LA PERPETUA ACECHANZA DEL MAL por Ernestina Gamas*
Ernestina Gamas | 10 junio, 2012
No se trata de fuerzas sobrenaturales ni de poderes ocultos tejidos por hilos metafísicos. El mal no es nada más que la consecuencia de la responsabilidad del obrar humano y nada menos que su estrecha y compleja relación con el ejercicio de la libertad. Mirado desde la óptica presente, un amplio repertorio de sucesos ha encarnado “el mal” a lo largo de la historia, aunque estos no siempre han sido violatorios del código ético imperante en su momento. El circo romano, lugar de esparcimiento para el pueblo, fue utilizado para el espectáculo degradante de contiendas a muerte, que suponía entretenimiento para el público. La masacre de la población original de América a manos de los españoles se hizo invocando un único y verdadero dios, lo mismo que las atrocidades cometidas por la Inquisición al perseguir brujos y herejes. Durante la noche de San Bartolomé, en París, la matanza de hugonotes formó parte de una época de luchas religiosas en las que la brutalidad era moneda corriente. El sistema de esclavitud que diezmó la población africana, se justificaba porque se la consideraba menos que humana y de paso servía como mano de obra cautiva para trabajos inferiores. Y aún en plena Ilustración, no a consecuencia de ella, pero haciendo caso omiso a sus premisas, el terror sucedió a la Revolución Francesa.
Tanto las ejecuciones como los martirios, atrocidades administradas por el poder soberano con sentido de venganza, escarmiento o demostración de poder, han convocado a la gente a la plaza pública durante siglos. Hoy ya nadie se congregaría para ver una ejecución y nadie se reconocería disfrutando al presenciar una tortura. Si alguien así lo hiciera, sería inmediatamente diagnosticado como portador de una patología.
Por eso, pasados por el tamiz de un pretendido “progreso moral y cultural”, de la parte “civilizada” del mundo, los acontecimientos del siglo XX se agigantan. Se hacen infinitamente más incomprensibles, más tenebrosos. Sobrepasan toda nuestra capacidad de perplejidad.
Lugares como Auschwitz, pero también Belzek, Majdanek, (Lublin) y Chelmno, no son sólo puntos en el mapa, sino ámbitos donde se puso en práctica una inédita maquinaria del mal. La llamada “solución final”, fue rubricada oficialmente en la Conferencia de Wannsee que se celebró en una lujosa villa junto al lago del mismo nombre, cercano a Berlín, el 2O de enero de 1942. Allí se instaló una forma maléfica renovada de accionar: técnica, meticulosa, sistemática, impersonal, burocrática y hasta podría decirse económica.
En la Alemania Nazi nada fue casual ni escapó a un minucioso y cada vez más afinado plan, que incluía el mayor alcance con la progresiva menor utilización de recursos. Se trató de un proyecto siniestro dirigido a exterminar a un determinado grupo humano por el solo hecho de haber nacido dentro de él. No estaba dirigida a alemanes, sino también a gente de otras nacionalidades que tuvieran como común denominador el hecho de ser judíos. No estaba relacionado con su conducta, ni con su orientación política. Simplemente se los acusaba de judíos, de ser inferiores y contaminantes. Esto es, de pertenecer a esta denominación cuyas características eran definidas arbitrariamente por sus verdugos, quienes los estigmatizaban como “fermento en descomposición” que causaba desorden, caos y “degeneración racial”. Se trataba entonces en primera instancia de despojarlos de toda marca distintiva como individuos. De su nacionalidad, su condición social, sus oficios o profesiones y sus modos habituales de vida, sin reparar en sexo ni en edad para paulatinamente ir reduciéndolos a su nuda vida judía, desprovista de todo resguardo. Así sub humanizados, despreciados y disminuidos radicalmente, se los convirtió en víctimas absolutas.
Esto nos coloca ante una situación paradojal. Por un lado y dada su envergadura, (“la más extrema y radical forma del mal”, dijo Hannah Arendt refiriéndose a Auschwitz, “fábricas para producir cadáveres”, lo describió Karl Jaspers y Semprún habló de su vida dentro del campo como “el enfrentamiento con el mal absoluto”) cabría suponer que ni la imaginación en todo su desenfreno puede tramar algo que lo supere. Pero al mismo tiempo, la prueba fehaciente de que mentes humanas hayan sido capaces hacerlo, nos enfrenta a la sospecha de que siempre puede acecharnos lo que sobrepase en calamidad lo sucedido y una vez puesto en marcha siga obedeciendo a su propia lógica excesiva, porque el exceso es imposible de medir, imposible de predecir y siempre puede vencer el límite de sí mismo. Sin embargo lo que nunca será excesivo, es la reflexión reiterada y tenaz sobre estos hechos para trasmitirlo a los más jóvenes y para preguntarse. ¿De qué manera puede acecharnos ese mal otra vez?
Hay corrientes nostálgicas que escandalosamente llegan hasta a negar la dimensión atroz de ese genocidio o minimizan su comprobado ensañamiento y su sistematicidad. Las publicaciones y opiniones en ese sentido se multiplican. Tras prolongados debates en diciembre de 1994 se promulgó una ley para imponer una sentencia de cinco años a quien negara el Holocausto y extender la prohibición de uso de símbolos y slogans nazis. Son nueve los países de la Unión Europea que contemplan sanciones penales para los que nieguen el exterminio judío. En el caso específico de Alemania, el párrafo 194 del Código Penal estipula que la propagación de la “mentira de Auschwitz” puede ser perseguido por las autoridades ex officio cuando es cometido públicamente, esto es, en forma impresa, en reuniones públicas o a través de medios electrónicos. Ante la imposibilidad de operar en Alemania, los “revisionistas del Holocausto” difunden su propaganda en donde no existe una legislación al respecto como es el caso de Dinamarca, Gran Bretaña o países de Europa Oriental. No obstante, los revisionistas -como Ernst Nolte- continúan afirmando que dicha acción restringe el derecho constitucional a la libertad de expresión.
¿Qué hacer cuando pueden percibirse agazapadas incipientes señales de peligro? Peligro discriminatorio que no parece haber disminuido en Europa y por el contrario parece acrecentarse. Hay una renovada preferencia de partidos políticos que enarbolan banderas xenófobas, que rechazan a minorías étnicas e inmigrantes. En Noruega el autor de una masacre reciente que dejó un saldo de 93 muertos y un centenar de heridos, declaró que “fue atroz pero necesaria” y publicó en Iternet un manifiesto donde habla de "guerra de razas" y se pregunta “cómo puede liberarse Europa de los inmigrantes”.
¿Cómo contestar las equivocadas equiparaciones? Es inconcebible que en nombre de un supuesto y tramposo revisionismo histórico, acá, en nuestro país se alcen voces que pretenden relativizar ese clarísimo objetivo racial, para poner en parangón la calidad de las víctimas con las producidas por el gobierno del Proceso y así catalogar a éste como perpetrador de un “genocidio”. Se trató sí de crímenes de lesa humanidad y como tales imprescriptibles. Y también de víctimas por haber sido privadas de un juicio al amparo de la ley como el que tuvieron los comandantes de la Junta Militar.
Fue clara la convención de París de 1948, cuando le dio a la denominación de Genocidio un alcance técnico jurídico bien preciso. Se refiere a actos perpetrados contra un grupo nacional, étnico, racial o religioso, con el objeto de alcanzar por fin su exterminio. Por eso, para que no se desvanezca su intensidad, es importante que la palabra Genocidio no se contamine y mantenga su inconfundible carga semántica.
A pesar de que después de Auschwitz, Wittgenstein escribió: “De lo que no se puede hablar, mejor callarse”, Adorno imaginó imposible la poesía y Paul Celan terminó arrojándose al Sena, hoy es necesario hablar. Hay un deber de memoria que es hablar para el futuro, dar testimonio de aquello que sí pasó en toda su dimensión de barbarie. Porque no estamos libres de que reaparezca.
Para que no sea hoy ese silencio, cómplice por indiferencia, “el mal” naturalizado.
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* La autora es escritora y co-directora del sitio