ASCO por Ernestina Gamas
Ernestina Gamas | 20 mayo, 2012
Apartó apenas la cortina y espió por la ventana. Raro en él que nunca miraba. ¿Para qué? Si estaba bien sólo. Pero igual miró, esta vez a través del vidrio. Vio la gente que zigzagueaba entre la gente. –“Como si estuvieran trenzando sus estelas”- pensó. No quiso compararlos con hormigas, de las que nada sabía. –“Cada uno habrá cerrado la puerta a la mañana para enfrentar el día”- supuso. Eso de insistir sin rebelarse ante la rutina le produjo rechazo. Abrió la ventana y él que nunca decía nada, no dijo que linda la frescura matinal, sino dijo –“me dan asco”. Aunque no se trataba de una palabra fácil de pronunciar, porque dependía del barrio, de la educación recibida y hasta de la ascendencia de quien la pronunciara, dijo que le daba asco. Fatal. Ajco, assco ashco, repitió el eco imparable, irreversible. Lo dijo y dijeron que lo dijo y de tanto decirlo y repetirlo, parece que alguien lo copió en el diario. Ajco, assco, ashco. Lo lamentable, fue que al abrir la ventana no entraran ni el aleteo de los pájaros, ni el siseo de la brisa, ni siquiera el crujido de hojas desprendidas por el otoño. No estaban en su imaginación porque para que las cosas estén, hace falta nombrarlas. Habrían transformado el sonido en otra cosa, pero le salió eso. Como siempre, hubiera querido decir otra cosa o nada. Bueno, nada no, habría dicho las cosas que decía cuando decía algo, -“lléneme el tanque”, “me da Noticias o Ámbito Financiero”. Había un montón de otras cosas que se decía a sí mismo, pero al tener tanto tiempo para corregirlas, ya que nadie las había oído todavía, tampoco a él le quedaban claras. La historia hubiera sido otra, si afuera no hubiera estado el mundo, ese tan lejano, tan ajeno mundo. Tantas ventanas que se abren y se cierran. O a veces ni siquiera hay ventanas para abrir. Una prisión que jamás puede ser atravesada ni por los más indiscretos, invasores, pensamientos de otros. Sólo rejas que reemplazan paredes y son pura ilusión de hogar. Como juncos al borde de una laguna seca donde ni quedan peces, ni trinos, ni viento que los mueva. Se preguntó qué había quedado del paisaje de los primeros años de la vida, lleno de saltamontes y de arañas hacendosas. Qué había quedado de aquellas sonrisas y aquellos juegos que nunca compartió. Quedaron juncos secos. Se maldijo. Qué fue lo que le hizo abrir la ventana y hablar. Ya estaban esas inoportunas palabras en los diarios y en las noticias del día y en las pantallas. Fue la tentación del mundo, fue el placer que le produjo la límpida mañana y que por un momento lo sedujo. No estaba acostumbrado al placer. Y fue por eso que dijo lo que dijo, no lo mejor, sino eso. “Tengo miedo de que me guste el placer” pero lo dijo de otra manera. “Me dan asco”. Un asco contundente, lacerante, agresivo. Asco sin lugar a dudas. Será porque le dieron ganas de dar un paseo y al pensar en el roce de los otros le dio asco o miedo. Y no sabe cómo le vinieron esas ganas repentinas, irracionales y sensuales que lo hubieran hecho abandonar la casa de los fetiches, de las sombras de las cosas. Parecía tan bello, tan seductor, tan placentero, como si algo se le revelara por primera vez y entonces, otra vez esa hostil y angustiante sensación de ahogo que todo lo podía y solo dijo, “asco”. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que reprocharse? Nadie puede sentirse orgulloso de haber vivido grandes alegrías y de haber sentido placer. Sí, en cambio, de haber superado todo inconveniente con estoicismo y paciencia y de haberse sostenido solo, pues es imposible imaginar que él pudiera alguna vez claudicar ante sí mismo. Pero ahora, todos le pedirían explicaciones porque lo dicho no se abortó en el silencio y era demasiado políticamente incorrecto. Y fue así como de pronto sintió unos suaves golpes en la puerta de su casa. Y se desorientó, porque los golpes parecían caricias y él nunca había escuchado un sonido igual, nunca había disfrutado de una caricia. Y abrió. Una joven que dijo ser periodista, bastante linda, bastante sonriente, bastante todo, más de lo hubiera esperado, sin que él se diera cuenta ya estaba sentada en el sofá, con sus piernas cruzadas dejando al descubierto sus rodillas, mirándolo. Lo miraba y esa mirada parecía una invitación. Él también la miró y por un momento se sintió agitado porque se imaginaba todas las cosas que cualquier hombre imagina en estos casos.
Se preguntarán por qué les estoy contando esto que más vale parece el relato de una voz interior. Es porque tiene que haber alguien que cuente la historia, que ponga en palabras lo que él no puede hacer. Porque si no, es imposible toda narración. Entonces no es que yo sea un observador omnisciente. Más vale considérenme un alter ego. Alguien que habría salido a disfrutar la mañana y a conversar con el vecino. Así, puedo contarles qué pasó cuando la periodista comenzó a mirarlo. Supuso que le iba a preguntar las causas de haber salido con ese exabrupto. Pero así había sido desde siempre. Cuando algo le gustaba, como un saetazo aparecía la descalificación.
La joven periodista pareció gustarle y entonces sin darle tiempo a preguntar, le guiñó un ojo y sin dejarla reaccionar la invitó a salir a tomar un café en una vereda soleada. Y a charlar. Durante ese rato en que estuvieron juntos y los ratos que siguieron en los que volvieron a encontrarse, pudo conversar y se iba apegando a esa amable y grata compañía. Y las preguntas quedaron postergadas y estaba lejos la palabra asco. Ella terminó encantada y se fue encariñando de a poco. Hablaron de la infancia, con sus frustraciones, de los logros que parecieron resolver la inseguridad. Lo cierto es que estaban cautivados y se los pudo ver durante un largo tiempo, bastante bien, casi felices.
Pero tengo que seguir el relato, aunque una fuerza centrífuga me aleja del centro de la historia. La mujer era demasiado tolerante y había ido detrás de una noticia. El director del medio para el que trabajaba la llamó al orden. Había perdido el tiempo y en consecuencia iba a perder el trabajo. Se había vendido, para decirlo de alguna manera, se había distraído y apartado de sus obligaciones. Y había reglas. Qué derecho tenía alguien a mirar una mañana realmente maravillosa, en la que todos seguramente estaban más contentos que en un asqueroso día de lluvia, y al asomarse a la ventana decir, me dan asco. Justamente esa persona silenciosa que pensara lo que pensara se lo guardaba para sí mismo. Aunque en realidad, estaba en su derecho. Todos tenemos derecho a expresar lo que sentimos, pero también tienen derecho los demás a pedir explicaciones. Había despreciado al resto de los que hacían un esfuerzo por verle algún lado positivo a la rutina. La mujer empezó a reclamarle las respuestas rehuidas, desechadas, descalificadas. “¿Por qué?, Porque se te da la gana, nomás. O porque de tanto encierro estás como volviéndote chiflado”. No hubo respuesta, porque ni él sabía qué lo había inducido a recluirse en esa exclusividad que lo hacía tan distinto, tan huraño, tan insociable.
Un día al volver de un paseo que resultó inolvidable, se repitió la pregunta del por qué. Él percibió que algo se había enrarecido y se sintió acosado, cercado. Prefirió que no entrara más a su departamento. Le cerró la puerta sin más explicaciones, sin analgesia y en las narices. Ella tuvo que olvidar la historia y cubrir otra nota de ciencia, sobre el peligro de nacimientos múltiples después de una fertilización in vitro. Mientras, sobre ésta, sólo podía conjeturar. Pero una periodista que se precie si no tiene la historia, la dibuja. Ante la incertidumbre, le encontró una explicación política. Él era un provocador de burgueses, un fanático, un mercenario, un fundamentalista o hasta a lo mejor, un sicario que buscaba desestabilizar. Y a partir de la palabra asco, que tenía más que ver con pensamientos reprimidos que con algo más trascendente, se abrió un debate del que pocos quedaron excluidos. Una verdadera catarsis popular. Con ese artículo, ella quedó entre los diez finalistas al Premio a la Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa.
Eso sí, sin certezas y con una recurrente y dolorosa nostalgia.
Agosto 2011
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