DESVENTURAS TOTALITARIAS Hacia una vida en libertad por Martín Esteban Uranga*
Con-Texto | 30 mayo, 2020
“Alguien anda pintando el cielo de rojo y anunciando lluvia de sangre. Alguien que ronda por ahí, padre. Son monstruos de carne con gusanos de fierro. Asómese, y les dice que usted nos tiene a nosotros. Y les dice que nosotros no tenemos miedo, padre. Pero asómese porque son ellos los que están matando la tierra. Padre deje usted de llorar, que nos han declarado la guerra.”
Pare, Joan Manuel Serrat
INTRODUCCIÓN
Vivimos en Estado de excepción. Difícil imaginar medidas más radicales. Países que se cierran, fronteras infranqueables, ciudades apartadas, familias confinadas. Suspensión de libertades constitucionales elementales: de tránsito, de reunión, de trabajo. Economía paralizada. El mundo en estado de pánico. Es razonable pensar que medidas maximalistas suponen causas de extrema gravedad. ¿Acaso estamos ante ellas? No entraré aquí en consideraciones epidemiológicas ni de sanidad. Tomo como referencia el sentido común y las palabras del infectólogo Pablo Goldschmidt a las que no haré aquí alusión. Sólo diré al respecto que el año pasado, según cifras de la OMS, fallecieron en el mundo 650.000 personas de gripe influenza. En Argentina, durante 2018, la influenza se cobró alrededor de 32.000 vidas. A todas luces, entiendo que las medidas puestas actualmente en vigor son desproporcionadas. Ahora bien. ¿A qué obedece tal desproporción? Tengo una hipótesis. El sistema político está en proceso de descomposición. Agrietado y en estado de derrumbe. La incredulidad en cualquiera de sus expresiones es manifiesta. Ni los poderes del Estado, ni los partidos políticos, ni instituciones otrora prestigiosas y consagradas, ni las referencias académicas despiertan la adhesión ni la confianza popular. Sabemos que las instituciones siguen vigentes por inercia. Ahora bien. Cómo todo cuerpo amenazado, genera anticuerpos. Tal reacción puede ser autodestructiva para el mismo organismo que lo genera, pero eso no implica que pueda dejar de producirlos. Así como un cuerpo biológico afectado por un agente patógeno puede autodestruirse en la explosión de fiebre o de un crecimiento desmesurado de glóbulos blancos, del mismo modo el cuerpo político responde con medidas extremas, defensivas y esencialmente inconscientes, cuando se siente en situación de derrumbe o amenaza, que lo pueden llevar a su propia autodestrucción. Apela al garrote, tal como un padre puede recurrir a la violencia extrema cuando dejó de ser creíble para su hijo. No es que la crisis actual sea generada por gente malévola que está pensando en provocar una crisis para lograr un beneficio. No lo creo así. Entiendo que es un mecanismo autodestructivo, inconsciente, de rasgos totalitarios, y fundamentalmente tangencial a la voluntad de los actores políticos y de las ideologías.
Vuelvo atrás. ¿Y si las medidas estuvieran justificadas? ¿Si estuviéramos ante una pandemia sin precedentes que ameritara las medidas más extremas? Pensemos por un momento que es así. Ahora bien: ¿la experiencia de control social y disciplinamiento unánime y fundamentalmente acrítico pasaría sin huella? Un sistema político desesperado por controlar una humanidad que desborda todos los resortes institucionales, ¿acaso no tomaría registro de los modos eficaces para disciplinar sin disidencia y con aplauso incluido? Sólo es cuestión de agitar el estado de pánico permanente para poder lograr el ansiado poder. Los medios de comunicación, solícitos a la tarea y agradecidos de poder seguir multiplicando los infinitos carteles catástrofe de URGENTE y ÚLTIMO MOMENTO. Más allá de lo justificable o no de las medidas, es indispensable una lectura política de la experiencia que estamos atravesando. La repetición de las medidas de control con motivaciones contingentes de aquí en más es una posibilidad cierta. No vaya a ser que aparezcan próximamente virus que tengan como portadores a determinados sectores étnicos y sociales y nos veamos llevados por “necesidad” a construir ghettos “sanitarios” de nacionalidad o de clase.
Avanza inexorablemente, no es de ahora, el control social, el estado de pánico permanente, el disciplinamiento con vocación de unanimidad, el ensimismamiento virtual, la percepción del prójimo como peligroso, la policía del pensamiento, y el acoso al narcisismo amenazado como fantasma fundamental.
Si frente a la amenaza del virus corona se toman las medidas más extremas y atentatorias a libertades elementales. ¿Qué medidas tomar frente a la epidemia de la pobreza que mata 10000 chicos menores de 15 años por día, sin contar a los adultos? Del mismo modo, una vez transcurrida la epidemia del coronavirus, ¿las fuerzas políticas del mundo conminarán a los sectores económicos dominantes de renta extraordinaria con medidas restrictivas a la altura de las que nos fueran aplicadas en el cercenamiento de nuestras libertades para levantar el tendal de ruina que dejará esta experiencia de catástrofe social? ¿O la libertad económica y el privilegio del 1% de la población mundial que acapara más del 50% del PBI mundial sigue siendo sagrada e inalterable y no entra dentro del registro de la solidaridad tan pregonada en nuestros días? ¿Y qué decir de nuestros acaparadores vernáculos?
A mediados del siglo pasado se dijo desde la “ciencia” oficial alemana que los judíos eran parásitos y que Europa necesitaba una desinfección. El resultado ya lo sabemos. ¿Lo sabemos realmente en todo su alcance y magnitud? No sólo la tarea “sanitaria” fue ejecutada desde el poder político, sino que millones de personas la acompañaron gustosamente y con convicción desde distintos lugares, muchos, demasiados, con sus propias manos. Aún hoy, todos lo sabemos, el prejuicio antisemita tiene absoluta vigencia.
En palabras de Hamlet: “The time is out of joint”.
Marzo de 2020
AVANCE DEL TOTALITARISMO
La locura estalla cuando nos encontramos frente a una realidad que no podemos afrontar. Si una situación desborda nuestros recursos simbólicos así como nuestra capacidad de actuar en pos de lo que nos acontece, la locura se torna posible como salida fallida, como refugio frente a lo que nos urge. Hace tiempo que el mundo está en situación de urgencia. Es claro que desde la primera guerra mundial la barbarie fue avanzando, y, con ella, la miserabilidad en las distintas dimensiones de lo humano. En este camino hacia lo abismal, hay grandes hitos a señalar: la llamada gran guerra, la segunda guerra mundial, la consolidación del stalinismo, la globalización post caída del bloque soviético. El mundo debe afrontar desafíos ineludibles: pobreza generalizada, muerte de a cientos de millones por hambre, crisis del ecosistema, acumulación inaudita de riqueza, decadencia moral, violencia extrema a nivel masivo, pérdida de estímulos vitales, ausencia de perspectiva y proyección de un futuro auspicioso y vivible, crisis de los procesos de socialización, estado de guerra permanente, etc. El desafío es inmenso. Los cambios a instrumentar para construir un mundo distinto requieren de una apuesta difícil y decidida, que implicaría, de asumirse, una reestructuración de nuestras vidas a todo nivel. Frente a esta dificultad, que pareciera que vamos significando como imposibilidad, surge como recurso la locura. En un mundo en que la emergencia sanitaria es estructural, donde millones mueren de enfermedades prevenibles y curables por no poder tener siquiera un mínimo acceso a los sistemas de salud, resulta que ante la aparición de un virus gripal de proporciones muy menores frente a otras epidemias y causas constatables de muerte, el sistema político decide frenar el mundo. Todo se suspende. Todo se sacrifica en pos de la causa sanitaria. Pareciera no tenerse en cuenta los incuantificables daños ocasionados: los infartos, ACV, suicidios, la imposibilidad de asistir en los hospitales a los seres queridos, la herida irreparable de la gente que murió sola, la afrenta de no poder darle un digno entierro a nuestros muertos, el no poder diagnosticar una enfermedad a tiempo o seguir tratamientos ya emprendidos, los millones que pierden su sustento económico, los 270.000.000 (según estima la OMS) que padecerán pobreza con riesgo cierto de muerte como consecuencia del confinamiento mundial, la pobreza extrema y las enfermedades consecuentes, las depresiones invalidantes, la agudización de los trastornos mentales, las consecuencias psicológicas de la pérdida de libertades esenciales, el auge de la delación, la exaltación de la voluntad de servidumbre y de la dependencia, la percepción del prójimo como peligroso, los que quedaron solos y aislados en sus casas, el colapso del sistema de salud que sobrevendrá como efecto de las enfermedades que hoy no están pudiendo ser tratadas más las que surgirán como efecto de la cuarentena, el endurecimiento de los afectos, la pérdida de hábitos esenciales de comunión y encuentro, el control policial, el ensimismamiento virtual, el deterioro de los lazos sociales, etc, etc, etc. Es decir, hay un tratamiento totalmente desproporcionado y enloquecido que sacrifica en holocausto generalizado y genocida las diferentes dimensiones de lo humano. ¿Por qué esta locura? En primer lugar, no debe extrañarnos tanto. Las locuras colectivas siempre han formado parte del devenir de la humanidad. Basta recordar en nuestra historia reciente la acción convencida que llevó al exterminio de tres cuartas partes del pueblo judío, en el que intervinieron, es bueno recordarlo, no solamente los aparatos político- estatales con sus clásicas estructuras burocráticas, sino también ciudadanos, vecinos, y, en general, gente del común. Los diferentes grados de actuación y complicidad se cuentan por millones. Algo similar ocurrió con el stalinismo. El hecho de salvar la revolución y terminar con la inequidad capitalista (¡quién puede negarla!) llevó, nuevamente, a través de una mortífera alianza entre pueblo y dirigencia política, a los campos de concentración, la aniquilación y el terror en todas sus dimensiones. Todas estas gestas totalitarias padecen de un potente grado de destrucción explosiva e implosiva. Destruyen y se autodestruyen. Es necesario señalar aquí que dichos procesos exceden largamente los cálculos de conveniencia y racionalidad que muchos se empeñan en encontrar de manera inexcusable en el desarrollo de los procesos históricos. Hoy en día es muy frecuente escuchar, frente a las consecuencias de las medidas de cuarentena por el coronavirus: “¿Pero ésto a quién le sirve?, ¿no ves cómo se derrumba la economía?, ¿vos pensás que a EEUU le conviene pasar a tener millones de desocupados…?”, etc, etc, etc. La conclusión que sacan es estrictamente lógica: las consecuencias de estas medidas perjudican al poder político-económico; ergo, las tomaron porque eran necesarias. Lástima que la historia no se desarrolle de acuerdo a parámetros tan lineales, ingenuos y voluntaristas. A veces pareciera que Freud predicó en saco roto cuando hace ya más de un siglo habló del inconsciente. ¡cómo nos cuesta advertir los procesos de alto componente destructivo y autodestructivo que rigen nuestras vidas individuales y colectivas! Pareciera que seguimos pensando que es posible analizar los procesos humanos desde la voluntad, la racionalidad y la conveniencia. ¡Cuánta razón tenía Freud cuando hablaba de las resistencias persistentes e ineliminables frente al inconsciente! Es tal la herida que produjo su develamiento que no queremos afrontar sus consecuencias… ¿Podemos acaso dejar al inconsciente de lado cuando buscamos entender un proceso histórico?, ¿no vamos a tener en cuenta la dimensión autodestructiva de la condición humana?, ¿dejaremos sin considerar la multiplicidad de cosas que hacemos (y bastaría para advertirlo una somera revisión de nuestra vida personal) en contra de nuestra conveniencia e intereses más profundos?, ¿miraremos para otro lado, una vez más, frente a la irrecusable verdad que nos compete como humanos acerca de cómo llevamos adelante tramitaciones tanáticas y enloquecidas de los conflictos que consideramos irresolubles?
Tal cual van las cosas, el poder destructivo avanza a pasos acelerados. Lo viene haciendo desde hace, como mínimo, un siglo. El poder político-estatal va perdiendo progresivamente su cobertura libidinal, quedando al desnudo su núcleo de pulsión de muerte. Sólo tiene aniquilamiento para ofrecer, incluyendo, quizás, el suyo propio. De lo que en algún momento la política pudo ofrecer como un cierto espacio de realización vital, sólo queda la mímesis paródica de un cuidado represivo que deja en evidencia la burla que supone prescribir cuarentena y barbijos (encierro y mordazas) mientras se van dinamitando todos los lazos de sociabilidad.
Volviendo a la pregunta anteriormente planteada. ¿Por qué esta locura? En primer lugar, como veíamos recién, no tiene nada de inaudito. En segundo lugar, el mundo se ha transformado, antes del covid 19, en un lugar invivible, con pandemias varias, amenazas bélicas, sociales y ecológicas, urgencias humanitarias por doquier, descreimiento generalizado, y automatización de la vida que lleva a un carpe diem posmoderno que trueca el disfrute por la compulsión. Frente a esta situación, ante la cual pareciera que no podemos instrumentar una salida valorable y sustentable, la humanidad reacciona de diferentes modos: con protestas de diversa laya, con movimientos multitudinarios de migrantes que desbordan la acción represiva de los estados, con una multiforme y extensísima violencia social y doméstica, con apatía y/o repudio por la política, con un descreimiento generalizado en las instituciones, con angustia, adicciones, etc, etc. El sistema político, cual un organismo atacado, registra estas reacciones como amenaza y reacciona en consecuencia. En algunos casos con políticas más o menos calculadas y proyectadas. En otros, como en el caso de la crisis actual, actúa de modo inconsciente en su fundamento último, generando una locura a escala global, acorde a la situación globalizada del mundo posmoderno, que auspicia una complicidad entre los aspectos desnudamente tanáticos del poder político y la voluntad de seguridad y servidumbre siempre al acecho en los seres humanos.
Aparece así la escalada totalitaria. Encierro, mordaza, horarios reguladores, salidas por documento, prohibición de reuniones, y cualquiera de las otras variedades de disciplinamiento que los distintos estados han instrumentado, con diferentes matices, en lo que va del desarrollo de los acontecimientos. La causa se presenta como inapelable. Todos, al fin, detrás de una justa causa. Clima de epopeya. Fiesta patriótica. Subordinación y valor.
El desencadenamiento de la locura genera efectos destructivos. De manera extensiva, para la sociedad en su conjunto, y de modo centrípeto para el sistema político en tanto tal. Caídos los resortes libidinales del sistema (que desde hace tiempo han ido mermando de modo fuertemente progresivo), queda un núcleo mortífero al desnudo. El modo destructivo de defensa que impulsa el sistema político amenaza su propia supervivencia. Es que tal cual está dada la situación, no puede instrumentar otro modo de defensa menos riesgoso para sí mismo. Las cosas han llegado demasiado lejos. El sistema viene dando claros signos de agotamiento terminal. La reacción que puede provocar no puede ser sino severa y de alto gradiente destructivo, también para sí mismo. La locura se presenta como la resolución fallida. Funciona así para el sistema político y también para la sociedad en su conjunto. Uno intenta perpetuarse aún a costa de la agudización de su crisis, la otra anhela encontrar una seguridad y una causa al no haber podido construir en el terreno social el horizonte de una vida mejor. Alianza peligrosa que podría desencadenar en un pacto siniestro entre un poder totalitario y una sociedad altamente masificada, automatizada, subordinada y regimentada.
ANTECEDENTES RECIENTES DE LA ESCALADA TOTALITARIA
Desde hace un tiempo relativamente breve asistimos al avance de las llamadas políticas de género. Su avance en el poder político así como en gran parte de la conciencia social trajo aparejados cambios relevantes en leyes, aspectos pedagógicos, hábitos sociales, conductas eróticas, etc. De hecho, hoy en día, su defensa, es claramente un signo inequívoco de lo políticamente correcto. Ha hecho pie fundamentalmente a través de diversos movimientos feministas. La paradoja es la siguiente. La legítima búsqueda de las mujeres de una vida más digna y protagónica, de larga y honrosa historia, así como el reclamo genuino ante situaciones de opresión y violencia padecidas desde hace milenios, quedan subsumidos, en muchos casos, por ideologías que en su búsqueda frenética por romper el binarismo sexual, terminan desconociendo la propia esencia particular de lo femenino. Porque una cosa, y muy valiosa por cierto, es defender la libertad de vivir la sexualidad tal como a cada quien le parezca. Pero otra, muy distinta, es repudiar la diferencia sexual binaria, y, con ella, la particular valoración de la condición femenina, así como el enigma mismo de la vida y de la muerte, fundamento de toda libertad humana. Un exponente simbólico de la disolución de lo femenino promovida por esta tendencia, nada desdeñable por cierto, es el llamado lenguaje inclusivo. El “todes”, en nuestra lengua castellana, supone la destitución de la diferencia sexual, y, con ella, de la femineidad en tanto tal, en pos de una expresión que pretende unificar los sexos hasta hacerlos indistinguibles. ¿Acaso el lenguaje está destinado a significarlo todo sin resto, diferencia, ni equívoco? Es, paradójicamente, la pretensión machista y estatal. Es la pretensión totalitaria. Vayamos al lenguaje de signo patriarcal. El “todos”, incapaz de subsumir a la mujer en el lenguaje patriarcal debido a que la declinación femenina persiste fuera de su pretensión hegemónica, deja en evidencia, a la par que impone su categoría sexual, la imposibilidad de encasillar lo femenino que escapa, en parte, a su afán de nominación. Si en el lenguaje patriarcal la mujer deja testimonio de su presencia sustrayéndose en parte a la pretensión hegemónica, en el “todes” queda desaparecida detrás de una expresión que, al confundir la diferencia, promueve la unicidad, milenaria pretensión machista. El “todes” no solamente realiza los atávicos sueños de una masculinidad opresiva, sino que, yendo más allá, entifica una categoría transexual y metafísica que consagra la idolatría de un lenguaje que deja de testimoniar acerca de la imposibilidad de significar el mundo sin resto. Transexual porque atraviesa la diferencia sexual destituyendo su entidad, y metafísica porque le sustrae al lenguaje su condición humana más esencial: la de ser una manifestación de la imposibilidad de significarlo todo. Cuando se cae en la pretensión de que el lenguaje todo lo abarque, la única inclusión que se logra es la que acontece en los campos de concentración, donde todas las diferencias son borradas en pos de un número (al fin la matemática, la cifra, logra lo que el lenguaje nominal resiste). El “todes” tiene la pretensión del número. Hacer del significante signo, es decir, significar la totalidad arrasando con las diferencias. Supone, en términos de alienación y opresión, un incremento cualitativo respecto del machismo. Es, podríamos decir, el machismo hecho metafísica totalitaria.
La pérdida de registro de la diferencia sexual genera como efecto la proliferación infinita de la diversidad. Estamos en el mundo de lo diverso. Sólo que esta diversidad está construida sobre los escombros de la diferencia, constituye una parodia respecto de la diversidad que podría surgir sobre los cimientos de la diferencia reconocida. Así, asistimos a procesos de masificación y de indistinción creciente. Somos “todes” tan diversos que cada vez somos más parecidos. Si el lenguaje no puede nominar la diferencia en un significante, peor para el significante. Diluimos la diferencia y transformamos el significante en signo. Así, creamos un lenguaje de cifras, cosificamos lo humano y matematizamos la existencia. Perdemos el significante en tanto tal, es decir, la dimensión del lenguaje que inscribe la imposibilidad de la significación absoluta. Eclipse de la libertad.
No hay significante que pueda significar la diferencia sexual sin resto. Esta posibilidad sólo está abierta al signo o a la cifra. La expresión “todes” es concentracionaria, presume de una nominación acabada que incluye sin equívoco, resto ni diferencia. En sentido contrario, la palabra “todos” incluye sin nominar la totalidad. Al decir “todos”, sabemos que incluye a las mujeres, sólo que el género rector, el masculino, por tratarse de un sistema patriarcal, asume la representación desde su égida. De ser un sistema matriarcal, quizás podría ser “todas” la expresión que sobreentendiera la presencia de lo masculino sin ser nominado en tanto tal. Sería infinitamente más auspicioso que el “todes”. Es más, sería quizás expresión de un orden social donde las mujeres tuvieran un protagonismo desde el cuál podríamos probablemente vivir una sociabilidad que atemperara la tendencia hacia la violencia tan propia de los hombres y del sistema estatal y patriarcal.
Lo imposible de significar es lo que abre el espacio de la libertad y de la ética. Y lo imposible de significar en tanto tal, se hace patente, tiene su raíz, en la diferencia sexual irreductible, que es, podríamos decir así, la diferencia por antonomasia ¿Por qué? Porque está íntimamente ligada a la reproducción de la especie y por lo tanto a la muerte. Sexualidad y muerte, puntos ciegos para la significación que encuentran su modo de expresión, es decir, su manera de hacer valer su dimensión irreductible al sentido, en torno a la diferencia entre los sexos. Los sexos muestran límites infranqueables de uno en relación al otro. Su diferencia tiene un estatuto ontológico que la cultura sólo podrá desconocer al precio de ocluir la libertad. Es en torno al espacio indescifrable que habita la no significación de la diferencia sexual que fecunda la creatividad y la diversidad verdaderamente plural. La diversidad que desconoce la diferencia es un polimorfismo vacuo que promueve entes fetichísticos de apetencia totalitaria. Las consecuencias del avance (en las distintas dimensiones de lo social) de la concepción hegemónica de género en detrimento de la diferencia sexual, no han tardado en hacerse notar. En coherencia con la entraña totalitaria que la anima, la concepción “inclusiva” ha generado: endurecimiento del aparato represivo, oficinas administrativas que sancionan expresiones consideradas discriminatorias acotando así las posibilidades de opinión, censura de expresiones artísticas varias, entre otras lindezas. Cuando el Estado, y nosotros mismos, nos convertimos en agentes de censura explícita o tácita, dirimiendo acerca de qué película es conveniente ver o no, qué canciones se pueden escuchar, qué libros conviene leer, de qué podemos reírnos, o qué expresiones verbales pueden usarse, estamos en una senda muy riesgosa. Habrá seguramente expresiones de mejor o peor gusto, manifestaciones más o menos adecuadas e incluso muchas de dudoso valor moral, pero constituirnos en una policía del pensamiento, con toda certeza, no nos llevará a buen puerto.
Una parte del feminismo quedó captado por la hegemonía generista, dejando constancia, lamentablemente, de una victoria más del sistema estatal y político siempre proclive a subsumir a las mujeres. En este caso la política va más allá de la subordinación histórica. Directamente, promueve la disolución de la femineidad. Se dirige así hacia el totalitarismo, verdadera fase superior del patriarcado.
RESONANCIAS TOTALITARIAS
Este fenómeno reseñado, con matices, tiene alcance global, como la pandemia covid 19. Sin entrar en detalles, diremos que en ambos casos encontramos: a) la extrema susceptibilidad frente a la amenaza narcisista, siendo el fantasma del acoso un eje regulador de la relacionalidad que instituye al prójimo como peligroso, b) la elaboración delirante de un núcleo de verdad frente a la imposibilidad de un abordaje adecuado de las problemáticas en cuestión. Su confrontación genuina implicaría una revisión total de nuestro modo de vida, c) el impacto estadístico, fiel a nuestra época matemática y tecno científica, d) la enloquecedora y manipuladora cobertura mediática, e) el pánico, vinculado a la amenaza, como factor emocional de base, f) la consagración de causas con pretensión de incuestionabilidad, g) la puesta en marcha de fuertes mecanismos de disciplinamiento social de variado alcance (jurídico, relacional, emocional, conciencial, etc).
Veamos algunas paradojas que entrelazan llamativamente a las teorías inclusivistas y al fenómeno pandemia. Hemos escuchado hasta el hartazgo a los generistas decir, de una manera u otra, que hablar de biología es reaccionario. Que la biología tiene poco, más bien nada que decir respecto a la conformación de la identidad sexual. El constructo cultural repudiando a la biología. Ironías del destino. O, quizás, más bien, retorno de lo reprimido, hoy la biología, pandemia mediante, es un amo absoluto. Es lo único que importa. La gran desplazada, menospreciada y vituperada como reaccionaria, hoy es aquella en cuyo altar todo se sacrifica. Revancha de la biología. Feroz retorno de lo reprimido. Todo se sacrifica por ella. La vida es vida biológica, y, por ella, todas las otras dimensiones de la vida, quizás las más auténticamente humanas, son despreciadas y entregadas en holocausto: economía, trabajo, afectos, sociabilidad, encuentro amoroso y amical entre las personas, interacción con el medio, espacios lúdicos y de diversión, cuidado de los enfermos, compañía a los que están solos, la tan humana y ancestral costumbre de enterrar a los muertos (Antígona dio su vida por ello), etc, etc, etc.
Repudio de la biología y feroz retorno. Rostros solidarios y pendulares de la locura posmoderna. Con ropaje inclusivo o sanitarista, asoma la triste utopía de la unanimidad. “Todes” con barbijos, marchando derechito y tomando distancia, muy iguales y bien pero bien disciplinados, gozando de nuestra infinita diversidad.
¿QUÉ HACER?
Si la pregunta pone el acento en las posibilidades de acción política, vamos mal encaminados ¿Podremos animarnos a pensar en vías diferentes de acción? ¿Podremos además aventurarnos a pensar en la dimensión del ser sin por ello descuidar la praxis? Quizás no se trata de promover o proyectar acciones determinadas, sino más bien de pensarnos respecto de cómo queremos ser, de qué vida queremos para nosotros mismos y en relación a los demás, y de ser capaces de prefigurar en nuestras propias vidas nuestros deseos. El sistema político está agotado. Sólo tiene para ofrecer destrucción, muerte y totalitarismo (que es quizás su núcleo más esencial). La política y su forma permanente de organización, el Estado, padecen de un pecado de origen que hoy en día muestra todo su potencial negativo. Frente a esto, tal vez sea momento de llevar adelante prácticas de sustracción de los modos políticos de vida. La política no es sólo la de los partidos, los tiranos y las burocracias en general. Es la que llevamos dentro en nuestro modo de ser y proceder. Allí dónde hay prepotencia jerárquica, censura del pensamiento, manipulación, mercantilización de los vínculos humanos, desconocimiento de la dignidad del prójimo, explotación (en sus distintas formas) del semejante en provecho propio, afán triunfalista, slogans masificantes, conciencia irreflexiva, tendencia al pensamiento hegemónico, acatamiento servil, y lógica de guerra, hay política. Para cambiar el estado de situación hay que vulnerar la concepción estatalista en el terreno de la vida cotidiana, de las prácticas asumidas, de las relaciones construidas con los otros tanto en los microespacios familiares y amicales como en los diferentes ámbitos de la vida social. Pensar con los otros de manera frontal, sin espíritu de batalla aunque sí con pasión y convicción. Dialogar sin reservas poniendo por delante el deseo de libertad y la clara conciencia de que la emancipación del prójimo de la política es tan urgente y necesaria como la nuestra propia. Alentar la expresión en todas sus formas y dimensiones: íntima, colectiva, profesional, literaria, artística, intelectual, etc. No pensar en filosofías rectoras ni en agrupamientos jerárquicos, mucho menos partidarios, con programas y doctrina. Sin epopeyas heroicas, violentas, colectivistas ni patrióticas. Encontrarnos en las diferencias, aún, y sobre todo, en las profundas. Aprender a escucharnos, a valorarnos, a defender nuestra libertad frente a toda forma de imposición. Aprender a regularnos, a gestionar nuestra vida, a proyectar nuestro futuro pero viviendo intensamente el presente. Inspirarnos en los que enfrentaron a lo largo de la historia toda forma de opresión, más allá de las diferencias ideológicas. Estar abierto a lo que nos deparen los nuevos vínculos que podamos comenzar a configurar a partir de este trabajo personal y social a realizar. Estar atento a nuevas formas de sociabilidad que puedan alumbrar a partir del cambio que podamos empezar a instrumentar en la modificación de nuestras propias vidas. Creer en que un nuevo pentecostés sea posible. Un espacio en que aquellos que hoy en día manejamos lenguajes distintos, podamos empezar a escucharnos y entendernos más allá de nuestras diferentes creencias y referencias teóricas.
Es una tarea que puede resultar muy placentera: degustando la libertad, sabiendo que vamos emancipándonos, entendiendo que vamos recuperando nuestras vidas expropiadas y alienadas en el lazo político. Si empezamos a hacer introspección y a revisarnos, podremos entrar en relación con zonas amputadas de nuestra existencia, oprimidas, deformadas y profundamente alteradas por la lógica política, que como una mancha de aceite tiende a impregnar nuestras vidas de las maneras más reconocibles hasta las más sutiles e imperceptibles a primera vista. Es una tarea digna, ardua, que puede conllevar momentos de profunda satisfacción. Implica seguramente también desafíos difíciles, propios de todo intento de conmover hábitos establecidos y pensamientos profundamente coagulados. No es una tarea resultadista, sino más bien procesual y existencial.
Sino, seguimos así…distrayéndonos con grietas improcedentes, apostando (aunque sea sin convicción) por el voto periódico y el rito eleccionario, alimentando la metafísica del Estado, la fragmentación artificiosa, preservándonos de pensar nuestra orfandad, creyendo que el cambio viene de afuera, apostando por lealtades afectivas e irreflexivas, buscando la ventaja mínima a través del cambio de gobernantes (cada vez menos posible), sosteniéndonos en la queja crónica, y, fundamentalmente, persistiendo en nuestro modo de ser sin revisar nuestra complicidad en todo este asunto y siendo así los mismos de siempre.
El Estado y el sistema político que le es inherente no domina sólo por su fuerza represiva y económica, sino, fundamentalmente, porque creemos en él. Deconstruir pacientemente la creencia en el Estado, principalmente, aunque no sólo, a través de la crítica del Estado que todos llevamos dentro, es parte esencial de la tarea existencial que tenemos por delante si es que somos capaces de elegirla. Podrán decir que se trata de una nueva utopía. No es un desmérito. Al menos no requiere de altares ni de sacrificios humanos.
La historia va dejando a su paso un tendal de ruinas que algunos llaman progreso. Campos de concentración, guerras, gulags, ghettos, explotación, marginalidad, exclusión, han sido, con matices, flujos y reflujos, la invariable espiral en ascenso. Marx decía que la revolución es la locomotora de la historia, sin apreciar que lo importante era advertir que la barbarie anidaba en los coches de la formación, y que, de este modo, la locomotora sólo aceleraba el camino hacia el precipicio. La alternativa no parece ser la locomotora sino más bien, como dijo Walter Benjamin, el freno de mano que podamos instrumentar. Parar la locura y el camino destructivo. Pensarnos y hacernos de nuevo sostenidos en nuestros deseos, abiertos a las múltiples experiencias de aquellos que en todos los tiempos confrontaron al poder opresivo desde los lugares más diversos. Hacer operativa, diría Benjamin, la memoria de los vencidos. Traerla a la luz para que no sea un mero recuerdo de homenaje en solemnes actos de aniversario, sino una potencia actual que clame al cielo (de acuerdo a la expresión bíblica) por su redención, y ayude a configurar activamente una nueva vida posible para la generación nuestra. Si será posible o no torcer esta pendiente depende en gran medida de cada uno de nosotros.
*Psicoanalista