que, con comienzos similares, los resultados fueron muy distintos. Así, nos ocuparemos del caso de Buenos Aires,[6] y examinaremos el fomentismo barrial en los años de 1920 y 1930, coincidentes con la primer experiencia democrática y con su secuela fraudulenta. Luego veremos el asociacionismo barrial vinculado con el peronismo clásico, entre 1945 y 1955, y finalmente el asociacionismo de las villas de emergencia, y su vinculación, entre 1970 y 1976, con un movimiento político de masas conducido por la célebre agrupación peronista Montoneros.
Barrios, asociacionismo y política, 1912-1945
En 1912, bajo la presidencia de R. Sáenz Peña, se sancionó la ley electoral que agregaba al ya existente sufragio universal masculino, su carácter de obligatorio y secreto. Hasta entonces los gobiernos habían podido manipular con libertad los comicios y producir los resultados; las nuevas disposiciones hicieron creíble el sistema y a la vez impulsaron firmemente a los habitantes para convertirse en ciudadanos de ejercicio pleno. Pero la comprensión de este proceso requiere que, junto con la voz y la acción del estado, se considere otra proveniente de la propia sociedad y sus organizaciones. Nuestra hipótesis es que el asociacionismo, y particularmente el asociacionismo voluntario, tuvieron un papel decisivo en el rápido y exitoso proceso de aprendizaje de la democracia, y también en la definición de algunas de sus características, relevantes a la hora de explicar las singularidades, quizá podría decirse las serias deficiencias, del régimen político democrático.[7]
La historia del asociacionismo[8] estuvo signada por los dos procesos mayores de la sociedad argentina de la primera mitad del siglo XX: una fuerte movilidad social ascendente, una gran capacidad de integración de nuevos contingentes urbanos, y una amplia diferenciación social, cuyo producto fueron los así llamados “sectores medios”. La educación fue una de las vías del ascenso; otra, tan significativa como aquella, fue la “vivienda propia”. Construir una vivienda en alguno de los múltiples espacios libres de la ciudad constituyó una aspiración típica de quienes iniciaban, en la ciudad moderna, su carrera del ascenso. Nuevos vecindarios, surgidos en una ciudad que expandía su área construida, le dieron un renovado impulso y sentido al vasto movimiento asociacionista previo. Las necesidades generadas por la situación de frontera de los nuevos vecindarios –a menudo un conjunto de casas en medio de una zona baldía- invitaba a sumar esfuerzos. Así, durante los años de entreguerras se fundaran asociaciones de todo tipo, como sociedades vecinales, clubes, periódicos barriales, bibliotecas. Entre ellas, las asociaciones fomentistas ocuparon un lugar fundamental.
En su zona de influencia, las sociedades de fomento se proponían el mejoramiento edilicio, el impulso a la sociabilidad y, en general, el progreso social y cultural. Una de sus características era la posesión de una biblioteca, pues existía por entonces una fuerte valoración de la cultura de la gente culta. Además de acumular libros, y eventualmente prestarlos, las bibliotecas eran el centro de una intensa actividad social y cultural, que incluía a los vecinos y también a quienes, a través de conferencias, traían al barrio las mejores expresiones de la cultura culta.
Bibliotecas, libros, conferencias, periódicos, contribuyeron a que circulara por estos ámbitos barriales un tipo singular de mensaje cultural, que se originaba en los ámbitos intelectuales liberales, progresistas o socialistas, embarcados por entonces en un programa de acercamiento de la cultura al pueblo. A través de ellos llegaban al barrio, junto con los frutos de la cultura consagrada, ideas, debates y propuestas vinculadas con nuevas experiencias y problemas sociales, característicos del mundo de entreguerras. Quienes participaban en esa vida –el núcleo más activo del fomentismo- pudieron conformar una visión propia de los problemas sociales y políticos, que en otro contexto podrían volcar en su práctica política. A la vez, estas asociaciones barriales tenían formas de gestión participativas: los vecinos se entrenaban en las artes de hablar en público, escuchar y discutir, formular propuestas, argumentar sobre ellas, negociar con otras propuestas, es decir todas las habilidades necesarias para la práctica de la nueva política, para la cual estos “ciudadanos educados” estuvieron particularmente capacitados.
A través de estas actividades, los militantes fomentistas creaban y recreaban su propia idea acerca de la constitución y la identidad del barrio y, junto con ello, del lugar preponderante que en ese fragmento de sociedad le correspondía a la asociación y a sus activistas. Esta situación le servía también para sostener su pretensión de ser representantes de todos los vecinos del barrio. Así, el núcleo de los “vecinos conscientes” comenzó a definirse como una elite barrial, y a proteger su lugar. La cooptación comenzó a constituirse en un mecanismo normal, quizás asumido de manera no consciente. Por un movimiento inverso al de su constitución, las asociaciones barriales tuvieron también un impulso a cerrarse en si mismas, a burocratizarse.
Estas sociedades asumieron la tarea de canalizar los reclamos edilicios de su zona frente al municipio.[9] Necesidades como la conexión del agua, el suministro de electricidad, el arreglo de las calles y su iluminación, la colocación de un agente de policía o la construcción de una escuela –es decir el equipamiento mínimo para una vida urbana civilizada- explican la explosiva reproducción de las sociedades de fomento a partir de los últimos años de la segunda década del siglo. Los dirigentes fomentistas se especializaron en la compleja tarea de gestionar ante las autoridades y ante sus representantes políticos, lo que los llevó a involucrarse en la política. A la vez, esa nueva habilidad contribuyó a su constitución como elite relativamente cerrada.
La política en el barrio
Con la ley Sáenz Peña comenzó la era de la política de masas. Desde 1912 los partidos políticos debieron encarar las cuestiones propias de la política de masas: el número, el programa o ideario, el liderazgo y sobre todo la organización. Los nuevos partidos- la Unión Cívica Radical y el partido Socialista- insertaron sus estructuras organizativas en el universo de la sociabilidad barrial: los comités se vincularon con las asociaciones barriales; también hubo un universo intermedio, en parte vinculado con el asociacionismo civil y en parte acompañante de los partidos, sin pertenecer institucionalmente a ellos.
Los partidos políticos más importantes organizaron en cada una de las veinte secciones electorales de la ciudad un comité o centro seccional, al que se agregaba un amplio conjunto de subcomités, locales y bibliotecas, cuya presencia se hacía sentir en cada mínimo rincón de la ciudad. Para los partidos, la recolección de votos hacía imprescindible desplegar una fuerte presencia en el conjunto de las actividades del vecindario. Es conocido el caso de los socialistas, cuya participación en actividades asociativas y culturales empalmaba perfectamente con el modelo europeo de partido socialdemócrata. Probablemente el número de locales de los radicales era aún mayor, pues la presencia en los barrios era determinante para ganar votos. En los locales radicales se establecían estrechos contactos con los vecinos a través de cursos de todo tipo, asesoramientos legales o consultorios médicos, y hasta la provisión de productos de primera necesidad a precios económicos. Pero además, los militantes radicales tenían menos reparos que los socialistas a la hora de vincularse personalmente con las asociaciones barriales, como lo demuestra el caso de las sociedades de fomento y el de muchos clubes populares que contaban con reconocidos radicales en sus comisiones directivas.
Los comités seccionales y demás locales partidarios eran el primer eslabón de las máquinas electorales partidarias y a la vez el primer peldaño de las carreras personales, en particular para la nueva dirigencia que comenzaría a hacer de la política un camino para el ascenso social. La vinculación de estos niveles mínimos de los partidos con el universo de la sociabilidad barrial fue múltiple: los propios partidos trascendían su actividad específica para incursionar en otras formas asociativas, y a la vez, los propios dirigentes y militantes solían alternar su presencia en una u otra esfera. Para un amplio conjunto de dirigentes, organizadores y militantes, su experiencia participativa en el barrio transcurría alternativa o simultáneamente y sin conflictos entre instituciones asociativas o partidarias.
La militancia social y la partidaria implicaban ambas una misma combinación de práctica vocacional y rutina burocrática. Por otra parte, para realizar una carrera política era fundamental ocupar algún lugar en la red de sociabilidad barrial, y acumular prestigios que podían convertirse en capital electoral. El circuito barrial era decisivo a la hora de reunir votos, y era común que los concejales retomaran, sin modificarlos, los reclamos de cada una de las sociedades de fomento, de modo de aparecer como representantes preocupados por el adelanto del barrio.
Igualmente estrechas eran las relaciones entre las redes de sociabilidad urbana y la multitud de pequeños partidos que se presentaban especialmente para los comicios municipales. A diferencia de los anteriores, éstos muchas veces eran expresiones políticas de asociaciones civiles preexistentes: partidos fomentistas, gremiales, comerciales, deportivos o médicos. Lo más habitual era que se utilizaran los mismos locales comerciales –en especial las panaderías- o las sedes de las sociedades que les habían dado origen, para convertirlos en improvisados comités y centros de propaganda. La presencia de estos sitios informales explica por qué los pequeños partidos lograban tener al menos un local en cada sección electoral.
Incluso en las propias elecciones presidenciales es posible observar este fenómeno. Un caso notable es el apoyo reunido en 1931 por el general Agustín P. Justo entre una multitud de estructuras y agrupaciones autónomas que respaldaban su candidatura y que sólo pudieron ser unificadas bajo el apelativo de “independientes”. Justo hizo abrir comités extrapartidarios que, con el nombre de Centros Cívicos, proclamaron su candidatura, y de inmediato surgieron apoyos más espontáneos, y otras instituciones comenzaron a sumarse al proselitismo pro-justista, sin adoptar una forma política: entidades étnicas, clubes, sociedades de fomento, centros culturales y hasta grupos informales como la “muchachada de Salcedo y Castro”.
Así, las campañas electorales movilizaban estructuras que no eran específicamente políticas, y también a instituciones sociales que durante todo el año se dedicaban a sus fines específicos. Junto con los locales de los partidos, siguieron apareciendo una multitud de locales más o menos autónomos, más o menos dependientes de alguna figura de partido, a veces instalados sobre asociaciones preexistentes, que apoyaban a uno u otro candidato. Las relaciones de estas estructuras con los partidos eran estrechas y débiles a la vez: generalmente tenían alguna relación con un dirigente barrial, pero a la vez no dependían de la dirección de ningún partido. En todos los casos eran presentados como una expresión de la movilización “espontánea” de la sociedad a favor de uno u otro candidato.
Pese a la existencia de estas múltiples vinculaciones, la prescindencia política era un valor indiscutido en el asociacionismo barrial, tanto para las instituciones mismas como para la propia comunidad de los vecinos del barrio. Quienes tenían una militancia, negaban categóricamente ésta influyera en su comportamiento en las asociaciones barriales. A la vez, la violación de esa prescindencia era un arma eficaz para enrostrar al competidor. Los dirigentes barriales y fomentistas apelaban a la prescindencia de la política para legitimar sus reclamos o para atacar aquellos que no compartían.
El valor de la prescindencia de la política remitía a diversas tradiciones: la tradicional distinción entre política y administración local; la crítica a los partidos y parlamentos, de algunas corrientes ideológicas de la entreguerra; también tenía raíces en una concepción política de la democracia: la del ciudadano racional e independiente que no subordina su independencia a las demandas partidarias. Sobre todo, para el fomentismo vecinal, la apelación a la prescindencia constituía una marca de identidad y legitimidad, que las singularizaba respecto de la de los partidos o la del municipio.
Pero además, el apoliticismo delimitaba, de un modo consensuado, un espacio de actividades y legitimidades propios de la práctica asociativa, que no era el producto de una separación efectiva de las esferas social y política sino, por el contrario, el testimonio de su estrecha proximidad. En este período la lucha estrictamente política, la que en un momento dividió a la sociedad en partidarios y adversarios del presidente Yrigoyen, se desenvolvió de un modo extremadamente faccioso: uno y otro bando negaron recíprocamente sus respectivas legitimidades. Las asociaciones barriales estaban muy próximas a esta vida política facciosa y, de hecho, inmersas en ella. La alegada prescindencia de la política garantizaba un espacio de relativa cordialidad para unas instituciones que se desenvolvían a caballo entre la sociedad civil, las redes de los partidos y las instancias administrativas e institucionales de la Municipalidad.
El asociacionismo barrial tuvo, en síntesis, una función importante en esta primera experiencia democrática, que transcurre entre la sanción de la ley Sáenz Peña y el golpe militar de 1943. El primer período, correspondiente a las administraciones radicales, transcurrió en relativa normalidad, aun cuando, en un nivel general, se ha señalado una fuerte tensión entre un gobierno democrático de tendencia más bien plebiscitaria y las instituciones republicanas preexistentes. Pero en esas casi dos décadas se produjo una incorporación masiva a la ciudadanía, protagonizada por quienes, en su vida asociativa barrial, habían acumulado una amplia experiencia en el ejercicio de las habilidades y capacidades para su nueva función. Eran “ciudadanos educados”. En 1930 hubo un golpe de estado cívico militar, y hasta un proyecto de reorganización de las instituciones de la Constitución, en un sentido vinculado con el fascismo italiano. Pero tuvo corta vida; en 1932 fue electo presidente el general Justo y volvieron a entrar en vigencia las instituciones, con una salvedad: de un modo u otro, las autoridades se aseguraron de que los radicales no conquistaran la presidencia. La abstención radical facilitó las cosas hasta 1935, y desde entonces comenzó a practicarse el fraude sistemático. Nos parece, sin embargo, que eso no justifica establecer un corte en esta presentación, en parte porque en la ciudad de Buenos Aires el fraude fue mínimo, pero sobre todo, porque las tradiciones cívicas conformadas en la etapa anterior mantuvieron su vigencia y lozanía, si no por una práctica que de hecho fue progresivamente más corrupta, al menos por la vigencia de un cierto ideal de normalidad, que sería a la vez constitucional y democrática. Solo con el advenimiento del peronismo estos datos básicos cambiaron.
2. Unidades básicas y populismo peronista, 1945-1955
Del golpe militar de 1943 emergió uno de sus jefes, el coronel Perón; éste logró organizar un movimiento político exitoso, que se mantuvo en el gobierno hasta 1955, cuando fue depuesto por un golpe cívico- militar. El peronismo impulsó diversas política de redistribución de ingresos y bienestar social, y una fuerte democratización en las relaciones sociales, acompañada de una concreta expansión de la ciudadanía política, sobre todo con la incorporación de las mujeres al sufragio.[10] La participación popular en apoyo de Perón fue muy intensa, en un período caracterizado por una fuerte politización facciosa. A la vez, como se verá en esta sección, el peronismo se encauzó a través de un renovado movimiento asociacionista, construido sobre el molde del existente, pero desarrollado de maneras novedosas.
El nacimiento del movimiento peronista en 1945 se produjo en el contexto de una fuerte movilización política. Aunque Perón reunió apoyos muy diversos, su base de apoyo principal fue el movimiento obrero organizado. Perón puso el acento en lo que llamaba la democracia “real”, mientras que sus opositores defenderían, según Perón, una democracia solo “formal”. El triunfo electoral de Perón en 1946 fue claro, aunque no abrumador, y su legitimidad democrática fue evidente. Pero el resultado fue un país dividido en dos bandos –peronistas y antiperonistas- que se negaban recíprocamente legitimidad y le dieron a la política un carácter definidamente faccioso.
El multitudinario movimiento inicial en favor de Perón se canalizó a través del partido Laborista, creado por los sindicalistas, y los comités de un desprendimiento de la UCR (Junta Reorganizadora). Sin embargo, la enorme masa de sus partidarios en muchísimos casos formó nuevos núcleos de participación política. En cada barrio de la ciudad se organizaron grupos de activistas, reunidos con la simple consigna de apoyo a Perón, que tomaban el nombre de Centros Cívicos Coronel Perón, o bien Centros Independientes. A menudo surgían en un club de barrio, un café, o una habitación a la calle, en la casa de alguno de los entusiastas militantes. Un cartel, una lámpara iluminando el lugar y un retrato del sonriente coronel Perón completaban el equipamiento de esta mínima unidad política, que aunque se integraba en un vasto movimiento nacional, funcionaba de manera independiente. Estos grupos reproducían en un contexto novedoso una experiencia política ya conocida, desarrollada en apoyo de Yrigoyen, Alvear o el general Justo.
Esos centros se caracterizaron por una práctica impulsiva y fragmentaria; compartían una cierta idea común, probablemente leída de distintas maneras, y mantenían una independencia respecto de los partidos, que presentaban como una adhesión directa a su jefe. Después de la victoria, Perón decidió dar a sus apoyos electorales una dirección centralizada. En 1946 disolvió todos los agrupamientos políticos previos y creó lo que a poco sería el Partido Peronista. Sin embargo, la centralización tardó en avanzar y en algunos casos nunca llegó a integrar a todos estos centros, que se mantuvieron como un residuo no subordinado.
Una característica de este movimiento inicial fue su declarada apoliticidad. En buena medida, se recoge aquí la tradición del movimiento asociativo, que no se juzgaba contradictorio con el fuerte embanderamiento político. Por otra parte, el rechazo a la política recoge el ya mencionado desprestigio de los partidos políticos: el peronismo se presenta como la antítesis de la vieja política. Más en general, la dimensión populista del peronismo encerraba un elemento de apoliticidad, puesto que el movimiento era la expresión del pueblo y la nación. Ser peronista fervoroso, y no sentirse político eran perfectamente compatibles: como decía un personaje de una novela de Osvaldo Soriano: “Yo nunca me metí en política. Siempre fui peronista”.
Una consecuencia es el retroceso en estas asociaciones de prácticas que, aún presentadas bajo el rótulo de la apoliticidad, implicaban una participación activa en las cuestiones públicas, asociadas con la forma republicana y representativa. En esos años el modelo del “ciudadano consciente” se adecua cada vez menos a un tipo de sociabilidad y práctica política más eficaz para generar el sostén plebiscitario de un estado crecientemente autoritario.
Un permanente estado de organización
A medida que pasaron los años el gobierno peronista fue profundizando sus rasgos autoritarios, y acentuó y ritualizó sus rasgos plebiscitarios, que alcanzaron su culminación en las largas exequias a Eva Perón en 1952. También se avanzó en la “peronización” de las distintas instancias de la sociedad;[11] en 1950 se formuló el modelo ideal de esa peronización: la llamada “Comunidad Organizada”, una propuesta ideal en la que las distintas corporaciones se vinculaban en un conjunto orgánico, articulado por la doctrina peronista. Esta voluntad organizadora llegó al movimiento peronista, que desde 1951 quedó constituido en tres ramas: la Confederación General del Trabajo, el Partido Peronista Masculino y el Partido Peronista Femenino.[12]
En esa nueva organización, las unidades básicas eran la células de una estructura partidaria compleja y piramidal. Fueron concebidas como núcleos de reproducción, formación y difusión, no sólo partidario sino fundamentalmente de la política del Estado. Se establecieron rigurosas pautas de funcionamiento: cada unidad básica debía ser reconocida por la instancia partidaria superior, y debía cumplir una serie de requisitos formales. Sus actividades estaban claramente reguladas, y las autoridades, encabezadas por un Secretario General, eran electivas.[13]
Pero no toda la actividad asociativa vinculada con el peronismo se canalizó en esta rígida estructura de las unidades básicas. Todavía en 1952, una militante recuerda cómo utilizaban el mimeógrafo de un club para la impresión de propaganda partidaria relativa a las elecciones.[14] Recientemente, Omar Acha ha estudiado la existencia de un amplio y heterogéneo movimiento asociativo de índole variada – bibliotecas, ateneos, sociedades de fomento, “amigos de calles”- que con ocasión de un requerimiento estatal –consultas para la elaboración del Segundo Plan Quinquenal- se dirigieron al estado, afirmando su identidad peronista y efectuando pedidos o sugerencias. En conjunto, muestran un mundo constituido entre el asociacionismo y la política que no se encuadra en el esquema de las unidades básicas.[15]
Es sabido que no es el único terreno donde los proyectos organizacionales de Perón retrocedieron o fueron abandonados, frente a resistencias de los interesados. Esto hace a su criterio más general acerca de la conducción, que según afirmaba no consistía tanto en ordenar como en convencer. En 1951, luego de elogiar los esfuerzos de racionalización burocrática del Partido, declaró: ustedes saben que hasta ahora hemos estado viviendo en un permanente estado de organización.[16]
Según Perón, las unidades básicas tenían un papel fundamental en la estructura partidaria de adoctrinamiento. En la retórica peronista, se trata de una práctica novedosa, diferente y opuesta de la de los viejos comités. Pero en realidad, es fácil encontrar raíces y tradiciones para esta función. En cuanto a la insistencia en la doctrina, lógicamente hay una reminiscencia castrense, presente en todo el discurso político de Perón. Pero a la vez, esta noción del adoctrinamiento remite a otra agencia de la sociabilidad barrial que, en las décadas anteriores, compitió palmo a palmo con las bibliotecas populares y el discurso progresista que allí circulaba. Se trata de las parroquias de la Iglesia Católica, firmemente arraigadas en los barrios, cuya función primordial era precisamente el adoctrinamiento infantil.
La sociabilidad barrial también se desarrollaba en las unidades básicas. Los 9 de Julio, el 25 de Mayo, además de los 17 de Octubre, se hacían peñas y locros en la unidad básica. Armábamos equipos de fútbol, campeonatos de truco, y conseguíamos las camisetas y los micros para los pibes.[17] Tal como ocurría con las bibliotecas populares de los socialistas o las parroquias católicas, las directivas trataban de combinar los valores de la sociabilidad y la solidaridad con el mensaje político.
“De ser posible las reuniones tendrán carácter familiar. La cordialidad y el espíritu fraterno deben ser las características principales de las mismas, como corresponde a quienes vivimos en la Nueva Argentina, Justa, Libre y Soberana de Perón y Evita y luchamos en un movimiento integrado por hombres y mujeres, un pueblo que tiene su fuerza más grande en los nobles sentimientos de su corazón”.[18]
En un punto, sobre todo, las unidades básicas entroncan con el antiguo fomentismo. Los Secretarios generales podían conseguir entrevistas con funcionarios, gestionar pedidos de ayuda, trabajo, o más sencillamente resolver disputas entre vecinos. Las unidades básicas fueron un camino directo para relacionarse con las autoridades y obtener respuestas a pedidos. La novedad reside en que, a medida que el estado peronista se institucionalizó, las unidades básicas, como los otros elementos del Partido Peronista fueron convirtiéndose más bien en apéndices del estado –oficinas estatales que reciben pedidos de los vecinos- que en la expresión de la voluntad asociativa.
Estas características fueron, desde el comienzo, las propias de las unidades básicas femeninas.[19] La creación del Partido Peronista Femenino coincidió con la de la Fundación Eva Perón. La Fundación, una institución de estatus incierto, entre público y privado, fue la cara más visible del estado providente y benefactor. El Partido, en cambio, surgió para organizar el voto de las mujeres, recientemente incorporadas al sufragio. Al igual que la Fundación, se trató de una proyección sobre la sociedad de la acción de un pequeño grupo, directamente dirigido por Eva Perón y encargado de registrar la presencia de mujeres potencialmente afines con el peronismo, afiliarlas y constituir las unidades básicas que articularían su acción. Los cuadros de ambas instituciones eran a menudo los mismos: Eva Perón constituyó el primer grupo de “delegadas censistas” con enfermeras y docentes con experiencia en la Fundación. De modo que esta mitad del movimiento peronista, aunque capitalizó inquietudes y entusiasmos del sector femenino recientemente incorporado al sufragio, operó desde el estado. Lo hizo con éxito, pues con el voto femenino en 1952, año de la reelección de Perón, el peronismo amplió considerablemente su superioridad electoral.
A la unidad básica femenina no se iba a “hacer política”, como ocurría con la de los hombres. Sus locales funcionaban todo el día –las masculinas solo abrían tres horas al día- y ofrecían gran cantidad de servicios gratuitos, como enfermería y consultorios médicos, guardería para las mujeres trabajadoras y escuelas informales de adultos. También había cursos de capacitación, desde corte y confección hasta inglés y taquigrafía, incluyendo actividades creativas como dibujo, danzas o pintura. Todo esto es similar a lo otrora ofrecido por las bibliotecas populares y las parroquias.
Sin embargo la política no estaba ausente. Una de sus tareas era la difusión de los proyectos estatales, por ejemplo la discusión y explicación de los objetivos y la aplicación del Segundo Plan Quinquenal, o las campañas de ahorro encaradas por el gobierno. A la vez, las unidades básicas estaban integradas con la Fundación Eva Perón, y se convirtieron, de manera más clara que sus equivalentes masculinas, en el extremo capilar de la obra de beneficencia encarada por aquella, con su ambigua combinación de práctica social, beneficencia privada y acción estatal. No era extraño que, a los ojos de sus beneficiarios, ambas instituciones se confundieran: Los ‘descamisados’ no distinguen todavía lo que es la organización política que yo presido de lo que es mi Fundación… Las unidades básicas son para ellos algo de ‘Evita’. Y allí van buscando lo que esperan que pueda darles ‘Evita’.[20]
En suma, las unidades básicas, masculinas y femeninas, conservaron algunas de las características del viejo asociacionismo fomentista, en el marco de un estado que desarrollaba una eficaz política de bienestar social y progresivamente avanzaba hacia el totalitarismo. Así, las unidades básicas se integraron en los mecanismos de conexión entre el estado y la sociedad, con mucha más injerencia estatal que en la antigua ecuación. A la vez, las unidades básicas cumplieron una importante función de movilización y encuadramiento político, adecuada a las necesidades de un régimen con legitimidad plebiscitaria. Su extrema politización no es ajena al apoliticismo fomentista. En cambio, el impulso más específicamente societal en la formulación y articulación de demandas perdió estímulo y, sobre todo, desaparecieron aquellos ámbitos de discusión más vinculados con las tradiciones cívicas de la democracia republicana.
El otro asociacionismo
Las unidades básicas cubrieron solamente una parte del universo asociativo de la ciudad, donde mantuvieron su presencia las instituciones anteriores: clubes sociales y deportivos, cooperadoras escolares u hospitalarias, bibliotecas o sociedades de fomento que, como se ha visto, se definían como apolíticas. Sin embargo, a ellas llegaron las presiones del régimen, buscando alguna identificación. El resultado fue variable. Las asociaciones que se mantuvieron como reducto de la oposición quedaron al margen del apoyo estatal y se convirtieron en políticamente sospechosas, mientras que las que se identificaron abiertamente con el peronismo pudieron gozar de apoyos ocasionales significativos.
La situación de las sociedades de fomento, fue diferente: el apoliticismo era un rasgo constitutivo de su funcionamiento; a la vez, la relación con el estado era ineludible para entidades cuya función principal era la gestión, máxime cuando el estado disponía pródigamente de recursos para distintos emprendimientos sociales. Así, estas instituciones hicieron al menos los gestos mínimos para no quedar excluidos de la protección estatal, sin perder su independencia última, y las autoridades, para quien ese mundo asociacionista tenía algo de ajeno, se contentaron con eso.
La lógica interna del régimen lo impulsó, en su última etapa, a intentar su peronización. En 1954 se organizó un Congreso de Sociedades de Fomento, cuyo desarrollo fue estrictamente controlado por las autoridades municipales, de modo que solo aflorara allí el discurso convenido. En la inauguración, Perón sugirió que en el futuro el Concejo Deliberante podría integrarse con representantes de cada una de las sociedades de fomento. Al año siguiente, y ya al comienzo mismo de la crisis del régimen, unas Jornadas Doctrinarias Peronistas se proyectaron sobre el vasto mundo asociativo porteño.[21]
Por entonces había cobrado visibilidad la otra cara del asociacionismo, aquella que de un modo u otro agrupaba al antiperonismo reluctante, que en la ciudad de Buenos Aires seguía teniendo un peso numérico singular: algunos clubes, bibliotecas motorizadas por socialistas, anarquistas, radicales y quizá algunos comunistas; centros estudiantiles universitarios, instituciones culturales, como el Colegio Libre de Estudios Superiores, y también parroquias o asociaciones católicas de distinto tipo, a medida que la Iglesia acentuaba su distancia respecto del régimen y reaparecía la militancia católica. Entre ellos, el antiperonismo permitió tejer alianzas en otro momento insólitas, y en unos y otros resurgió la antigua impronta cívica. Lo cierto es que una de las batallas en torno a la caída del régimen se libró en ese mundo asociativo de la ciudad de Buenos Aires.
3. Villeros, entre la integración y la revolución, 1955-1976
En 1955 un golpe militar derrocó a Perón y decretó la proscripción política del peronismo, que con matices se mantuvo hasta 1972. Desde 1969, una movilización revolucionaria activó un conjunto muy variado de conflictos sociales y los potenció y aglutinó con un discurso que subrayaba el origen común de los males de la sociedad: la dictadura militar y el imperialismo. A la vez, se proponía una solución común a todas las injusticias del mundo: la vuelta de Perón y un gobierno popular que llevara adelante la liberación, que habría de ser nacional y social.[22] Nos ocuparemos de cómo se procesó esa experiencia en uno de los espacios sociales más característicos: las “villas miseria” o villas de emergencia de la ciudad de Buenos Aires, y en particular la Villa de Retiro, en las que se constituyó un nuevo fomentismo.[23]
La villa de Retiro
Con diferentes nombres –favelas, pueblos jóvenes, poblaciones, villas miseria- las villas de emergencia son bien conocidas en todas las grandes ciudades de América Latina. El fenómeno es relativamente tardío en Buenos Aires, donde crecen a partir de 1955, y sobre todo en el conurbano o Gran Buenos Aires. Se trata del mismo movimiento anterior, pero con nuevas características: los asentimientos se realizaron de manera ilegal, en terrenos fiscales o desocupados, frecuentemente poco aptos como zona residencial, y las casas, inicialmente, fueron concebidas como transitorias.[24]
La villa de Retiro fue la más grande de la ciudad; estaba ubicada en terrenos fiscales, cerca de una cabecera ferroviaria y del Puerto. Comenzó a formarse en la década de 1940 y creció de manera notable en la década de 1960. En 1976 llegó a tener casi 25.000 habitantes, una cuarta parte de los habitantes villeros de la Capital. Una buena parte provenía de las provincias del noroeste o nordeste, y otros tantos de los países limítrofes: Bolivia, Chile, Paraguay. Los hombres trabajaban por temporadas en la construcción o el puerto, y las mujeres en el servicio doméstico.
Las villas padecían de innumerables problemas edilicios, pero la falta de títulos de propiedad constituyó el principal. Entre las autoridades –en 1960 se creó la Comisión Municipal de la Vivienda (CMV)- dominaba la idea de erradicar las villas, trasladar a sus pobladores a viviendas más adecuados y, complementariamente, desarrollar un programa de reeducación que les permitiera vivir de un modo considerado urbano. A la inversa: el habitar en la villa no era considerado urbano, y sus moradores no eran vistos como ciudadanos de pleno derecho. La erradicación de las villas de la ciudad –no se plantearon programas de envergadura semejante en el Gran Buenos Aires- a veces tenía como propósito recuperar tierras de alto valor de mercado, o necesarias para diferentes planes edilicios, pero sobre todo, sacar de un lugar de mayor exposición algo juzgado vergonzoso. Sin embargo, a lo largo de estos años, los gobiernos tuvieron una conducta errática: junto con los proyectos de erradicación, que reaparece en diversas coyunturas, el gobierno municipal desarrolló, en otros niveles de su administración, razonables políticas de extensión de los servicios urbanos.
El nuevo fomentismo
La antigua tradición fomentista se recreó en estas villas, y en todos los nuevos asentamientos de los sucesivos cordones del conurbano bonaerense, con muchas de las prácticas tradicionales y algunas nuevas. Los pobladores debían luchar por el suministro de agua –aumentar el número de canillas distribuidas en la villa- o de electricidad. Necesitaron luego otros servicios y se organizaron para conseguirlos: la extensión de las líneas de colectivos, y eventualmente su entrada en la villa; la construcción de un Jardín de Infantes, una escuela elemental, una Sala de Primeros Auxilios; el suministro de algún tipo de vigilancia policial.
No faltaban en la villa quienes estuvieran en condiciones de iniciar el movimiento asociativo. Algunos tenían experiencias previas en el activismo sindical; otros poseían habilidades letradas; incluso colaboraron los trabajadores del experimentado sindicato portuario, vecino a la villa de Retiro. También era útil que alguno de los vecinos tuviera experiencia política, como fue el caso del comunista José Valenzuela: Él fue presidente 15 años del Barrio Comunicaciones, pero era una persona que ya había tenido una trayectoria como trabajador, de haber estado preso, y de haber estado en luchas de los trabajadores. Aunque era tucumano y la mayoría de la gente del barrio eran boliviana había logrado una comunicación muy grande, la gente lo respetaba muchísimo y lograba convocatoria.[25]
Valenzuela colaboró con un nuevo tipo de activistas, llegados desde mediados de la década de 1960: los llamados “curas villeros”. La mayoría estaba enrolada en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo,[26] proclamaron que la liberación era una tarea para este mundo y se propusieron organizar y desarrollar la conciencia de los pobres. Estos curas se establecieron en la villas, levantaron parroquias y las convirtieron en la cabecera de servicios, espirituales y sociales, pues ambas cosas eran solicitadas. En Retiro, Carlos Mugica –de una familia tradicional y adinerada- fundó la Capilla de Cristo Obrero, que se convirtió en la institución central del barrio.
En las peculiares circunstancias de estos asentamientos, la autogestión y la gestión se desarrollaron de manera completamente entrelazada. Había cosas que los vecinos podían hacer por si mismos, hasta un punto en que, para coronar el esfuerzo, se requería una precisa intervención de las autoridades. La autogestión requirió mucha capacidad organizativa y, sobre todo, talento para aunar voluntades y encaminarlas a un fin común. Comunistas primero y sacerdotes después pudieron desplegar una práctica que tenía por detrás una larga tradición, aunque usualmente se limitaron a actuar como promotores de otros dirigentes naturales.
Otro problema era la gestión ante las autoridades. A diferencia de lo que ocurría en la década de 1930, en los años sesenta y setenta, la distancia cultural e imaginaria entre la autoridad administrativa y los “intrusos” fue grande. Los dirigentes villeros tuvieron que hacerse duchos en un doble trabajo de traducción: explicar a las autoridades los problemas de los habitantes de la villa, y luego explicar a estos los vericuetos y dificultades de la negociación con la autoridad. Aquí, el apoyo de los militantes fue indispensable.
La politización
Hasta aquí, esta historia solo ofrece la constatación de cómo el fenómeno de poblamiento y el fomentismo se fueron repitiendo en los anillos de urbanización sucesivos. Pero el fin de los años sesenta y sobre todo los años iniciales de la década de 1970 fueron demasiado singulares como para que la historia tomara ese desarrollo: usando la clásica expresión de Furet, se produjo un derrape.
Antes de 1970, la politización de esta villa había sido escasa. Probablemente la casi totalidad de sus habitantes eran peronistas; sin embargo, el peronismo político no tenía una organización importante, vinculada con el fomentismo. Había militantes de izquierda, particularmente comunistas, pero con bajo perfil partidario, y credenciales ganadas en la acción fomentista. El clima cambió a partir de 1967. El proyecto de Onganía de erradicar la villa, y la forma violenta de ejecutarlo, digna de la colectivización soviética de los años 30, llevó a los villeros a sumarse al clima general de protesta, activado desde 1969 por el Cordobazo. Desde entonces, todos los reclamos sociales, grandes y pequeños, se potenciaron y se conjugaron con una lógica agregativa, contra “la dictadura y el imperialismo”. Los curas villeros no solo fortalecieron la organización fomentista; también colocaron sus reivindicaciones, moderadas y razonables, en un contexto más amplio y adecuado a los tiempos, que hablaba de la liberación, el pueblo y el hombre nuevo. Bajo la consigna Transformar las villas de emergencia en barrios obreros, contraponían al plan del Gobierno otra propuesta, consistente básicamente en transformar la villa existente en una porción urbanizada.
Demandas razonables pudieron convertirse en levadura revolucionaria debido a la acelerada politización de la villa, que se produjo bajo la dirección de la Montoneros y la Juventud Peronista.[27] Desde 1972, abierta la instancia electoral, se abocaron a organizar y encuadrar distintas organizaciones de la protesta social. Los sacerdotes tercermundistas, que en su mayoría habían identificado la “opción por los pobres” con el apoyo al peronismo, facilitaron la instalación en las villas de los jóvenes militantes peronistas; tal el caso del padre Mugica en la villa de Retiro.
Mugica trae compañeros que empiezan a ayudar la gente, trae médicos, enfermeros, abogados, que ayudaban con la documentación. Era frecuente que él mismo se presentara en las comisarías a reclamar por alguien que estuviera preso (…) Yo empecé a participar con un grupo de la JP, empezamos a juntarnos en la capilla, participábamos del dispensario, de organizar a la gente.[28]
Los militantes de Montoneros habían sabido calar hondo en el imaginario peronista y realizaron una eficaz tarea de incorporación ciudadana y política de sectores que hasta entonces habían participado poco:
Nosotros no conocíamos otro peronismo que el peronismo de Montoneros, formando parte de Montoneros logramos un sentido de pertenencia … desde los universitarios hasta los más bajos niveles de conciencia que digamos que éramos los villeros, todos queríamos organizarnos y cambiar la sociedad y éramos aceptados, no éramos discriminados, una cosa importantísima que pasó para esa época.[29]
La Juventud Peronista, dirigida por Montoneros, pobló las villas de militantes, que trabajaron en estrecho contacto con los curas villeros y abrieron Unidades Básicas en varios barrios. Con ellos, sumados a otros grupos sociales en conflicto, se montó una formidable estructura de movilización, adecuada para la “política de calles” que se inició por entonces y se prolongó hasta finales del año 1974. La potencia de Montoneros y todas sus organizaciones –la llamada Tendencia Revolucionaria- se manifestó principalmente por la capacidad para llenar los espacios públicos con manifestantes encuadrados y disciplinados, y consecuentemente, alejar de ellos a los eventuales oponentes. Los villeros constituyeron uno de los componentes del dispositivo de la Tendencia.
La ilusión y su final
Esta movilización se profundizó cuando, en mayo de 1973, el peronismo llegó al gobierno. El movimiento villero montonero terminó de estructurarse, como Movimiento Villero Peronista, mientras sectores profesionales vinculados con la Tendencia Revolucionaria ocuparon posiciones en la Comisión Municipal de la Vivienda, donde organizaron “mesas de trabajo” con los activistas, para tratar cada uno de los problemas de las villas. La experiencia de esos dos meses recuerda la de la primavera soviética en febrero de 1917: la movilización de las bases encontraba la respuesta adecuada de los militantes que ocupaban la administración. Unos y otros compartían una convicción: la villa nueva era el camino para la construcción del hombre nuevo.
…se habían formado mesas de trabajo, así que iba mucho la gente toda la semana a la CMV a esas mesas de trabajo a pedir por áreas. Estaba el área vivienda, el área tierra, materiales, educación, salud. Cada mesa de trabajo tenía una especie de actividad. De cada villa iban los delegados y después había reuniones por villa. Eso era la parte organizativa en los barrios y a nivel de movilización era muy grande, concurría toda la gente”.[30]
Sin embargo, a esta altura, la historia del movimiento villero ya se entrelazaba con la violenta lucha por el poder entre dos grandes sectores del peronismo: el encabezado por Montoneros y el peronismo tradicional, avalado por Perón. El ministerio de Bienestar Social, a cargo de José López Rega, se hizo cargo del problema de las villas que –bien se sabía- tenía importancia estratégica, y lanzó el Plan Alborada, que consistía en una reedición del clásico proyecto de la erradicación: se prometían nuevos conjuntos habitacionales a los habitantes de las villas, que previamente debían abandonar sus viviendas.
Una vez más se planteaba la intención gubernamental de erradicar las villas, lo cual se contraponía a la reivindicación de los pobladores, que aspiraban a quedarse y a mejorarlas, combinando el propio trabajo y la ayuda del estado, para convertirlas en barrios obreros. Pero se trataba de la propuesta del gobierno popular que todos habían votado, y sobre todo de la palabra de Perón.[31] Los militantes villeros sufrieron el mismo desconcierto de otros muchos; un sector importante se separó de la Tendencia Revolucionario proclamándose leal a Perón, y la división repercutió en el MVP. La misma división se produjo entre los sacerdotes tercermundistas.
La cuestión de las villas se convirtió en una pieza más de un conflicto mayor. Enfrentados con Perón, Montoneros y la Tendencia mantuvieron la propuesta tradicional de los villeros, convertida entonces en consigna revolucionaria: extraño destino para un fomentismo que, en el fondo, aspiraba a reeditar la clásica “aventura del ascenso” propia de la sociedad argentina.
El 25 de marzo de 1974 el MVP organizó una movilización, y en un episodio confuso, un integrante del MVP fue muerto por una bala policial. Poco después se produjo el episodio del 1º de mayo de 1974, cuando las columnas de Montoneros abandonaron la Plaza, desairando a Perón, y de inmediato, el 11 de mayo, fue asesinado el padre Carlos Mugica, principal dirigente de la villa de Retiro, sin que quedara claro quienes habían sido los autores. El 1º de julio murió Perón y el poder quedó en manos de su esposa Isabel y de López Rega: ya no había nada que esperar del gobierno popular. A fines de 1974 Montoneros decidió pasar a la clandestinidad, en momentos en que arreciaba la persecución realizada por la organización terrorista Triple A que organizó López Rega. En 1975 murieron muchos militantes de la Tendencia, incluyendo a dirigentes villeros. Era el comienzo de lo que, desde 1976, fue una persecución sistemática, pues los dirigentes villeros fueron uno de los objetivos principales de la gran cacería humana desatada por la Dictadura militar, que en 1977 completó finalmente el plan de erradicación de las villas. La experiencia fomentista villera terminó en una tragedia.
Conclusiones
Hemos examinado las relaciones entre el asociacionismo y la vida política urbana, a lo largo de la primera experiencia democrática de la Argentina, concentrándonos en el fomentismo barrial de la ciudad de Buenos Aires. En la experiencia de los vecinos que animaron las sociedades de fomento pueden observarse las huellas de dos procesos sociales mayores de la sociedad argentina contemporánea. Uno es su carácter dinámico e integrativo, que culmina a mediados del siglo XX, para experimentar desde entonces dificultades crecientes. La vivienda propia fue –junto con la educación- el objetivo principal de que quienes emprendían la aventura del ascenso. Por otra parte, el fomentismo se relacionó con la construcción, material y social, de la ciudad, entendida como lugar de habitar y como espacio político.
El fomentismo se ligó a la vida política, y especialmente al experimento democrático iniciado en 1912. Las sociedades de fomento tuvieron una dimensión corporativa -se trataba de reclamar ante las autoridades, de gestionar- y otra más específicamente ciudadana: militar en las sociedades de fomento y en las organizaciones de base de un partido político requería más o menos las mismas capacidades, y el intercambio entre uno y otro ámbito fue intenso en ambas direcciones.
En muchos sentidos, las prácticas asociativas contribuyeron a la formación de ciudadanos; en el momento inicial, produjeron una variedad específica, que hemos llamado el “ciudadano educado”. Pero las asociaciones barriales generaron también prácticas y valores muy diferentes. Por ejemplo, se formaron elites dirigentes cerradas, que apelaron a la cooptación y fueron reacias a las formas de acción más específicamente democráticas. Por otra parte, las relaciones con el estado pudieron derivar, bajo ciertas condiciones, en una creciente presencia de sus funcionarios en las asociaciones. Finalmente, los “ciudadanos educados”, vinculados con una idea de la política como argumentación y negociación, coexistieron con otros activistas, más vinculados con concepciones facciosas o identitarias de la política, satisfechas con solo proclamar su disposición a dar la vida por su líder.
En suma, en torno a las aspiraciones y alternativas que tienen permanencia a través del tiempo –como la de la vivienda- la práctica asociativa puede desarrollarse en contextos políticos diferentes, y potenciar en cada uno de ellos alguno de sus elementos constitutivos. Dicho de otro modo, más que “anidar” en ellas a la democracia, estas asociaciones reflejan en cada coyuntura características del sistema político que tienen causas, razones y explicaciones que las trascienden. Hemos explicado como el asociacionismo se adecua a tres contextos diversos, y desarrolla en cada caso características diferentes.
En el primer caso, la experiencia fomentista se desarrolló en un escenario republicano y democrático. La nueva política de partidos y el fomentismo se potenciaron recíprocamente, tanto por la apertura de nuevos canales para la gestión política, cuanto por la formación de una base común de activismo ciudadano, que se manifestó simultáneamente en ambas esferas. Entre 1945 y 1955, el peronismo privilegió la dimensión plebiscitaria de su legitimación y proyectó un avance importante del estado sobre la sociedad y sus organizaciones, aspirando a una unidad de conducción y doctrina. Las unidades básicas, que surgieron de un empuje societario, terminaron como agentes movilizadores de manifestaciones plebiscitarias y como agencias estatales para la canalización de demandas sociales. A fines de los años sesenta el fomentismo volvió a manifestarse en los barrios de emergencia o villas miseria. Sus demandas, que en definitiva apuntaban a la doble integración de la villa en la trama urbana y de sus habitantes en la sociedad normalizada, se sumaron a un proceso de movilización revolucionaria que envolvió por entonces a la sociedad argentina. Aunque hubo un proceso de participación muy intenso, y también una elección de autoridades, la democracia institucional no formaba parte central del imaginario político, dominado por la idea de la revolución, a la que se sumó el movimiento villero.
La dictadura militar (1976-83) que siguió a esta última experiencia cerró una etapa de la historia de la democracia en la Argentina y abrió otra, sustancialmente distinta. Los horrores de la represión llevaron a una revaloración de principios y valores largamente ausentes de nuestra cultura política: los derechos humanos y el descubrimiento de la tradición liberal; la institucionalidad republicana y lo la llamada democracia formal; el pluralismo, la tolerancia y la argumentación, y el rechazo de las formas facciosas de la política. En estos sentidos, la experiencia que se inicia en 1983 poco tiene que ver con la anterior.
Dicho esto, corresponde al menos esbozar todo lo que continúa, aunque probablemente resignificado, en el nuevo contexto. Los partidos políticos fueron menos partidos de ideas que maquinas políticas, altamente profesionalizadas, estrechamente vinculadas con las administraciones estatales, y por otra parte estrechamente asociadas, en su nivel más bajo, con la red asociacionista territorial -un fenómeno notable en el área del Gran Buenos Aires. La defensa de los derechos humanos ha generado un vasto movimiento asociativo que alcanzó vida propia y que se relaciona, de una manera diferente, con la política, reclamando la prerrogativa de controlarla, desde una posición no partidaria. Durante la crisis de 2002 se advirtió fisuras en las convicciones democráticas y pérdida de legitimidad de las instituciones representativas. El mayor cuestionamiento a ellas proviene de los movimientos de desocupados, pues el empleo se ha convertido hoy en el centro de la reivindicación popular, que interpela al estado desde la calle, la movilización y el “piquete”, al modo como reclamaban las organizaciones villeras en los setenta. No sabemos hoy que futuro tiene la institucionalidad republicana y democrática. Estamos ante una historia de final abierto, y el examen de las experiencias anteriores a 1976 ayuda, sin duda, a desentrañar el enigma.
*Luis Alberto Romero es historiador
[1] CONICET, Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de General San Martín. Este trabajo es parte de una investigación conjunta, realizada con Luciano de Privitellio en el Centro de Estudios de Historia Política de la Escuela de Gobierno y Política de la UNSAM. Colaboraron en ella Claudia Touris y Federico Lorenz.
[2] He reunido mis trabajos sobre Santiago de Chile en Luis Alberto Romero, Qué hacer con los pobres. Elites y sectores populares en Santiago de Chile en el siglo XIX. Buenos Aires, Sudamericana, 1997. Un panorama latinoamericano de conjunto en José Luis Romero, Latinoamérica, las ciudades y las ideas (1976). Buenos Aires, Siglo veintiuno editores Argentina, 2004.
[3] Hilda Sabato y Luis Alberto Romero, Los trabajadores de Buenos Aires, 1850-1880. La experiencia del mercado. Buenos Aires, Sudamericana, 1994, e Hilda Sabato, La política en las calles. Buenos Aires, Sudamericana, 1998.
[4] Hace unos años propuse esta denominación, en parte para buscar una alternativa al paradigma de la “clase”, que me pareció inadecuado para los casos que estudiaba, y en parte para señalar una zona de la sociedad donde hay pugnas por la construcción de identidades. Reuní esos textos en Leandro H. Gutiérrez y Luis Alberto Romero, Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerra. Buenos Aires, Sudamericana, 1995.
[5] Programa de Historia Económica y Social Americana (PEHESA), “¿Dónde anida la democracia? La participación popular y sus avatares”. Punto de Vista. Nº 18, agosto de 1982. Fuimos sus autores Ricardo González, Leandro Gutiérrez, Juan Carlos Korol, Luis Alberto Romero e Hilda Sabato.
[6] Sobre la historia de la ciudad: José Luis Romero y Luis Alberto Romero (dir). Buenos Aires, historia de cuatro siglos. 2da ed. Buenos Aires, Altamira, 2000. Guy Bourde, Buenos Aires: Urbanización e inmigración. Buenos Aires, Huemul, 1977. Francis Korn, Buenos Aires: los huéspedes del 20, Buenos Aires, Sudamericana, 1974. Diego Armus (comp), Mundo urbano y cultura popular. Buenos Aires, Sudamericana, 1990. Adrián Gorelik, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936. Bernal, Unqui, 1998.
[7] Leandro H. Gutiérrez y Luis Alberto Romero, Sectores populares, cultura y política.
[8] Sobre el movimiento asociativo, Luis Alberto Romero, “El estado y las corporaciones”, en Roberto Di Stefano, Hilda Sabato, Luis Alberto Romero y José Luis Moreno, De las cofradías a las organizaciones de la sociedad civil. Historia de la iniciativa asociativa en la Argentina, 1776-1990. Buenos Aires, Gadis, 2002.
[9] Todo el desarrollo sobre la política en Buenos Aires en la entreguerra y su relación con el fomentismo se basa en: Luciano de Privitellio, Vecinos y ciudadanos. Política y sociedad en la Buenos Aires de entreguerra. Buenos Aires, Siglo veintiuno editores Argentina, 2003.
[10] Juan Carlos Torre, La vieja guardia sindical y Perón. Sobre los orígenes del peronismo. Buenos Aires, Sudamericana, 1990. Peter Waldmann, El peronismo, 1943-1955. Buenos Aires, Sudamericana, 1981. Juan Carlos Torre (director), Los años peronistas, 1943-1955. Buenos Aires, Sudamericana, 2002. Mariano Plotkin, Mañana es San Perón, Buenos Aires, Ariel, 1994.
[11] En distintos sectores –estudiantes, profesionales, universitarios- se crearon organizaciones peronistas, y se realizó un fuerte adoctrinamiento en la escuela pública y hasta en las fuerzas armadas.
[12] Alberto Ciria, Política y cultura popular: la Argentina peronista, 1946-1955. Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1983. Ricardo del Barco, El régimen peronista, 1946-1955. Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1983.
[13] Partido Peronista, Consejo Superior Ejecutivo, Manual del peronista, Buenos Aires, 1948.
[14] Estela dos Santos, Las muchachas peronistas, Buenos Aires, CEAL, 1983, p. 86.
[15] Omar Acha: “Sociedad civil y sociedad política durante el primer peronismo”, en: Desarrollo Económico, nº 174, Buenos Aires, 2004.
[16] Juan Perón, Conducción política, Buenos Aires, Instituto de Estudios Peronianos, 1995, p. 263.
[17] Pancho (77 años), entrevista grupal en un Centro de Jubilados de la Capital Federal, realizada por Federico Lorenz, 5 de agosto de 2004.
[18] Mundo Peronista, Año II, N° 28, 1° de septiembre de 1952, p. 39.
[19] Susana Bianchi y Norma Sanchís: El Partido Peronista femenino. Buenos Aires, CEAL, 1988.
[20] Eva Perón, La razón de mi vida, Buenos Aires, Ediciones Peuser, 1951, 10ª. edición, p. 294
[21] Omar Acha, “Política y asociacionismo en el peronismo clásico (Buenos Aires, 1954-1955): una explicación del conflicto con el catolicismo. (inédito).
[22] Daniel James (director), Violencia, proscripción y autoritarismo (1955-1976). Buenos Aires, Sudamericana, 2002. Juan Carlos Torre, El gigante invertebrado. Los sindicatos en el gobierno. Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores de Argentina, 1983. Tulio Halperin Donghi, La larga agonía de la Argentina peronista. Buenos Aires, Ariel, 1994.
[23] Sobre las villas puede verse: Eduardo Blaustein, Prohibido vivir aquí. Una historia de los planes de erradicación de villas de la última dictadura. Comisión Municipal de la Vivienda, 2001. Patricia Dávolos, Marcela Jabbaz y Estela Molina , Movimiento Villero y Estado (1966-1976). Buenos Aires, CEAL, 1987. Alicia Ziccardi, El tercer gobierno peronista y las villas miseria de la Ciudad de Buenos Aires (1973-1976). México, Universidad Autónoma de México, 1983.
[24] En 1956 había en Buenos Aires 34.000 habitantes en villas de emergencia; en 1968 eran 100.000, y de ellos, 25.000 en la villa de Retiro. Ese año, eran 600.000 en toda el área metropolitana, es decir el 8% de su población.
[25] Entrevista a Fátima Cabrera, realizada por Claudia Touris, julio de 2004.
[26] El Movimiento fue fundado en 1967 y llegó a tener unos 500 miembros. Se inspiró en las declaraciones de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín, donde una parte importante de los obispos asumió la llamada “opción por los pobres”.
[27] La Organización Armada Montoneros surgió en 1970; su acto fundacional fue la ejecución o asesinato del ex presidente, general Aramburu. Practicó la lucha armada y la movilización de masas, a través de la Juventud Peronista, y desempeñó un papel importante en el triunfo electoral de 1973 y en los tramos iniciales del gobierno peronista. Progresivamente se alejó de Perón, y en 1974 volvió la acción clandestina.
[28] Entrevista a Orlando Vargas, realizada por Claudia Touris, agosto de 2004.
[29] Entrevista a Armando Rivero, realizada por Claudia Touris, julio de 2004.
[30] Entrevista al padre Rodolfo Ricciardelli, realizada por Claudia Touris, setiembre de 1997.
[31] Los dirigentes villeros fueron a verlo y salieron desalentados: Perón insistió que el objetivo de su gestión era erradicar totalmente las villas de emergencia, especialmente por los chicos, porque son peligrosas. La Nación, 24 de enero de 1974.
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