«PANE, AMORE E FANTASIA» PARA EL JOVEN PEDRO por Luis Alberto Romero*
| 16 noviembre, 2015Publicado en el Diarios Loa Andes
En un ejercicio de imaginación, el profesor Romero refiere la vida de un joven argentino que comenzó su escolaridad en 2003 con la llegada al poder del kirchnerismo y de cómo fue interpretando la historia argentina en base al clima cultural reinante.
“En 1983 comenzó la dictadura”; luego “De la Rúa asumió en 2001 y puso la convertibilidad”. Tal es la versión del pasado reciente de un joven -llamémosle Pedro- que hoy está ingresando a la universidad y a la ciudadanía, y que comenzó su escolaridad en 2003. Desde 1983, la historia reciente es un tema importante en escuelas y colegios. Los profesores no le enseñaron a Pedro literalmente lo que escribió; pero algo había en el mensaje que recibió, en la escuela o fuera de ella, para recordar así los hechos de un pasado que no vivió.
La anécdota da un indicio sobre cómo se ha formado el imaginario kirchnerista, o los imaginarios, pues se superponen varias capas geológicas. Se trata de una imagen del presente y el pasado poco crítica, en la que “fantasia” está sobredimensionada, aunque bien rodeada por el “pane” y el “amore”, como en la vieja película con Gina Lollobrigida y Vittorio de Sica.
Los historiadores serios no somos responsables de esto: nuestras conclusiones, matizadas y complejas, no pueden competir con narraciones del pasado capaces de alimentar la fantasía; esas leyendas míticas, con sus héroes y sus demonios, generadas por narradores con vena épica -como Homero-, y por otros profesionales conocedores del oficio de la mitología.
Los mitos decantaron en configuraciones mentales sólidas, soterradas y difíciles de modificar, como la concepción unanimista de la sociedad y la política. Allí se asienta una forma de interpretar los datos; allí es donde cada enemigo circunstancial es colocado en el lugar genérico del enemigo del pueblo. Sacarlo a la luz es tarea de psicoanalistas.
Más cercano a nuestra percepción está el proceso de construcción de la memoria del pasado aún vivo, que conocimos o del que nos hablaron, y que aún duele. Aquí, el mito del pueblo nacional unánime se desagrega en distintas versiones o memorias, parecidas pero diferentes.
Delante de nuestros ojos, las experiencias son moldeadas por ideas, discursos e imágenes que compiten para definir su sentido, en un combate que se desarrolla en la mente de cada uno. En este combate, los historiadores serios poco pueden frente a los fabricantes de mitos, la propaganda masiva o la cadena presidencial.
El resultado es personal y variable. Entre otras cosas, en cada uno pesa mucho la experiencia inicial, la de su incorporación a la conciencia política, que suele dejar una marca profunda, como la que dejó el primer gobierno peronista. Nuestro pasado reciente abunda en experiencias fuertes: las de 1955, 1966, 1976, 1989 o 2001 han marcado a cada generación, tanto en la manera de vivir y entender las siguientes como a la hora de recibir las memorias míticas.
La dictadura de 1976, profunda como pocas, tuvo distintos sentidos. La gente de mi edad ya había pasado por 1955, 1966 o los primeros años setenta. Suele pensar en los distintos procesos que llevaron a ella, en las variadas responsabilidades y en las diferentes formas de sobrevivir y sobrellevarla. Es una imagen con una amplia gama de grises.
Quienes cobraron conciencia de la dictadura en 1983, en simultáneo con la construcción de la democracia institucional, tuvieron una imagen en blanco y negro: de un lado, los torturadores, del otro las Madres. Posiblemente por entonces los padres de Pedro iban a la escuela.
De esta experiencia salió un contingente identificado con la democracia institucional, consciente de sus problemas y que hoy aspira a reconstruirla. Pero también surgió un grupo que mira todos los problemas políticos en los mismos términos dicotómicos y se consagra a buscar al demonio y exorcizarlo. La “corrección política”, con sus rituales de palabra y de hecho, formó ciudadanos sectarios e ingenuos, muy sensibles a propuestas que interpelaran adecuadamente su sensibilidad maniquea.
La hiperinflación de 1989 no afectó las convicciones políticas sino la vida personal, sus marcos y supuestos, que se resquebrajaron como la moneda. Fue mucho más dramática para los jóvenes, carentes de entrenamiento, que para quienes ya estábamos curtidos. Comenzó a quebrar a la clase media y arrojó a muchos a una pobreza que crecía. Una parte se aferró a la salvación ofrecida por un mesiánico Menem que reclamó la delegación del poder para realizar una reforma económica, espléndida mientras duró. Todavía circula, aunque maltrecha, una versión mítica de esos años dorados.
Otros fueron sensibles al costado negativo de estas políticas, que incluían el indulto a los militares y las “relaciones carnales”, y asociaron la crítica al “neoliberalismo” -un nuevo mito- con la reivindicación de los derechos humanos. Por entonces la corrección política de los ’80 se fue trasmutando en la reivindicación de los “heroicos militantes”, una figura que desplazó a las “víctimas inocentes” y abrió el camino a la recuperación del mítico setentismo. En esos años nació Pedro.
La experiencia de 2001 fue mezclada: al principio pareció el apocalipsis, el abismo, pero pronto vino una sorpresiva recuperación. Como en el Juicio Final, hubo lotes de hundidos en la miseria y otros que se salvaron un paso antes del precipicio. Los hundidos recurrieron a la auto organización y simultáneamente a la misericordia de un Estado con pocas capacidades.
Los sobrevivientes rodearon a un nuevo Moisés, quien generó una fantasía que incluía otras anteriores y agregaba elementos nuevos. Con unas tablas de la ley que denominó “proyecto”, habló como el implacable Jehová de los derechos humanos, prohibió adorar al becerro de oro de los poderes concentrados y ofreció una tierra prometida generosamente pródiga, con abundante “pane”, al menos para algunos. Por entonces, Pedro comenzó a ir a la escuela.
La última experiencia ocurrió entre 2008 y 2010, cuando confluyeron las primeras dificultades importantes del “proyecto”, las primeras oposiciones fuertes y la muerte de Néstor Kirchner. Desde entonces las memorias se polarizaron y las experiencias se percibieron de maneras incompatibles.
Con Néstor convertido en el Eternauta vagabundo y vigilante, rodeado por los satélites soberanos, Cristina desarrolló un estilo completamente diferente, mucho más fantasioso, que infundió algo de “amore” pero sobre todo mucha “fantasia” en una nueva generación de adherentes al proyecto, entre ellos Pedro.
Son muchas capas generacionales que concurren en un efecto común: una fantasía que puede subordinar a la experiencia. Es un dato importante para entender lo que pasó y encarar el largo trabajo de reconstrucción que nos espera.
* Historiador. Club Político Argentino