KEYNES CLAMA: OÍD MORTALES DEL AJUSTE SAGRADO por Andrés Ferrari Haines*
| 21 julio, 2018Amor en la miseria (Love on the Dole) fue la primera película de Deborah Kerr. Está basada en un libro de 1933 escrito por Walter Greenwood sobre la vida de las clases trabajadoras desempleadas o viviendo con bajos salarios en el Reino Unido a inicios de la década del 30. La obra, de inmediato fue tremendamente exitosa, y causó fuerte impacto en la sociedad británica cuando fue publicada por su cruda descripción de la dura condiciones en que vivían los trabajadores por la fuerte crisis económica. El año siguiente se convirtió en una también exitosa pieza de teatro que estuvo de gira simultáneamente por dos compañías por todo el país en grandes ciudades y pequeñas – incluso pueblos sin cines o teatros.
La intención de convertirla en película fue prohibida por la Oficina Británica de Censura de Películas porque su historia sórdida ambientada en un contexto social muy calamitoso se la consideraba peligrosa frente a la realidad de la década del 30. Recién en 1941 con el país teniendo su atención de llenó en la segunda guerra mundial se permitió su filmación.
El libro comienza con la gran huelga general de 1926 que duró 9 días contra la política de reducción de salarios y alto desempleo que azotaba. Esa huelga, entre otros factores, se debió al impacto recesivo producto de la decisión tomada en 1925 por el Primer Ministro, Winston Churchill, de reimplantar el padrón oro y, además, recolocando la libra esterlina a su cotización existente previa suspensión por la primera guerra mundial. En las circunstancias de la época, significaba una moneda fuertemente apreciada y una tasa de interés altísima que dañaba las exportaciones, la actividad interna y el empleo. Esos huelguistas, en la historia real, encontraron un apoyo inesperado en John M. Keynes.
Keynes provenía de los círculos más elitistas ingleses. Según su más famoso biógrafo, Robert Skidelsky, “no fue sólo un hombre del grupo de poder; sino que perteneció a la elite de cada grupo de poder al cual perteneció”. Educado en Eton y Cambridge, había entrado al servicio del Imperio Británico en la Oficina de cuestiones de la India – la joya de la corona – antes de convertirse en famoso al renunciar a la delegación británica que negoció el Tratado de Versalles que cerró la primera guerra Mundial. Lo hizo a través de un libro, Las consecuencias económicas de la paz, que denunciaba un acuerdo que consideraba mezquino impuesto sobre una derrotada Alemania que, encima, debía afrontar una carga económica que no podría afrontar. Keynes aventuraba que esto la alejaría de Europa, en lugar de reintegrarla. Incluso, con el riesgo de que se aproxime a la flamante Unión Soviética que Keynes, como la mayoría de las elites europeas, temían y rechazaban.
Su denuncia del Tratado convirtió a Keynes en una casi solitaria voz cuestionadora y desafiadora a los comportamientos que su propia elite tendría en las dos décadas siguientes. Se expresó en algunos libros, artículos en periódicos, charlas, conferencias y seminarios, además de medios escritos personales que han sido compilados s en los treinta volúmenes que conforman sus obras completas.
Si bien hasta ese momento había adherido totalmente a la teoría economica ortodoxa bajo la cual se había formado, durante las negociaciones en el Palacio de Versalles comenzó a percibir que lo fundamental era pensar en la estabilidad del conjunto social por encima de lo que consideraba la mezquina lógica individualista.
Para Keynes, hasta la irrupción de la guerra, la sociedad europea había funcionado bajo el pacto tácito que consistía en que la riqueza quedaba concentrada en la clase capitalista que los invertía productivamente en beneficio de la comunidad:
“De una parte las clases trabajadoras aceptaban por ignorancia por falta de poder; o eran forzadas, persuadidas o llevadas por las costumbres, convenciones, autoridad, por el orden social firmemente establecido a aceptar una situación en la cual podían considerar suyo muy poco de la torta que ellos y la Naturaleza y los capitalistas habían cooperado a producir. Y por otro lado a las clases capitalistas se les permitió considerar suya la mayor parte de la torta, y eran teóricamente libres para consumirla, bajo la tácita condición fundamental de que, en los hechos, consumieran muy poco de ella … Y así la torta creció”
Eso es justamente lo que percibió que ya no pasaba en la década del veinte en su país. Su preocupación resida que se había perdido “la principal justificación del Sistema Capitalista. Si los ricos hubiesen gastado su nueva riqueza para su propio placer, el mundo hace tiempo hubiese encontrado tal régimen intolerable.” Así, observaba que mientras las clases dominantes inglesas dejaron de cumplir “su parte’ y tomaban la riqueza social que les caí en sus manos sin compromiso por el bienestar general, al mismo tiempo, colocaba el peso de la recuperación de la economía sobre las clases trabajadoras.
El medio para ello era la ‘lógica de la economía ortodoxa’, solicitando que acepten esperar el ajuste de las fuerzas de mercado con un poco de esfuerzo para que la economía británica se recupere. Keynes cuestionó que ese “mecanismo neutral” funcionaba “por medio de la presión de morirse de hambre y colocando sobre los trabajadores los costos de recomponer la economía, ya que se pretendía obtener los objetivos solamente que por la deliberada intensificación del desempleo. (…) Esta política sólo puede obtener su fin intensificando el desempleo sin límite, hasta que los trabajadores estén preparados para aceptar la necesaria reducción de sus salarios monetarios bajo la presión de los duros hechos”.
Por eso, a contramano de sus colegas de clase, cuando en 1926 los trabajadores de las minas de carbón se negaron a una reducción de sus salarios, y se enfrentaron en una larga huelga con el gobierno inglés, Keynes los apoyó dado que «como otras víctimas de la transición económica en el pasado, a los mineros se les ofrecía una opción entre morirse de hambre y sumisión, los frutos de su sumisión en beneficio de otros”.
Keynes consideraba que los trabajadores mineros, en realidad “representaban carnalmente el ‘moderado sacrificio’” que imponían “los ‘ajustes fundamentales’ monitoreados por el Tesoro y el Banco de Inglaterra para satisfacer la impaciencia de los padres de la City para ajustar ‘la moderada brecha’ de la apreciada libra esterlina”. Keynes les alertaba a sus pares que, como creyentes en los ‘ajustes automáticos’, desprecian en general las cuestiones sociales por ser los que se sientan en la cima del sistema: “Creo que son demasiado apresurados… en su cómoda creencia de que nada realmente serio jamás ocurre. Nueve veces de cada diez, realmente nada sucede – meramente un poco de malestar a algunos individuos o grupos. Pero corremos el riesgo de la décima vez”.
El problema que veía es que se estaba corriendo un riesgo estúpido al quedar la sociedad capitalista entera a merced de las oscuras “fuerzas de mercado” y sin aceptar, además, las consecuencias desiguales entre clases sociales que esa postura genera. Para Keynes, esas personas despreciaban lo que consideraba uno de los más grandes principios sociales: el derecho del Estado de controlar los intereses creados. Para Keynes, ellos eran “los peores enemigos de lo que buscan preservar” porque su “insistencia en presionar los salarios de los trabajadores para abajo para reestablecer los beneficios” podía propiciar “una guerra de clases”.
Por su parte, Keynes tenía la esperanza que se encontrase un objeto en común que unifique la sociedad, antes que “la búsqueda descontrolada del beneficio individual” termine en “destruir la totalidad”. En el cierre de la Teoría General, Keynes admite que, en general, “las consecuencias de la teoría expuesta son moderadamente conservadoras”, ya que “si bien indica la importancia vital de establecer ciertos controles centrales en asuntos que actualmente se dejan casi por completo en manos de la iniciativa privada, hay muchos campos de actividad a los que no afecta”.
Claro que siempre “algo” es “demasiado” para los divinizadores del ‘mercado’. Por eso que John K. Galbraith afirmó que para ellos “la diferencia entre Keynes y el comunismo no era muy grande” …
Enceguecidos en esta idolatría no lo comprenden a Keynes porque como afirma Skidelsky: “Aquellos que precisan la salvación secular pocas veces entienden que alguien suficientemente inteligente para salvarlos no puede ser un verdadero creyente”.
* Profesor UFRGS (Brasil)
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