«… Y ME LLEVÉ HASTA TELÉMACO, MI PERRO» por Albino Gómez
Ernestina Gamas | 12 agosto, 2012
Un espacio en el exilio de Héctor Tizón
El periodista y diplomático, Albino Gómez, rememora una anécdota del escritor jujeño, Héctor Tizón, cuando decide exiliarse con su familia en Europa, en la época de la dictadura cívico militar argentina, en 1976.
No es necesario que mencione la enorme importancia de este gran narrador argentino nacido en Yala, Provincia de Jujuy, en 1929. Tampoco que me refiera a sus extraordinarias novelas y cuentos, o a sus años de eficaz labor diplomática durante el gobierno de Frondizi, que abandonó cuando el presidente fue derrocado. Sin embargo, no puedo dejar de recordar que recibió los premios "Academia Nacional de Letras" y "Consagración"; que el gobierno francés le otorgó la Orden de las Artes y las Letras y que al volver al país, después de un largo exilio, como también era abogado, integró como juez el Tribunal Superior de Justicia de su provincia, donde acaba de morir a los 83 años. Pero hoy, para rendirle un modesto homenaje, sólo quiero transcribir parte de lo que me contó en una tarde del mes de julio de 1982, durante su exilio madrileño:
“Cuando me fui lo hice con todo: con la madre de mis hijos y con mis hijos. Como nos fuimos todos, ni siquiera dejamos a Telémaco (la mascota) como guardián, lejos de la contienda, que esto es lo que su nombre significa.
Tampoco creíamos -creo yo- los que entonces nos fuimos, en buscar ni encontrar un mundo nuevo, quizás porque en nuestras vidas ya no había tiempo ni ganas de hacerlo.
Cuántas veces en mi juventud primera había soñado con nuevos mundos, con lugares remotos donde vivir al menos por un tiempo. Desde entonces las estaciones ferroviarias y los puertos fueron una atracción milagrosa en mis sueños. Después ya no tanto puesto que, como divagaba Unamuno, los propósitos, como las nubes, van cambiando conforme se resuelven, según se deshacen en lluvia.
Un exiliado no es un viajero, tampoco es un emigrante y es lo contrario de la casi obscena condición de ser turista.
Al poco tiempo del comienzo de aquello que serían los largos años de nuestro exilio, fui a visitar a un gran escritor rumano radicado en Madrid del cual rechazaba todo, menos su excelencia como escritor. Me refiero a Vintila Horia, ahora completamente olvidado e incluso temo que muerto. No hacía mucho, entonces, que había ganado el premio Goncourt y a raíz del revuelo que se montó por ello, ya que se le consideraba una especie de protofascista, renunció a ese galardón otorgado por su magistral novela Dieu est né en exil. Fui a visitarlo con mi hijo Ramiro, nos recibió con generosa amabilidad y nos regaló un ejemplar de esa novela, que aún conservo. Era, o es, una autobiografía supuesta de Ovidio, desterrado por el emperador Augusto en los extremos del Imperio, y el libro comienza con esta frase: "Cierro los ojos para vivir".
Esas palabras fueron como un impacto para mi ánimo, como una síntesis y, tal vez, como un propósito o como una profesión de fe.
Cerraba los ojos para vivir. Nada de lo de afuera, ni los paisajes ni las cosas ni la gente podría perturbar el mundo, la tierra que había dejado atrás, de la cual me arrojaron con un empujón injusto e inaceptable.
Y entonces, al cabo de maldigerir el dolor, por momentos ciego y rencoroso, me decía que aunque perdimos mucho, mucho nos quedaba y aunque no éramos ya lo que antes habíamos sido y quizás nunca más lo seríamos, aquella fuerza que en los viejos días hacía prever para todos un destino mejor que esta indigencia, éramos los que aún éramos o, en rigor, lo que debíamos ser: un temple igual, debilitado por el extrañamiento y la desdicha, pero en todo caso tendríamos que ser, como en el poema de Tennyson, fuertes de ánimos para aspirar, buscar, hallar y no ceder.
To strive, to seek, to find, and not to yield.
Así pasaron los años, unos detrás de otros, pero no como una suma o como el tiempo cuyas cifras un preso escribe y anota en los muros de su celda, sino como la soterrada, oscura y no dicha (¿desdicha?) esperanza de volver.
Cuando ocurrió el hecho tenebroso de la estúpida y cruel guerra de las islas, desatada por los genocidas, entre ese estruendo y el dolor y la vergüenza, sentimos de inmediato que de esa ignominia nacía un alba diferente. La eterna aurora del eterno ocaso, como diría también el viejo Unamuno, tantas veces transterrado pero de corazón obstinadamente sedentario, tercamente atado a su terruño.
Y después, al final, los asesinos desarmados, convertidos de pronto en ridículas quimeras sobrevivientes de tan dilatada pesadilla y el país arrasado pero libre y otra vez dueño de su destino, es decir, de aquello que entre todos pudiéramos hacer de él.
Aunque en muchos corazones de los que en los días aciagos nos fuimos hubo algún amague de duda o de cansancio, ninguno -recónditamente- creyó que iba a ser para siempre. Ninguno aceptó la pérdida de una patria como se llega a aceptar la muerte, aunque a unos pocos, bien a su pesar ésta los alcanzó. Pero los demás, todos o casi absolutamente todos, estamos de regreso aquí, donde, claro está, cerraremos los ojos. Pero cuando nos dé la gana.”
Ahora cerró sus ojos para siempre, pero nos dejó una extraordinaria obra literaria, para siempre.
*Periodista, escritor y diplomático