LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA. COMENTARIOS ACERCA DEL AMOR POLÍTICO Y LA SUMI-SIÓN. Por Arnoldo Siperman* (1935-2020)
Con-Texto | 26 diciembre, 2020
Para el pensador, el acontecimiento más trágico de toda la Revo-lución Francesa no es que María Antonieta fuese decapitada por ser reina, sino que los campesinos hambrientos de La Vendée se dejasen matar voluntariamente por la causa execrable del feuda-lismo.
Oscar Wilde
Hay un saber generalizado, que permanece a través del tiempo y tan universal como una invariante antropológica, según el cual en todos los colectivos o agrupaciones humanas hay algunos pocos que mandan y otros muchos que obedecen.
Es fácil constatarlo a través de la historia. Esa desigualdad profunda se percibe en la tribu y en el imperio, en el feudalismo y en los estados modernos, en el capitalismo y en el comunismo. Independientemente de toda referencia al modo por el cual los menos se hicieron del poder, llámese herencia, usurpación, representación popular; y del modo en que se pretenda justificarlo, tradición, carisma o racionalidad legal. Claro que la historia también exhibe levantamientos, guerras por el poder, derrocamientos y restauraciones. Pero a cada crisis sucede una nueva instalación de minorías, ya benévolas, ya crueles y despiadadas, confirmando un proceso que bien pudo Hegel leer, en su particular registro, como dialéctica del amo y del esclavo.
Lo que está implicado es la cuestión de la atadura subjetiva hacia quienes se encuentran en posición de mandar, incluso tiránicamente. Aparecen interrogantes diversos en torno a cómo y en qué se sustenta el poder que unos pocos ejercen sobre las multitudes a las cuales gobiernan; de qué modo ese poder reposa sobre su obediencia, más aun, una entrega tan amplia e irrestricta que incluso compromete la de la propia vida.
Está claro que, aunque desde el lugar del poder se amenace con la violencia o se la ejerza, la explicación de la sumisión en términos de violencia contra los subordinados, aunque no desdeñable, es insuficiente. No da cuenta del carácter voluntario que puede percibirse claramente en la aceptación, a veces a re-gañadientes pero muchas otras veces satisfecha y gozosa. El papel que desempeña, en este orden de cuestiones, lo relativo a la legalidad, a su histórica función civilizadora y a su moderna actuación como límite racional y necesario al ejercicio del poder y su articulación con las técnicas de seducción política, son espacios abiertos a la exploración.
1. Planteamiento del tema.
Un abordaje de esa realidad, de los saberes que en ella se asientan y de las formulaciones discursivas que la acompañan parece exigir, en el clima especulativo de esta primera década del siglo XXI en Occidente, no dejarse apresar por el aparato conceptual de un cientificismo social que, como lo ha puntualizado Wilhelm Reich, permanece empeñado en dar cuenta de porqué algunos indigentes roban y algunos sometidos se rebelan, en lugar de preguntarse porqué millones de pobres no roban y otros tantos oprimidos no se rebelan . En otras palabras, porqué razón o razones -parece que debería necesariamente haberlas- actuamos socialmente en contra de nuestros intereses inmediatos, satisfaciendo a los requerimientos de una minoría, y nos colocamos en posición de entrega, muchas veces total, a favor de quienes, del modo que sea, ejercen capacidad de mandato en las agrupaciones sociales a las que pertenecemos.
Puede afirmarse, utilizando un famoso juego de palabras propuesto por Max Weber, que, a veces a conciencia de lo que hacemos y otras sin siquiera advertirlo, nos prosternamos ante los dioses que más intensos sacrificios nos demandan. Difícilmente pueda controvertirse la persistencia de esa situación en la historia de la cultura occidental.
Enfrentar estos temas impone, como la precedente cita de Reich lo sugiere, mantener una prudente distancia respecto de los estudios sociales construidos sobre los presupuestos y con la utilización de instrumentos conceptuales procedentes de la visión conductista de la sociedad. Para los modernos –especialmente después de la revolución que, en la materia, operó en el siglo XVI y a la cual nos referiremos más adelante- estas cuestiones subrayan como necesario un aspecto crucial de la actividad humana, que la tradición medieval no detectaba como revestida de autonomía: la política.
La situación de obediencia y entrega de la mayoría respecto de minorías e incluso de personalidades individuales y la circunstancia que de ella no logren dar cuenta las ciencias empíricas de la sociedad, ponen sobre el tapete la cuestión central de la voluntariedad de la sumisión. Como se ha dicho, de la sumisión convertida en amor por la sumisión y su persistencia en la historia de la cultura occidental. Fenómeno cuya vertiente discursiva viene siendo caracterizada, al menos desde inicios del siglo XIX, como “ideología”.
Aún hoy, en tiempos en que el deslizamiento tecnologista contribuye a ponerlo en severo entredicho, en que la reflexión sobre la vida social parece centrarse en la intersección de lo biológico y lo informático, de lo genético y lo comunicacional, el concepto de ideología y sus funciones, así como los enigmas sobre la sumisión, mantienen su vigencia. La apariencia racional de los discursos políticos, los diagnósticos que incluyen y sus objetivos programáticos –pienso, por ejemplo, en la arquitectura conceptual del liberalísimo o del marxismo, aún con la muy importante gama de variables y matices que han tenido a lo largo de su historia- no deberían conducir a que esos discursos sean evaluados sobre la exclusiva base de su grado de coherencia interna, de su mejor ajuste a realidades empíricamente detectables, o de la correcta deriva a partir de valoraciones básicas. Se impone, ir más allá, atender a lo que expresan, pero tratando de penetrar en aquello que ocultan, su inserción en el mítico mundo dominado por el deseo y las creencias. Mundo en el cual operan censuras, apoyadas en la retórica de las apariencias.
Es central tener en cuenta que la política es una actividad que moviliza creencias; creencias sobre el mundo en que vivimos, sobre aquél en que nos gustaría vivir, sobre los medios para hacerlos coincidir y sobre los mecanismos del consenso mínimo implicado. Creencias sobre la coincidencia entre la realidad fácti-ca de mandar y la habilitación social para hacerlo, las que suelen agruparse bajo la noción de “legitimidad”. No parece, por ello, que satisfaga el propósito de dar cuenta de los aspectos centrales del acontecer político tratar de hacerlo desde una limitada perspectiva empírica, centrada en modelos fundados en el examen de complejos de estímulos y respuestas y sus correspondientes retroalimentaciones sistémicas.
A los muy generales señalamientos que estoy exponiendo responden los esfuerzos de quienes abordan esos temas a partir de algunos interrogantes básicos: porqué existen servidumbres voluntarias; porqué se obedece a quien no lo merece o, al menos, independientemente de sus merecimientos; porqué personas, grupos y clases actúan en contra de lo que cualquier examen mínimamente objetivo comprueba que serían sus intereses. Se trata de penetrar en los juegos de lenguaje capaces de convencernos de que, como lo detectó agudamente Nietzs-che, estamos no solo dispuestos a sufrir sino a aceptar gozosamente el sufrimiento a condición de que se nos proporcione una explicación de para qué lo padecemos . Dis-cursos que pretenden aportar sentido al sufrimiento, constituyéndose de tal manera, en la potencia apta para arrastrar multitudes a los mayores esfuerzos y a tomar los más grandes riesgos, a matar y a morir, a sacrificar a sus hijos y a los de su prójimo, todo eso en el altar de las abstracciones: Dios, el progreso o la Patria . Los del sueño de un futuro feliz, que puede ser el de la sociedad sin clases, el del mundo manejado entrópicamente por la “mano invisible” o el de la abundancia asegurada por el perpetuo progreso tecnológico.
2. Algunas referencias históricas. El (re)nacimiento de la política.
Los interrogantes que se suscitan en torno a los más radicales aspectos de las relaciones de sumisión y obediencia se vienen formulando desde remota antigüedad. El tema de la sumisión, de la entrega a la “causa” (que es siempre, de un modo u otro, la causa de los poderosos) contó, en Grecia, con el aporte de una poética aureolada por la leyenda. En tono más lírico que pragmático, las glorias de la buena ley (eumonía), junto con las de la sumisión a los reyes, habían sido ya cantadas por Tirteo, el poeta espartano del siglo VII a.JC . Encontraba en la muerte por la patria lo que siglos más tarde expresara Horacio, en los tiempos áureos de la cultura latina: dulce et decorum est pro patria mori. Sus resonancias atraviesan una historia jalonada de muertes celebradas, de patrias que fagocitan a sus hijos, de mar-tirios aceptados y hasta gozados en nombre de la fe. Llegan hasta nuestros días. Hay que recordar, aunque sea en el terreno de la anécdota, la famosa cuestión suscitada en 1914 por la promesa salvífica del cardenal Mercier, dirigidas a quienes dejaran su vida en la defensa de la patria; una vez más, a la vuelta de los siglos, el Pro patria mori como referencia absoluta de la entrega total, encapsulamiento de un hacer heroico que convoca gratitud y admiración con vocación de eternidad.
Según se ha dicho con la insistencia de un valor recibido, lo concerniente al gobierno de los pueblos, a la obediencia de los súbditos y a las formas discursivas de justificación o de impugnación –en cierta medida lo que vendrá a designarse en su momento como “ideología”- ha estado dominado por la tensión entre razón y deseo. En su destilación final, respondiendo a dos líneas. Por un lado, el platonismo, la filosofía que se expresa en la República y, por el otro, la indeleble impronta de Agustín de Hipona . En el umbral de la era moderna, en tiempos dominados por el humanismo y por el renacimiento de los valores de la anti-güedad clásica, razón y deseo pasan a articularse en un espacio diverso: la política.
La política, como discurso autónomo, como espacio controversial separado y no dependiente de los discursos teológico, jurídico y de filosofía moral que presidían la reflexión sobre las relaciones de dominación, es un producto moderno . Nace, crece y se desarrolla, a partir de las ciudades italianas en las que se van desplegando las burguesías comerciales, con la dinámica propia de la negociación, del regateo, del acuerdo y sus violaciones que, a su vez, renuevan debates y confrontaciones, siempre presididas por un complejo de fines prácticos, bien mundanos. Procesos que acompaña al de crisis de las estructuras me-dievales, con el desarrollo del humanismo, con el despertar renacentista y con la afirmación de los estados nacionales.
2.1. Maquiavelo.
En ese marco ocupa un indiscutido lugar central la obra de Nicolò Maquiavelo (1469-1527), no solamente un escritor de singular en-jundia (El Príncipe y el Discurso sobre la primera década de Tito Livio son las obras que interesan fundamentalmente en los temas que vengo considerando), sino también un funcionario activo en Florencia y un hombre de vasta actuación práctica política.
Maquiavelo es un dualista ético, que impugna la pretensión de exclusividad de la moral cristiana medieval, íntimamente relacionada con el poder papal. Objeta su pretensión de considerarse como ordenamiento apto para regular la totalidad de la vida personal y social, incompatible con cualquier otro; caracterizado, entonces, por su adscripción a un monismo muchas veces brutal en la intolerancia hacia desviaciones y herejías . Si Maquiavelo ha podido llevar adelante esa im-pugnación fundándola en una experiencia de la historia, es porque ha descubierto la existencia, en el pasado que su época recuperaba, de un orden de cosas profundamente distinto, correspondiente al período republicano de Roma. Percibe la posibilidad de una moral, que se destila de una visión idealizada de la republicana romana, no universalista sino cívica, heredera de la polis . Es una moral colectiva, comunal, según la cual la calidad de humano es idéntica a la de miembro de una comunidad, en la que los fines del individuo no son separables de la vida colectiva. El filósofo político Isaiah Berlin ha caracterizado a esa moral del mundo pagano destacando que sus valores son el coraje, el vigor, la fortaleza ante la adversidad, el logro público, el orden, la disciplina, la felicidad, la fuerza, la justicia y por encima de todo la afirmación de las exigencias propias y el conocimiento y poder necesarios para asegurar su satisfacción.
Siguiendo con el punto de vista del secretario florentino, es contra ese universo moral y ético, articulado con una visión politeísta del mundo, en el que se desenvolvía la vida en la Roma republicana, que se ubicó en su momento la moralidad cristiana, que impregnó el universo medieval. Sus ideales eran la caridad, la misericordia, el sacrificio a Dios, el perdón a los enemigos, el desprecio a los bienes de este mundo, la fe en la vida ulterior, la creencia en la salvación del alma individual. Para Maquiavelo son esas virtudes cristianas, que presidían la vida en el medioevo y no la imperfección humana el obstáculo insuperable para construir la clase de sociedad que él aspira a ver. Esas virtudes, sostenidas teológicamente, eran de observancia no sujeta a ser contrariada; en tanto que las virtudes (ahora en el sentido latino originario de la palabra) de la politeísta Roma republicana conducen al lugar de la controversia y a la posibilidad de una sociedad que encuentre en el debate y en el reconocimiento del conflicto la energía de su propia dinámica. Allí había política, como la hubo en Atenas; la Edad Media cristiana no la tolera, su forma discursiva es la teología. Aunque la búsqueda de un orden teológicamente sustentado haya dado lugar a enfrentamientos y controversias, su carácter era diferente, la disidencia era jus-ticiable según una referencia que, en último examen, es presentada como no siendo de este mundo.
La obra de Maquiavelo se desarrolla en un clima influido por el desarrollo del humanismo italiano cuatrocentista, por la recuperación del antiguo prestigio de la retórica, por los aportes neoplatónicos a cuya difusión en Florencia habían contribuido los exiliados provenientes de Constantinopla, empujados por la crisis final del imperio bizantino. A favor de este concurso de cir-cunstancias, se habilitan en la ciudad nuevos espacios discursivos en relación con el poder y con la res publica, donde se discurre apelando cada vez menos a la teología (que permanece como el discurso estratégico básico del centralismo pontifical), y al derecho romano (en el que se expresa la auctoritas imperial). Es el renacimiento del discurso político autó-nomo, gobernado por una lógica y regido por una ética que se apartan de la escolástica. Se está diseñando un espacio nuevo, en el cual la conflictividad puede tramitarse con el recurso a algo diferente, discutido y controversial, retórico y urbano, y no ya solamente por la intriga, la extorsión y la puñalada que, de todas maneras y como es obvio señalarlo, no por ello desaparecen de la escena.
En ese marco argumental, la pregunta sobre la obediencia está implicada en la maquiaveliana admonición dirigida al príncipe: debe hacerse amar o temer. O ambas cosas. De modo que la aquiescencia social, fundada en el amor o, en última instancia, en el temor, depende principalmente del gobernante –o de quien aspira a serlo- de su habilidad, aptitud seductora y fortaleza en el momento de castigar.
2.2. El Discurso sobre la servidumbre voluntaria.
Puede en cierta forma decirse que Etienne de la Boétie (1530-1563), recordado por su celebrado Discurso sobre la servidumbre voluntaria, es una versión francesa de Maquiavelo, al menos en cuanto intenta recuperar el valor del espacio político, al margen de las tradiciones teológicas y jurídicas que empapaban las luchas sociales. Tal como éste había aportado lo suyo en la vorágine de los acontecimientos italianos, el joven escritor francés lo hacía en el clima tumultuoso de las guerras religiosas de su país. La impresión es que tienen en común la búsqueda de un territorio -que no puede agotarse en el religioso del medioevo, teñido de intolerancia- en el cual pueda hacerse de la tramitación del conflicto un espacio de paz, al menos relativa. De donde la aparente paradoja del humanismo crítico: el desiderátum de la paz no es la erradicación del conflicto (tarea no solo brutal sino, además, de imposible cumplimiento pleno) sino preservarlo, de modo que se desarrolle en un medio específico y propio: la política.
La Boétie fue gran amigo de Michel de Montaigne, el escritor cuyos Ensayos configuran la tal vez más importante empresa crítica de su época, el escéptico que se interrogaba, cuestionando el saber de juristas y legistas: ¿Qué bondad es ésta que el paso de un río convierte en delito? Y que descreía de las tradiciones, a la vez que denunciaba la expansión colonial. No parece dudoso que entre ese escepticismo humanista y el Discurso… hay una sintonía de talante a la vez crítico y realista.
El joven escritor cuya obra estoy mencionando no consideraba que se gobernase principalmente a través de la fuerza. Para comenzar, había muchos más esclavos que agentes del poder: incluso si un pequeño porcentaje del populacho se negaba a obedecer una ley, esa ley se volvía inaplicable. Además, y es éste el punto más importante, la mayoría de los individuos obedecían sin que se ejerciese sobre ellos compulsión física o amenaza incontrastable, esto es, sin que fuesen obligados a hacerlo. La Boétie desarrolló una explicación alternativa, que proporciona el título a su Discurso sobre la servidumbre voluntaria. El planteamiento, en pocas palabras: si un tirano es un solo hombre y sus súbditos son muchos, ¿por qué consienten éstos su propia esclavitud? Si un tirano tiene dos ojos, dos brazos, un cuerpo, como cualquiera de sus súbditos, ¿de donde resulta que pueda aquél –solo o con el concurso de unos pocos- imponer siempre su voluntad a gran cantidad de súbditos pasivos? La respuesta es: porque se vale de los ojos de sus súbditos para espiarlos, de los brazos de ellos para golpearlos. No posee, en verdad, nada más que el poder que sus propios súbditos le proporcionan.
Pese a esas limitaciones, logra que los agricultores continúen sembrando cultivos, que eran confiscados; que la gente acumule bienes, para que los soldados los saquéen; y críen hijas, para que ellos las violen. Observaban como sus hijos eran secuestrados para incorporarlos a la soldadesca y morían peleando las batallas de otros. La Boétie se dirigía al campesino: entregan sus cuerpos al trabajo duro a efectos de que el tirano pueda dedicarse a sus gustos y revolcarse en sus obscenos placeres; se debilitan a sí mismos a fin de que el más fuerte y el más poderoso los tengan a raya.
Complementa, pero matizadamente, a la ecuación maquiaveliana. Hay, en la generalidad de la gente, según su enfoque, una voluntad de servidumbre, un vicio monstruoso y contra natura, que el tirano, independientemente del origen de su poder, explota con habilidad y acompaña del soborno, del espectáculo y la pompa de su propia función, con la complicidad de la religión y de la escuela. La tiranía reposa, entonces sobre la voluntad de los tiranizados, cuyo concurso obtiene de mil maneras. En este punto, el poderoso recibe un apoyo importantísimo en la tradición, en el recurso al pasado y en su disposición a trasmitir el peligro que implican los cambios. El Discurso… pasa revista a las circunstancias de la servidumbre voluntaria en términos que, por momentos, sorprenden por su modernidad.
Desplegando las ideas que emergen de las premisas de su discurso, La Boétie conduce a un punto: puede entonces ser derrotada la tiranía casi en forma automática si los individuos se rehusaran a consentir su propia esclavitud. Su argumento ha llevado a que muchos concluyeran que el joven escritor sugiere que la resistencia no violenta y la desobediencia civil son las mejores estrategias con las cuales oponerse al poder. Pero, habría que preguntarse, ¿bastará decir que no para ganar la liber-tad?
El Discurso… se corresponde con el momento de instauración moderna de la política. Por eso puede decirse que, aunque sin la enorme resonancia que tuvo la de Maquiavelo, es la que corres-ponde en lengua francesa y en el contexto histórico galo, lo que la del gran florentino, unas pocas décadas antes, había sido en la península italiana. El siglo XVI es el de las guerras de religión en Francia que, a favor de la debilidad de los monarcas de la dinastía Valois, enfrentan facciones católicas, especialmente la Liga dirigida por los Guisa, con las calvinistas, designados como hugonotes, disputándose el predominio a sangre y fuego. Esos prolongados y despiadados enfrentamientos, cuyos discursos justificatorios tienen carácter excluyentemente religioso, culminaron, nueve años después de la muerte de La Boétie, en la Noche de San Bartolomé, la matanza de hugonotes, perpetrada traicioneramente desde el poder real. La paz interior en Francia recién arribará cuando el rey Enrique IV, el primero de la casa de Borbón, sancione el Edicto de Tolerancia (generalmente recordado como Edicto de Nantes, 1598).
Quienes sirvieron de apoyo al logro de la paz religiosa, de la sustitución –al menos parcial- de la lucha armada civil por formas de controversia reguladas y en clima de moderación y, al mismo tiempo, auspiciaron un estado central absolutista, se identificaban como los “politiques”. Eran, según su propia denominación, los políticos, los advenedizos en las peleas civiles, los que aspiraban a apaciguar la guerra interna entre los radicalismos religiosos; eran los moderados quienes, moviéndose con talento y habilidad en medio de la tormenta de la guerra religiosa, contribuyeron al establecimiento de la paz interior, merced al primer rey de la dinastía Borbón: Enrique IV. Su referente intelectual era el teórico de la soberanía, Jean Bodin. Al auspiciar el pago de la paz con obediencia a la soberanía dinástica aportaron a fundar la soberanía en un anhelo político de paz que contradecía la violencia de los enfrentamientos religiosos.
La política que se va instaurando y que la obra de La Boétie de algún modo anuncia tiende a sostener el desarrollo de argumentaciones autónomas, frente a los discursos dominantes de la teología, del saber jurídico. Tratando de descartar, además, al magnicidio que, en los turbulentos tiempos de las guerras de religión, era un recurso no excluido de las posibilidades y hasta sostenido por aquellos que la historia recuerda como “tiranicidas” . En todo caso, subrayando que no solamente son recursos la horca y el puñal; como quien dijera “más allá de la violencia más cruda, la política”.
3. El poder consentido.
Los “politiques” franceses de fines del siglo XVI contribuyeron a la forja de la unidad nacional y al diseño de un espacio en el cual fuera posible, mediante la neutralización de los irreductibles antagonismos religiosos, una especie de templanza de los opuestos y reglas para la negociación y el debate. Desde el punto de vista moderno, puede decirse que ese logro descansó sobre el fortalecimiento del absolutismo monárquico.
En Inglaterra, a principios del siglo XVIII, sobre la base del previo –aunque relativo- receso de los enfrentamientos religiosos, hubo autores que buscaron resultados análogos, pero a partir del desarrollo de la institución parlamentaria, que tenía ya una extensa y fuerte tradición, y del fortalecimiento de los partidos, Whig y Tory, como principales protagonistas del diálogo político. Menos poder y más fair play, podría resumirse. No siempre lo hicieron recurriendo a sesudos tratados. Bernard de Mandeville (1670-1733), un médico inglés (aunque nacido en Holanda) publicó como poema una Fábula de las abejas (1705). Trataba de demostrar, a partir de un examen un tanto satírico de la vida de las colmenas, lo que anticipaba el subtítulo de su libro: que de vicios privados resultaban beneficios públicos. De la vanidad, falta de colaboración y, más que nada, de la insaciable lujuria de la minoría de zánganos (y de la reina), unidas al esfuerzo de la gran masa de obreras, del vicio de los menos y del trabajo de los más, resultaba el paradisíaco conjunto de la colmena, en la que cada cual hacía lo que de ellos se esperaba y el conjunto medraba aunque, visto de cerca, la impresión inmediata era que no reinaban en la colmena ni paz ni orden. Los zánganos aprecian su esclavitud porque pueden gozar y las obreras soportan la suya porque sin zánganos y reina no hay colmena.
No es difícil advertir lo que resulta de ese cuento: la obediencia de los más (como ocurría y debería seguir ocurriendo en las sociedades humanas) aseguraba el beneficio del conjunto; por lo que la racionalidad exigía el mantenimiento de ese estado de cosas, claramente amparado por su propia naturaleza. La recta razón, lo natural, exigían el respeto por la posición social de la aristocracia, de cuyos ocios y vicios se seguía el necesario orden en el cual se aseguraba la descendencia de la monarquía. El viejo dilema entre el poder y la obediencia se resolvía, según este defensor del modo de vida aristocrático, en términos de la naturaleza misma de las cosas, tal como lo ilustraba la metáfora de la vida de la colmena.
Este tipo de abordaje, que retiene como elemento significativo en las relaciones de poder el impacto psicológico, la fascinación que generan los poderosos sobre quienes no lo son, al extremo de naturalizar esas relaciones de dominación, tiene una notable persistencia. Adam Smith, ya en plena Ilustración escocesa, ob-servaba en la gente, incluso menesterosa, un sorprendente interés en el bienestar de la aristocracia y de los pudientes aún a expensas del propio .
Las controversias no ceden ni las perplejidades se disuelven con el curso del tiempo. La teoría de la ideología, hija de la Ilustración, nacida bajo el impulso de la Revolución Francesa, llega hasta nuestros días, manteniendo abiertas las discusiones, llevándolas a un sofisticado nivel de refinamiento doctrinario. Desde el punto de mira de este ensayo, es posible que sea la lectura de la ideología como falsa consciencia, como estado ilusorio de los dominados, la que puede proporcionar algunas aproximaciones. En esa versión, la ideología es concebida como un sistema de ideas destinado a justificar y sacralizar el status quo y destruir toda alternativa fuerte de cambio a partir, precisamente, de una filosofía de la historia y de considerar al obrar humano como determinado por un acontecer frente al cual permanece ciego e impotente. Ideología, en este sentido, es un conjunto de creencias mediante las cuales el pueblo se engaña a sí mismo, es una teoría que expresa lo que es conducido a pensar, por oposición a lo que es verdadero. En este contexto aparece la noción de falsa consciencia, que habrá de impregnar gran parte del pensamiento ulterior sobre el tema de la ideología; falsa consciencia que usurpa el lugar de la verdad, a la cual solamente puede tenerse acceso por el camino de la ciencia.
Pero la dimensión enigmática del asunto no se disipa. Vale la pena ver cómo es retomado por la sociología elite/masa de fines del s. XIX. El sociólogo americano Marshall Berman, definiendo el tipo de relación existente entre elite y masa y el modo en que se encabalgó sobre esa relación el modelo político puesto en cir-culación sobre el filo del cambio de siglo: “Las élites de vanguardia crean mitos que las masas o bien rechazan o bien adoptan. Si las masas están satisfechas con los mitos de la derecha, caerán de rodillas; si, en cambio, prefieren los mitos de la izquierda, saldrán a la calle. Cerca del fin de siglo [XIX] las masas francesas antidreyfusianas introdujeron una nueva y ominosa síntesis: personas que salían a la calle para luchar en defensa de su derecho de caer de rodillas”. Síntesis, esta última, que prolongará su historia a lo largo del siglo siguiente impregnando a la demagogia populista y a las diversas variantes de fascismo.
Es esa la época de la "psicología de las multitudes", como la viera en su momento Gustave Le Bon, cuyos puntos de vista dieron lugar a la conocida réplica de Freud en su Psicología de las masas y análisis del Yo. Es también la de los desarrollos de la teoría de la circulación de las elites de Vilfredo Pareto y de la “clase política” de Gaetano Mosca, de alguna manera el tiempo fundacional de lo que hoy llamamos politología, nacida más a la sombra del pensamiento reaccionario y de la desilusión por los retrocesos liberales y socialistas que al calor de los impulsos renovadores.
La irrupción de las masas en el escenario político, ya no solamente como protagonistas de la barricada o como proveedoras de clientela electoral –sobre todo en la medida de la progresiva universalización del sufragio, al menos masculino- sino como destinataria de las construcciones míticas de las elites, de las diversas elites, como coro de las nuevas demagogias, como víctima y también agente de la violencia, llevó a Hannah Arendt a proponer una nueva genealogía de los totalitarismos del sigo XX . Desarrolla entonces la idea de que esos regímenes no descienden del absolutismo del Ancien Régime sino de Napoleón, de la época de la revolución permanente, de los tiempos en que las masas comienzan a participar activamente de la vida política. Según esta tesis la participación de las masas estaría lejos de constituir una contribución a los procesos democráticos. Por el contrario, el aporte históricamente más significativo de esa participación radicaría en la constitución de los autoritarismos caudillistas, fenómeno que arranca con el bonapartismo y que habría de erigirse en elemento básico de la estructura de los grandes totalitarismos. Esta tesis, aunque atrayente para definir el marco de las dictaduras populistas, ilustra, en el marco de este trabajo y probablemente más allá de los objetivos de su expositora, la presencia de un nuevo mito: la "masa".
La masa, desconectada de los agentes y protagonismos sociales, se convierte en una categoría conceptual autoexplicativa, minimiza la influencia de los contenidos de las ideologías sustantivas y destruye la posibilidad de desarrollos teóricos en torno a deseos e intereses implicados en la noción de ideología como visión deformada de la realidad social. Lo que importa destacar es que esa impostación política de las masas reposa sobre algo que es eje de nuestro tema: la obediencia al Líder, al Conductor; obediencia irrestricta, que rescata como prin-cipal valor social la lealtad hacia el Jefe por el cual, se está dispuesto a ofrendar la vida. Una vez más, ahora en clave de política de masas, de una versión puesta al día de la servidumbre voluntaria, llevada al extremo de la entrega total.
4. Soberanía de la Ley y amor político.
El tema de la servidumbre consentida, más aun, deseada, intersecta con una cuestión esencial: el papel de la Ley en la constitución y en la evolución de nuestra cultura, de la cultura en la cual acontece ese estado de obediencia. Hay que anticipar que esa intersección sugiere que en el orden más o menos regular del funcionamiento institucional, ese acatamiento, asociado a la noción de legitimidad, expresa un deseo aparentemente peculiar: el deseo de Ley. En otros términos, la adscripción erótica de los sujetos humanos al significante de la Ley.
4.1. Acerca de la Ley.
La dimensión jurídica de la vida –paternidad, verdad, interpretación, poder- está en la entraña de Occidente. Hasta la palabra "civilización" alude a su descendencia del ordenamiento civil que, heredado de la antigua Roma, cruza veinte siglos de cultura romano-canónica. El psicoanálisis, nacido en el ámbito moderno de esa cultura, no se desentiende del modo en que ella da cuenta del estatuto de la prohibición y de la transgresión, ni de las modalidades históricas de esa inadecuación radical que constituye el sustrato del malestar. Los juristas, por su parte, no deberían pasar por alto que la apariencia racional, coherente y cerrada del sistema jurídico es, más que el efecto de aptitudes técnicas, la consecuencia de su inscripción en un universo sobredeterminado por el deseo y la creencia; universo mítico en el que actúa una censura apoyada en la retórica de ficciones y apariencias, cuya operación y reproducción son imprescindibles para el funcionamiento dogmático y para los procesos sociales del saber. Universo mítico y lógico modelado en un devenir histórico más que milenario.
4.1.1. Soberanía de la Ley, imperio de la Razón.
La ley moderna desciende del ordenamiento de la antigua Roma, convertido en texto sacralizado por la autoridad cesaropapista del emperador bizantino Justiniano en el siglo VI. Esa codificación, que ratifica la vocación universalista tanto del Imperio como de la Iglesia, compila materiales elaborados durante siglos, en los que predomina el aporte de la jurisprudencia, actividad de expertos de la que podría decirse que es a Roma lo que la filosofía a Grecia. Recibido en el occidente europeo conformando su renacimiento medieval, irradiado a partir de fines del siglo XI desde la institución universitaria establecida en la ciudad de Bologna, ese cuerpo textual, celebrado por glosadores y comentaristas, fue el espacio argumental de las contrastantes pretensiones de poder de los potentados de la época.
Al no estar atado a ningún régimen político en particular, quedaba a cubierto de alteraciones impuestas por legisladores históricamente contingentes. Como su papel estratégico impedía justificarse en términos extramundanos, su aceptación como ius commune debía apoyarse en su valor intrínseco, en algo que le fuera inmanente. Esa exigencia fue plasmando en una racionalidad asociada al cristianismo –pero independiente de la teología- expresada a través del comentario de los juristas.
Por esa vía los grandes principios del derecho romano pasaron a constituir la expresión de la naturalis ratio. Se diseñó así un lugar mítico de ratio scripta, la razón constituida en texto escrito. El con-texto mítico, en el que se inscribe una concepción trascendental de lo humano, acarrea la consecuencia de que esa ratio sea percibida como la expresión única, naturalizada, de la racionalidad. Esa unidad universalista desemboca en el humanismo de la razón universal y culminará más tarde en la doctrina del derecho natural. Para decirlo en palabras pro-venientes de la gran tradición griega, al único nomos corresponde el logos soberano. La Ley se corresponde con la Razón.
4.1.2. La Ley y la producción social de la Verdad.
A principios del siglo XX sostuvo Max Weber, en sintonía con sucesivas generaciones de juristas, idólatras de la ley romana, una explicación técnico-sociológica de su supremacía, que la situaba en el corazón del éxito histórico de Occidente. Al ser un producto de la elaboración literaria y teórica de los juristas, sostenía, presentaba un nivel superior de generalización y sistematización. Es por esa característica estructural que se adaptó a los requerimientos del desarrollo económico, porque hacía previsible cómo se resolvería un conflicto, a través de la aplicación de una proposición legal abstracta a una situación con-creta.
La ley heredada de Roma diseñaba sus categorías y distinciones y establecía sus mecanismos, valiéndose de un lenguaje técnico definido y preciso. Constituía una forma de decidir conflictos determinados, de manera a la vez autoritaria y revestida de poder persuasivo, ya que se le atribuía ser la expresión escrita de la razón. Excluía modos de resolverlos que remitieran a formas mágicas de revelación, o consideraran como aspecto principal a la persona o bien discurrieran exclusivamente al interior de la controversia. La justificación de las decisiones de ejecución obligatoria -incluso las del príncipe- como derivación de reglas ob-jetivas está en consonancia con la escolástica del silogismo, lo decidido estaba ya implícito en la norma general. La Ley, texto sin sujeto y escritura sin voz, habla por la boca oracular del magistrado inscribiéndose corporalmente en el súbdito justiciable, definiendo el ajuste a la razón, al equilibrio mental: quien no es favorecido por la decisión “perdió el juicio”, se comprobó que “no tenía razón”.
En la base se encuentra el recupero de la tradición romana que asocia la calidad coercitiva y el carácter definitivo del pronuncia-miento judicial a la idea de Verdad, según la fórmula res iudicata pro veritate habetur. Esa asociación de lo justo y lo verdadero juega a favor de la homogeneidad y de la neutralización de lo que se define como irrelevante. Se configura y generaliza la cuestión del método: así como el minuciosamente reglado proceso judicial conduce a la verdad de la cosa juzgada, será el experimento cuidadosamente controlado en el laboratorio el que desemboque en la verdad del saber científico. Tanto el cálculo y la previsiblidad como el requerimiento de ajuste metódico y procedimental son rasgos comunes a la juridicidad y al orden de la ciencia y de la tecnología, cuya productividad social depende, precisamente, de su capacidad para prever y para producir, en su caso, determinados resultados, actualizando sus posibilidades anticipatorias. Su nutriente común es la racionalidad que Occidente ha forjado en el yunque jurídico y que el discurso dominante ha parificado con la Razón humana.
4.1.3. El Estado de Derecho como expresión moderna de la supremacía de la ley.
La soberanía de la ley se configuró como una exigencia de orden a la vez que resguardo frente a la arbitrariedad. La doble exigencia de pensar a la sociedad como un ordenamiento racional y estable y poner a los ciudadanos al abrigo de los excesos del poder, hizo de la ley la clave de arco de los modernos estados nacionales; e impuso además la distinción entre la ley elaborada y consentida por los destinatarios de sus previsiones y la emanada de poderes despóticos. A esas ideas responde el Estado de Derecho, establecido tras las revoluciones de los siglos XVII y XVIII.
Está asociado, en sus orígenes, al liberalismo. Se lo definía como “gobierno de la ley y no de los hombres” y se afirmaba que “no hay autoridad superior a la de la ley”. Su mayor dimensión filosófica aparece en Kant, para quien el Estado tiene un fin jurídico, cuyo contenido está más allá de la voluntad de ese Estado o de quienes detentan poder en el mismo. Sus principios exceden ese ámbito, son los principios a priori y universales, pura exigencia de la razón, de libertad, igualdad ante la ley y plenitud autónoma del hombre, configurado como "sujeto de derecho", formulación naturalizada del sui iuris romano. Su definición: “el Derecho es el conjunto de condiciones por las cuales el arbitrio de cada cual puede coexistir con el arbitrio de los demás según una ley general de libertad”
El Estado liberal burgués de Derecho fue el instrumento político orientado a fundar racionalmente la libertad, la propiedad y la seguridad, desterrando todo factor irracional en la organización y actividad del Estado: el poder de mandar deriva del Derecho y no de la gracia de Dios, del carisma, de la tradición o de decisiones personales no reguladas. Es el tipo ideal de legitimidad racional-legal, estructuras de organización social en las que se obedecen ordenaciones impersonales y objetivas jurídicamente estableci-das.
4.1.4. El malestar de la ley.
La ley presupone el conflicto. Es una estrategia apta para resolver algunas de sus expresiones, amainar la intensidad de las oposiciones y la violencia de lo contradictorio. Esa estrategia se inscribe en lo agonal como pauta de convivencia; no reniega del conflicto y se articula con la política en tratar de hacer del mundo un lugar habitable en medio de las confrontaciones de valores, de intereses, de puntos de vista y aspiraciones encontrados. El imperio de la ley se configura como lugar de la razón práctica, haciendo frente al conflicto a partir de la premisa de que no es extirpable, tanto como no es eliminable la diversidad humana. No es compatible con el sueño delirante de una humanidad unánime; de donde recusar a la ley por su incapacidad para aniquilar el conflicto o suprimir el crimen y el su-frimiento es muestra de ingenuidad, cuando no de vocación totalitaria. Tan necesaria como impotente, tan relacionada con las estructuras normativas del lenguaje como incapaz de dar cima a objetivos “finales”, la ley sólo puede lograr que conflicto y crimen sean menos insoportables y mantener una esperanza de reparación. Que, por cierto, no es poco: es lo que cotidianamente reclamamos con la palabra “justicia”.
Ni las leyes nacen en un vacío social ajeno a la violencia originaria y al estatuto de las creencias ni deberían ser percibidas como meros instrumentos operados por legisladores externos, ajenos a la lógica de su reproducción, con el fin de reforzar o inhibir tendencias naturales de conducta. Sus diversos contenidos son efecto más o menos estable de acuerdos, consensos y aún imposiciones políticos; reflejan la contingencia histórica que los juegos retóricos de la ideología presentan como principios universales, expresándolos en términos de Verdad y Racionalidad.
5. Función dogmática, anudamiento de lo biológico, lo inconsciente y lo social.
Ya en la década de 1920 el gran jurista austríaco Hans Kelsen señaló la importancia de los aportes de Freud para la comprensión profunda de los temas jurídicos: la centralidad de la “ley del padre”, tanto para el discurso psicoanalítico cuanto para el jurídico y, posteriormente, el papel de las ficciones en la estructura normativa. No es actualmente discutible que no es posible interpretar la autoridad sin referirla al estatuto de la legalidad y, simultáneamente, al modo en que los sujetos se vinculan con la Ley. Ese enfoque atiende a lo que el estudioso francés Pierre Legendre (1930-….) ha denominado “función dogmática”, un instrumento conceptual que constituye, pre-cisamente, un esfuerzo hacia la integración de miradas provenientes de diversos ángulos y que hace centro en el lugar de anudamiento de lo biológico, lo social y lo inconsciente. Su resultante es un modo normativo, un decir acerca de la sumisión, servidumbre o como se prefiera caracterizarlo, en términos en que se ata a la legalidad.
Desde la Edad Media, receptora del derecho romano, esa legalidad es la que liga al soberano con el súbdito, mejor dicho, la que constituye al uno y al otro como tales, en términos de una cierta y asimétrica relación, en la que se oscurecen sus aspectos de violencia radical a través de la censura que la propia Ley instrumenta y se asegura su reproducción.
Es utilizando esa herramienta dialéctica, que conviene examinar los textos, su deriva, su organización en el gran Texto sin Sujeto del Occidente cristiano; operando de un modo análogo al proceder freudiano, que consiste principalmente en evitar tomar el discurso del sujeto al pié de la letra. Se descubre así, en la escala social, como esa “función dogmática”, revela las inseparables instancias de lo biológico, lo social y lo inconsciente, lo que subtiende a los textos de modo análogo a la dimensión inconsciente pasando por los intersiticios y ambigüedades del sujeto. En ese contexto lo jurídico puede ser mostrado como el Superyo de la Cultura: al dogmatismo de la paranoia, censurando lo real y al deseo por la tiranía del Superyo, ha respondido el dogmatismo de la ley social, absorbiendo lo real y el deseo en las categorías del mito fundante.
Así como el sujeto habla por cuenta de “la otra escena”, siempre ausente, así las instituciones jurídicas -e incluso el desarrollo científico- lo hacen por cuenta de algo no expresado. Si el conocimiento científico no progresa sino en la medida de su distanciamiento de la evidencia, no es menos cierto que ese co-nocimiento, tal como se moldeó en el mundo moderno, se constituye, a su vez, en evidencia, con su propia aptitud para esconder las cosas. Explorar otros saberes es, entonces, distanciarse de esas nuevas verdades autodemostradas propias de nuestra civilización industrial y comunicacional. La historia de Occidente es la historia de los montajes orientados a evitar que esos otros saberes puedan hacerse explícitos y muestren toda su radicalidad; y esos montajes, históricamente identificables como andamiajes jurídicos, reposan sobre la llamada concepción psicosomática que, en el Occidente cristiano, es la distinción entre alma y cuerpo. Sobre ella se afirma la permanentemente renovada operación de la censura, escuadrando los cuerpos, evacuándolos de los discursos éticos y cognoscitivos y reproduciéndose en la renovada asignación erótica al significante. Como lo expresa concisamente Legendre, es la sumisión, convertida en amor por la sumisión.
Hemos llegado al núcleo de la cuestión. La expresión “juridismo” resulta idónea para denominar a lo que puede caracterizarse como un credo de la modernidad, que comparte con la ciencia desde el uso de la palabra “leyes” para definir su organización discursiva hasta la reverencia generalizada; un credo ampliamente extendido, con sus textos sagrados, sus liturgias, sus sacerdotes y sus excomuniones. Su dispositivo dogmático incluye algunos de los postulados más fuertes de la tradición occidental y de la modernidad en que ella desemboca, como que los contratos deben ser cumplidos y la propiedad privada excluyente debe ser respetada. Heredó también el triunfo de la “paternidad romana”, con las consecuencias que de ello se derivan en lo concerniente a la organización de la familia, al papel de la mujer y a las cuestiones de la filiación y de la procreación, fuertemente afectadas por el impacto de la tecnología y convertidas hoy como nunca antes en temas políticos más que considerables.
Los vastos textos que en su deriva histórica, expresan ese juridis-mo, han constituido para el Occidente un orden asimilable al de una religión, su segunda Bibilia. Para decirlo breve y categóricamente: deviene razón escrita, es la razón humana hecha texto. Si en algún momento se lo dijo con extraordinaria claridad fue cuando en la Francia ilustrada y posrevolucionaria se acometía la gran tarea de la codificación. Escribiendo en 1804, el presidente de la comisión redactora, Jean Etienne de Portalis, lo deja asentado en estos términos: "El derecho es la razón universal, la suprema razón fundada en la naturaleza misma de las cosas….” .
Por otra parte, pari passu con los procesos de secularización, esa segunda Biblia, la Ley jurídica –nada menos que la razón humana hecha texto-, la ha desplazado, exaltándose al lugar central de ese anudamiento caracterizado como núcleo de la función dogmática. La Ley, para las creencias básicas del hombre moderno, instaurada para hacerlo nacer a la vida social atravesando el hecho biológico del alumbramiento, está para acompañarlo luego en el transcurso de esa vida, fijando los límites de la violencia y la locura y asegurando un cierto estatuto de la reproducción humana. Todo, en un mundo a la vez teatral y tecnológico, tanto de cara a la problemática de los sujetos involucrados cuanto en su dimensión política. Mundo en el que siempre prima alguna referencia mítica como lugar de la Referencia Absoluta.
En lo más profundo de la dogmática, las sociedades humanas rechazan y censuran y también alaban y exaltan; diseñan zonas de sombra, poniéndose a veces en el terreno de una “voluntad de ignorar”, que es la instancia de la censura, paradoja de la que se alimenta la modernidad. Esa voluntad negativa y negadora, ha ocupado, en la historia de los saberes occidentales, ha ocupado un lugar junto a la voluntad de saber que se expresa en el imperativo galileano. Paralelamente, así como se habla de voluntad de poder debería también hablarse de la voluntad de obedecer, que impide que aquella se concrete en la pura violencia. De esas contradicciones que, entretejiéndose, se implican en aspectos cruciales del malestar, se nutre la llamada servidumbre voluntaria. La que llega, incluso, a la obediencia devenida entrega total.
Puede, en este orden de cosas, hablarse del moderno espacio fundamentalmente teatral, donde las evidencias esconden tantas cosas y donde se olvida que la palabra es siempre “palabra instituida”. Las teorías y el recorte de los saberes, son exhibidores que escogen, muestran y sobretodo eliminan. Que no haya ámbito libre de su intrusión justifica que se las pueda detectar tanto en el orden de la burocracia cuanto en las manifestaciones artísticas de la teatralidad.
Todo ese decorado, sirve para tratar de ocultar el carácter de asignación erótica de nuestra relación con la Ley. Por eso la obedecemos, respondemos a su supremacía, que configura el postulado de que todos los emplazamientos, derechos individuales y posibilidades de actuación ante las magistraturas públicas, así como las atribuciones de estas últimas, provienen de lo establecido en el derecho positivo estatal. Y es también por eso que podemos intentar un esbozo de respuesta al enigma propuesto por Wilhelm Reich. Decimos que cumplimos con los dispositivos legales por convicción, por temor, por conveniencia, por honor, por imperativo de conciencia, porque la Ley es principio de orden y razón. Pero detrás de los discursos que expresan esos sentimientos, se deja percibir una asignación erótica al significante de la Ley. En su modo de expresarse, en su manera de recurrir a ella como la Referencia Absoluta de la modernidad, en el abordaje de su propio misterio, está el secreto individual e intransferible de nuestra relación con la Ley.
6. Tiranía y sumisión.
Cuando escribió su Discurso… Etienne de la Boétie no centraba sus reflexiones en el respeto del gran instrumento de la paz social. No era la obediencia al mensaje de la ley, a la vez autoritario y persuasivo, lo que convocaba sus reflexiones.
En el centro de éstas se encontraba el poder despótico. Desde la visión de nuestro tiempo diríamos, algo pleonásticamente, el ilegítimo poder de la ilegalidad.
Precisamente el enfrentamiento entre opuestos portadores de la voluntad de poder, la infinita violencia que ponían en marcha, el espectáculo de la sangrienta represión de la rebelión de las gabelas, pueden ser vistos como detonantes de su obra, como en buena medida lo son de su amigo Montaigne. Y no hay nada bueno en la tiranía, la figura del déspota benevolente es una auténtica imposibilidad. Acertó Goethe, siglos más tarde, cuando, en Egmont, consideraba al poderoso político como prisionero de lo demoníaco, que prevalece sobre la sensatez y la moral. En el poder veía el poeta al auténtico opuesto del amor, sentía que en él se aloja un pacto demoníaco, que lo arrastra a la embriaguez de lo ilimitado. El déspota benevolente no existe, no puede existir; es, a lo sumo, una mera hipótesis intelectual, a veces un simple engaño, tal vez la expresión inconsciente del deseo del amparo paterno o de los juegos misteriosos de la identificación.
La legalidad política se ha alimentado, históricamente y por paradojal que pueda parecer, de la tendencia del poderoso de sustituirse, en la constelación del amor político, al significante de la Ley. El déspota o quien quiere llegar a serlo, supone delirantemente que puede ubicarse en el lugar de ese significante y, al ponerlo perversamente al servicio de su deseo, ser él quien fije los límites de la racionalidad. Ello solo puede producirse mediante una movilización mítica de un significante político todopoderoso: la Patria, la Raza, la Sociedad sin Clases, capaz de concitar complejos emocionales de adhesión, más allá de los fríos balances de conveniencia. Adhesión que convoca al amor político en competencia con la Ley, de modo que el sistema que en ella se funda sea experimentado como la crisis que afecta a lo que es inútil o adverso al deseo de Ley . Es consentir su eclipse , ocultándola tras la militancia ideológica o la desideologización eficientista que, desde veredas opuestas, coinciden en el desprecio por lo institucional.
El caso extremo de esas crisis de la legalidad, el más intenso y violento, lo protagonizó el nazismo. Excitó el sueño de una comunidad cálida, contenedora e indestructible en reemplazo de la sociedad civil a la que declaró fríamente fundada en egoísmos individuales. Lo supuestamente perfecto en lugar de la imperfecta obra humana. Reemplazó al Estado de Derecho por la arbitrariedad del Führerstaat, a la norma por la decisión. Sustituyó la regulación impersonal por la orden desnuda que tiene destinatarios directos y demanda obediencia ciega. La Ley, el texto que nuestra cultura tiene como forma expresiva de la razón humana, por el imperio de un principio antropológico, demoliendo el estatuto de la filiación y consumando el quiebre del orden de la reproducción de la textualidad occidental. Estableció el lugar de producción de la nada, en escala y según método industriales, el campo de exterminio, estableciendo allí la negación absoluta de la ley y de la subjetividad que se le asocia. No hay en el vocabulario jurídico palabras que puedan denotar un estado de cosas que es su pura negación. Los ecos del paradigma del espanto, de esa inédita brutal agresión contra la condición humana siguen resonando.
El Conductor de voluntad omnímoda no es como el príncipe medieval "la ley que respira". Es la No Ley, que se muestra como el padre de la horda, el cabecilla aterrador, obedecido y adorado que decide. Se perdió el padre simbólico, la ley como reguladora del orden del lenguaje y del parentesco y se inauguró una nueva Kultur en la cual la tecnología hacía la parte de la modernidad en el complejo totalitario. Si la tecnología podía casar bien con semejante crisis de lo normativo es precisamente porque expresa a la racionalidad en su más estricta y despojada función instrumental.
El totalitarismo, la idea del Uno que es el Todo, excluye, como principio cardinal de su existencia, al orden y a la cultura de la legalidad. En palabras de un filósofo español contemporáneo, “…No hay principios legales ni morales, ya sean remotos o fundacionales que puedan restringir o contener la violencia organizada del propio movimiento; la política totalitaria, al encarnar sin intermediaciones la violencia matriz de la Historia, estaba llamada ‘por principio’ a recrear la realidad de acuerdo únicamente con el suprasentido ideológico como única fuente prescriptiva, por sobre la moral, por sobre el Derecho” . Ese suprasentido y la consiguiente abrogación de la legalidad constituye una sustracción conceptual y existencial de cuanto sea externo al marco definido por la supremacía racial y por la necesidad de conductor que experimenta la comunidad para el despliegue de sus energías creadoras.
La servidumbre voluntaria, cuando se desarrolla fuera de la acción gravitacional de la Ley del padre, deviene clave de arco del ejercicio más brutal y sangriento del poder. No es un sistema de locura, es la locura como sistema.
* Arnoldo Siperman es autor de LA LEY ROMANA Y EL MUNDO MODERNO, Juristas, científi-cos y una historia de la Verdad, Ed. Biblos, Buenos Aires, 2008.
COMENTARIOS