Editorial 18-11-19
Con-Texto | 21 noviembre, 2019Lectores de con-texto:
Todos deseamos un futuro mejor. Si miramos el nivel de descontento que se manifiesta en las calles, tanto en países de nuestra zona como en distintos lugares del mundo, el murmullo de la frustración se ha convertido en clamor. Ese grito ahogado por la postergación es ya un estruendo imparable que demanda reconocimiento. Remitiéndonos a Spinoza, la potencia de la multitud -que hoy marcha llenando las plazas y principales arterias de las ciudades- en su cohesión es capital y potencia política. Su fuerza es la diversidad de los individuos que la integran, ya que su individualidad no se pierde en la multitud porque los une la búsqueda del bien común y la satisfacción de sus reclamos.
Cuando la gente se levanta para exigir mayor equidad y para que la justicia social no sea una mera declamación, no produce desorden o caos social sino va en busca de un nuevo orden que comprenda a más. Si recorremos la historia a pesar de sus tropezones y retrocesos, cada revuelta significó más incluidos.
Ya nadie pide protección del señor feudal, ni nadie dice gobernar por derecho divino o por sucesión hereditaria. Los principios de la Revolución Francesa de Libertad, Igualdad y Fraternidad no se dieron de un día para otro ni fue un camino alfombrado de rosas sino manchado de sangre de las muchas cabezas que rodaron. Aunque las ideas quedaron y fueron haciéndose carne.
El progreso y el desarrollo humano fue el resultado del combate por la igualdad y por la educación.
Proudhon y Marx entre otros, con las ideas del siglo XIX frente a la revolución industrial, pusieron de relieve la explotación que la burguesía ejercía sobre las clases proletarias. Como una zancadilla de la historia fueron atrozmente implementadas por la Revolución Rusa que fue sanguinaria y feroz, pero otra vez las ideas permanecieron. Así como también las luchas de anarquistas, socialistas y sindicalistas que poco a poco fueron cambiando el estado de las cosas. Todo fue un lento y doloroso derrotero que con el tiempo mejoró las condiciones de trabajo en las fábricas. Se apartó a los niños de esas tareas para que ocuparan su lugar en la escuela y así poder educarse y jugar. Se acortaron los extensos horarios de trabajo, considerando tiempo de descanso y otros derechos que fueron sumándose. Aunque hoy se vulneren no se borran de la conciencia colectiva.
Por eso es lícita la exigencia de poder estudiar, tener acceso a la salud, a una alimentación y vivienda dignas, a contar con tiempo de descanso y de recreación y un Estado presente para garantizar esos derechos.
Hoy los niveles de concentración de cifras inimaginables de capital financiero y poder en pocas manos sofoca la posibilidad de crecimiento de cualquier esperanza. La desigualdad es un instrumento de gestión de la sociedad que se presenta como necesaria o natural pero cuyo principio o justificación responde a una ideología. Si para estudiar o tener acceso a una medicina de buen nivel hay que ser rehén de créditos otorgados por los bancos a tasas impagables, se vuelve a una situación de esclavitud que creíamos abandonada en un escalón de la historia. No hay meritocracia posible – otro mito instalado- cuando no hay igualdad de oportunidades.
En nuestro país que supo tener una educación que equiparaba oportunidades y una atención sanitaria de excelencia al alcance de los que lo necesitaran, estos servicios brindados por el Estado poco a poco se fueron desmoronando tanto en la calidad de la enseñanza como en la de la salud pública. Se obliga a los ciudadanos no sólo a pagar una alta carga impositiva, sino a contratar servicios privados tanto en educación como en salud. No todos pueden, siendo este otro factor que genera desigualdad.
Como casi no existen comunidades de trabajadores organizados por un reclamo, un estilo de vida y similitudes culturales, la multitud toma la calle. Esa ausencia de empatía de individuos aislados, precarizados, sin trabajo o unidos por terminales que son nodos en una red, marcha pacíficamente codo a codo y suple ese aislamiento. Lamentablemente grupos organizados para producir destrozos desvirtúan sus demandas. Pero aunque hacen daño son pocos personajes que no se sabe a quién responden, comparados con las multitudinarias marchas.
Ya no hay más paciencia para gobernantes autócratas, ni para ajustes que impliquen postergar el deseo limitando la vida a una sucesión de privaciones. Ni paciencia para contemplar la obscena acumulación de riqueza de unos pocos.
El futuro está inscripto en el presente y sólo asoman los primeros avances. Trayecto con innumerables bifurcaciones y diversos grados de imprevisibilidad. Es de esperar que las élites que detentan el poder sepan avizorar a tiempo el peligro que se les avecina y que la respuesta no sólo sea ciegas represiones que no hacen más que agregar presión al enojo de la multitud.
Ernestina Gamas
Directora