HACE 26 AÑOS MORÍA ASTOR PIAZZOLLA por Albino Gómez*
| 17 junio, 2018La historia de este pisciano –como él astrológicamente se reconocía- comenzó el martes 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata a las dos de la madrugada, y su vida, aunque no su historia, se cerró hace veintiséis años, el 4 de julio de 1992 en Buenos Aires, después de una penosa y larga enfermedad, que lamentablemente puso fin a su prolífica producción cuando seguía desarrollándose con una enorme potencialidad creadora en París. Cincuenta años antes, en 1942, todavía menor de edad, porque en aquellos años la mayoría comenzaba a los 22, se casó con Odette María Wolf, que le dio sus únicos hijos, Diana y Daniel. Pero hasta llegar a eso, pasaron muchas cosas, entre otras, vivir desde los 3 años hasta los 16, en Nueva York, con una breve interrupción de nueve meses, por una vuelta a Mar del Plata, en un intento de sus padres, Vicente y Asunta, de reinstalarse en esa ciudad, lo que recién pudieron lograr en 1937.
Claro está que esos años neoyorkinos le dieron a nuestro músico una base cultural-emocional que selló toda su vida, a través de las vivencias que significaron sus rebeldías escolares, la amistad con sus primos italo-americanos de New Jersey, las pandillas barriales de las que formó parte, sus rechazos al solfeo, sus primeros maestros musicales; ese primer bandoneón de segunda mano, con cincuenta notas metálicas y estuche de madera, que aprendió a tocar solo, mientras recibía lecciones de piano de un maestro húngaro, discípulo de Rachmaninov, que le descubrió a Bach y a Mozart, enamorándolo de dichos autores de tal manera, que abandonó sus correrías y peleas por las calles de Manhattan.Y cómo obviar el hecho imprevisible y mágico, de conocer a Carlos Gardel a los once años, hacer de extra como canillita en una de sus películas y acompañarlo a las tiendas para hacerle de intérprete idiomático en sus compras.
Evidentemente el destino estaba tramando algo especial para el niño y el joven Astor. Se ha escrito muchísimo sobre él -acerca de su desarrollo musical, desde sus inicios a los 18 años como bandoneonista de Anibal Troilo -y su arreglador después- en decenas de notas periodísticas, y muy importantes libros de gran difusión . Vale decir que todo ello me exime de endilgarles a los lectores una extensísima relación cronológica de su producción, por demás ya muy conocida, como todo lo relacionado con la formación de su primera orquesta con Fiorentino en 1946, la obtención de diversos premios y para cerrar ese breve ciclo de ocho años, con la beca del gobierno de Francia para estudiar contrapunto y composición con Nadia Boulanger. Sin dejar de mencionar como fueron sus cinco años de estudio con el maestro Alberto Ginastera, para quien fue su primer alumno. Y me detengo aquí para no violar mi propósito de evitar un sumario ya conocido, porque sólo pretendo en esta nota recordarlo, con el modesto aporte de mi testimonio personal a través de algunos encuentros en nuestra larga amistad fundada en Nueva York en 1958, cuando ya llevaba yo más de una década escuchando sus grabaciones en los discos de pasta de 78 revoluciones. Porque me tocó nacer en el seno de una familia tanguera, pero ya veinteañero descubrí la música Clásica a través de mi asistencia permanente a los conciertos de la Sinfónica Juvenil que dirigía el maestro Luis Gianneo, en al cine Ópera y en la Facultad de Derecho. Y también mi gusto por el jazz, que en Buenos Aires tenía como el tango en esos años, grandes formaciones musicales, Pero al mismo tiempo, renovaba mi fervor por el tango gracias a la nueva riqueza musical que comenzaba a recibir a través de Horacio Salgán y de Astor Piazzolla.
Pocos años después lo vi, aunque desde lejos, en la Facultad de Derecho cuando ganó el Premio Fabián Sevitzky. Pero tardé cinco años más para encontrarlo y conocerlo personalmente, en mi primer viaje a Nueva York en 1958, donde a poco de instalarme como diplomático en nuestra representación ante la ONU, comenzó una amistad enriquecida por la estimulante vida cultural que nos brindaba Nueva York, donde había además un grupo de destacados argentinos vinculados al periodismo, a la pintura y a la música, como Ana Itelman, Horacio Estol (corresponsal de Clarín), Omar del Carlo, Marcelo Bonevardi, Sergio Mihanovich y Enrique Villegas, entre muchos otros, con quienes compartíamos varias noches durante los días semana, más las tardes de algunos sábados y domingos. Astor y yo vivíamos a una distancia de apenas cinco minutos de auto, ya que solo se trataba de cruzar el Central Park, para llegar hasta la calle 92 y Broadway, por lo cual nuestros encuentros eran muy frecuentes. En ese tiempo Astor estaba trabajando en la música de un ballet para Ana Itelman sobre el tema de “El hombre de la esquina rosada”. Ya había creado su entrañable “Adios Nonino” cuando se enteró de la muerte lejana de su padre Vicente, que lo sumió en una profunda tristeza. También apareció por entonces fugazmente en un par de importantes programas de la televisión local, trabajaba por las noches y casi de manera permanente en el Chateau Madrid, un excelente lugar nocturno de música y copas. Nuestras salidas preferidas eran las idas al cine, a los museos, al Vanguard en la calle 11 para escuchar jazz, a las exposiciones de pintura y a las cantinas italianas..También eran importantes los recorridos que hacíamos por un Manhattan más transitable que hoy en día, como nuestras salidas que incluían Brooklyn, y más allá del Bronx llegábamos a los Cloisters para sentarnos a escuchar en la paz de los patios de ese museo-convento, música sacra, mientras podíamos contemplar el río Hudson, bien azul en verano y tan gris y helado en sus orillas durante los inviernos. Es que nos fascinaba esa zona muy boscosa llamada Riverdale, donde vivió, y murió en 1945 uno de los íconos de Astor, Bela Bartok. Ese lugar, a unos veinte o treinta minutos de Times Square, o sea del mismo centro de Manhattan, nos regalaba un paisaje natural tan maravilloso que se nos hacía imposible creer que pudiéramos estar tan cerca de esa tumultuosa y vibrante ciudad neoyorkina.
No quisiera, por haberlas contado ya infinidad de veces en varios medios, repetir las circunstancias que me permitieron presentarle en Nueva York a Astor, a Igor Stravinksy, pero si vale la pena que vuelva a señalar algo que sólo los íntimos conocen, y es la timidez de nuestro músico frente a sus ídolos, porque ante la sorpresa de que se había convertido en realidad mi promesa de presentarle al gran músico ruso, ya frente a él, no le salía ni una palabra de saludo, sus piernas como él mismo contó en algún reportaje, temblaban y no podía articular una sola palabra. Sólo al día siguiente pude reunirlos y hacer provechoso para Astor el encuentro. El hecho es que casi al mismo tiempo, tanto Astor Piazzolla como yo dejamos Nueva York, al comenzar los 60, pero continuó nuestra amistad en Buenos Aires, donde reanudamos la vida que hacíamos en Nueva York, siguiendo todas sus actuaciones en diversos boliches como Jamaica o La Noche y en sus conciertos en universidades. . Por supuesto, Astor tenía grandes admiradores, como asimismo numerosos detractores que negaban que su música fuese tango. Pero Astor decía que había sido admirador y seguía siéndolo, de las orquestas de Julio de Caro, Osvaldo Fresedo, Elvino Vardaro, Osvaldo Pugliese y Aníbal Troilo. Pero que no podía escribir ni sentir como ellos por no poder ni querer imitarlos. Y en cuanto a lo que se decía acerca de que empleaba ritmos y armonías modernas en sus tangos, sencillamente aclaraba que se trataba del “nuevo tango”, y que no sería un error vaticinar que eso que hacía en ese momento, en un futuro no muy lejano, habría de ser tildado de antiguo. En 1969, se desarrolló en el Luna Park el “Festival de danza y canción de Buenos Aires”, que se desarrolló en el Luna Park, y donde Astor presentó la después famosísima “Balada para un loco”, con letra de Horacio Ferrer y cantada por Amelita Baltar, a la que los integrantes del jurado técnico votaro para el primer premio pero que lo perdió por la decisión del voto popular, que le otorgó dicho premio al tango “El último tren” de Julio Ahumada, que tuvo una sola grabación, la del propio concurso, y nunca otra más. En cambio, la “Balada para un loco”, como es bien sabido, constituyó un éxito mundial. Después, la vida y los trabajos nos llevaron por distintos países, pero seguimos escribiéndonos y encontrándonos, por ejemplo, en Nueva York cuando viajé para cumplir con un trabajo periodístico, mientras Astor llegaba desde París, donde estaba viviendo y casado ya con Laura Escalada, su último y definitivo amor, que ordenó e iluminó totalmente su enorme creatividad musical. Ese viaje desde París a New York tuvo por motivo que interpretara tres temas propios orquestados por él para los cincuenta músicos de la Filarmónica de Nueva York, en el Madison Square Garden. Pero aunque no me queda ya espacio para seguir hablando de nuestros encuentros, al menos quisiera agregar el que tuvimos cuando siendo embajador en Suecia, pude recibirlo en Estocolmo dos veces. La primera cuando dio un deslumbrante concierto con su quinteto en la mejor sala de conciertos de la ciudad colmado en su capacidad para 1200 espectadores, quedando más de trescientos afuera de la sala, sin poder lograr un lugar. La grabación de ese concierto, con las palabras previas de Piazzolla en su fluido inglés se sigue pasando todavía hoy, después de más de treinta años, en la Radio Sueca. La segunda, cuando participó con el mismo quinteto meses después, en verano, en un festival de jazz a orillas del Báltico. Porque Astor llevó su “tango” a terrenos insospechados, que lo ingresaron en la música clásica y en el jazz, sin que perdiera su sabor y color porteño. Pero donde ya no hacía falta sentir el temblor de las baldosas de un bailongo, sino más bien la kepleriana música que produce la Tierra al desplazarse en el Universo.
*El autor es periodista y escritor.