EL LARGO CAMINO HACIA LA POBREZA ESTRUCTURAL (IV y última parte) por Jorge Ossona*
| 10 abril, 2016Los cambios culturales: juvenilizacion, “emocionalismo”, y los nuevos valores de la exclusión
El empobrecimiento supuso consecuencias culturales que, compartidas con el resto de la sociedad, en los sectores populares adquirieron implicancias específicas. Tal es el caso del desprestigio de la adultez –aun así, mucho menos acentuado que en las clases medias y altas- y la consiguiente exaltación de la juventud como valor superior. Esta juvenilizacion acentuó, asimismo, otras consecuencias culturales de gran calado. En efecto, en el marco de las nuevas relaciones laborales, los jóvenes fueron priorizados como fuerza de trabajo por su mayor maleabilidad y menor problematicidad respecto de aquellos adultos socializados en el régimen anterior. Conforme fueron pasando los años, la conciencia de los derechos sociales se fue desdibujando; al tiempo que la fragmentación salarial fue operando un disciplinamiento más sólido
Los jóvenes fueron desde los 80 quienes mejor expresaron la crisis de las subjetividades colectivas e individuales anteriores. Hasta la reconversión, ser trabajador suponía una identidad muy compacta conjugada con la política –en general, peronista- y religiosa –en su inmensa mayoría, católica- . El transito del sector industrial a los servicios y la caída de la ponderación y contención de los sindicatos condujo a la nueva masa de trabajadores juveniles a optar por identidades nuevas de fuerte emotividad expresiva procedente de los medios masivos de comunicación y el deporte. Las nuevas solidaridades concomitantes fueron forjando sentimientos y lazos afectivos espontáneos que ya no pasaban por el orgullo de la especialización laboral y el peronismo sino más bien por la música, el deporte, y el barrio.
Crecientemente escindidos de los modelos patriarcales por todas las razones antes enumeradas, los jóvenes constituyeron comunidades nuevas bien expresadas por el concepto genérico de “bandas” reunidas en las esquinas o en plazas. Allí confluían los ocupados, los semiocupados y los desocupados así como los desheredados por el estallido de sus familias convirtiendo a esas agrupaciones en un campo propicio para su explotación política o delictiva. Al respecto, las barrabravas y el narcotráfico fueron ganando posiciones desde los 90 en adelante; aunque también grupos musicales que luego plasmaron estilos emblemáticos de la marginalidad como la cumbia villera.
Tampoco fueron ajenas a todo este proceso las nuevas identidades religiosas en detrimento del catolicismo como el pentecostalismo, diversos evangelismos, y otros cultos como El gauchito Gil, San La Muerte o diversas variantes de la umbanda. Todas ellas evocan de una religiosidad nueva en la que el bien y el mal conviven de manera compleja legitimando de manera sagrada la vida de la marginalidad y aun del delito. En el caso de los nuevos pobres de clase media, la incidencia religiosa fue menor aunque no por ello despreciable; así como el arraigo de estilos musicales que en los 90 abarcaron el campo del denominado rock barrial. A diferencia de las experiencias pioneras de los 70, este adopto un contestatarismo populista, localista y “antisistema”. La cumbia, en cambio, apunto más a exaltar orgullosamente el nuevo modo de vida estigmatizado por el resto de la sociedad bajo la forma de estereotipos como “negro”, “villero” asociados al delito.
Poco margen quedaba en ese discurso al trabajo sindicalizado y a un peronismo que fue reemplazado por las citadas comunidades emocionales fundadas en un presente continuo y un futuro dudoso y hasta despreciado. La emotividad se potenciaba en ciertas circunstancias colectivas regadas por la droga y el alcohol cundiendo el “descontrol” denominado en la jerga barrial como “bardo”. La marginalidad condujo, por último, a una socialización fragmentaria en la que convivían la calle, la escuela, la familia y los institutos correccionales y penitenciarios generando nuevos “códigos”. Estos preservaban de la ética anterior su jerarquía poco igualitaria y fuertes relaciones de reciprocidad cuya trasgresión se pagaba con brutales castigos corporales, violaciones y hasta la muerte. La muerte juvenil se convirtió en parte del paisaje sociocultural de barrios y cementerios públicos con todas las torsiones culturales de rigor.
Los cambios socioculturales, por último, pueden ser evaluados tomando como referencia algunos valores emblemáticos de los sectores populares argentinos a lo largo del siglo anterior. El empleo, la casa propia y la educación fueron hasta fines de los años 70 el trípode de aquello que Luis Alberto Romero denomino la “sociedad móvil y democrática” bien representada por la densidad de sus clases medias a cuyo ingreso, asimismo, aspiraba la mayoría de los trabajadores. Un somero repaso sobre el estado actual de esos valore puede facilitar su comprensión desde la citada perspectiva cultural.
Con un acervo de tres generaciones, en el núcleo duro de la nueva pobreza el trabajo estable es despreciado y sustituido por otros más volátiles conjugados con diversos tipos de subsidios “focalizados”. Estos no excluyen eventuales actividades mucho más retributivas como la participación periódica en los lucros del delito organizado y el narcotráfico. Las denominadas “estrategias de supervivencia” devinieron así en un estilo de vida en el que el ahorro y el progreso han sido sustituidos por la astucia y el oportunismo y un consumismo que no repara en medios para alcanzar sus fines en torno a la adquisición menos de la vivienda que de electrodomésticos, automóviles, motos o viajes.
Hacia principios de los 80, las ocupaciones compulsivas de tierras libres en sustitución del viejo sistema de loteos prohibido durante la última Dictadura dieron nacimiento a los nuevos asentamientos villeros. Allí, la propiedad de la vivienda ha sido remplazada por el “dominio” de predios que durante los últimos años se fueron hacinando triplicando su densidad poblacional y agravando los déficits de servicios públicos elementales. Un estamento de especuladores inmobiliarios asociados a la política supervisan junto a los referentes territoriales las operaciones de compra, venta y traspaso entre vecinos y parientes o connacionales. Los barrios devinieron en ámbitos de una sociabilidad intensa y hermética. En una sociedad históricamente portadora de espacios públicos amplios y generosos compartidos por todos, en los nuevos barrios pobres ya no “se pasa” sino que “se entra y se sale” pagando los debidos peajes a los “dueños de distintos territorios”.
Las escuelas han trocado su papel promotor social por otros complementarios de la alimentación y contención psicológica y emocional de niños y adolescentes procedentes de familias frecuentemente desestructuradas. Un indicador sugestivo es la deserción escolar solo contenida por clubes deportivos portadores de programas focales que prometen carreras asociadas menos al “progreso” que a la “gloria” como las del futbol asociadas a un ideal de vida de dispendio y de placer. Simultáneamente, cobraron auge los bachilleratos especializados en Educación Física y las carreras en fuerzas de seguridad en sociedades en las que la portación de un arma –particularmente si es “oficial”- ofrece una respetabilidad diferencial.
Por último, la ciudadanía es concebida menos individual que grupalmente –“en banda”- regida por jefaturas autoritarias de diversos orígenes y naturaleza. Hemos ahí otra cuestión fundamental: la utilidad política de la pobreza descubierta por la nueva clase política a partir de la comprobación, dudosa al principio, de su “gobernabilidad”. las dirigencias partidarias municipales han hallado en los nuevos contornos colectivos de la ciudadanía una estupenda posibilidad de ejercicio de prácticas clientelares en torno a la producción del voto que si bien no alcanza –al menos hasta ahora-para definir una elección nacional, suele garantizar, si, las municipales sobre las que se cimienta el edificio político. Este régimen exige de intermediarios genéricamente reconocidos como punteros, un universo en el que conviven referentes que luchan en contra de la la marginalidad; con otros asociados a la expoliación de narcos, empresarios textiles, comerciales y de la construcción, organizaciones delictivas y barrabravas en comunión orgánica con el estamento político.
Suele atribuírsele este estado de cosas al “modelo capitalista” inspirado desde 1976 por el denominado “neoliberalismo”. En contra de su cualidad esencialmente excluyente, el kirchnerismo se auto legítima atribuyéndose una lucha a brazo partido en contra de sus máximos representantes: las “corporaciones” y los “grandes grupos económicos concentrados”. Existe una mirada alternativa que contempla a la política como su principal responsable asociada a empresarios prebendarios que han encontrado en ese mundo subterráneo la posibilidad de una explotación que no registra precedentes en la historia nacional.
*Historiador y miembro del Club Político Argentino