POBREZA Y RELIGIOSIDADES POPULARES, EL GAUCHITO GIL por Jorge Ossona*
| 9 mayo, 2017En calcomanías sobre las lunetas de autos usados que transitan por las calles de los barrios populares, en murales pintados en las esquinas o paredes de sus viviendas humildes, en tatuajes grabados en el cuerpo con las debidas promesas y oraciones, y en pequeños altares hogareños como en tantos otros escenarios la imagen del Gauchito Gil no ha dejado de propagarse en todo el Gran Buenos Aires desde hace por lo menos quince años. Estas expresiones encuentran sus terminales en templos a veces monumentales; sucursales, a su vez, del gran centro nacional de peregrinación en Mercedes, Corrientes. Iluminados por velas rojas y ornamentados con cañas de tacuara enarbolando banderas del mismo color configuran un escenario que remite a las guerras civiles del siglo XIX. No es fortuito: Antonio Gil se constituyó en uno de los mitos más emblemáticos del Litoral durante la etapa final de ese periodo de nuestra historia.
Los contingentes migratorios internos que fueron arribando a Buenos Aires y sus alrededores desde los 30 lo trajeron consigo; aunque, como otros santos, discretamente disimulados entre los iconos de la religión oficial. Preguntas de rigor: ¿Por qué semejante expansión?; ¿cómo se relaciona con la pobreza?, ¿Por qué el relato de su trayectoria resulta tan atractivo para el nuevo proletariado suburbano? Interrogantes difíciles de responder; aunque es factible aventurar algunas ideas a partir del testimonio de algunos promeseros y al análisis de sus demandas: desde el retorno de un marido o una esposa infiel hasta el de hijos desafiliados hundidos en el síndrome de las drogas y el delito; desde la suerte de detenidos y prófugos de la justicia hasta la de enfermos. Una línea gruesa, no obstante, se impone: la autoprotección de delincuentes o de vecinos comunes acechados por diversos enemigos en medio de guerras entre bandas juveniles o conflictos familiares que terminan involucrando a barrios enteros. ¿Qué tienen en común todas estas demandas con la trayectoria del santo? Recorrámosla brevemente para encontrar algunas pistas.
Antonio Mamerto Gil Núñez nació en Mercedes, Corrientes, presumiblemente en 1847. Desde joven, se desempeñó como peón de campo en diferentes haciendas de la zona describiendo la trashumancia estacional típica de las llanuras argentinas. Hacia principios de los 60, se enamoró de una estanciera viuda y rica cuya fortuna le era disputada por parientes codiciosos y por el comisario del pueblo. El paisano y la heredera compartieron un romance tan intenso como interdicto por los prejuicios sociales. Harto del cortejo de su rival, como buen hombre de honor, lo reto a un duelo a cuchillo entre caballeros; pero acorralado, el policía se batió en fuga ordenando su inmediata orden de captura por desacato a la autoridad. Para evitarle a su amada el escarnio social decidió, en 1864, alejarse de Mercedes y enrolarse en el Ejército Nacional para combatir en la Guerra de la Triple Alianza.
Después de su heroico retorno, fue convocado a alistarse en la facción militar de su partido autonomista (colorado) en guerra contra los celestes (liberales mitristas). Pero el dios guaraní Ñandeyara se le apareció en un sueño ordenándole no participar en una guerra fratricida que, a diferencia de la anterior, desvirtuaba el orden natural porque no respondía a ninguna ofensa que vengar. Desertó y se convirtió en un paisano rebelde; sobreviviendo, junto con otros alzados, del cuatrerismo y saqueo a estancias distribuyendo entre los pobres de los pueblitos la abundante sobra de sus botines.
Líder nato, suscitó en sus secuaces una devoción y entrega absolutas; exhibiendo, de paso, sus poderes sobrenaturales para curar heridas y enfermedades. Fue finalmente atrapado el 5 de enero de 1870 por una cuadrilla a cargo de un sargento que dispuso su inmediato traslado a Goya. Pero como era costumbre de la época, había una directiva tácita de ir eliminando a los capturados en el camino bajo la figura de “intento de fuga”. Su fama de soldado heroico en el Paraguay determino su indulto; pero este se demoró en llegar y el sargento ordeno su fusilamiento
Al momento de su ejecución, Antonio llevaba en el pecho un escapulario de San La Muerte que hizo rebotar las balas. Desesperado por la humillación ante sus subordinados, el militar dispuso su degüello con su propio cuchillo colgándolo de un solo pie de un espinillo. Cuando se aprestaba a decapitarlo, Antonio lo interpelo: «No me mates, que ya va a llegar la carta de mi inocencia». El sargento respondió: «Igual no te vas a salvar», a lo que Gil respondió: «Cuando llegue la carta vas a recibir la noticia de que tu hijo está muriendo por causa de una enfermedad … rezá por mí y tu hijo se va a salvar, porque hoy vas a estar derramando la sangre de un inocente». Antonio Gil fue finalmente degollado; y su ejecutor efectivamente habría de recibir esa noche las dos noticias: la de su indulto y la de la enfermedad de su hijo. Peregrinó inmediatamente hasta el árbol en donde haba sido sacrificado pidiéndole perdón y clavando un crucifijo que, desde entonces, se convirtió en el centro de peregrinación de sus fieles devotos.
Una historia inscripta en el romanticismo guerrero argentino del siglo XIX en la que precipitan, a su vez, varias tradiciones con sus respectivas creencias y valores: la hispanocriolla, la guaranítica y la africana aportada por los esclavos negros fugados de Brasil. La primera, exalta el honor en un doble sentido: el del justiciero que defiende la dignidad de su amada; y que, luego, se transforma en una suerte de Robín Hood. En ese sentido, bien podría ser identificado bajo la figura emblemática del gallardo bandolero español, aunque criollo. No es noble de sangre; pero es un paisano libre, no servil, que no se doblega ante nadie. José Luis Romero tal vez lo hubiera inscripto en su concepto de democracia fáctica de las sociedades postemencipadas cuyos protagonistas fueron los caudillos federales patentizados por Sarmiento en su Facundo.
No obstante, reconoce un orden social inspirado por Dios que los hombres pueden alterar tentados por la codicia y la soberbia; y que algunos espíritus escogidos por la gracia divina tienen el mandato de corregir. El mesianismo cristiano confluye allí con el naturalismo guaraní. No se trata de un revolucionario, ni siquiera de un reformista, sino de un justiciero nostálgico que quiere devolver las cosas a su quicio. Un humilde paisano en condiciones de defender el honor de una mujer rica de igual a igual con poderosos que no respetan los códigos de un orden tradicional imaginado. Su rebeldía delictiva responde también a ese designio.
La nobleza de Gil también reside en ser responsable de resistirse ante el abuso de los jefes de su propio partido autonomista sumidos con sus antagonistas liberales en una guerra fratricida. No es precisamente un pacifista, como lo prueba su paso por el Ejército Nacional en la Guerra del Paraguay. Solo se niega a participar de una lucha inútil porque “no hay nada que vengar”. No es difícil advertir en este último dato, nuevamente, la huella del guaranismo a través de la orden de Ñandaruyà: los seres humanos responden a un orden cósmico armonioso que los caciques o “payas” –chamanes- justos deben preservar mediante los rituales correspondientes. En este caso, la deserción y el bandolerismo para resistir el fratricidio y, de paso, ayudar a los pobres en un tiempo de abusos propios de las mutaciones sociales y culturales generadas por la expansión del capitalismo rural.
¿Porque este mito impacta tanto al mundo de la pobreza suburbana contemporánea? Gil posee varios atractivos: es gaucho –por lo tanto, provinciano-, es libre, y es responsable de hacer cumplir “los códigos” para garantizar la subsistencia cotidiana comunitaria a través de una tradición útil en el marco de la descomposición del orden social en el que abreva la nueva pobreza estructural. No fortuitamente, su éxito arraigo en su maduración a caballo entre los 90 y los 2000. Su trayectoria, entonces, se ajusta a la de los “porongas” comunitarios responsables de diferentes colectivos: una banda familiar o juvenil, una barrabrava o un barrio entero. De ahí que su devoción sea menos abrazada por los delincuentes que por los referentes territoriales encargados de velar por el sostén de su grupo. A veces, ello requiere trasgredir la ley.
Gil les confiere a esos liderazgos una connotación religiosa indispensable en sociedades de relaciones informalizadas en las que las pautas de convivencia deben reinventarse recurrentemente. Las propiedades providenciales de su autoridad no admiten otra deliberación que aquella que se resuelve por la acción directa. Una solución práctica para aquellos cuyas aspiraciones de liderazgo estriban en “conocer la calle” y ofrecer a sus seguidores niveles indispensables de seguridad y protección; aunque a costa de una obediencia que no admite discusiones.
Gil, como los buenos referentes, protege a las mujeres de la violencia machista exacerbada por la crisis de los roles proveedores tradicionales. Como estos, es también un gran seductor que utiliza su virilidad como insumo de su prestigio de “macho cabrío” protector. De ahí, la devoción que, como los punteros, suscita en tantas mujeres sacrificios a cambio de recuperar la armonía familiar perdida por la infidelidad o la violencia domestica agravada por el alcohol, las drogas o los hábitos de la vida marginal.
Otro capítulo de su mitología es su martirio. Sin duda, un atractivo para promeseros ávidos de calmar la culpa de sus pulsiones violentas por las tentaciones de la cultura delictiva. Su captura y posterior fusilamiento por un ficticio intento de fuga evoca a la denominada “carta blanca” de la policía respecto de algunos jóvenes delincuentes sindicados como irrecuperables. Comparte con su verdugo el mismo lenguaje procedente, como ocurre entre ladrones, punteros y policías contemporáneos de su común extracción social. Como a los “malandras” actuales, la protección de San La Muerte lo salvo de las balas enemigas. Su degüello injusto produjo, como ocurre con los “pibes chorros”, su purificación frente al ejercicio de una violencia estatal juzgada como intrínsecamente injusta. En parte, por su asociación con el delito desde un lugar privilegiado y explotador; pero también por la incapacidad compartida con el resto del Estado de restituir aquel orden atesorado en la memoria de los más veteranos.
Gil, por último, predice el destino del verdugo inspirado por la gracia divina. El desenlace rescata valores como el amor, la misericordia, y el perdón; aunque también la superioridad del santo o de aquel que con su sacrificio se santifica. Ello lo preserva vivo en otro estado contiguo al mundo sensible con el que es pasible comunicarse merced a la intervención mediumica. No fortuitamente muchos pastores y paes conjugan ese rol con el de referentes comunitarios. Gil deviene, así, en una suerte de caudillo celestial transhistorico. Como otros mitos de las tradiciones rurales, su culto no define religiosos especializados sino que estos suelen ser los propios dirigentes barriales. Porque no es un dios sino un “santo”; un humano cuya superioridad ejemplar trasciende la vida y los tiempos. Los capos y aspirantes a serlo que lo siguen participan de su grandeza definiendo, a su vez, pirámides de jefaturas subalternas imbuidas por su moral.
El encargado de uno de sus templos emblemáticos en un partido del GBA nos lo señalaba didácticamente: “El Gauchito es peronista; pero del “peronismo esencial”, no del político. Porque el color rojo es el de los caudillos federales como Rosas y Quiroga. Y el peronismo desciende por línea directa de ahi. Pero es el peronismo “filosofía” y “religión del pueblo”; el de Perón y Evita, no el PJ que se parece a los colorados de la época del Gauchito que ordenaron su muerte y que luego lo perdonaron pero que no tuvieron tiempo porque Dios no lo quiso; porque seguro que lo iban a convidar a sumarse, como estos de ahora, algún chanchullo”. Nada es, igualmente, tan lineal… Nuestro interlocutor es uno de los hombres de confianza de un poderoso referente territorial reputado de aquiescencia con diversos delitos entre los que se destaca el narcotráfico.
*Historiador , Miembro del Club Político Argentino
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