MEMORIA PERSONAL DE BORGES (tercera parte) por Javier Wimer
Ernestina Gamas | 30 julio, 2012PERSONAJE POLÉMICO
Sólo los grandes creadores pueden mostrarnos los entretelones secretos del universo. A Borges se le reconoce por su erudición, por el brillo singular de su inteligencia y de su fantasía, por la originalidad, belleza y perfección de sus textos pero, sobre todo, por su capacidad para comprometernos en una nueva lectura, en una nueva interpretación de la realidad. Por eso el uso extendido del término borgiano generalmente describe, no su estilo, sino los mundos paralelos en que se desarrollan sus historias o los territorios ambiguos donde la vida de todos los días se transfigura al contacto con el azar o la predestinación.
Tenía una notoria debilidad por la poesía. En una comida en la casa donde Borges estuvo particularmente alegre, elocuente e ingenioso, alguien le preguntó por sus preferencias en materia de poesía mexicana y él, en un arranque de memoriosa cortesía, nos recitó palabra por palabra El idilio salvaje de Manuel José Othón y La suave patria de Ramón López Velarde. Después pasó a otros temas y se detuvo, con ese humor sentencioso e inapelable que lo caracterizaba, en algunos aspectos caricaturescos de la vida literaria de Buenos Aires.
Para conmemorar el cincuentenario de la muerte de Amado Nervo, que se cumplía el 24 de mayo de 1969, las autoridades argentinas y la Embajada de México, organizaron un homenaje en el Teatro Nacional Cervantes que tuvo como orador principal a Borges. De acuerdo con el orden del programa también participamos el Subsecretario de Cultura, Julio César Gancedo, yo, y el Presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, Cayetano Córdova Iturburu. Cerró el acto Berta Singerman, cargada de años pero con pleno dominio de su memoria y de su voz.
Los organizadores del acto nos habríamos conformado con la asistencia de unas decenas de personas y nos encontramos, a las seis y media de la tarde, con un teatro absolutamente abarrotado y con un público mayoritariamente adolescente que esperaba inquieto y entusiasta el inicio de la función. No había un espacio libre en toda la sala y los corredores estaban colmados de muchachos con blue jeans y de muchachas con falda corta y tobilleras.
Los oradores plantearon, como podía esperarse, la necesidad de revaluar críticamente la obra de Nervo y Borges hizo un reconocimiento de la deuda que él, sus compañeros de generación y la poesía de lengua española, en general, tenían con el modernismo. Después de las felicitaciones y los autógrafos, acompañé a Borges y a su esposa Elsa al automóvil. Mientras lo ayudaba a subir, ella le dijo: ¿Te acuerdas, Georgie, cuando me recitabas versos de Amado Nervo?
En 1970, Borges se divorció y poco después yo volví a México. Durante aquel tiempo hice varios viajes a Buenos Aires y en todos fui a visitarlo. Había retomado su rutina de soltero aunque cada día pasaba más tiempo con María Kodama, la compañera que lo guiaba por el inacabable laberinto de la ceguera. Su relación se volvía más estrecha y ya prefiguraba un matrimonio que dificultaron heroicamente las leyes contra el divorcio promulgadas por la dictadura militar.
El genio de Borges fue advertido tempranamente y ya en 1930 Reyes, en una carta a Ortega y Gasset, lo señalaba como el más interesante de los jóvenes escritores argentinos. Sin embargo, su prestigio se limitaba a ciertos círculos literarios y estaba lejos de la dimensión genuinamente universal que llegó a tener años más tarde.
Es difícil trazar fronteras en este proceso pero se puede afirmar, por la frecuencia de los viajes, de los premios y de las condecoraciones internacionales, que la gran fama pública de Borges tuvo lugar entre el fin de los años sesentas y el principio de los setentas. Es entonces cuando se inició la era de las condecoraciones oficiales, cuando los periodistas comenzaron a perseguirlo y a preguntarle sobre todos los temas imaginables, cuando su nombre saltó de las páginas literarias a las primeras planas.
La celebridad convirtió a Borges en noticia y, por tanto, en un personaje polémico pues el despliegue de sus opiniones generaba, necesariamente, otras numerosas y distintas. De todos modos, Borges mantuvo hasta el final de su vida un sincero, irónico y elegante menosprecio por la fama. No cambió de costumbres, de amistades o de círculo social. No cambió su frugalidad, su modo de vestir, su gusto por la conversación y nunca sometió a sus interlocutores a esas crónicas especializadas y minuciosas con que algunos artistas describen sus encuentros con papas, reyes y presidentes.
En diciembre de 1973, Borges hizo el primero de sus tres viajes a México. Llegó para recibir el Premio Internacional Alfonso Reyes que le atribuyó un jurado con plena conciencia de la relación amistosa entre los dos escritores. Se conocieron en España y se habían tratado cercanamente cuando Reyes fue Embajador de México en Argentina, de 1927 a 1930 y de 1936 a 1938. Tenían amigos comunes, como Pedro Henríquez Ureña, que poco tiempo antes se había establecido en Buenos Aires, y múltiples coincidencias intelectuales y afectivas.
Reyes, con diez años más que Borges y con vasta autoridad en el mundo de habla española, desempeñó un discreto papel de hermano mayor en este vínculo de amistad y el ingrato de parte no beligerante en las guerras literarias en que estaban comprometidos los jóvenes escritores que lo visitaban. Es decir, Borges, Bernárdez, Marechal, Mallea…
Borges no desperdiciaba ocasión para manifestar la admiración y afecto que sentía por Reyes y se refería con frecuencia al inicio de su amistad. Alfonso Reyes, decía, me invitaba a comer a la Embajada de México cuando yo no era sino un escritor desconocido y apenas, para los demás, el hijo de Leonor Azevedo. Más precisamente, lo invitaba con su madre algunos domingos y con sus amigos en otros días de la semana.
A pesar de la admiración que Borges tenía por Reyes siempre le reprochó su debilidad o vencimiento frente a Ortega. No soportaba la arrogancia que algunos escritores españoles mostraban en su trato con los latinoamericanos, como puede advertirse en esa feroz diatriba que llamó Las alarmas del doctor Américo Castro. Aunque condenaba los juicios genéricos no dejaba de hacerlos, en confianza y con gracia, cuando se trataba de la vida literaria de España o Francia. Su polémica con Castro y alguna de estas bromas le valieron que un grupo de profesores españoles, con escaso sentido del humor, lo declarara enemigo de nuestra lengua.
El nombre del premio y del primer premiado estaban enlazados de tal manera que la distinción parecía haber sido creada especialmente para Borges. Creo que fue feliz en esos días y así lo mostraban no sólo sus palabras, comprometidas hijas de la cortesía, sino su buen humor y el desempeño entusiasta de un programa de trabajo cargado de entrevistas y de actos sociales. Entonces entró en contacto con los principales escritores mexicanos excepción hecha de Octavio Paz que andaba de viaje.
Todos ellos tenían o tuvieron, naturalmente, su propia versión de Borges. El intrépido Arreola abordó el tema de la vida sexual del visitante en una conversación digna de memoria aunque las palabras del entrevistado hayan sido menos que las palabras del entrevistador. Tuve una interesante charla con Arreola en la que puede intercalar dos o tres silencios, diría Borges, al hacer el elogio de la turbulenta elocuencia del escritor jalisciense.
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