EL «CLIENTELISMO POLÍTICO» COMO CATEGORÍA ANALÍTICA LA POBREZA EN LA ARGENTINA ACTUAL: SU UTILIDAD Y LOS RIESGOS DE SU USO ABUSIVO por Jorge Ossona*
| 6 noviembre, 2015La Argentina carece de partidos en el sentido clásico de la palabra y ha sido regida durante casi los últimos veinticinco años por un sistema de “partido de gobierno” que la administra desde una burocracia estatal colonizada y apendicular respecto del estamento político. El fenómeno hunde sus raíces en transformaciones socioculturales profundas acaecidas en la sociedad durante las últimas tres décadas. La cuestión toca otras zonas sensibles de nuestra actualidad como el clientelismo y el fraude.
Hacia los 80, y en los albores de la democracia, el empobrecimiento de los sectores populares era una realidad tangible bien expresada por las ocupaciones territoriales ilegales. En los nuevos “asentamientos”, la miseria produjo la emergencia de nuevos liderazgos de contingentes que se fueron ampliando con el curso de los años. En nombre de la teoria del clientelismo, sociólogos, antropólogos y politólogos los denominaron “mediadores” situados en una situación estratégica entre sus “clientes” y sus “patrones” dirigenciales. Este marco conceptual resulta útil en tanto se formulen algunas salvedades indispensables. La historia social del país en sus grandes centros urbanos durante los últimos treinta años aporta también muchos elementos de juicio para comprender estos fenómenos.
En primer lugar, la nueva relación, a diferencia del viejo “clientelismo duro” de los punteros partidarios, era de corte social y horizontal porque los “mediadores” eran también pobres y “clientes”; y emergían de las mismas comunidades barriales no como agentes de ningún partido. Construido “desde abajo”, la socióloga María Inés Peralta lo denomino “clientelismo social” de lealtades mucho más sólidas fundadas en estados de necesidad extrema compartidos.
Los “mediadores”, más comúnmente llamados “referentes”, progresivamente fueron definiendo estrategias de supervivencia negociando no solo con los partidos sino también con dependencias municipales, ongs, instituciones sanitarias y educativas, etc. Tales pericias les permitieron desplegar saberes y destrezas que reforzaban su prestigio comunitario y la extensión de sus servicios. Su difusión fue eclipsando a los antiguos punteros convirtiéndolos en “militantes sociales”. Muchos definieron filiaciones políticas; pero, a diferencia de los anteriores, su fidelidad estaba más soldada a sus subordinados que a sus dirigentes. Por último, la figura del jefe de hogar como proveedor entro en crisis motivando que, no fortuitamente, muchos fueran mujeres y jóvenes.
Estos se transformaron en los adalides no precisamente de masas mansas sino aguerridas sustituyendo a los viejos cuadros sindicales en retroceso por la desindustrialización y la creciente informalización económica. Pero a diferencia de estos últimos, no eran los garantes de derechos sociales universales sino de la administración focal de programas de emergencia. Su campo de acción fueron los barrios reconocidos en la nueva jerga electoral como “territorios”. Allí, agrupaciones, comités y unidades básicas fueron progresivamente reemplazadas por la gestión directa de los nuevos asuntos sociales entre burócratas politizados y “militantes sociales”.
Así comenzó, en este sector social crucial, la caducidad de las formaciones partidarias que exhibían una apariencia de gran vitalidad hacia principios de los 80. Se trató de la génesis de una nueva cultura política en la que la dirigencia debió aprender a interpelar a estos mediadores que abarcaban un espectro muy vasto: jefes de familias extensas, pastores evangélicos, organizadores de futbol de potrero, referentes de comunidades de inmigrantes, etc. La profundización de estas prácticas devino en hábitos; y estos, en una cultura.
Todos aprendieron a jugar roles según comportamientos más o menos previsibles que incluían hasta la inevitable traición al momento de cambiar, pública o subrepticiamente, de patrón político o burocrático. En este repertorio, los valores de la nueva cultura política se fueron midiendo según el “desinterés”, la “generosidad” y la “gratitud” fraguando en una hipersensibilización emocional oscilante entre la veneración, el odio y la consiguiente violencia facciosa y fanática. Nuevas identidades “totales” sustituyeron a la antigua moral trabajadora como el futbol, los cultos religiosos o diversas estéticas musicales. Su común denominador fue la exigencia de la “entrega” a sus respectivos agregados y jefes aunque condicionados a reglas de reciprocidad estipuladas en nuevos “códigos” subculturales –u otros ancestrales soterrados por la modernidad- en sustitución de la ley.
Pero estos fríos compromiso no eran incondicionales sino todo lo contrario. La identidad peronista de los sectores populares persistió como una capa formal de contenidos muy diferentes a los de la sociedad industrial. “Peronismo”, independientemente de algunos contenidos nostálgicos y emocionales de los militantes más antiguos, también significo “la estructura” de un poder político burocrático que renunciaba de antemano a erradicar la situación de fondo de la pobreza. Con los años, también se convirtió en una oligarquía cínica de dirigentes cada vez más alejados de los problemas cotidianos de aquellos a quienes apelaban discursivamente. También se aprendió que con “la estructura” había que pelear y mucho para hacerse de los recursos fragmentarios y focalizados con la menor cantidad de “descuentos” de los eslabones por donde descendían desde el Estado. En circunstancias dramáticas, la insatisfacción por la ruptura de lo pactado podía plasmarse en rebeliones masivas como los saqueos. En otras, el pronunciamiento podía expresarse electoralmente como ocurrió en 2013 y 2015.
La metamorfosis social de la que emerge el país pobre explica en no poca medida muchos de los caracteres de nuestro sistema político citados al principio del artículo. El clientelismo teórico resulta sumamente valioso como instrumento analítico. Pero en el plano real, cada territorio configura un universo solo comprensible en su especificidad. Hemos ahí el desafío de seguir estudiando una realidad social que dista aun de ser comprendida en sus contornos últimos. Solo así se podrá empezar a pensar en cambiarla y regenerar nuestra devaluada democracia.
*El autor es historiador y docente, integrante del Club Politico Argentimo-UBA