DE TAL PALO por Antonio Camou*
Con-Texto | 7 enero, 2025La deriva autoritaria del chavismo viene de lejos y amenaza con profundizarse día a día. El análisis de tres promesas incumplidas del régimen surgido hace poco más de un cuarto de siglo puede ayudarnos a comprender algunos aspectos del escenario actual.
La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en el poder a un mismo ciudadano. El pueblo se acostumbra a obedecerle, y él se acostumbra a mandarlo, de donde se origina la usurpación y la tiranía…
Simón Bolívar, Discurso de Angostura, 15 de febrero de 1819
Cuesta un poco reconocerlo al primer vistazo en aquel reportaje prehistórico con un periodista de Univisión Noticias. Está vestido de civil: camisa de cuello blanco almidonado sobre fondo celeste, saco beige y corbata al tono. Una imagen estudiadamente lejana respecto del uniforme militar que utilizó durante su vida previa, y que usaría casi invariablemente después, con la remera roja pegada al pecho y la boina de paracaidista calzada en chanfle. Aunque está sentado en una silla, firme, un poco tieso, en una de sus virginales entrevistas importantes para la televisión mundial, su figura se recorta estilizada, distante de la efigie maciza, achaparrada, casi regordeta, de sus abundantes apariciones públicas posteriores.
Se lo observa feliz, sonriente a boca llena, con el carisma inmaculado, en ese diálogo que circula por internet fechado en diciembre de 1998, pocos días antes de su primigenia llegada al poder; un poder presidencial que se ganó en buena ley, con el 56.20 % de los votos limpiamente contados Mesa por Mesa, Acta por Acta, papeleta por papeleta; un poder legítimo que le otorgaron los venezolanos y venezolanas que creyeron sin cortapisas en su mensaje anti establishment de regeneración nacional, de honestidad pública, de desarrollo económico, de justicia social, de profundización democrática. También se lo ve bien plantado: seguro en sus convicciones, auténtico en sus respuestas, templado en sus definiciones, genuino en sus promesas.
Por supuesto, el cáncer que lo matará en un futuro no tan remoto es por entonces nada más que el nombre de una cruel enfermedad, una desgracia que ocurre irremediablemente en cuerpos ajenos. Con el diario del porvenir ante nuestros ojos, sabemos que todavía falta un buen trecho para su definitiva partida, para que esa prematura muerte lo eternice en el amor o en el odio de tirios y de troyanos, para que corte de un tajo la historia contemporánea de su país, para que su apellido reverbere en cada encrucijada del debate político latinoamericano. Pero falta aún mucho más -un cuarto de siglo- para que se cometa en su patria el bochornoso fraude en las elecciones del 28 de julio de 2024, celebradas el mismo día en que el comandante Hugo Rafael Chávez Frías (1954-2013) hubiese cumplido setenta años.
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De las posiciones desgranadas en aquella olvidada conversación vale la pena detenerse en tres promesas incumplidas, porque ese trío de inconsecuencias nos ayuda a comprender el penoso derrotero histórico seguido por el país caribeño, y algo de lo que se puede esperar en la actualidad.
La primera pregunta va al hueso, sin anestesia: dicen que no es demócrata. ¿Usted está dispuesto a entregar el poder dentro de cinco años? Y Chávez –que había encabezado un intento de golpe militar en 1992, quebrando una larga tradición republicana dentro de las fuerzas armadas de su país- responde: “Claro que estoy dispuesto a entregarlo. No solamente dentro de cinco años. Yo he dicho que incluso antes, porque nosotros vamos a proponer aquí una reforma constitucional, una transformación del sistema político para tener una democracia verdadera, mucho más auténtica. Si por ejemplo yo a los dos años resulta que soy un fiasco, un fracaso o cometo un delito o un hecho de corrupción o algo que justifique mi salida del poder antes de los cinco años, yo estaría dispuesto a hacerlo”.
Pero el comandante no estuvo nunca dispuesto a entregar el poder político. Todo lo contrario: las reformas constitucionales –más allá de la introducción de una cláusula revocatoria-, las decisiones políticas estratégicas de su gobierno y los cuantiosos recursos puestos sobre la mesa, o por debajo de ella, estuvieron siempre orientados a garantizar la continuidad sin término de la nueva oligarquía dominante. De hecho, si la biología no hubiese consumado su infausta irrupción, el líder bolivariano habría completado –al menos- dos décadas continuas en la presidencia.
Claro que ese afán de perpetuidad no surgió de un día para el otro. Se cocinó a fuego lento, desde los inicios de la década del ochenta del siglo pasado. Se fue amasando en recónditos pliegues del estamento militar –de raíz nacionalista- que comenzaron a hacer buenas migas con elementos que provenían de la guerrilla de izquierda sesentista: socialismo revolucionario y nacionalismo golpista comenzaron a tejer visiones, proyectos y relaciones políticas comunes. Ninguno de ellos tenía a la alternancia democrática en alta estima.
La segunda cuestión tampoco se va por las ramas: ¿Nacionalizaría algún medio de comunicación? Y el comandante vuelve a ser claro como el agua clara: “No, basta con el medio de comunicación que tiene el Estado hoy. El Estado tiene el canal 8 Venezolana de Televisión. Hay que repotenciarlo, ponerlo a trabajar en función de la educación nacional, de los valores nacionales. Los demás canales, yo tengo las mejores relaciones con ellos, con los medios de comunicación, deben seguir siendo privados. Más bien estamos interesados en que se amplíen, se profundicen”. Pero como el periodista mantiene una premonitoria sombra de dudas, se atreve a repreguntar sobre el mismo tema: ¿No hay intención de nacionalizar absolutamente nada? A lo que el paracaidista retruca: “No, absolutamente nada. Incluso hemos dicho que estamos dispuestos a darles facilidades, aún más de las que hay, a los capitales privados internacionales para que vengan a invertir en las más diversas áreas: agricultura, agroindustria, petroquímica, industria gasífera, todo lo que es el desarrollo del país porque tenemos un proyecto bastante ambicioso que necesitará de la inversión privada”.
Para medir la distancia que separaron aquellos dichos de los ulteriores hechos hay que dar un pequeño rodeo. Comencemos por lo obvio: hasta el más desinformado de los paquistaníes sabe que Venezuela es una economía de base petrolera. Según datos del Sistema de Información sobre Comercio Exterior de la OEA, el sector petrolífero es –por lejos- el más importante de la economía venezolana: representa más de un cuarto del PIB, más del 80 % de las exportaciones y –según los años- entre un tercio y la mitad de los ingresos fiscales. Por eso, seguir los vaivenes en el precio internacional del crudo es una manera de comprender –aunque sea de forma muy rudimentaria- las vicisitudes del ciclo político-económico del país caribeño.
La información del sitio Datosmacro.expansión.com nos puede ayudar con un ejercicio elemental. Si revisamos el desempeño de la cotización del crudo Brent, el precio del barril tocó fondo (US$ 9,1 por barril) en diciembre de 1998, justo en el momento en que Chávez le dio el tiro de gracia a una democracia estrangulada por la caída de sus exportaciones, jaqueada por la insoportable carga de la deuda externa, manchada por el peculado y desbordada por la pobreza y la protesta social (el Caracazo de 1989 –dramático cierre de la llamada “década perdida” en América Latina- es una parte insoslayable de esta radiografía a trazo grueso). El precio máximo, en cambio (US$ 143,95 por barril), lo alcanzó a mediados de 2008, en medio de la euforia por el auge de las commodities, cuando se vivieron los años dorados del chavismo.
Mirando el mismo proceso desde otro ángulo, los datos de la CEPAL sobre el PIB per cápita venezolano nos muestran una faceta complementaria de la misma montaña rusa. Después de tocar su máximo histórico en 2012, cuando alcanzó los US$ 12.688, el PIB per cápita comenzó a desplomarse: Maduro asumió el poder con un nivel de US$8.692 por cabeza, pero para 2023 la cifra se achicó a US$3.659. En la actualidad, algunos especialistas estiman que para todo el 2024 el PIB per cápita roce los US$3.867, lo que representa una caída de US$4.825 desde la llegada del delfín chavista al Palacio de Miraflores. En otros términos, el chavismo se ha mordido su propia cola, y mantiene a sus connacionales en el mismo nivel de ingresos que los venezolanos tenían veinticinco años atrás.
En su época de vacas gordas el modelo chavista –como el primer peronismo- alineó el gasto público con una nítida orientación re-distributiva, atendió necesidades básicas largamente insatisfechas y posibilitó una mejora en el nivel de vida de la población, sobre todo entre los sectores más vulnerables. Sin duda, hubo despilfarro, culto a la personalidad, paternalismo y corrupción, pero las innovadoras “Misiones Sociales” –enarboladas como el centro de la política social chavista- beneficiaron objetivamente a las clases más postergadas del país, y ese electorado le retribuyó a Chávez su democrático reconocimiento en las urnas. Claro que el comandante también desvió un gran caudal de petrodólares para repartirlos a manos llenas por toda la región, creando una extendida y densa red de apoyos: sinceros muchos, oportunos otros, menguantes todos; y así fue que esos copiosos recursos –que no se utilizaron para impulsar el prometido desarrollo nacional venezolano-, sirvieron para lubricar desde candidaturas presidenciales en Perú hasta agrupaciones estudiantiles universitarias en la Argentina, pasando por “escolas do samba” en el carnaval brasileño (!).
En medio de ese revoleo de billetes comenzaron –con prisa y sin pausa- sucesivas oleadas de expropiaciones. Algunas de ellas fueron escenificadas ante las cámaras de T.V. (hoy también se las puede rastrear en internet), con la aviesa intención de marcar en la memoria colectiva el gesto arbitrario pero contundente del Dictador Supremo de un país bananero. Copiando el guión imaginario de una mala novela latinoamericana de autócratas de baja estofa algunos recordarán el caso del edificio “La Francia”, ubicado frente a la histórica plaza Bolívar de Caracas. El domingo 7 de febrero de 2010, en su farragoso programa dominical de radio y televisión “Aló presidente”, el comandante Chávez declaró la expropiación de ese inmueble en “vivo y en directo”. Pero no se detuvo allí. Acompañado del alcalde caraqueño, en calidad de patético amanuense, Chávez preguntaba qué cosa era tal o cual edificio, señalando con su implacable dedo acusador, y tras cartón decidía en el aire: “exprópiese, exprópiese”.
La Red Iberoamericana de Periodismo Económico (RIPE) calcula que sólo entre el 2005 y el 2010 –en vida del comandante que prometió no expropiar nada- las expropiaciones sumaron 1,167 firmas, entre las que se destacan 256 compañías en el sector de alimentos, 155 en comercio y 78 en el petrolero (la Confederación Venezolana de Industriales eleva esa cifra a 1,440). Más allá de estos números, el punto clave es que la apropiación de rentas a través de dichas incautaciones estaba animada tanto por un objetivo económico como por una motivación política. Para decirlo de manera elegante –sin entrar en el detalle de valijas voladoras con pasaporte diplomático, cuentas bancarias en paraísos fiscales o bolsillos desbordantes de oro de la cúpula chavista- el proceso expropiatorio llevaba implícita la puesta en acto de un dispositivo de fortalecimiento de la gobernabilidad autoritaria: los pingües negocios confiscados pasaban a ser controlados por socios empresariales y/o militares del régimen, quienes terminaban de soldar su fidelidad ideológica al oficialismo con renovadas y cuantiosas lealtades lucrativas. La misma lógica –apoyo político a través de beneficio pecuniario- presidió el desembarco masivo de cuadros militares chavistas en la poderosa petrolera estatal (PDVSA).
Sin duda, el intento de golpe de Estado contra Chávez –abril de 2002- fue un punto de inflexión en el devenir autoritario del régimen. Con particular vigor luego de esa intentona golpista, y especialmente después de la derrota electoral sufrida por el oficialismo en el referéndum constitucional del 2007, el chavismo aceleró el proceso de militarizar Venezuela y se dedicó sin medias tintas a chavizar las fuerzas armadas. Según estadísticas del Banco Mundial elaboradas con base en información oficial, para 2009 -una década después de la asunción de Chávez- la re-bautizada Fuerza Armada Nacional Bolivariana se había incrementado –sin hipótesis de guerra a la vista- en un 30% (de 79.000 pasó a 115.000 efectivos). En la actualidad, la confusa página web del Ministerio del Poder Popular para la Defensa reconoce que ese número se habría duplicado: la “cifra de efectivos activos se aproxima a 235.000 hombres y mujeres de primera línea”. Este significativo aumento en el número de uniformados ha venido acompañado tanto por un paulatino descabezamiento de altas figuras castrenses (profesionales unos, opositores otros), que fueron reemplazados por cuadros leales al comandante, como por un inusitado crecimiento del generalato: según ha informado el semanario Tal cual, Venezuela tendría más generales que la OTAN.
Llegamos así a la tercera y última promesa incumplida, que es la más difícil de digerir. La pregunta que entonces le hiciera el periodista es directa y la respuesta del paracaidista es diáfana. Para usted, ¿Cuba es una dictadura o no es una dictadura? A lo que Chávez responde: “Sí, es una dictadura”. El asunto es complejo y presenta demasiadas aristas para clausurar el debate en pocas líneas. Sobre todo porque a cuatro décadas de las esperanzadas transiciones democráticas en la región, los trágicos ejemplos de Venezuela y Nicaragua (la esclerotizada dictadura cubana viene de otra vertiente) nos invitan especialmente a reflexionar seriamente en torno a un aciago tópico de la hora actual: ¿Cómo “mueren” lentamente las democracias? Y por supuesto, su anhelada contrapartida: ¿Cómo es posible volverlas a la vida? Me limito a unos pocos comentarios circunscriptos al caso que nos ocupa y dejo para otra ocasión el debate más general.
El punto de llegada (o de partida) bien puede estar centrado en las categóricas conclusiones del llamado “Informe Bachelet” (2019). Como es sabido, la ex presidenta socialista chilena Michelle Bachelet visitó en misión oficial Venezuela entre el 19 y el 21 de junio de 2019, con un equipo de trabajo de Naciones Unidas; allí tomó contacto con más de quinientas víctimas y testigos de violaciones sistemáticas de derechos humanos. El 4 de julio de 2019 –ya veremos por qué es importante la precisión de fechas- se presentó el Informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre la situación de los derechos humanos en la República Bolivariana de Venezuela (al año siguiente hubo una actualización que ahora paso por alto).
En la página 7 del Informe original se puede leer en el punto 30: “Durante al menos una década, el Gobierno, así como las instituciones controladas por el Gobierno han aplicado leyes y políticas que han acelerado la erosión del estado de derecho y el desmantelamiento de las instituciones democráticas, incluyendo la Asamblea Nacional. Estas medidas tienen como objetivo neutralizar, reprimir y criminalizar a opositores/as políticas y críticas al Gobierno” (el destacado es mío, AC). ¿Ya hicieron la cuenta? ¿Les da lo mismo que a mí? Veamos por las dudas: 2019 – 10 = (“al menos desde”) 2009, o sea, cuatro años antes de la muerte de Chávez.
Pero el Informe da un paso más a la hora de historiar el paulatino viraje del gobierno de Hugo Chávez hacia el autoritarismo. En la nota al pie número 23 se lee: “La Lista Tascón fue uno de los primeros indicadores de la discriminación y persecución por motivos políticos. La lista, una base de datos de más de tres millones de personas venezolanas que en 2003-2004 apoyaron la organización de un referéndum para revocar el mandato del entonces presidente, fue utilizada para despedir masivamente a funcionarios/as públicos/as” (otra vez: el destacado es mío, AC). ¿Se acuerda de la primera promesa incumplida del comandante que citamos más arriba?: “vamos a proponer aquí una reforma constitucional… para tener una democracia verdadera, mucho más auténtica”. Pues bien, cuando una porción significativa de ciudadanos y ciudadanas quiso activar legalmente la cláusula revocatoria, la respuesta del régimen no se hizo esperar: los dejó de un saque sin trabajo.
Las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en Venezuela constituyen una de las páginas más tristes escritas por el “progresismo” latinoamericano durante la historia reciente. Contó con la activa participación de algunos pero se pudo sostener, ampliar y profundizar gracias al silencio militante de muchos. La lista es larga pero servirá un terrible botón de muestra: el 10 de diciembre de 2009 la jueza María Lourdes Afiuni Mora –en cumplimiento de leyes venezolanas y por recomendación directa del Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraria de la Organización de las Naciones Unidas- dejó en libertad condicional, con prohibición explícita para salir del país, a un empresario que llevaba cerca de tres años preso sin juicio. El 11 de diciembre, el entonces presidente Hugo Chávez tomó la cadena de radio y televisión clamando por el escarmiento contra la magistrada: "Yo exijo dureza contra esa jueza, incluso le dije a la presidenta del Tribunal Supremo, a la Asamblea Nacional, habrá que hacer una ley porque es mucho más grave un juez que libere a un bandido, que el bandido mismo… Entonces –arengó el comandante– habrá que meterle pena máxima a esta jueza y a los que hagan eso: ¡treinta años de prisión, pido yo a nombre de la dignidad del país!". El castigo no se hizo esperar: unos pocos días después fue arrestada y alojada en la misma prisión donde purgaban su condena muchas personas que ella misma había sentenciado. En la cárcel fue torturada y violada.
Claro que esta desdichada jueza al menos tuvo el infortunado “privilegio” de ser encarcelada en blanco y con papeles a la vista, suerte que muchos opositores de a pie no han tenido. Y la razón es simple: las tareas sucias de la represión -que los uniformados no pueden o no quieren realizar a cara descubierta- son complementadas por el impune accionar de los temibles “Colectivos”. Estos grupos adictos al líder, inicialmente organizados para realizar tareas comunitarias, se convirtieron sin solución de continuidad en hordas civiles armadas -al margen de la ley- con un objetivo excluyente: perseguir violentamente a los disidentes. De todos modos, militares de gorra y charreteras, policías de uniforme o de civil, y “grupos de tareas” en moto, encapuchados y pertrechados hasta los dientes, comenzaron a compartir un espacio común de encuentro e intercambio de información, de presos y de botines de guerra: el tenebroso Helicoide. Diseñado en un principio como centro comercial, esa inmensa mole de más de cien mil metros cuadrados (la Casa Rosada cabe cuatro veces en su interior), se convirtió –todavía en democracia- en la sede de la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP), pero el presidente Chávez, en 2010, le otorgó su función actual: sede del terrorífico Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN), unidad penitenciaria y el mayor centro de torturas de América Latina.
La perversa espiral de persecución política y abismal deterioro de las condiciones de vida de la población venezolana –el país perdió el 80% del PBI en 20 años-, ha generado un resultado que ni siquiera alcanzaron las pavorosas dictaduras militares del Cono Sur durante los años setenta del siglo pasado. Según datos de la oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), actualizados a junio de este año, “más de 7,7 millones de personas han salido de Venezuela buscando protección y una vida mejor; la mayoría – más de 6,5 millones de personas – ha sido acogida por países de América Latina y el Caribe”. Aunque las documentadas cifras de desterrados no permiten dimensionar en toda su hondura esa tragedia humanitaria, cabe subrayar que estamos hablando de un cuarto de la población del país (!), como si todo el conurbano bonaerense se hubiera esfumado bajo nuestra mirada.
Pero mientras la patria de Bolívar se va convirtiendo en un páramo, habitado por ancianos desvalidos y por niños sin padres, lo que dificulta aún más las perspectivas de desarrollo a futuro, la dictadura caribeña hace un “doble” negocio –político y económico- con el drama de los migrantes. Por una parte, cada persona que toma el desgarrador camino del exilio es un opositor menos en el diezmado territorio venezolano; pero a su vez, si el exiliado o exiliada logra establecerse laboralmente en otras comarcas, las remesas en divisas que le gira a sus familiares ayudan –por poco que sea- a dinamizar los oxidados engranajes de la economía chavista.
En este marco desolador es comprensible que a pocos días de cumplirse el plazo formal para la asunción el 10 de enero de 2025 del legítimo presidente de Venezuela, Edmundo González Urrutia, tanto dentro como fuera del país se preste especial atención a la conducta que seguirán las fuerzas armadas y de seguridad. Es que el “régimen militar-policial” bolivariano (la definición es un auténtico hallazgo conceptual del propio Maduro…) se sostiene fundamentalmente por un esquema de juegos débilmente acoplados: la oligarquía gobernante se mantiene unida tanto por los negocios comunes como por el temor a que una transición democrática desemboque en un proceso incontrolable que los deposite merecidamente en la cárcel; mientras que las condiciones mínimas de gobernabilidad autoritaria se consiguen por el terror que los uniformados infligen a la población civil. El único detalle es que el “derrame” de prebendas es cada vez menos substancioso, y las familias de los cuadros medios y bajos de las fuerzas militares y policiales sufren las mismas penurias socio-económicas que la protesta ciudadana que deben reprimir.
Por eso el dictador Maduro en la última semana del año –casi al borde de la desesperación- exhortó a los militares a “defender la gran causa de la patria venezolana a costa de lo que sea, donde sea y como sea”, a la vez que prometió que en el 2025 habrá “más patria, más independencia y más revolución”, además de “días bonitos” hasta el año 2031. Desde la vereda de enfrente, la mujer que ha encarnado con determinación ética, prudencia política y conmovedora valentía la lucha por la libertad, la democracia y la plena vigencia de los derechos humanos en Venezuela, María Corina Machado, hizo llegar un mensaje de reflexión a los efectivos policiales y militares de su país: “Ha llegado la hora de la definición y ya todos sabemos que cada quien, en su fuero interno, ha tomado la decisión correcta y sólo espera la resolución colectiva para actuar. El tiempo de derribar el último obstáculo que nos separa de la libertad ha llegado”.
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La deriva autoritaria de Venezuela no es una cuestión que nos toca de lejos: hace rato que ocupa un lugar central en la vida social y política argentina. Mientras en la base de nuestra sociedad encontramos a venezolanos y venezolanas ganándose la vida en cualquier oficio, la más alta dirigencia de todo el arco partidario se ha posicionado en favor de los principios democráticos y republicanos, o se ha ubicado en el bando contrario.
En tal sentido, por su responsabilidad gubernamental durante muchos años, no es posible pasar por alto las groseras imposturas del kirchnerismo. Así, luego de varios días de mirar distraídamente para otro lado, Cristina Fernández de Kirchner se vio obligada a decir unas palabras de compromiso sobre el monumental fraude perpetrado por Nicolás Maduro y sus esbirros. Después de haber hecho negocios oscuros con el chavismo por más de una década, y de haber guardado un ominoso silencio cómplice sobre las flagrantes y sistemáticas violaciones a los DDHH en las tierras de Bolívar, la ex presidenta apeló a una falacia tranquilizadora para su tropa: “Pido, por el propio legado de Hugo Chávez, que se publiquen las actas electorales en Venezuela” (Infobae, 3/08/2024).
La operación de despegue es tan burda como endeble: como he tratado de mostrar en estas líneas, no es posible separar de manera tajante el “legado” de Chávez de las acciones que en la actualidad cometen Maduro y su fatídico régimen. El fraude de hoy no va en contra de la herencia del comandante, más bien, es la lógica consecuencia de la misma ilimitada voracidad de poder, del mismo desprecio por el estado de derecho.
Por citar unos pocos nombres demasiado conocidos: Nicolás Maduro Moros, el capitán Diosdado Cabello Rondón (diputado y hombre fuerte de la Asamblea Nacional), los hermanos Rodríguez Gómez (Jorge, presidente de la Asamblea Nacional; Delcy, actual Vicepresidenta ejecutiva y ex canciller), o el general Vladimir Padrino López (ministro de Defensa desde hace una década) tienen varios rasgos en común. Además de sus convicciones políticas y de sus intereses comerciales concurrentes, sobre todos ellos pesan sólidas acusaciones de corrupción, lavado de dinero y narcotráfico; incluso enfrentan sanciones –en los países centrales- tanto por delitos de peculado como por violaciones a los DD.HH.
Pero más allá de estas siniestras coincidencias, tienen un parecido fundamental: todos y todas se criaron bajo el ala política del finado comandante. No son accidentes inesperados en la historia reciente de Venezuela, no son hijos desviados de la Revolución Bolivariana, y menos que menos, son traidores al “legado” político de Hugo Chávez; por el contrario, son sus fieles continuadores. De tal palo, todas estas astillas.
La Plata, 3 de enero de 2025
* Departamento de Sociología (UNLP) y docente de postgrado de la Universidad de San Andrés.