…Y PARA TODOS LOS HOMBRES DEL MUNDO QUE QUIERAN HABITAR EL SUELO ARGENTINO por Israel Lotersztain*
| 14 octubre, 2017Introducción
En la fría mañana del 14 de Agosto de 1889 el vapor alemán Weser, que había partido de Bremen 35 días antes, atracaba luego de un tormentoso viaje en el puerto de Buenos Aires trayendo consigo unos 1230 agotados pasajeros, entre los cuales figuraban más de ochocientos que se declaraban judíos. Era novedoso, ya que de los cinco millones de estos que según cálculos demográficos habitaban el mundo en ese momento se estima que solo alrededor de 1.500 vivían en Argentina, y además lo hacían en forma muy dispersa y casi absolutamente desorganizados comunitariamente, por lo que la llegada de estos ochocientos fue desde un punto de vista histórico un hito fundamental. Lo evidencia el hecho de que tan solo unos sesenta años más tarde del mencionado arribo del Weser la colectividad judía en nuestro país se había indubitable y asombrosamente transformado en la cuarta en magnitud del planeta (luego de la de EEUU, Israel y la ex URSS), no solo por su importancia numérica, estimada en casi 350.000 integrantes, sino por su riquísima vida comunitaria, cultural, educativa, financiera, extensión territorial y su integración a la vida nacional y a la de los judíos del resto del mundo.
Para explicar este vertiginoso crecimiento no alcanza con considerarlo como formando parte del aluvión inmigratorio que caracterizó a la Argentina por aquellos años. Es que los inmigrantes judíos (y en menor medida seguramente también los musulmanes que arribaron en gran cantidad casi en la misma época) no solo tomaban en cuenta prioritariamente, como todos los demás grupos que arribaban a estas costas las condiciones económicas a las que podrían acceder en su nuevo destino, aspirando con ello a un posible nivel de vida que esperaban fuera claramente superior al de sus países de origen. Ellos se veían obligados además a considerar como serían recibidos en su específico carácter de judíos o de árabes musulmanes, si podrían ejercer libremente su culto y no serían discriminados, y en general si su nuevo hogar les daría posibilidades de vivir una vida más digna, más libre, y distinta de aquella en muchos casos enmarcada en sus países de origen por diferentes grados de indignidades, discriminación, amenazas y persecuciones.
Y efectivamente se puede asegurar en tal sentido que ese nuevo hogar que los aguardaba en Argentina planteaba condiciones radicalmente distinta a la de sus países de origen, y las planteaba desde su misma Ley Fundamental: la Constitución que se había aprobado el 30 de Abril de 1853 y ratificada por Buenos Aires en 1860. Recordemos al respecto específicamente algunos de los artículos contenidos en la misma (afortunadamente vigentes con idéntica redacción hasta el presente) y que los judíos de entonces debían encontrar especialmente atractivos y hasta fascinantes por sus implicancias para ellos:
Artículo 14: Todos los habitantes de la Argentina gozan de los siguientes derechos: de trabajar y ejercer toda industria lícita, de navegar y comerciar, de peticionar a las autoridades, de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino, de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa, de usar y disponer de su propiedad, de asociarse con fines útiles, de profesar libremente su culto, de enseñar y aprender.
Artículo 16: La Argentina no admite prerrogativas de sangre, de nacimiento, no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley y admisibles en los empleos públicos sin otra consideración que su idoneidad. La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas.
Artículo 20: Los extranjeros gozan en el territorio argentino de todos los derechos civiles del ciudadano. Pueden ejercer libremente su industria, comercio, y profesión, poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos, navegar los ríos y costas, ejercer libremente su culto, testar y casarse de acuerdo a las leyes. No están obligados a admitir la ciudadanía, ni pagar contribuciones especiales, forzosas o extraordinarias. Obtendrán ciudadanía de desearlo residiendo dos años continuos en el país.
Artículo 25: El gobierno federal fomentará la inmigración europea y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada de extranjeros que traigan por objeto mejorar las industrias, labrar la tierra, e introducir y mejorar la enseñanza de las ciencias y las artes.
Artículo 28: Los principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores artículos no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio.
Obviamente no es este el lugar para enumerar y ejemplificar cuan dramáticamente diferentes eran las condiciones de vida de los judíos del mundo en 1853 de estas otras que postulaba la insólita Constitución que se había aprobado inicialmente en esa diminuta ciudad de Santa Fe perdida en el lejano sur del planeta. Digamos tan solo para resumir que de los cinco millones de judíos que se estima vivían en todo el orbe en 1853, solo los menos de cien mil que habitaban los EEUU se regían por leyes similares, y se estaba en camino para que un número parecido en Europa occidental podría llegar a aspirar a que también para ellos, en algún momento, se materializara un sistema legal equivalente. Pero para el resto, o sea para más del 95% de los judíos del mundo de aquel entonces, una aspiración de ese tipo hubiera sido una fantasía irreal, una utopía casi completamente inimaginable.
Y recordemos nuevamente que para la misma época en que como vimos comenzaron a llegar masivamente judíos a la Argentina lo hicieron también en cantidades similares los árabes, muchos de ellos musulmanes, todos ellos en ese momento calificables de ciudadanos de segunda clase en el imperio otomano. Y si bien específicamente la persecución religiosa no debía ser probablemente para los mismos una preocupación similar que para los judíos, no cabe duda que la certeza de poder ejercitar con libertad su culto y sobre todo que el mismo o que su origen étnico no fuera un obstáculo para su progreso económico y social para ellos o para sus descendientes debe haber influido en alguna medida en la elección de la Argentina como el lugar en el que establecerían sus nuevos hogares.
En consecuencia el objeto de este trabajo es el de indagar como en tal momento histórico y pese a la fuerte oposición de muchos convencionales se llegó a aprobar una Constitución tan amplia, abierta y generosa, cuales fueron los intensos debates que al respecto se generaron, las encontradas posturas que fueron planteadas y las por momentos brillantes argumentaciones esgrimidas para avalarlas. Para ello y siguiendo la línea de trabajo iniciada por el profesor Haim Avni de la Universidad Hebrea de Jerusalén utilizaremos como fuente las propias Actas de la Convención Constituyente que sesionó entre el 21 y el 30 de Abril de 1853 en Santa Fe. Y aclaremos desde ya que el tema religioso en sus distintas facetas fue, junto con la ausencia de Buenos Aires de la reunión, sin duda el más larga y fervorosamente debatido de toda esa Constitución finalmente aprobada.
El problema religioso. Antecedentes.
Los constituyentes fueron teóricamente veintiséis, a razón de dos por provincia, ya que como hemos señalado Buenos Aires no tomó parte de la Confederación en esa etapa. Sin embargo el número que participó en los tan escasos diez días corridos de debates (El general y futuro Presidente Urquiza como se ve les exigía una premura absoluta para poder jurar por ella, y realmente es asombrosa la velocidad con que un documento de esta importancia fue aprobado) que solían comenzar a las 19 horas y que podían prolongarse hasta la madrugada era bastante menor, y solo cuando el tema religioso se puso candente llegaron a ser a lo sumo veintiuno. Las sesiones comenzaban aprobándose previamente el acta de la reunión anterior, la cual por momentos fue objeto de varias correcciones, por lo que podemos tener la certeza que esas Actas constituyen una razonable versión de la posición de los constituyentes. Y rápidamente pudo evidenciarse que en materia religiosa existían dos bandos: el que había redactado el proyecto de Carta Magna que se ponía en discusión (al que denominaremos para simplificar como sector “liberal”), y el bando partidario (con diversos matices y diferente énfasis) de otorgar a la república a través de su Constitución un carácter definida y netamente católico, tal como ocurría en prácticamente la totalidad de las naciones latinoamericanas en las que un instrumento legal de este tipo estaba vigente.
Antes de comenzar con el relato de las polémicas señalemos que los constituyentes tenían ante sí explícita y abiertamente dos fuentes de inspiración. Por un lado las “Bases y puntos de Partida para la Organización de la República” que Juan B. Alberdi compusiera apresuradamente (en menos de tres meses) en Valparaíso tan pronto se enteró que Urquiza había derrotado a Rosas en Caseros, y por el otro la Constitución vigente en los EEUU que, si bien había sido referencia obligada de Alberdi, tenía algunas notables diferencias con la propuesta de las “Bases”. Y un especial énfasis debe hacerse sobre todo en lo referente a la libertad religiosa: mientras que el pueblo de los EEUU había nacido o llegado al Continente americano con la idea y basado en dicha libertad, y por lo tanto se preocupaba en 1787 tan solo de que la Constitución que estaban formulando (y el gobierno federal a crearse como consecuencia de ella) jamás la pusieran en peligro, en estas tierras la situación era radicalmente diferente. Aquí la libertad religiosa nunca había sido aceptada, y el único precedente lo constituyó un acuerdo de Rivadavia en 1825 que en los hechos fue válido tan solo para la Provincia de Buenos Aires y específicamente para los comerciantes ingleses radicados localmente. Es más, cuando en algunos lugares como la ciudad de San Juan se intentó la adhesión al mencionado tratado el Gobernador fue expulsado, el acuerdo quemado en la plaza pública la que luego se roció con agua bendita, y la consigna de “Religión o muerte” pasó a figurar en las banderas federales como consecuencia de lo que se consideró un verdadero sacrilegio y ataque a la fe católica.
Por ello consideramos válido afirmar que en Argentina la propuesta de libertad religiosa se constituyó fundamentalmente no tanto como una cuestión de principios sino una consecuencia de la aspiración que trasunta todo el cuerpo constitucional de 1853: la verdadera desesperación por atraer inmigrantes a un país considerado vacío, que ya por entonces contaba con la superficie del actual pero a su vez con probablemente menos de un millón y medio de habitantes. Era opinión unánime que lo indispensable era poblar lo que se llamaba “el desierto argentino”.
De allí deriva el corazón de la propuesta de Juan B. Alberdi de libertad de cultos en sus “Bases”. Pero sin embargo, y no debe olvidarse, ésta estaba claramente explicitada, orientada y basada en su profunda fe cristiana: “Nuestra religión cristiana ha sido traída de Europa por los extranjeros. A no ser por Europa hoy América estaría adorando al sol, a los árboles, a las bestias, quemando hombres en sacrificio. La mano de Europa plantó la cruz de Jesucristo en la América antes bárbara. ¡Bendita sea tan solo por eso la mano de Europa!” Y es evidente en todo su texto que se desespera por no alejar a otros cultos cristianos de estas tierras, o sea a los protestantes del norte de Europa a los que tanto admira. Por ejemplo afirma: “…bajo ningún pretexto se deben aplicar exclusiones y prohibiciones de otros cultos cristianos…” o cuando con total claridad escribe que “Será preciso consagrar el catolicismo como religión de estado pero sin excluir el ejercicio público de los otros cultos cristianos”. Como veremos hubiera sido sumamente simple incluir estos conceptos de Alberdi limitando la libertad de cultos o algún otro de los derechos constitucionales al cristianismo; sin embargo y pese a que el tema judío (o musulmán) como veremos apareció más de una vez en los apasionados debates, en lo finalmente resuelto por los constituyentes esa hipotética exclusión o limitación nunca se manifestó.
El famoso Artículo 2º.
La confrontación sobre la cuestión religiosa comenzó en realidad de inmediato, al proponer la comisión redactora (en su mayoría perteneciente al sector “liberal”) el Artículo 2º actualmente vigente: “El Gobierno Federal sostiene el culto Católico, Apostólico, Romano.” Como se ve es un verdadero ejemplo de elegante síntesis pero asimismo (y como veremos probablemente ex profeso) de una muy cuidadosa ambigüedad. Y esa síntesis y ambigüedad comenzó inmediatamente a ser duramente cuestionada. El sacerdote Pedro Zenteno, representante por Catamarca y uno de los extremistas del sector católico propuso de inmediato reemplazarlo por este: “La religión Católica Apostólica Romana, como única, y sola y verdadera, es exclusivamente la del Estado. El Gobierno federal la acata, sostiene y protege, particularmente para el ejercicio de su culto público. Y todos los habitantes de la Confederación le tributan respeto, sumisión y obediencia”. Como es evidente la diferencia entre ambas propuestas implica, como se verá incluso con mayor claridad mas adelante, el ya entonces clásico debate sobre la separación o no entre la Religión y el Estado. Y si bien Zenteno era el más tajante el diputado Leiva, representante de Santa Fe, fue un poco más moderado aunque igualmente enfático en la necesidad de recomendar a los habitantes de la Nación la fe de sus padres, señalando que esta debía ser acogida con entusiasmo y no en silencio (como a su juicio implicaba el sintético Artículo propuesto) y por ello propuso expresar el Artículo 2º de esta manera: “La religión Católica Apostólica Romana, (única verdadera) es la religión del Estado. Las autoridades le deben toda protección y los habitantes de la república veneración y respeto”.La alternativa de modificación más moderada la propuso por su parte el representante de Entre Ríos Manuel Perez quien solicitó que por lo menos se estableciera que “El gobierno federal profesa y sostiene el culto Católico Apostólico Romano” aduciendo la quizá para nosotros extraña teoría de que al ser el Gobierno “un ser colectivo debe necesariamente profesar alguna religión”.
¿Con que argumentos defendían su postura los partidarios de una Constitución explícita y definidamente católica? Básicamente los que con mayor énfasis aún defenderían en relación a la libertad de cultos: a) No establecer que la religión católica es la única verdadera podía llegar a catalogarse de herejía. b) Que en todas las constituciones que en el pasado se habían ido dando las provincias este aspecto era esencial y se mantuvo pese a los cambios políticos que se produjeron. Por consiguiente no veían razón alguna para romper con un precedente tan esencial. c) Que tal sentimiento, el del catolicismo, reflejaba sin lugar a dudas el deseo de los respectivos pueblos. d) Algo muy interesante en cuanto a su visión del papel que debía desempeñar una Constitución: le atribuían, muy correctamente, a la ley fundamental un carácter “educativo”, y aducían que si se omitiera en la misma una clara y explícita definición al respecto podría “desorientar” a los habitantes del país.
Los argumentos de quienes defendían la propuesta de la comisión redactora y rechazaban los cambios propuestos eran aquellos que explicitaba muy cuidadosamente, entre varios otros, el principal redactor y miembro informante Benjamín Gorostiaga, joven diputado por Santiago del Estero. Claramente intentó evitar peligrosos enfrentamientos, explicando que “si se le imponía al Gobierno Federal la obligación de sostener el culto católico era porque este es dominante en Argentina y adoptado por la gran mayoría de su población. Que la cuestión de saber hasta que punto un gobierno tiene el derecho de intervenir en temas de religión había sido tema de debate intenso entre políticos y publicistas…” pero que él estaba convencido que debía hacerlo ya que la moral, la piedad y la religión estaban íntimamente relacionadas y que “todo hombre convencido del origen divino del catolicismo miraría como un deber del gobierno el fomentarlo y mantenerlo entre sus ciudadanos.” Pero luego de este amable comienzo a continuación agregaba que declarar al catolicismo como la religión del Estado era absolutamente falso porque no todos los ciudadanos de la nación eran católicos, y que a título de ejemplo sería absurdo que se le exija a los hijos de ingleses “que renieguen de la religión de sus padres”… “Y tampoco puede establecerse que la religión católica es la única verdadera ya que este es un punto de dogma cuya decisión no es competencia de un Congreso exclusivamente político obligado a respetar la libertad de juicio en materia religiosa… Que sostener el culto católico en absoluto implica obligar a los hombres a adorar a la Divinidad de una forma diferente a la que ellos creen mas agradable a la misma.” Y sobre todo fue rotunda su afirmación de que “los derechos de conciencia están fuera del alcance de todo poder humano ya que han sido dados por Dios y que la autoridad que quisiese tocarlos violaría los primeros conceptos del Derecho natural.” Véase como pese a tratar de evitar el enfrentamiento con los partidarios a ultranza del catolicismo Gorostiaga no transigía en su postura (enclavada en la modernidad) de considerar que si el Estado quisiera ir más allá del soporte económico del culto estaría nada menos que violando el derecho natural.
En esa misma línea discursiva anterior de evitar enfrentar a la religión se alineó el diputado por Santa Fe Juan F. Seguí, quien también comenzó por ello con un cuidadoso panegírico y proclama de su incondicional adhesión a la fe católica y su disposición, como hombre y ciudadano, a sostener frente a todo y todos “los principios sacrosantos de la misma” Pero inmediatamente enfatizó que “no estaba dispuesto de manera alguna a suscribirlos como Diputado de la Nación por ser el Congreso incompetente en materia de dogma”. Y a continuación realizó una distinción sumamente interesante (recuérdese que estamos en la Argentina “profunda” de 1853, e incluso lejos de la relativamente cosmopolita Buenos Aires) entre dogma y símbolo. El primero, según él, no podía estar sujeto a ninguna legislación humana. En cuanto a lo segundo, o sea el símbolo expresado a través del culto, y dado que se había verificado que el acatado por la gran mayoría de los argentinos era el católico, era el deber del gobierno sostenerlo “con la pompa adecuada”. Por ello la Constitución no podía expresar el Artículo 2º en discusión de manera diferente a la propuesta.
Pero muy probablemente quien inclinó la balanza a favor del sector liberal (como lo haría en la gran mayoría de los sucesivos debates) fue, paradójicamente, un sacerdote de 29 años y diputado por Santiago del Estero: Fray Benjamín Lavaysse. Es que su condición de sacerdote daba especial énfasis y aval a las posturas a favor de la tolerancia religiosa. En este caso explicó que “La Constitución no puede de manera alguna intervenir en las conciencias, sino reglar tan solo el culto exterior. El gobierno federal está obligado a sostener este culto y eso es bastante, no se necesita otra cosa. Ya que la religión como creencia no necesita más protección que la de Dios.” Al respecto dio como ejemplo a Irlanda, donde pese a todas las presiones inglesas la fe católica florecía. No cabe duda que su postura fue decisiva y el Artículo 2º hasta hoy vigente se aprobó por once votos contra seis.
¿Libertad de cultos?
Pero tal aprobación fue tan solo una pausa en la batalla, que estallaría con igual o mayor intensidad aún al tratarse la propuesta de los redactores de garantizar la para Alberdi tan crítica e indispensable libertad de cultos, tal como se contempla por ejemplo en los arriba recordados Artículos 14 y 20 y además tácitamente en varios otros. Nuevamente el primero que arremetió con furia contra esto fue Fray Pedro Zenteno, el más enérgico representante de la fracción que podemos denominar de una definida “pre modernidad” en el campo religioso. Sus argumentos fueron muchos, variados y expuestos detalladamente, y nuevamente señalemos que es además muy interesante la forma en que los expone. Pero aquí estamos obligados a sintetizarlos y los resumiremos en los siguientes: a) Que el Congreso no podía sancionar la “libertad teológica de cultos” ya que tal sanción sería contraria a la ley natural. b) Que tampoco podía sancionarse desde el punto de vista civil o político por estar totalmente fuera de las facultades del Congreso, y en contradicción con el juramento mismo hecho sobre los Evangelios católicos por los diputados al asumir. c) Que la libertad de cultos era algo tan absurdo que incluso estaba “contra los dictados de la misma Razón”. d) Que era una verdadera herejía, ya que “es injuriarlo a Dios adorarlo de otro modo que el revelado a los hombres por la única fe verdadera” e) Que era inadmisible, en un país católico “el ejercicio de otros cultos que necesariamente son falsos y por ello desagradables a la Divinidad” f) Que la libertad de cultos conduciría inevitablemente al “indiferentismo” como primer paso, luego seguramente “a la apostasía y luego al ateísmo”. g) “Que así como no había razón para mezclar las aguas puras y saludables con las infectas y corrompidas para beber de ellas simultáneamente, tampoco lo había para sancionar la simultanea vigencia de la religión verdadera con los cultos falsos e idólatras, que proceden de un manantial de error y corrupción…”
Como se ve, quizá un elocuente muestrario de los argumentos de la intolerancia religiosa en todos las épocas (inclusive lamentablemente la nuestra) y en tantos lugares del mundo. Pero otros adversarios de la libertad de cultos (Díaz Colodrero, Ferré, Leiva, Pérez) utilizaron, junto con el invocar el temor a estar incursos en herejía argumentos más sutiles y en absoluto ilógicos, aún desde un punto de vista actual, y por ello vale la pena intentar enumerarlos. a) Recordaron en primer lugar que el principal objeto que los había reunido para formalizar una Constitución era pacificar al país luego de décadas de guerras civiles desde 1810, y que estas cláusulas de libertad de cultos podían llegar a provocar, como lo habían hecho en el pasado tan cercano, gravísimos enfrentamientos. b) Que muchos pensadores aseguraban que la uniformidad religiosa era muy positiva para evitar conflictos sangrientos en el seno de las naciones, tal como había ocurrido y ocurría en esos mismos días en muchas partes del mundo cuyos ejemplos enumeraban. c) Que si se sostenía que era necesario atraer a pobladores del norte de Europa para promover el progreso a través de la inmigración ellos recordaban que en el norte de Italia, todo el sur de Alemania, toda Francia, Irlanda, en todo el imperio austriaco, etc. existían decenas de millones de potenciales inmigrantes casi ideales por sus características para la república y todos ellos eran católicos, siendo la sinonimia entre protestantismo y laboriosidad una falsedad … d) Pero quizá el argumento más poderoso era el que denominaríamos hoy el “democrático-representativo”: si los constituyentes se proclamaban orgullosos “Nos los representantes del pueblo de la Nación Argentina…” sus representados ¿querían realmente la libertad de cultos? Estaba claro para el grupo católico (y es muy difícil ponerlo en duda) que en caso de preguntárseles su opinión la absoluta mayoría se hubiera opuesto a tal libertad, y probablemente sus opiniones no hubieran diferido demasiado de las que tan enfáticamente descargaba Zenteno…
Como se ve no faltaban precisamente argumentos (y de mucho peso) para oponerse en aquel momento a la libertad de cultos, pero este era un tema absolutamente crucial para aquella Argentina que se imaginaba la mayoría de esa elite que se había reunido en Santa Fe para formular el marco legal que posibilitara la llegada, como quería Alberdi, “de las razas viriles del norte de Europa” que desplazaran a esos criollos “incapaces de libertad”. Y obviamente no les quitaba el sueño el no seguir las opiniones de sus “representados” cuando no estaban de acuerdo con ellas ya que como se encargó de explicarlo claramente el Presidente del Congreso (el salteño Facundo Zuviría): “Lisonjear a los pueblos siguiendo sus deseos en vez de ilustrarlos en la marcha que deben seguir antes que un servicio es una traición…”
Pero era necesario encontrar argumentos plausibles ya que la mayoría liberal, como puede verse en las sucesivas votaciones, se iba reduciendo peligrosamente. Gorostiaga planteó en primer lugar uno muy importante de carácter “constitucional”: la Provincia de Buenos Aires había actuado en representación (en cuanto a las relaciones exteriores) de toda la Confederación cuando había suscripto en 1825 el acuerdo sobre la libertad de cultos de los súbditos ingleses, y dado que dicho acuerdo nunca se había derogado y permanecía vigente debía ser considerado formando parte de los “pactos preexistentes” que la nueva Constitución no podía anular. Por su parte Seguí refutó que la ley natural implicara que era imposible la libertad de cultos como pretendía Zenteno sino mas vale todo lo contrario, y aventuró que nada sería más útil para la religión católica que la competencia de otros cultos ya que “por ser la verdadera nada tenía que temer a las sectas disidentes”. Y agregó refiriéndose a los propios sacerdotes católicos recalcó lo positivo que podría ser “el eventualmente aprovechar los ejemplos que pudieran recibir de los Ministros del culto protestantes para la tan necesaria mejora de su Moral y costumbres” (una clarísima indirecta a ciertos comportamientos sacerdotales, como puede verse). Juan M. Gutiérrez, representante de Entre Ríos y de ideas avanzadas, fue enfático en su idea de la separación de roles entre religión y Estado, incumbiéndole a éste en su visión tan solo garantizar las libertades humanas y no negarlas. Pero por sobre todas las cosas le parecía un absurdo que se promoviera la inmigración y cuando llegaran aquí los inmigrantes “se les negara poder adorar a Dios de la forma que habían aprendido en el hogar de sus padres”.
Pero nuevamente quien fue contundente en sus argumentaciones, sobre todo desde el punto de vista emocional, fue otra vez el padre Benjamín Lavaysse. Y aclaró que el jamás olvidaba su condición de sacerdote, ya que la misma era el objeto de su vida y le imponía muy serias obligaciones. Pero allí no estaba presente como sacerdote sino como Diputado de la Nación y en tal carácter era su obligación buscar para la Nación argentina fuentes de prosperidad “y la inmigración de extranjeros, aún aquellos de cultos muy diferentes, era precisamente una de las principales.” Recordó además que específicamente el Evangelio ponía como un precepto principal de caridad la hospitalidad al necesitado, y los inmigrantes realmente lo eran. Y para recalcar las diferencias pero no la contradicción entre su función de sacerdote y de diputado aclaró que llegado el momento seguramente predicaría la doctrina católica a aquellos de sectas distintas, pero siempre por la persuasión, jamás imponiendo obligaciones, censuras u otras medidas similares ya que el catolicismo, como fe verdadera, para nada las necesitaba. Estos contundentes argumentos sin duda fueron decisivos en seguir contando con una mayoría a favor de la libertad de cultos y con ello, visto desde hoy, para la entrada de nuestro país en la modernidad.
Con esto no finalizaron los debates ni mucho menos, ya que se reanudaron en forma vibrante con la propuesta del grupo católico de limitar los cargos públicos a los ciudadanos de esta fe, y luego con la exigencia similar para ser electo diputado o senador. En cada sucesiva votación la mayoría liberal iba decreciendo hasta que llegó a ser tan solo de diez a nueve. Y fue en esas circunstancias que se planteó el tema de la eventual religión del Presidente y el Vicepresidente, la cual en el proyecto original presentado por el grupo redactor tampoco tenía limitaciones de ningún tipo. Y fue curiosamente en este caso que el mismo Lavaysse se opuso, y por razones más que atendibles: estaba por entonces vigente el Patronato, lo cual de alguna forma implicaba que los obispos eran nombrados por el Presidente, y sería absurdo que un no católico designara a las más altas autoridades de la Iglesia Católica. Sus razonables argumentos fueron atendidos y lo que puede verse como la única limitación a la libertad absoluta en materia de cultos de la Constitución de 1853 fue aprobada unánimemente.
¿Y qué pensaba al respecto Buenos Aires?
Pero esa Constitución así aprobada enfrentaba un grave problema: Buenos Aires (la ciudad sumada a la provincia representaban entonces bastante más de la mitad de la población del país) había estado ausente de las deliberaciones, y obviamente no se sentía ligada a lo que en Santa Fe se había resuelto. Para peor existía un virtual estado de guerra entre ambos bandos que no predisponía precisamente a la discusión y acuerdo sobre un texto tan fundamental. Y en 1854, ante la evidencia de que el conflicto con la Confederación no se resolvería rápidamente, la Legislatura de Buenos Aires decidió darse una Constitución distinta a la aprobada en Santa Fe.
Se trataba a todas luces de una Constitución que de alguna manera se consideraba como provisoria, tal como denota ya su Artículo 1º, en el que especifica que Buenos Aires “es un Estado con libre ejercicio de su soberanía interior y exterior, mientras no la delegue expresamente en un gobierno federal.” O sea se dejaba de alguna forma tácita una voluntad (probablemente no unánime, acotemos) de incorporarse posteriormente a un Estado Nacional. Pero para nuestro tema específico en análisis es interesante ver que la Constitución que se aprueba para sí misma Buenos Aires constituye en nuestra manera de ver un claro retroceso con respecto a la aprobada en Santa Fe. En primer lugar define ya en el Artículo 3º que para la provincia “Su religión es la Católica, Apostólica Romana, el Estado costea su culto y todos sus habitantes están obligados a rendirle respeto, sean cuales fueren sus opiniones religiosas”. Y si recordamos los tan duros debates que tuvieron lugar sobre este artículo específico podemos ver que, si bien no las más extremas, pero al menos buena parte de las exigencias del “grupo católico” en Santa Fe se hubieran visto satisfechas.
Lo que desde luego Buenos Aires no podía poner en tela de juicio (y sin duda era lo último que deseaba, dada la importante colonia de comerciantes ingleses que en ella habitaban, tan fundamental para su economía) era la libertad de cultos que en su momento ya había acordado con G. Bretaña y jamás se había puesto en discusión. Por lo que a continuación del dudoso y arriba transcripto Artículo 3º seguía el aparentemente taxativo Artículo 4º con el siguiente texto: “Es sin embargo inviolable en el territorio del Estado el derecho que todo hombre tiene para dar culto a Dios Todopoderoso según su conciencia”. Pero es evidente que debe haber existido alguna discusión y desacuerdos (a la fecha no hemos hallado las actas) respecto a este artículo, y que los miembros de la Legislatura se vieron obligados a zanjar por medio del siguiente y problemático Artículo 6º que expresaba textualmente: “El uso de la libertad religiosa que se declara en el artículo anterior queda sujeto a lo que prescriben la moral, el orden público y las leyes existentes en el país”.
Está en claro que supeditar la libertad religiosa a “la moral, el orden público” y sobre todo a “las leyes” que eventualmente pudieran dictarse en el país implicaba una ambigüedad y un fuerte y peligroso retroceso con respecto a lo establecido en Santa Fe, en donde los constituyentes se habían preocupado especialmente de evitar que toda ley o reglamentación posterior pudiera coartar alguna de los derechos que la Constitución establecía. Los legisladores en la cosmopolita y liberal Buenos Aires sin duda conocían lo aprobado con relación al tema religioso por la Confederación un año antes, y sin duda también los intensos debates que se habían suscitado. ¿Qué pudo llevarlos entonces a dar tan significativa marcha atrás en esta materia? Es difícil develarlo, pero probablemente el deseo de ganar el apoyo en el enfrentamiento con Urquiza de algunas provincias donde la influencia católica era fuerte (como Córdoba, Catamarca y Corrientes, por ejemplo) no fue quizá ajeno a la introducción de estas modificaciones. Con todo y como veremos es asombroso como Buenos Aires cambiará su postura y dramáticamente tan solo seis años mas tarde.
Ello ocurrió luego de una primera batalla dirimida para resolver por la vía de las armas el conflicto devenido en guerra civil. En esa batalla, la de Cepeda, la tan eficaz caballería entrerriana volvió a darle la victoria a la Confederación, y como resultado de las negociaciones de paz (de tregua en realidad, las acciones militares pronto volverían a reanudarse) se acordó que Buenos Aires aceptaría la Constitución de Santa Fe previa posibilidad de proponer la introducción de enmiendas o modificaciones, que luego deberían ser aprobadas por las demás provincias. Para estudiar esa Constitución de 1853 y proponer esas modificaciones Buenos Aires eligió por votación a un número superior a los cincuenta convencionales, que comenzaron a sesionar en Febrero de 1860. Ezequiel Gallo y Mariela Leo, cuyo trabajo publicado en Desarrollo Económico Nº 201 estamos siguiendo para este apartado, señalan que, a diferencia de los convencionales reunidos en Santa Fe (y, agreguemos, de los miembros de la Legislatura que aprobaron la Constitución bonaerense de 1854), con los representantes electos en Buenos Aires ya no se está en presencia de una mayoría de jóvenes o individuos casi todos desconocidos y de los que muy poco se volvería a escuchar en un futuro. En este caso en cambio nos encontramos con personalidades destacadas de nuestra historia: Bartolomé Mitre, D.F. Sarmiento, Dalmacio Vélez Sarsfield, Vicente F. López, Bernardo de Irigoyen, Nicolás Avellaneda, Rufino de Elizalde, entre varios otros. O sea que aquella Constitución, aprobada como vimos por presiones de Urquiza quizá con una premura inusitada (lo que motivó el sarcasmo de más de un historiador revisionista) o de la bonaerense aprobada quizá por reacción, esta vez pudo ser analizada y cuidadosamente estudiada durante más de tres meses y por personalidades tanto política como intelectualmente relevantes, algunos futuros Presidentes de la Nación y varios juristas sumamente destacados.
Lo notable y que es interesante destacar, es lo tan poco que encontraron para modificar (y como esto debería agigantar nuestra valoración sobre la labor realizada en Santa Fe). Agregaron expresamente la garantía de la libertad de prensa, la prohibición de la tortura, y enmendaron o aclararon la redacción de algún artículo. Quizá lo más importante en nuestra opinión fue especificar que si algún derecho no estaba expresamente incluido pero era necesario para bien de la República y de las libertades individuales, este era igualmente válido y vigente en pié de igualdad con los efectivamente incorporados. Prácticamente como se ve son cambios sin duda importantes pero calificables de menores. Pero en lo que en este trabajo nos interesa específicamente, la libertad religiosa, aguardaba una sorpresa en el debate que se dio prácticamente el último día.
Lo que llama en primer lugar la atención es de quien vino la propuesta, incluso quizá más que sus razones. Es que en la elección de convencionales se enfrentaron en Buenos Aires dos posturas: las de quienes se proponían efectivamente estudiar y modificar de ser necesario la Constitución aprobada en 1853 (sector que resultó ampliamente mayoritario en la elección), y una fracción política notoriamente en minoría, claramente alineada con la Confederación, que fundamentalmente en aras de la paz política y la tranquilidad de la república proponían aprobar sin modificación alguna el documento acordado en Santa Fe por las demás provincias. Lo propusieron al comienzo mismo de los debates y ante el rechazo de su postura por la mayoría decidieron permanecer en silencio y sin participar ni emitir palabra alguna durante el resto de las deliberaciones. Sin embargo quien el último día de debates arrojó, al decir de Sarmiento, “una tea encendida” fue un integrante de ese grupo silencioso, Félix Frías, quien propuso ante la sorpresa general de los demás congresales, y en absoluta sintonía como veremos con la Constitución de Buenos Aires de 1854, nada menos que modificar el artículo 2º y darle expresamente un carácter católico a la Argentina. La redacción que proponía era la siguiente: “La religión católica, apostólica, romana, es la religión de la república, cuyo gobierno costea su culto. El gobierno le debe la más eficaz protección y sus habitantes el mayor respeto y la más profunda veneración”.
Para analizar lo ocurrido con esta propuesta comencemos señalando en primer lugar que tal como surge de los debates la postura de Buenos Aires se había, en los seis años transcurridos, modificado radicalmente al respecto. Además y ya comparando con Santa Fe se trataba esta vez de una propuesta absolutamente minoritaria: solo otros dos de los más de cincuenta convencionales (Anchorena, Acosta) apoyaron a Frías, y diríamos que bastante tímidamente además. Los tres lo fundamentaban no solo en el precedente de 1854 sino además en que la Constitución debía reflejar lo que hoy denominaríamos la indudable identidad católica de la Argentina en aquel momento, como lo probaba el hecho de que prácticamente todas las constituciones provinciales incluían alguna cláusula del estilo que ellos proponían para el Artículo 2º. Pero Frías, a total diferencia de Zenteno y sus adláteres en Santa Fe, era lo que se definiría por esos años como “un católico liberal”, agregaba por ello otros fundamentos a su propuesta. El primero se refería a lo que él consideraba necesaria “estrecha alianza entre el espíritu liberal y el espíritu religioso”, la importancia de la religión para evitar el despotismo de las mayorías y para preservar la paz, y sobre todo se basaba en la convicción de que “solo son libres los pueblos educados en la religión para la libertad”. Y citando a Tocqueville aseguraba que el modelo que intentaban imitar, los Estados Unidos, demostraba que “la religión fue la que en esa nación le había enseñado a los hombres a gobernarse a sí mismos” y que allí habían sido “libres antes que independientes”. Pero lo más importante para nosotros es el énfasis que los tres partidarios de esta modificación ponían al justificar su posición en el sentido de que tan solo el Artículo 2º era el que se proponían modificar. Respetaban estrictamente todos los derechos individuales, como la libertad de cultos, la completa igualdad ante la ley para los de una religión distinta a la católica, el acceso a los cargos públicos, etc. Evidentemente lo que les preocupaba, y mucho, era que la Constitución reconociera simbólicamente el carácter católico de la Nación Argentina, pero sin que ello afectara en absoluto ningún derecho de sus ciudadanos y habitantes no católicos.
Tal como era de esperarse el primero que saltó en oposición a la propuesta de Frías fue Domingo F. Sarmiento. Comenzó reprochándole su silencio durante casi cuatro meses y el esperar al último día para plantear un tema tan delicado, que sabía que podía generar tantas controversias, fue como lanzar una verdadera “tea encendida”. Luego pasó a refutarle todos sus argumentos, especialmente los históricos referentes a la religión como vehículo de libertad. “Aún en los tiempos primitivos los sacerdotes usaron sus poderes para inyectar en sus seguidores el principio de la persecución. Los mismos principios sacerdotales siguieron vigentes cuando el cristianismo se convirtió en la religión oficial, volviéndose el veneno de la condición humana”. Con respecto a los EEUU, explicó que la libertad y el deseo de autogobierno lo habían heredado de Inglaterra, y de siglos de luchar por la libertad religiosa. Y en cuanto a los méritos de la religión católica, él no los veía. “Y en esta América hispana ¿no ha tenido tres siglos de religión en el que podía haber producido moral y virtudes? ¿Qué le estorbaba a la religión para producir tan bellos resultados que ahora no vemos? ¿Por qué no prosperaron estos pueblos, si la base del progreso es la vigencia de la religión católica?”
En la senda del sanjuanino lo acompañaron rápidamente otros que como Vélez Sarsfield manifestaron que no debía alterarse un paso tan progresista como se había dado en Santa Fe respecto al tema. Pero más drástico fue Roque Pérez, quien explicó que “la idea de una religión dominante no debe ser sostenida en parte alguna donde se quiere establecer la libertad de conciencia”. Aún más extremo al respecto fue José M. Gutiérrez, quien consideraba tan peligroso para los derechos de los no católicos una propuesta como la que formulaba Frías, que estaba incluso dispuesto a suprimir directamente el Artículo 2º, con lo que ni siquiera el soporte del culto a dicha religión hubiera quedado garantizado constitucionalmente. La abrumadora mayoría rechazó la propuesta de Frías pese a que puede asegurarse que esta simplemente y de alguna manera expresaba un hecho evidente e indiscutible: que Argentina era un país católico. Claramente temían que al manifestarlo en la Carta Magna se pusiera en peligro la igualdad ante la ley de todos los habitantes de la Nación.
¿Y los judíos? ¿Y los musulmanes?
Tal como lo señaláramos se había aprobado en 1853 en Santa Fe una Constitución con la que por ejemplo más del 90% de los judíos del mundo de ese momento ni se hubieran atrevido a soñar. Pero en ese trámite los constituyentes ¿habían pensado en los judíos o los musulmanes? Digamos que los nombraron algunas veces en el transcurso de los debates, pero siempre muy peyorativamente. Precisamente los del sector católico tradicionalista fueron aquellos que los utilizaron como demostración de las calamidades que esta Constitución podía acarrear. Zenteno, por ejemplo, se interrogaba sobre el dolor de unos padres cuando un hijo católico, haciendo uso de la libertad de cultos, les dijese “Quiero ser judío, o mahometano. Que se juzgue cuan profundo sería el dolor de esos padres provocado por la libertad de cultos…” Que el argumento hizo mella lo demuestra que el propio Gorostiaga debió salir a refutarlo argumentando que “la autoridad paterna debería ser suficiente para reprenderlo y evitar tal conducta…”
Pero más injurioso aún resultó Pedro Ferré, el correntino que representaba junto con Zenteno a Catamarca. Para él si se autorizaba la libertad de cultos sería inevitable que muy altas autoridades del país “podrán llegar a ser judíos, mahometanos, de cualquier otra secta. Y que él lo encontraba sumamente peligroso.” Y en una intervención posterior se preguntaba, ya específicamente refiriéndose a “un ciudadano de la secta judía”, “¿Como puede esperarse que siendo una alta autoridad protegiese a las iglesias católicas, siendo un enemigo de nuestra religión”? “Y como, para celebrar algún acontecimiento feliz para la república, se podrá ir al templo a un Tedeum acompañado por un idólatra?” Ferré veía tan grave esa presencia de un judío (quizá también la de un musulmán) que vaticinó futuros escándalos y que muy probablemente la bandera con la inscripción “Religión o muerte” volvería a flamear en las provincias argentinas.
Como vimos desde Alberdi en adelante muchos habían defendido entusiastamente a los protestantes, cuya inmigración ansiosamente esperaban. Sin embargo frente a estas escasas pero elocuentes expresiones tan peyorativas sobre judíos y musulmanes nadie salió a defenderlos. Pero tampoco nadie se preocupó por imponer alguna limitación a los derechos judíos o de los musulmanes en relación con las varias religiones del cristianismo. Hubiera sido muy simple, como vimos, introducir alguna aclaración o limitación en la letra constitucional en el espíritu “cristiano” del texto alberdiano. Pero nadie lo propuso. ¿Por qué?
Haim Avni, el indudable pionero de la historia del judaísmo argentino, señala al respecto su conjetura que “el judío” en particular para tales constituyentes era probablemente un ser teórico, ya que no existe evidencia histórica alguna que nos indique que vivían en Argentina judíos con alguna visibilidad como tales. Debían existir algunos, sin duda, pero es casi imposible que los constituyentes tuvieran noción de su existencia. Y sobre los musulmanes se puede afirmar que la situación era prácticamente la misma. Y ante esta “ausencia” fáctica los convencionales probablemente no se vieron en la necesidad de establecer algunas limitaciones respecto a ellos, si eventualmente hubiera estado en el espíritu de esos constituyentes el hacerlo, cosa que en absoluto podemos saber. Por eso es válido afirmar que, se hayan o no colado sin invitación por las puertas abiertas para otros, lo históricamente real es que la Constitución de 1853 y su reafirmación por parte de Buenos Aires en 1860 abrió para los judíos y musulmanes de par en par esas puertas del futuro con relación a la Argentina.
Las puertas del futuro
Es que muchos acontecimientos históricos adquieren su real dimensión precisamente cuando observamos el futuro. Hacia 1874 la Argentina había comprobado que la inmigración espontánea a la que aspiraban en 1853 se había dado en un grado muy menor, que se perdía en la competencia con los EEUU, y se decidió entonces implementar una ley que incentivase la llegada de europeos a estas tierras. La Ley de Inmigración concedía subsidios en los pasajes marítimos, estadías en los Hoteles de Inmigrantes, viajes gratuitos al interior. Ya no se trataba en este caso de un permiso a venir sino de un expreso subsidio, pero tampoco a nadie se le ocurrió excluir a los judíos o a los musulmanes de los mismos. Y en ese momento los judíos argentinos, si bien muy pocos, ya habían adquirido alguna visibilidad. La primera boda judía en Buenos Aires había tenido problemas de registro, el abogado y futuro senador Navarro Viola defendió a los contrayentes y el tema había tenido repercusión en la prensa. El judío ya no era un “ser teórico” como hipotéticamente pudo ocurrir en 1853, y entre los requisitos que se le planteaba en la ley aprobada a quienes querían acceder a los subsidios bien se podría haber deslizado alguna traba, algún obstáculo, algo natural al fin y al cabo en un mundo tan hostil al pueblo judío, un mundo en el que el racismo comenzaba a imponerse doctrinariamente como verdad científica indiscutible. También y por la misma causa pudieron ponerse obstáculos a la entrada de árabes y musulmanes. Pero nada de eso ocurrió.
Y la prueba final de que esto no era casualidad la tenemos en 1881. Cuando se multiplicaban los pogromos en Rusia y Polonia claramente incentivados por la policía zarista que buscaba, tan típicamente, a través del antisemitismo desviar las tensiones internas que amenazaban al régimen, el gobierno de Julio A. Roca decidió enviar un emisario con la expresa invitación a los judíos rusos de venir a la Argentina. Entre las acciones de propaganda encaradas una de las más destacadas fue la de publicar en la difundida prensa judía de entonces fragmentos traducidos de la Constitución de 1853, y no es difícil imaginar en medio de los pogromos la atención con que eran leídos. Y a partir de ese momento se evaporó toda duda: entre los hombres del mundo invitados para habitar el suelo argentino estaban también incluidos los judíos. Todo lo anterior pasó a ser de dramática importancia desde el fin de la 1º Guerra Mundial y sobre todo desde 1923, en que los EEUU prácticamente cerraron sus puertas a la inmigración. La Argentina pasó a ser la gran alternativa de entreguerras en particular para los judíos, y por momentos llegaron decenas de miles anualmente, entre ellos mis padres. Su destino pudo haber sido como hoy sabemos de un espanto inenarrable, pero no lo fue.
Por otra parte y junto con ellos, para vivir en absoluta paz y armonía con todos los argentinos cualquiera fuera su raza y su credo, llegaron también a nuestro país decenas de miles de árabes, tanto cristianos como musulmanes. En un principio también arribaron en mínimas cantidades en las décadas posteriores a 1860, pero al igual que los judíos lo comenzaron a hacer masivamente hacia fines del siglo XIX y sobre todo en las primeras décadas del Siglo XX. Su integración al país fue admirable, por ejemplo uno de los mejores amigos del Presidente Julio A. Roca fue un arribado en 1907: el notable periodista, editor y escritor Emir Emin Aslán, quien fuera además uno de los primeros en publicar los poemas de Alfonsina Storni. Prueba más elocuente aún de la integración de árabes y musulmanes fue que ya la primera generación de los descendientes de los inmigrantes ocupó lugares destacados en la intelectualidad, el comercio, la industria, la política de nuestro país, al punto tal que miembros de la misma fueron senadores, diputados, ministros, gobernadores, y hasta un Presidente de la Nación. Como podemos apreciar tanto para judíos como para musulmanes el círculo iniciado con los debates de los constituyentes de 1853 se había cerrado para siempre.
*Ingeniero (UBA) desde 1961, BSc. en Física (Universidad de Birmingham, G.B.) en 1968, Magister en Historia (U.T. Di Tella) en 2005 y Doctor en Ciencias Sociales (IDES, U. N. G. Sarmiento) en 2016. Fuí Profesor Titular de Física de la UBA y Director de Investigaciones del INTI hasta el 24 de Marzo de 1976