POBREZA Y NUEVAS DEVOCIONES POPULARES por Jorge Ossona*
| 4 febrero, 2017Consideraciones Generales
Un dato inequívoco subyace a la proliferación de las nuevas religiosidades en los sectores populares urbanos y suburbanos argentinos durante los últimos treinta años: la crisis del dominio casi unánime de la Iglesia Católica y de las minorías evangélicas tradicionales. Se trata de un fenómeno en el que confluyen la propia dinámica eclesiástica con los procesos políticos abiertos hacia fines de los 60 y la reestructuración económica y social del país durante las décadas siguientes. Esa crisis no ha supuesto, sin embargo, que los nuevos creyentes hayan dejado de ser formalmente católicos pues en su mayoría conjugan su antigua religión con las nuevas de una manera cuasi sincrética. Ya desde hacía décadas, estas últimas venían traduciendo subrepticiamente a las entidades divinas de sus comunidades originarias del Interior y de países limítrofes al panteón de los santos católicos. La diferencia estriba en que a partir de los 80 esa convivencia se tornó abierta.
Suele decirse, con razón, que en los barrios populares el catolicismo ha sido desplazado por los nuevos evangelismos; sobre todo por el pentecostalismo entre varios otros. Sin embargo, detrás de los “evangelios” –como se los denomina en la jerga popular- se ubican en un proceso de expansión constante otros cultos como el Gauchito Gil, San La Muerte, y ese vasto universo que genéricamente denominado la Umbanda. El catolicismo ortodoxo y excluyente solo es fuerte en los individuos veteranos; y, aun así, con reparos. Ello constituye uno de los grandes escollos con los que se topa la predica pobrista del Papa Francisco, y que explica los puentes que ha procurado tender entre la minora de curas villeros dispersos en la CABA y el GBA y algunos movimientos sociales como el “Evita”, entre otros.
¿Cómo se relaciona la crisis católica durante las últimas tres décadas con la emergencia de la nueva pobreza estructural? La pregunta no admite respuestas simples ni terminantes. Hay, de todos modos, un elemento distinguible a simple vista si se compara una misa con los ritos evangélicos o umbandistas. Porque más allá de los esfuerzos de muchos sacerdotes durante los últimos años de convertir a sus celebraciones en actos menos formales, mas místicos –por ejemplo, los carismáticos y sanadores- y más personalizados, las nuevas religiosidades han sido más exitosas en su capacidad para encargarse de los problemas emergentes del desmantelamiento de la sociedad industrial que se fue construyendo durante los cincuenta años anteriores. Poseen otra ventaja adicional: la informalidad. Es cuestión que un líder concite la adhesión de un grupo más o menos considerable de vecinos como para fundar un templo y luego inscribirse en una de las tantas redes religiosas ávidas de nuevas sucursales.
Luego, permiten un encuentro más intenso, tanto personal como colectivo, con el “espíritu santo” que suscita la detonación de emociones profundas y reprimidas por la vertiginosidad cotidiana que exige la supervivencia. Curaciones espontaneas, reconciliaciones familiares imposibles, renuncias a los hábitos delictivos y adictivos a las drogas y el alcohol, y la superación de culpas profundas pueden concluir en estados de trance que le confieren legitimidad a pastores, paes y maes de santo, etc. como intermediarios –“médiums”- entre los creyentes y la autoridad divina. En todos los casos, los nuevos cultos proveen de soluciones fáciles, sencillas y mágicas a los problemas de desafiliación, inseguridad, carencia e impotencia propias de la pobreza.
En los cultos africanistas esa intermediación terrenal se extiende a entidades menores asimilables tanto a la personalidad del creyente como a la subcultura de su grupo de pertenencia. Son canales idóneos para resolver problemas serios y concretos como las adicciones, la ludopatía o las aficiones delictivas. Algunas variantes, sin embargo, también tienen capacidad de avalar prácticas ilegales o descalificadas por la moral tradicional. Por caso, hay algunas umbandas que se avienen a legitimar desde la prostitución hasta el delito y la homosexualidad; interdictos por los dogmas católicos y evangélicos.
El éxito, tanto de la umbanda como de algunos pentecostalismos, estriba también en la absorción de viejas creencias traídas por los inmigrantes del Nordeste y del Noroeste así como del Paraguay, Bolivia y Perú. Su común denominador consiste en concebir al mundo de los vivos y de los muertos como convivientes. Ello tiende a relativizar el significado de la vida y la muerte. Por caso es bastante usual que muchos delincuentes supongan que su eventual abatimiento seria solo un traspaso del estado vital terreno al espiritual que los habilita a seguir en la banda apoyando a sus “ñeris” o ayudándolos a “rescatarse”. En situaciones terminales de adicción, la muerte gloriosa puede ser tan inevitable como esperada y una oportunidad para observar desde la otra esfera lealtades y traiciones y poder asistir a velorios que pueden devenir en fiestas y entierros multitudinarios regados por alcohol, drogas y tiros al aire en su homenaje.
Dos consideraciones finales: una cultural y la otra política. No son difíciles de establecer vínculos entre los problemas que resuelven los nuevos cultos y los expresados en las letras de la cumbia, el rap y sus diferentes subgéneros respectivos. Allí se evocan con verosimilitud los problemas cotidianos de los territorios barriales: la soledad, la inestabilidad laboral, la violencia de género y doméstica, las adicciones, etc. El vehículo de atracción de muchos templos respecto de sus fieles muchas veces procede precisamente de la música tocada por el pastor y toda su familia. Otras, cuentan con el apoyo de bandas devotas que dominan las celebraciones y las convierten en bailes comunitarios. En todos los casos, el reconocimiento por paes y pastores de sus problemas personales y familiares suscita en sus seguidores un entusiasmo plasmado en un gran trabajo colectivo para organizar los rituales, eventos extraordinarios, peregrinaciones, y festividades diversas. El compromiso y el cumplimiento de las “obligaciones” son debidamente evaluadas por los lideres para efectuar los ascensos en la jerarquía meritocratica del culto.
Tampoco la política territorial les es ajena. El peronismo -y la política en general- han experimentado, en ese sentido un proceso análogo al de la Iglesia. Concebida como un conjunto de procedimientos formales para la gestión de la emergencia social crónica y permanente, sus referentes han tendido al alquiler de diversas pasiones comunitarias entre las que se destacan las religiosas. Hemos ahí la razón por la que muchos pastores y paes se han incorporado a los cuadros dirigenciales ejerciendo la defensa corporativa de sus cultos desde sus puestos de concejales o funcionarios municipales a los que asimilan a su mandato misional. Las fidelidades religiosas, entonces, son movilizadas para asistir a actos partidarios y comiciales. Es un fenómeno poco estudiado en la Argentina. Pero en los hechos las nuevas religiones también se inscriben en el variado repertorio de los dispositivos administrativos de la pobreza y de la consiguiente producción del sufragio.
*Es historiador y sociólogo, miembro del Club Político Argentino