MEMORIA PERSONAL DE BORGES (última parte) por Javier Wimer
Ernestina Gamas | 23 agosto, 2012
VIAJE AL LADO OSCURO DEL UNIVERSO
Tenía Borges una limitada afición por la música. No era un melómano pero le gustaban algunos clásicos, como Vivaldi o Brahms, el jazz, la milonga y el tango porteño que, con frecuencia, tarareaba o cantaba para ilustrar algún punto de la conversación. Tampoco era un gastrónomo. Se alimentaba de modo simple y frugal, apenas se interesaba por las comidas complicadas y por los restoranes famosos, ostentosa debilidad de muchos artistas, y, desde luego, no bebía ni fumaba. Mostraba asombro, incluso, de que hubiera gente que encontrara placer en embriagarse, en drogarse, en perder la conciencia de sí misma. Aunque generalmente eludía los juicios morales creo que asomaba en éstos alguna veta de puritanismo que le venía de la infancia, de esa educación más o menos victoriana que recibían los hijos de las buenas familias en la Argentina de principios de siglo.
Borges encarnaba el arquetipo del perfecto caballero. Creía sinceramente en la verdad, en el honor, en el coraje, valores de exaltación necesaria pero de práctica incierta. Ejercitaba la cortesía no como convención social sino como deber ético y evitaba hasta el extremo usar los privilegios sociales de su ceguera. En las reuniones siempre se levantaba para saludar y cuando estaba en su departamento acostumbraba acompañar a los invitados hasta la puerta del edificio.
En su viaje anterior a México, Borges se quedó con las ganas de conocer las ruinas mayas de Yucatán. Ahora, en 1981, algunos amigos nos comprometimos a satisfacer su curiosidad. Habíamos preparado todo para el buen éxito del viaje.
Los miembros de la pequeña expedición, integrada por Borges, María Kodama, Adolfo García Videla, Estela Troya, mi mujer y yo, llegamos a Mérida en un mediodía diáfano y singularmente caluroso que era de comentario obligado en la conversación hasta que Borges cerró el tema, al afirmar, con sensatez lapidaria, que cualquier calor presente es mayor que otro pasado. Aproveché la comida para convencerlo de que no podía andar con riguroso uniforme de ciudad en los desiertos y selvas yucatecas y accedió, de buena gana, a despojarse de su vestimenta y ponerse una guayabera y un sombrero de palma.
En Uxmal nos alcanzó el atardecer. Borges preguntaba todo el tiempo por la apariencia, la antigüedad y el significado de las ruinas mientras tocaba y escrutaba las piedras a su alcance. Al día siguiente recorrimos de punta a punta Chichén Itzá: la gran pirámide, los templos y palacios, el juego de pelota y los enormes espacios que dan coherencia y perspectiva al conjunto monumental. Borges no desfallecía, caminaba y preguntaba bajo los rayos de un sol inclemente. Cuando nos deteníamos en alguna sombra momentánea, palpaba la base de los monumentos. Preguntaba y caminaba sin descanso.
El origen libresco de algunos viajes de Borges aumentaba su exigencia de concreción material. Pues Borges, sobreponiéndose a su ceguera y a su percepción literaria del mundo, requería de certidumbres físicas y no se contentaba con sucedáneos, con travesías imaginarias o con realizaciones simbólicas, en el estilo de Des Esseintes, el célebre personaje de Huysmans, sino que se empeñaba en comparar, en confrontar la idea que tenía de un lugar con el lugar mismo, el nombre de la ciudad con la ciudad nombrada.
A Borges le fascinaban los viajes. No siempre estuvo en posibilidad de hacerlos por razones de salud, de familia o de dinero pero cuando las circunstancias cambiaron, cuando comenzó a recibir toda suerte de invitaciones y homenajes, se lanzó al mundo con la ilusión, el ímpetu y el vigor de un hombre joven.
Soportó, sin daño y sin queja, los largos itinerarios que le imponían sus compromisos profesionales y aún encontró el tiempo necesario para visitar los sitios que sólo conocía como palabras. No, en principio, las grandes capitales, sino los santos lugares de su agenda íntima: Edimburgo, Santiago de Compostela, Jerusalén o Machu Pichu.
Aún después de 1981 mantuvo un ritmo intenso de trabajo. Escribe, publica relatos, poemas, prólogos, antologías y traducciones, dicta conferencias, recibe premios y doctorados, dice discursos, responde a las interminables preguntas de las entrevistas. Sigue viviendo en Buenos Aires y viaja con frecuencia.
A fines de 1985 cambia Buenos Aires por Ginebra debido, se decía, a que el gobierno del radical Raúl Alfonsín no satisfacía sus expectativas de antiguo militante de ese partido. Mayor peso tuvo en esta decisión, me parece, el avance del cáncer que ponía un límite cercano e irrevocable a sus días terrenales y que Borges no deseaba desperdiciar en los chismes y conflictos a que lo condenaba su celebridad, su condición de bien nacional, de patrimonio colectivo de los argentinos.
Borges quería reconquistar su vida privada y con tal propósito eligió como lugar de residencia a la aséptica Ginebra y más exactamente a la Vieille Ville, la ciudad de austera piedra, sin adornos, la ciudad de Calvino pero también la ciudad donde podría recuperar la memoria dichosa de sus mocedades y donde podría celebrar, en la intimidad, su matrimonio con María Kodama.
El año de 1986 fue el año de la muerte de Borges. Con el valor y la serenidad que le eran propios se adentró en el lado obscuro del universo.