AUGUSTO PINOCHET, PIEZA CLAVE EN LA CAÍDA DE SALVADOR ALLENDE. Por Albino Gómez *
Con-Texto | 18 febrero, 2023Durante mi desempeño diplomático en Chile bajo la presidencia de Salvador Allende, registré en mi diario que ya en agosto del 73 la situación se había hecho imposible, y que no daba para más. El golpe tenía la cancha abierta después de la renuncia del comandante en Jefe del Ejército, general Carlos Prats González, columna de la legalidad, pero al parecer, y seguramente de buena fe, más preocupado por impedir el quiebre de la institución Ejército que el del propio país, si se tiene en cuenta que no accedió al pedido de dos de sus camaradas de alta graduación, también legalistas, para que descabezara a los conspiradores, bien identificados dentro del Ejército. Pero Prats, seguramente no se sentía en fuerza para hacerlo, sin que tal medida provocara el estallido que se quería evitar. El día 21 de agosto ocurrió un hecho realmente insólito, hasta para mí, que había vivido bien de cerca situaciones prácticamente surrealistas en cuanto a conductas militares golpistas durante la presidencia de Arturo Frondizi. Ese día, a las cinco de la tarde, unas 300 mujeres realizaron una manifestación frente a la casa del general Prats, todavía comandante en Jefe del Ejército. Lo peculiar era la presencia entre ellas de esposas de militares en actividad, que incluía a generales. Dichas señoras le entregaron al portero del edificio una carta para la esposa del general Prats, pidiéndole que intercediera ante su marido para que tomara en cuenta la desesperación de los soldados al ver que el gobierno los utilizaba (¿?). Realmente increíble. La manifestación fue disuelta por los carabineros. Se suponía que los generales que no podían controlar a sus esposas tenían que irse de baja, aunque siempre se había dicho en Chile que –en toda ocasión y para lo que fuere- no eran los generales los que mandan sino sus esposas. El hecho cierto es que a los dos días, Prats, ya sin autoridad, tuvo que renunciar y depositó toda su confianza en su subrogante, el general Augusto Pinochet, a quien creía tan legalista como él, pero fue como sabemos, quien terminó encabezando el golpe que habría sido imposible sin su anuencia.
El general Augusto Pinochet, vicecomandante en Jefe del Ejército, sucedió entonces a Prats. La institución misma se conservó monolítica, vertical y en ese momento, enigmática en cuanto a su pensamiento y propósitos. Parecido era el panorama de la Fuerza Aérea (FACH). Carabineros no había cambiado de mandos. Allende los sentía seguros, porque eran de su confianza el General-Director y los tres o cuatro que le seguían en antigüedad. Los oficiales más dudosos como los generales Yovanne y Mendoza no tenían mando directo de tropa. Era la Armada el lugar, hasta entonces tal vez, el menos definido -a uno u otro lado- en su jefatura. El almirante Montero terminó por presentar también su renuncia el 31 de agosto. Allende la rechazó, pues el sucesor lógico y querido como tal por la institución, el almirante José Toribio Merino, jefe de la primera zona naval, no ocultaba su distancia con el Gobierno y la UP. Él y el Almirante Huidobro, comandante de la Infantería de Marina, sostuvieron una agria entrevista con Allende. Durante ella, éste los acusó de querer derribarlo, y se jactó -según se dijo- de poseer un formidable aparato defensivo en la residencia de Tomás Moro. Sus visitantes le insinuaron la facilidad con que un par de infantes reducirían a polvo esas defensas. La entrevista bordeó la violencia cuando un gesto casual de Merino, al derribar un vaso, hizo creer a Allende en una agresión.
Para más colmo, el almirante Merino era el juez naval del proceso por subversión ultraizquierdista en la Armada. Los implicados envolvieron en la causa, a su turno, al senador Altamirano (PS), al diputado Garretón (MAPU, facción filomiristas) y a Miguel Enriquez, secretario general del MIR. Todos ellos habrían asistido a las reuniones conspirativas. Altamirano, Garretón y Enriquez , se aseguró, les recomendaban a los suboficiales apoderarse de sus unidades, matar a los oficiales que se resistieran y bombardear lugares claves de Valparaíso.
El 29 de agosto, un comando extremista de la empresa INDUGAS, intervenida, dirigido por el mexicano Jorge Albino Sosa, dio muerte, sin motivo alguno, a balazos, alevemente y en plena calle, al subteniente Héctor Lacrampette. Tal hecho robusteció la idea -que la frenética propaganda del MIR hacía muy plausible- de que los ultras estaban dispuestos al enfrentamiento final con los militares. El 30, la Armada solicitó el desafuero de Altamirano y Garretón, para procesarlos. Fue por ello que renunció Montero a la jefatura naval, y que el Presidente, imposibilitado de entenderse con el almirante Merino y no atreviéndose a pasarlo por alto tuvo que rechazarle la dimisión.
El domingo 9 de septiembre, en un discurso público en el Estadio de Chile, Altamirano reconoció sus contactos con los “subversivos” de la Armada. Según él, sólo habría concurrido para oír denuncias de conspiración contra el Gobierno. Y, para ese fin, dijo que volvería “todas las veces que me inviten”. Los dados estaban echados.
A las 6,20 de la mañana el general Jorge Urrutia, de Carabineros, le informaba al Presidente que por el teléfono de ese Cuerpo en Valparaíso llegaba una noticia tremenda: ¡la flota había vuelto! Porque estaba supuesto que había partido para un previsto operativo conjunto en las aguas del Pacífico, lo cual descartaba en esos días el eventual golpe de Estado.
Pero en realidad, ese era el día y hora señalados para el pronunciamiento militar por los supremos comandantes de las Fuerzas Armadas y de Orden (en el caso de Marina y Carabineros, los titulares nominales -almirante Montero y general Sepúlveda- ya sustituidos de hecho por el almirante Merino y el general Mendoza, respectivamente). Entre el viernes y sábado anteriores, el día y hora decisivos habían sido fijados de la manera siguiente: el almirante Merino los propuso firmando al efecto un “papelito” que fue traído a Santiago por el almirante Huidobro, y suscrito, a su vez -en refrendación- por el general Leigh y, en último término, por el general Pinochet. Carabineros recibió su aviso el domingo, con el santo y seña preconvenido: “La reunión de la Cooperativa Los Ositos será el…a las ….horas”. Vale decir que la inexistente Cooperativa se reunía ese día y a esa hora.
La situación de Carabineros era la más delicada porque -al revés de los otros institutos- no existía unanimidad entre los generales para proceder. Al menos cinco de ellos no habían sido informados de lo que se planeaba, por estimarse que no lo secundarían. Los hilos, pues, fueron movidos con mucho mayor discreción, todavía, que en el resto de los institutos castrenses. Había actuado especialmente, el general Arturo Yovane, para no “quemar” al general Mendoza, destinado a asumir la dirección del Cuerpo.
El día D era por supuesto el 11 de septiembre; la Hora H, las 6 de la mañana en puerto (Valparaíso) y las 7 de la mañana en Santiago. Pero todo esto significaba sólo la culminación de un proceso largo y complejo que había durado varios meses, y que comprendía: en cada institución -Ejército, FACH, Armada y Carabineros- aisladamente, la “toma de conciencia” en cuanto a la necesidad del pronunciamiento militar, y la elaboración de dos tipos de planes: cómo controlar la institución misma, internamente, llegado el Día D, y cómo realizar el pronunciamiento una vez asegurado el manejo de la institución. Y el concertamiento de todos los institutos armados y de sus planes respectivos.
Cada uno de aquéllos tenía problemas previos a resolver. Menos complicada era la FACH, monolítica, cuyos jefes sucesivos, Ruiz y Leigh, compartían iguales ideas, ideas que por otro lado, eran las mismas del cuerpo de generales. La Armada se presentaba igualmente monolítica, y con un jefe natural, Merino, pero también con un tapón, Montero, que debió saltar. El Ejército se parecía en esto a la Marina, pero su “tapón”, Prats, supo contar además con algunos generales que adherían a sus puntos de vista. Y el panorama de Carabineros, como ya dijimos, era el de mayor complejidad. Hay que agregar que por gravitación lógica, el Ejército (finalmente Pinochet) tendría que llevar la batuta, si la operación había de ser exitosa.
Esta primera fase, interna de cada entidad castrense, empezó a desarrollarse comenzando 1973, sobre todo en marzo, una vez comprobado que las elecciones de ese mes no romperían el impasse político, pues ni gobierno ni oposición habían salido de ellas con fuerza bastante para imponerse decisivamente sobre el otro bando.
Fue entonces, por ejemplo, que Mendoza y Yovanne empezaron a moverse en Carabineros, con infinita delicadeza. Fue también entonces que el vicecomandante en jefe del Ejército, general Pinochet, se concertó con otros colegas para planear una operación de toma de control del país. Sería una toma de múltiples usos, desde contrarrestar una intentona revolucionaria de izquierda o de derecha , hasta derribar un gobierno inviable, pasando por impedir un trastorno social. La justificación -si el proyecto llegaba a filtrarse- no podía ser más obvio y razonable: la Ley de Seguridad Interior contemplaba, en varios casos, un papel para las Fuerzas Armadas. Esto contenía un modelo de comunicaciones para manejarlas desde un comienzo, cuando fuera menester, tanto las públicas como las privadas; para cortar su uso por parte del eventual “enemigo”, y para asegurar una red paralela cuya base serían los radioaficionados, previendo sabotajes. La red paralela estuvo lista ya para el día 11 y conectó entre si a Pinochet, Leigh y Carvajal.
Todo esto se fue haciendo sin ruido, sin apuro pero sin demora, y las instrucciones respectivas -de inocente explicación, en caso de ser descubiertas por error, denuncia o simple mala suerte- quedaron en sobre cerrado en las distintas unidades del Ejército. Bastaría la orden de mando -transmitida verticalmente por las sucesivas jerarquías castrenses- para que el operativo funcionara, de Arica a Magallanes y de la cordillera al mar. Planes semejantes, pero menos vastos y completos, elaboraron las otras ramas de los uniformados.
Mientras tanto, el tiempo rodaba inexorablemente. Y con él, se presenciaba la multiplicación de los preparativos militares del marxismo. UP y MIR se armaban; se entrenaban; aumentaban sus efectivos paramilitares; tomaban, fortificaban, organizaban y coordinaban diversos “puntos fuertes”, comúnmente campamentos poblacionales o fábricas que rodeaban estratégicamente ciudades, servicios básicos, instalaciones militares. Los uniformados sabían que todo ello no resistiría a soldados de profesión, pero comprendían también que -cada día adicional que se tolerase- mayor sería el precio de sangre a pagar, cuando sonase definitivamente la hora.
Cuando se produjeron finalmente los enfrentamientos, muchos murieron con las armas en la mano. Numerosos activistas (muchos extranjeros) se batieron como francotiradores hasta el amargo fin. También hubo resistencias notables de ciertos “cordones” y campamentos. Pero, en general, la organización “antigolpista” falló la partida, y los grandes capitostes y consejeros de la violencia desaparecieron de inmediato, sin dejar rastro. Si se exceptúan los ministros y ciertos jerarcas radicales, casi nadie apareció por La Moneda. Allende cayó perfectamente en los planes militares, lo cual era previsible. Estos lo querían en La Moneda. Temían que, si se refugiaba en algún “cordón” o simplemente si se escondía, la resistencia al pronunciamiento se intensificara. Para que el Presidente marchara al palacio era indispensable que, por una parte, conociera el regreso de la Armada, y por la otra, creyera contar aún con Carabineros, y tuviese al menos la esperanza de ser apoyado por algunos jefes de Ejército. Concurriendo todos estos factores, su reacción natural sería elegir La Moneda como centro de operaciones. La acción de la Armada la conoció, como vimos, por la llamada de Valparaíso que le transmitió el general Urrutia de Carabineros. Este cuerpo le mantuvo en aparente normalidad sus guardias y escoltas de Tomás Moro y del palacio presidencial. Los generales de Ejército a los que el Presidente llamaba telefónica y frenéticamente, “no eran habidos”; por último, el almirante Carvajal hizo cortar la línea directa del Presidente en Tomás Moro. Entonces, Allende decidió -como querían los uniformados- dirigirse a La Moneda; allí tenía un verdadero arsenal, un generador de electricidad propio, y numerosos líneas de comunicación de diversa índole. Las tanquetas de Carabineros escoltaron hasta el palacio mismo a la flotilla de Fiat-125 en la que viajaban el Presidente, su fiel jefe de prensa, Augusto “el perro” Olivares, Joan Garcés y una veintena de integrantes del Grupo de Amigos del Presidente (GAP) bien armados.
Mientras tanto, llegaba en un bus el relevo de la guardia de Carabineros de Tomás Moro. Bajó del vehículo el relevo; subió la guardia nocturna; subió nuevamente el relevo y el bus se fue, ante los ojos atónitos de los GAP restantes, quienes quedaban así como única custodia de la residencia.
En La Moneda, Allende organizaba la defensa, telefoneaba a diestra y siniestra, grababa tres mensajes radiales y aguardaba los hechos. Se asomó una vez al balcón, e hizo un saludo optimista a los escasos mirones. Llevaba casco, un suéter vistoso (se había sacado la chaqueta) y el fusil ametralladora obsequio de Fidel. Pero ya habían desaparecido las tanquetas y la escolta que lo había acompañado desde Tomás Moro. Finalmente se retiró la Guardia de Palacio cambiando disparos con los GAP que quedan adentro. El Cuerpo de Orden estaba con el pronunciamiento y no obedecía ya a su director. La Moneda se fue vaciando. Por orden del Presidente salieron ministros, políticos, funcionarios, los edecanes, las mujeres…Sólo permaneció Allende, algunos fieles como Augusto Olivares, quien se suicidarìa poco después en un baño, de un pistoletazo, tal como lo había dicho hacía mucho si se presentaba una situación así. También quedaban los GAP. El Presidente parlamentó con el almirante Carvajal, ya que Pinochet no aceptaba parlamentar y sólo exigía la rendición incondicional. Allende habló por teléfono con Carvajal y le mandó enviados especiales que fueron detenidos. Se le ofreció un avión para que se exiliara con su familia, y aun con algunos acompañantes; el aparato estaba listo; sólo necesita rendirse y abordarlo. Pero se negó.
Fue entonces cuando sobrevino el ataque aéreo a La Moneda y también a Tomás Moro. La Moneda ardió. El general Palacios, con infantería y el mismo blindado de Souper avanzaron hacia el palacio. El fuego de los francotiradores desde la Torre ENTEL, el Ministerio de Obras Públicas y el Banco del Estado, fue nutrido. Hubo 17 bajas militares. Pero ya las fuerzas militares lograron ocupar el piso bajo de la casa de Toesca.
Allende ordenó entonces a la rendición y organizó la hilera, el lento y angustioso desfile de quienes debían entregarse. También se preocupó el Presidente de que “la Payita” (su secretaria y amante) corriera el menor riesgo posible. El quedó atrás, haciéndole creer que saldría también, pero lo que hizo luego fue darse muerte con la ametralladora de Fidel, hecho del cual el doctor Gijón sería el único testigo. Afuera seguiría la lucha desorganizada y sangrienta, hasta la caída de la penumbra, una penumbra iluminada de llamas, cruzada de disparos sobre el último día gobierno del presidente Allende, el día número 1043.
En cuanto a los últimos momentos del presidente Allende, contó su médico personal, el doctor Patricio Gijón, en declaraciones a El Mercurio lo siguiente: “Estábamos en un pasillo paralelo a la calle Morandé, en el segundo piso del palacio, cuando el Presidente nos ordenó abandonar el edificio y rendirnos. Éramos ocho los médicos presidenciales que estábamos allí, y como se había cortado la luz, la oscuridad me impidió reconocer a todos los que acompañábamos al presidente Allende. Alguien trajo un palo de escoba y yo me saqué el delantal y lo presté para hacer una bandera blanca de rendición. Entonces empezamos a salir. Recuerdo perfectamente que el Presidente nos dijo: ¡Vayan bajando ustedes. Yo iré detrás; que “la Payita” encabece la fila!. Todos obedecimos. Apenas llegué abajo, debí volver a buscar mi máscara antigases, que me había sacado cuando facilité el delantal. Fue entonces cuando al llegar al mismo pasillo, me asomé por la puerta que daba al salón Independencia y vi al presidente Allende sentado en el sofá con su metralleta entre las piernas, apuntándose a la barbilla. Fue algo que ocurrió en fracción de segundos. No puedo determinar claramente si fueron uno o dos los disparos que se hizo, ya que había mucho ruido de balazos que se escuchaban desde afuera. Pero vi como el cuerpo se sacudía y la bóveda craneana estallaba, despedazándole la cabeza. De inmediato me acerqué, por instinto incontrolado, ya que me daba perfecta cuenta de que nada se podía hacer…La muerte fue instantánea. Sin embargo, me quedé allí, inmóvil, sentado junto al cadáver y presa de una angustia indescriptible”.
Asi, hace 40 años comenzaba la sangrienta dictadura de Augusto Pinochet.
*El autor, periodista y escritor, era entonces consejero en la Embajada de Argentina en Santiago de Chile.