MEMORIA PERSONAL DE BORGES * (segunda parte) por Javier Wimer
Ernestina Gamas | 7 julio, 2012
Lo visitaba en la Biblioteca Nacional o venía a mi departamento. Algunas veces lo acompañé a caminar por la ciudad y, durante los buenos momentos de su matrimonio con Elsa Astete, en dos o tres ocasiones nos invitaron a mi mujer y a mí a cenar en su departamento.
En estos encuentros fui conociendo a un sector de sus familiares y amigos cercanos. A su madre Leonor Azevedo; a su cuñado Guillermo de Torre, casado con su hermana Norah y recordado editor de la colección La pajarita de papel; a María Kodama, su discípula predilecta y con quien estudiaba islandés antiguo; a Norman Thomas de Giovanni, un joven norteamericano especializado en su obra y dedicado en aquellos años a traducirla al inglés.
Con Borges se hablaba siempre o casi siempre de literatura y, en raras ocasiones, de política. Se sabe que el tema no le interesaba especialmente. Borges era una especie de thory escéptico y mal informado. Un individualista que no tomaba en serio la política y ni siquiera sus propias opiniones políticas. Pero era también antirracista y antifascista, enemigo del autoritarismo y de la violencia y, en modo alguno, un sectario o un militarista como algunos sostuvieron con ligereza. No soy partidario de un gobierno de militares como no soy partidario de un gobierno de ingenieros, de sastres o de peluqueros, le gustaba repetir.
Sólo resulta posible acotar su posición política a través de contradicciones, de negaciones endémicas y de sutilezas recurrentes. Se proclamaba contrario a los sistemas autocráticos aunque, llevado por su militante antiperonismo, el año de 1976 se haya manifestado en favor de la Junta Militar que derrocó a Isabel Perón y aunque ese mismo año, supongo que por idénticos motivos, haya rematado el prólogo a La moneda de hierro con una frase que se volvió famosa: Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística.
Su tardío deslinde de la democracia hace aún más difícil entender y definir la posición política de quien tampoco era partidario de la dictadura, de la monarquía o del anarquismo. Para hacerlo habría que improvisar una explicación casuística o aceptar, simplemente, la propuesta del propio Borges. ¿A qué agregar a los límites naturales que nos impone el hábito, los de una teoría cualquiera?
En todo caso, Borges nunca cayó en la tentación de diseñar o esbozar una utopía política, tal vez para no desacreditar su escepticismo, aunque tengo la sospecha que su polis ideal era una especie de aristocracia de la inteligencia, una sociedad gobernada por sabios y con un anchísimo espacio para el ejercicio de la libertad individual.
Lo que resulta curioso es que un hombre que se decía ajeno a la política hiciera tantas y, a veces, tan infortunadas declaraciones políticas. Me parece que esta actitud obedecía a un imperativo de carácter ético, a una genuina necesidad de expresarse como ciudadano. No para satisfacer una expectativa social o cualquier otro tipo de exigencia externa sino como un desafío, como un modo de afirmar su libertad y de vencer su timidez, sus temores y sus miedos. Singular paradoja de un hombre decepcionado de la democracia pero que, a fin de cuentas, no era súbdito de nadie sino el altivo ciudadano que sólo puede existir en la democracia.
Algunos de sus actos y declaraciones le causaron problemas. El episodio más conocido de todos es haber aceptado la Orden de Bernardo O'Higgins del gobierno pinochetista cuando ya se daba por seguro que obtendría el Premio Nobel de Literatura. Muchas voces airadas se levantaron para condenarlo y Artur Lundkvist, el poeta, el socialista que abanderaba la causa de Borges en la academia sueca, vetó para siempre su candidatura. Borges fue víctima de una maniobra urdida por las cancillerías argentina y chilena que perjudicó el prestigio del escritor sin mejorar la imagen de las dictaduras gemelas. De este modo, se encontró con su destino sudamericano y asumió el tropiezo con su habitual ironía. Le llevó tiempo saber quién era Pinochet y reconocer que se había equivocado. Otro tanto le ocurrió con Videla pero cuando le llegaron pruebas inequívocas de sus crímenes no vaciló en denunciarlos.
De todas maneras era difícil hablar de política con Borges pues además de tener poco interés por el acontecer inmediato, salvo que se tratara de hechos extraordinarios o portentosos, asumía con facilidad el punto de vista de amigos distraídos y, sobre todo, de algunas amigas que tenían el poder filosofal de transformar cualquier hecho en chisme de buena sociedad. A veces Borges preguntaba por algún suceso reciente y con frecuencia rectificaba sus opiniones cuando creía que eran incorrectas.
A pesar de haber escrito en un texto sobre Lugones que la entraña de la realidad no era verbal, vivió y murió como si el mundo fuera esencialmente literario o, al menos, sólo inteligible en términos literarios. Una noche lo acompañé a una cita que tenía con Carlos Mastronardi en un bar de La Recoleta y antes aún de sentarse a la mesa ya estaban hablando de escritores y de libros. Otra noche, durante la celebración de sus setenta años en su apartamento de Belgrano, contesté el teléfono y una voz lacónica me dijo, soy Bioy y quiero hablar con Borges. Ninguno de los dos desperdició el tiempo en preguntas y respuestas convencionales sino que, de inmediato, entablaron una prolongada conversación sobre la influencia de Dante en la poesía inglesa, conversación que resultaba estridente sobre el fondo de una sencilla fiesta de familia.
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