POBREZA Y NUEVAS DEVOCIONES POPULARES (II) por Jorge Ossona
| 26 febrero, 2017II. Los pentecostales
Los pentecostalismos fueron las religiones pioneras entre los nuevos cultos que se propagaron vertiginosamente en los sectores populares urbanos desde 1983. Su extensión, de todos modos, había comenzado unos veinte años antes al compás de la aceleración de la inmigración procedente del Noroeste y el Nordeste y de los países limítrofes. La clave de su predicamento histórico en los sectores más humildes estribaba, en no poca medida, en su orientación anti intelectual que habilita liderazgos espontáneos, sin formación teológica, pero de simpatía seductora y cualidades oratorias entre dramáticas y heroicas. No obstante, la vertiente de los años 80 tuvo sus propias especificidades radicadas en las transformaciones socioeconómicas comenzadas a mediados de la década anterior. Abordemos algunas para contextualizar el fenómeno que nos ocupa.
La desocupación y la subocupación afectaron negativamente a las antiguas identidades laborales de oficios frecuentemente trasmitidas de padres a hijos. Familias y redes vecinales operaron como dispositivos indispensables para sortear la subsistencia en sustitución de las agremiaciones sindicales. Su lugar tendió a ser ocupado por las identidades parentales y territoriales sustentadas en férreas jerarquías a los efectos de evitar las tendencias gregarias. Pero la intensidad emocional del vínculo cotidiano, a lo que debe sumársele el hacinamiento habitacional y la promiscuidad dominial en nuevos asentamientos, motivaron ulteriores disgregaciones con su correlato de violencia y sufrimiento emocional.
La vida barrial tendió así a organizarse en volátiles agregados informales encabezados por jefes capaces de resolver problemas concretos. Su función básica consistió en tramitar la satisfacción de necesidades imperiosas en administraciones municipales de funciones ampliadas y desfinanciadas. También, en parroquias a la defensiva por la inercia de los conflictos de los 60 y los 70, el espesor de las nuevas demandas, y el desconcierto por los problemas a resolver. Ello fue sentando las bases de la profunda crisis de legitimidad del clero tradicional irresuelta hasta nuestros días, pese a los esfuerzos reconstituyentes de sacerdotes sanadores, carismáticos, y la nueva generación de curas villeros.
Individuos y contingentes de militantes confesionales salieron a cuestionar sin los miramientos de antaño a muchos párrocos y a sus asistentes laicos. Surgieron, así, religiosidades disidentes que asociaban sin prejuicios sus creencias originales con otras rurales y regionales practicadas hasta entonces en secreto. Reputados curadores del mal de ojo o el empacho que articularon sus prácticas con la devoción a Pancho Sierra, la Telesita, la Difunta Correa y el Gauchito Gil, se fueron animando a establecer sus propios santuarios sin interdicciones. Una de las vertientes de este movimiento fraguo en las distintas variantes del pentecostalismo.
Su común denominador fue la presencia de predicadores conocedores de los relatos evangélicos, capaces de trasmitirlos con simpleza a la manera de una aventura apasionante, asociable con los problemas de cada persona o segmento de oyentes previamente identificados por los radiopasillos barriales. Otro elemento en común entre todos ellos fue la exaltación de su vínculo directo con el espíritu santo, vivida de una manera muy intensa por los feligreses. Una ceremonia exitosa cundía y atraía a otros hasta constituir públicos cuya masividad solo era preservable merced a un intenso trabajo de proselitismo evangelizador. De ahí su denominación informal en los barrios siempre distinguidos –algunos, no todos- por su impecable indumentaria de camisas blancas y pantalones negros: “los evangelios”. En una época de desgarros sociales, laborales y familiares, los pastores ayudaban a vencer la culpa y la depresión, la violencia doméstica, e incluso la desocupación cuando eran ellos mismos microempredores. Los feligreses, luego, aportaban sus propios contactos como ofrendas configurando informales bolsas de trabajo.
Surgieron pentecostalismos para todos los gustos: étnicos, para inmigrantes extranjeros o de zonas rurales provinciales; adherentes a estilos musicales con sus respectivos cantantes, instrumentistas, grupos de fans; o lisa y llanamente vecinales, entre otros. Los más prósperos ampliaron sus sitios escindiéndolos de sus hogares mediante la compra de terrenos aledaños o la construcción de las viviendas en pisos superiores. Los aportes en dinero o trabajo de los fieles ayudaron a su crecimiento, aunque sin perder nunca la proximidad vecinal; condición necesaria para preservar su legitimidad y representación comunitaria.
Algunos se insertaron en redes solidarias con pares de barrios vecinos por coincidencias doctrinarias, por razones defensivas frente al acecho de competidores, o para darles mayor prestigio a sus congregaciones. Surgieron, así, federaciones de diferente tamaño y extensión; algunas asociadas, a su vez, a iglesias internacionales. Esos vínculos facilitaron el marketing grafico de folletos y pequeñas publicaciones o audiovisuales que reproducían los relatos bíblicos siguiendo los estilos del espectáculo cinematográfico. Otra variante, siguiendo el modelo norteamericano o brasileño, optó por la fundación de “ministerios” de manera de capitalizar la prosperidad material aportada por sus redes de fieles. Alquilaron o compraron galpones o antiguas salas de cine en sitios metropolitanos céntricos o próximos a las grandes terminales ferroviarias o de micros. Esta estrategia se orientaba a captar la angustia que suelen experimentar muchos trabajadores al retornar a sus hogares flanqueados por los conflictos y la penuria económica.
Impactados por el clima de fraternidad, empatía y misticismo; y luego de la consulta de rigor con algún asistente del culto, se predisponían a juntar el dinero necesario para solventar la ofrenda sanadora al Ministro y obtener, asi, la cura física o espiritual de ellos y sus allegados. En esas ceremonias de espeso contenido emotivo, el caudillo –casi siempre acompañado por su esposa- posaba sus manos sobre la cabeza del fiel. El llanto casi inmediato era atizado mediante gritos inductores de extenderlo al resto del cuerpo en un estado de éxtasis. El alivio ulterior trocaba la angustia en la alegría atribuida a la visita del espíritu santo merced a los oficios de la pareja mediadora. Estos ministerios, de todos modos, no fueron sino grandes maquinarias orientadas menos a procurar seguidores permanentes sino a captar aquello que predominaba: la consulta casual, sin compromiso ulterior. Su principal instrumento de captación fueron los medios de comunicación audiovisuales.
Hubo también aquellos que conservaron celosamente su autonomía barrial, aunque sin oponerse a los ministerios y calcando en el plano local sus rituales mágicos. Para evitar su aislamiento, algunos optaron sintonizar menos con pares que con referentes políticos territoriales; y, por esa vía, obtener favores de los municipios retribuidos con la movilización sutil de los feligreses a actos y elecciones. La figura del pastor-puntero distó, en ese sentido, de ser excepcional. Tal fue su articulación con la administración de la pobreza
Las masas de fieles de los pentecostales nunca fueron homogéneas. Los conversos permanentes constituían un núcleo reducido en torno de pastores que frecuentemente asociaban en su magisterio a su esposa e hijos. Ellos les confirieron ese atractivo que la familiaridad suscita en comunidades en las que los individuos sin un clan de pertenencia se sienten huérfanos, despreciados, y sospechados de los peores vicios. Aquellos que lograban salir del alcohol, las drogas, el delito o la promiscuidad sexual suscitaban el apoyo de toda su familia cuya reconciliación era juzgada como una comprobación de la capacidad mediadora del pastor.
Pero la autoridad de los pentecostales, que requería de fidelidades absolutas fundadas en una obediencia ciega a sus mandatos y preceptos, abarco solo a una minoría. El resto expresó una gran volatilidad debido a su potencialidad sincrética, las adhesiones oportunistas, y la competencia de otras religiosidades. Solo estaban dispuestos a acatar su estrecho moralismo aquellos que “se entregaban” a la autoridad arbitraria de los pastores; una actitud poco común en los nuevos tiempos de la informalidad en la que, paradojalmente, abrevaban los nuevos liderazgos religiosos. De ahí que desde mediados de los 90, la expansión de los pentecostales alcanzo una suerte de frontera sitiados en el caleidoscopio de otros cultos como las umbandas o los de origen regional; ya, por entonces, más institucionalizados; o incluso otras iglesias cristianas.
Estas religiones también fueron una buena expresión de la nueva ciudadanía en los sectores marginados concentrada en una política barrial cuyos factores aglutinantes fueron la fidelidad, el orgullo identitario, la entrega pasional sin demasiada reflexión a pequeñas causas -deportivas, familiares, estéticas o religiosas- encarnadas por liderazgos férreos aunque también volátiles. Abarcaron sincréticamente creencias ancestrales; facilitaron la socialización en el nuevo hábitat de los inmigrantes; y representaron a estigmatizados por el catolicismo como los divorciados, homosexuales, adúlteros, concubinos, alcohólicos adictos y delincuentes. Estas pasiones encontraban en las celebraciones religiosas un ámbito propicio para su exteriorización a través del lenguaje corporal al compás de la música y el baile llegando a veces a estados de trance que confirmaban la presencia del espíritu santo mediado por religiosos que no eran sino un vecino mas.
*Historiador y sociólogo, miembro del Club Político Argentino