PENSAR A SARMIENTO por Francisco M. Goyogana*
| 20 agosto, 2015.El El tema que nos ocupa hoy es: “PENSAR A SARMIENTO”.
Decía José Ortega y Gasset en “Una interpretación de la historia universal”, que la historia que es nuestra preocupación por el pasado, surge de nuestra preocupación por el futuro.
Consecuentemente, y de acuerdo con lo que señalaba Ortega, podemos convenir que hoy, quizás más que nunca, la preocupación por el futuro alimenta a nuestra generación, y seguramente será materia de preocupación para las generaciones venideras.
Por esto, pensar a Sarmiento es pensar en la historia del porvenir.
Sarmiento creía fervientemente en las ventajas de la civilización, y era un convencido de que la barbarie se podía superar, y por eso se convirtió en arquitecto de una nación-Estado moderna, liberal y progresista, que fue modelo en el mundo.
La institucionalización de la República se construyó con filósofos, que al mismo tiempo fueron hombres de acción, pero que reflexionaban sobre sus propias ideas y la de los pensadores que impulsaban el progreso humano. El esqueleto institucional de la democracia es la estructura que permite que la República permanezca en pie. Sarmiento, filósofo y hombre de acción, ha sido posiblemente el más grande pensador de la institucionalización de la República.
Sin esqueleto institucional la nación-Estado no existe. La experiencia posterior ha mostrado que la pérdida del esqueleto institucional ha sido el mayor daño sufrido a lo largo de más de los últimos sesenta años.
Ya en tiempo pasado hubo una carencia institucional en el país, antes de Caseros.
De la mano de Urquiza, continuado por Mitre, seguido por Sarmiento, y luego por Avellaneda y Roca, se consolidaron los cimientos que hicieron posible una nación-Estado cabal. Todos ellos fueron creadores del pensamiento político argentino.
En 1865, desde Nueva York, Sarmiento le anunciaba a Avellaneda su deseo de escribir con “todos los materiales necesarios”, una “Historia de la constitución de las Provincias Unidas del Río de la Plata”.
Sarmiento estaba inmerso en esa corriente que lo empujaba al alumbramiento de una etapa singular de su conciencia histórica, precisamente en el punto donde la naturaleza política del hombre se siente acosada por cuestiones fundamentales. Sarmiento describió aquel momento como “la transición lenta y penosa de un modo de ser a otro.” Sin dejar de lado la tradición anglosajona de los descendientes de Locke, que colocaban a la libertad en primer plano, Sarmiento abraza la tradición francesa, al abrigo de Rousseau, que erige el valor supremo de la igualdad.
En la formación del pensamiento sarmientino se pueden considerar varios factores de importancia. La estadía en Chile y la influencia de Andrés Bello, pensador influído por Victor Cousin, exponente del eclecticismo sistemático; la polémica con Alberdi; sus viajes por Europa y EE.UU., que acentúan largamente la relación con la cultura anglonorteamericana; y entre otros efectos, una consustanciación muy particular con el darwinismo.
Sarmiento no tuvo una formación filosófica académica ni oportunidad de profundizar tratados sistemáticos, de un modo paralelo a lo sucedido con Darwin en aspectos biológicos, pues era un naturalista amateur que elaboró una teoría que ha conmovido al mundo.
Si bien Sarmiento debe ser considerado un autodidacta, la extensión y profundidad de sus ideas demuestran un conocimiento general muy sólido y, sobre todo, familiarizado con el pensamiento de los grandes filósofos. A través de toda su obra se introduce e indaga los conceptos más generales, como los de ser, devenir, mente, conocimiento y norma, y las hipótesis más generales, como la existencia autónoma y la cognoscibilidad del mundo externo.
Se sabe que la preocupación social y filosófica de Sarmiento proviene, al menos en parte, de Montesquieu, y en el sentido de las interpretaciones sociológicas, de Tocqueville. Montesquieu no le era ajeno con su obra capital El espíritu de las leyes, de 1748, donde hace agudas observaciones acerca de la división de poderes, base del parlamentarismo moderno, y tampoco le era extraño Tocqueville con su magna obra La democracia en América, y su concepción de sociedad democrática.
La gran preocupación de Sarmiento por el progreso era una idea que transformaba el optimismo teológico del antiguo régimen, en un optimismo laico. La salvación ya no estaba más allá de las fronteras de la historia, sino dentro de la historia misma. Y a pesar de que la idea de progreso fue lineal durante el siglo XIX, la ruptura de esa idea en el siglo XX pareciera haber sido percibida por Sarmiento con mucha anticipación.
En los siglos XX y XXI algunos economistas afirman que bajando el gasto público se solucionan los problemas, pero la experiencia contemporánea ha mostrado, tal como lo había percibido el sanjuanino, que el éxito se logra con el acompañamiento imprescindible de otros cambios en los campos institucional, político y cultural.
El cambio de la idea lineal de progreso que imperaba en el siglo XIX, se transformó en el siglo siguiente y en el XXI que comienza, en algo más imprevisible.
La igualdad, constituyó una preocupación fundamental de Sarmiento, y era observada por el prócer en su nudo gordiano: el progreso no es igualitario.
La observación de las naciones muestra que en cualquier concepción de sociedad, sean la sociedad industrial de Comte, la sociedad capitalista de Marx o la sociedad democrática de Tocqueville, aparecen unas naciones más arriba y otras naciones más abajo. Y hasta hoy día se mantiene vigente el problema de como combinar la idea de progreso con la idea de igualdad.
Es posible que sea más fácil instaurar en la sociedad una política de libertad que una política de igualdad.
Si se limita estrictamente el poder político y se garantizan las libertades individuales, se consigue una política de libertad.
La instauración de una política de igualdad requiere la creación de condiciones de la igualdad; reglas e instituciones que estrechen las diferencias entre los sustratos socioeconómicos y una luz verde que libere la marcha hacia el ascenso del mayor número de habitantes.
Sarmiento advirtió, dentro de aquella visión lineal del progreso, que la piedra clave del arco de la igualdad era la educación. La liberación de las ligaduras de la ignorancia sería la que permitiese que esa liberación se distribuyese masivamente en la sociedad, para permitir el adelantamiento de todos.
El legado de Montesquieu, sin olvidar a Adam Smith, junto con las ideas de Tocqueville, promovieron la síntesis sarmientina en el gran símbolo de la igualdad que era la educación.
No obstante, poco antes de morir, Sarmiento se sentía preocupado por los síntomas, que a su juicio, iban a entorpecer la marcha del progreso. Veía una sociedad con gran cantidad de habitantes en ascenso socioeconómico que mejoraban la vida y los ingresos, pero al mismo tiempo una sociedad de muy pocos ciudadanos, que por ser pocos no tenían mayor peso en el gobierno nacional.
En Conflicto y armonías de las razas en América se vislumbra cierto pesimismo en Sarmiento, que presiente el desvanecimiento del proyecto de progreso para la República. Sarmiento parece suponer que la mezcla de una población indígena con otra población de raíz hispánica no podrá llegar a los logros que anteriormente había intuído en el Facundo. Debe desecharse la supuesta adhesión a una determinada teoría racista, que Sarmiento no manifiesta en ningún momento de su vida, pero puede advertirse que no se le escapaba la importancia de los efectos del carácter y las aptitudes de los habitantes.
La historia de la colonia española era una demostración de la preocupación de una rápida explotación de las riquezas del país antes que del total desarrollo de sus recursos.
Tampoco pasaba por alto la importancia del carácter del gobierno y sus instituciones.
Sarmiento exige la ciudadanía para la sociedad y proclama que los inmigrantes tomen carta de ciudadanía para mejorar la base electoral, y poder desarrollar así una república de ciudadanos.
Sarmiento consideraba a los inmigrantes como trabajadores, como consumidores, y le preocupaba la imagen de una República con inmigrantes que no eran ciudadanos, habitantes no asimilados a la nación. Tenía la certeza de la formación de ciudadanos por medio de la educación, para conseguir una población plural con sentido de pertenencia a la nación argentina.
La estructura básica del sistema se sostenía en la Constitución 1853-1860, que no sólo definió el marco de libertad, sino que impuso al gobierno federal y a los gobiernos provinciales la realización de determinados bienes públicos. Los constituyentes de entonces sintieron que no era suficiente diseñar un marco, sino que, como decía Sarmiento en Viajes, había que pintar un paisaje. Ese paisaje suponía que los derechos individuales debían estar respaldados por el bien público de la educación y, como decía la propia constitución, por programas específicos de desarrollo y progreso. Por eso el gobierno federal y los gobiernos provinciales estaban obligados a asegurar para todos sus habitantes la educación primaria. Este detalle marca la obligación de transmitir a la sociedad bienes públicos de carácter universal. La educación pública primaria, por consiguiente, debía ser para todos obligatoria, gratuita y laica, y además había incorporado la concepción de un Estado neutral, no opuesto a la religión, sino imparcial. La impronta sarmientina, asumida por los hombres de la generación del 80, sobre todo el sector laico del Partido Autonomista Nacional, también el mitrismo, el radicalismo después de la década del 90 y el socialismo, significó un designio poderoso. Sin embargo, la llegada de un jacobinismo invertido en 1943, de carácter religioso, cuando se instaura la educación católica obligatoria en todas las escuelas públicas, representó un duro golpe para las comunidades con identidades religiosas propias discriminadas para que se les impartiera clase de moral.
Se había profanado la idea, progresista y democrática de la ley 1420, que prescribía una clase de moral común para todos los alumnos de ambos sexos. Una moral común que no era solamente positivista, sino que también estaba impregnada de valores cristianos, de acuerdo con la idea de Delfín Gallo cuando defendió la ley en el debate en el Congreso, en 1884.
Se había desarticulado la sociedad plural señada por Sarmiento, incorporada en un mosaico de razonable pluralismo político que asegurara la convivencia de todos.
Al repasar la historia cotidiana común, la imagen de Sarmiento aparece repetidamente.
Pensar a Sarmiento significa penetrar en su estructura mental, en el poderoso cerebro donde se generaban una inmensidad de ideas a cada instante.
Pensar a Sarmiento requiere convenir cuales son los puntos cardinales de su intelecto. Esos puntos cardinales fueron:
* la democracia en lo político;
* el liberalismo en lo moral;
* el laicismo en lo pedagógico;
* la justicia en lo social.
Sarmiento, que prácticamente había nacido con la Patria, fue partícipe de la revolución en América del Sur que significó no sólo una ruptura que abrió paso al drama histórico, sino también a la circunstancia de su niñez, adolescencia y temprana juventud. Estos momentos de su vida fueron testigos de como se desvanecía el antiguo régimen que caducaba, como se desvanecían las primeras esperanzas prontamente segadas, y como aparecían sobre los escombros del edificio virreinal la anarquía y el espectro del despotismo.
En Recuerdos de provincia Sarmiento escribe:
“Aquí termina la historia colonial, llamaré así, de mi familia. Lo que sigue es una transición lenta y penosa de un modo de ser a otro: la vida de la República naciente, la lucha de los partidos, la guerra civil, la proscripción, el destierro"
El punto inicial no fue para Sarmiento una biografía de la continuidad, como quería Tocqueville, y tampoco la lenta incorporación de un modo de ejercer la libertad política en la extensión de la República. La revolución del sur americano era todo lo contrario. Drama e inevitabilidad. Así, Sarmiento expresa en el capítulo IV del Facundo:
“He necesitado andar todo el camino que dejo recorrido para llegar
punto en que nuestro drama comienza”.
Otra vez en Recuerdos de provincia arguye que la revolución de 1810 no tenía más posibilidad que la construcción de una república desde cimientos elementales:
“Norteamérica se separaba de Inglaterra sin renegar la historia de sus libertades, de sus jurados, sus parlamentos y sus letras. Nosotros, al díasiguiente de la revolución, debíamos volver los ojos a atodas partes buscando con qué llenar el vacío que debían dejar la inquisición desstruída, el poder absoluto vencido, la exclusión religiosa ensanchada"
Como lo manifiesta en la “Introducción” del Facundo, la revolución era un enigma.
El antiguo régimen colonial había colapsado y a Sarmiento, que había vivido, niño y adolescente, en el derrumbe del sistema social y político, le costaba percibir el futuro acorde con la cosmovisión que se desarrollaba en su interior.
“Cómo se forman las ideas –se formulaba Sarmiento en Recuerdos de provincia-. Yo creo que en el espíritu de los que estudian sucede como en las inundaciones de los ríos, que las aguas al pasar depositan poco a poco las partículas sólidas que traen en disolución y fertilizan el terreno. En 1833 yo pude comprobar en Valparaíso que tenía leídas todas las obras que no eran profesionales, de las que componían un catálogo de libros publicados por el Mercurio. Estas lecturas, enriquecidas por la adquisición de los idiomas, habían expuesto ante mis miradas el gran debate de las ideas filosóficas, políticas y religiosas, y abierto los poros de mi inteligencia para embeberse en ellas”.
El flujo de las ideas, en tandas sucesivas, irían conformando el terreno en el cual el tránsito de Sarmiento encontraría las soluciones de los interrogantes de su circunstancia.
Descubriría así el sentido de la libertad. Leía a Ackerman para adentrarse en la historia de Grecia y Roma, para sentirse “sucesivamente Leónidas y Bruto, Arístides y Camilo, Hamodio y Epaminondas; y esto mientras vendía yerba y azúcar.” La autobiografía de Franklin y los escritos de Paine lo acercaron a la vida y pensamiento de defensores de la libertad en la Norteamérica republicana. Franklin se erigió en un paradigma de conducta ilustrada que nunca abandonaría y que lo relacionarían con educadores como Horace Mann y científicos como el astrónomo que más tarde llevaría a Córdoba, Benjamin Gould. La comprensión histórica le llegó a través de la obra de Walter Scott, que Sarmiento tradujo en Copiapó. Aparecieron en sus lecturas “Villemain y Schlegel, en literatura; Jouffroy, Lerminier, Guizot, Cousin, en filosofía e historia; Tocqueville, Pedro Leroux, en democracia; la Revista Enciclopédica, como síntesis de todas las doctrinas; Charles Didier y otros cien nombres hasta entonces ignorados…”
Seguía Sarmiento el camino del eclecticismo doctrinario, y por otro lado, la ruta del humanismo sansimoniano. Se agregarían además, Vico y Herder, Chateaubriand, Victor Hugo y Alejandro Dumas, Thiers y Michelet. En ese conjunto ocupaba un lugar preponderante Tocqueville, todo un paradigma, como lo ha dejado registrado en el Facundo:
“…a la América del Sur en general y a la República Argentina sobre todo, le han hecho falta un Tocqueville”.
Las nuevas ideas perseguían la fusión del pensamiento con la realidad. Entrado en años, Sarmiento recordaba:
“Reinaban aún en aquellas apartadas costas (Chile) Raynal y Mably, sin que estuviera del todo desautorizado el Contrato Social. Los más adelantados iban por Benjamin Constant. Nosotros llevábamos, yo al menos, en el bolsillo, a Lerminier, Pedro Leroux, Tocqueville, Guizot, y por allá consultábamos el Diccionario de la Conversación y muchos otros prontuarios”.
Se quejaba Sarmiento, hacia 1842, que “lo que es peor aún es que no tenemos un solo modelo en el mundo que imitar”, como aludiendo a una situación que no permitía vislumbrar un rumbo cierto. Unos escasos años después, quizás poco antes de promediar el siglo XIX, y probablemente como producto de los viajes emprendidos en ese intervalo, la incertidumbre se disipa en su mente, como lo revelan sus testimonios. Sobre todo por la influencia que ejerció su experiencia en la América del Norte, que delineó su modelo político definitivo.
Para entender la revolución era preciso abrir oportunamente la puerta debida en el momento en que desaparecía el orden colonial.
Bajo la novedad de la Ilustración que había desestabilizado las tradiciones “entibiando las creencias”, las concepciones acerca del pasado y del porvenir guerreaban en silencio en vísperas del colapso.
Se enfrentaban el progreso y la reacción, innovadores y conservadores.
Para Sarmiento, Bentham, Rousseau, Montesquieu y la literatura francesa entera, contrastaban con la rémora de España, los Concilios, los Comentadores, el Digesto, como lo señala en el Facundo.
Se trataba de un pensamiento aplicado a un tipo de sociedad que podía darse diferentes formas de gobierno, según ya lo había enseñado Montesquieu.
Las lecturas de Montesquieu por Sarmiento, además de la influencia que se observa en sus escritos, dejaron tanto recuerdo, que en 1866, decía en nota al presidente de la Sociedad Rural Argentina desde Nueva York:
“…y ya Montesquieu había descubierto la ventaja de cambalachear (sic) horas de fastidio por otras de entretención, leyendo”.
Sarmiento advirtió el paso de la sociedad colonial a otra sociedad de naturaleza diferente. Era el paso de un estilo de vida a otro modo distinto de vivir. El paso de un gobierno aristocrático a la república democrática. El uso del gobierno aristocrático sería reemplazado por la virtud republicana. Quien mejor la encarnaba, como Rousseau quería, era lo que este consideraba el gran legislador. En Facundo, Sarmiento afirma:
“El año 1820 se empieza a organizar la sociedad, según las nuevas ideas de que está impregnada; y el movimiento continúa hasta que Rivadavia se pone a la cabeza del Gobierno…”, conceptos que reitera en Recuerdos de provincia.
Mientras tanto, el movimiento antiliberal tenía su propio desarrollo y muestra las consignas que lanzó con éxito. La defensa de la fe católica había sido la voz de orden de Quiroga con su lema “religión o muerte”, y constituía, en apariencia, una de las finalidades fundamentales de la dictadura que siguió a la anarquía. Los ultramontanos que más habían luchado por la entronización de Rosas, como el doctor Tagle y el padre Castañeda, eran un solo cuerpo con el partido de los fieles que se conoció con el nombre de “federales apostólicos”.
Todo lo que recordase la doctrina de los hombres de la Ilustración, de quienes eran herederos directos los rivadavianos, merecía la más violenta condenación de los rosistas, y es demostrativa y concluyente la anécdota que se cuenta del general Mansilla a su hijo Lucio, el día que lo descubrió leyendo a Rousseau: “Mi amigo, cuando uno es sobrino de Rosas, no lee el Contrato Social si se ha de quedar en el país, o se va de él si quiere leerlo con provecho”.
Ese antiliberalismo, visible en las tendencias políticas y económicas manifestado por Rosas, se confundía con la reacción criolla. Si se lo llamó restaurador de las leyes no fue tanto porque se viera en él, precisamente, al defensor de las normas legales, sino porque se le puede atribuir una condición de abanderado de la tradición vernácula, celoso de la defensa de un tipo de vida condenado a la extinción.
Sarmiento manifestó su reconocimiento a Rivadavia pero había intuído que la virtud republicana encarnada en el gran legislador, y su proyección en el nuevo régimen, como quería Rousseau, duraría poco tiempo. Se ha dicho que Rivadavia no conocía el interior del país, y que en vez de embarcarse para Europa debió tomar una diligencia para conocer de cerca a los hombres de las campañas. El legislador padecía la ignorancia elemental de lo relativo a la naturaleza del terreno social, su circunstancia geográfica. Podíasele escapar el tinte exacto de la idiosincracia política, pero seguramente no desconocía la urgencia con que se debía marchar hacia la unidad. De todos modos, no pudo o no supo adaptarse a un cambio de civilización.
El liberalismo de los hombres de Mayo se presentaba, pese a sus precauciones, como tendencia atentatoria contra las creencias vernáculas, y algunos de ellos habían exhibido su jacobinismo de modo impolítico.
En carta de Belgrano a San Martín en 1814, le advertía que los enemigos los llamaban herejes, “y sólo por ese medio han atraído las gentes bárbaras a las armas manifestándoles que atacabamos la religión…”
El error de los liberales de aquel tiempo consistió en creer que el conflicto que amenazaba provenía de la oposición entre dos doctrinas; era mucho más grave, porque consistía en una lucha entre una doctrina y un sentimiento, y a la conciliación, entonces, era muy difícil llegar.
Por otro lado, la aparición del movimiento antiliberal después de 1810 obedecía a la cristalización de un fenómeno que se arraigaba en la tradición autoritaria de la colonia y se mantenía en las masas rurales menos instruídas y educadas.
Los ideales de las masas populares no tenían formulación precisa, y en cambio poseían confusión algunos de sus contenidos; no obstante, y de alguna manera paradójica, sus ideales sobre la emancipación, la revolución criolla y la democracia eran coincidentes con el movimiento liberal, pero con una actitud espiritual recóndita e irreductible que le confería un contenido muy distinto a los objetivos centralistas de Buenos Aires. Si bien 1810 fue un paso decisivo para la intuición de las masas populares, el movimiento se manifestó casi desde el arranque como reacción patriótica y antiespañola, pero como la insubordinación contra lo español arrastrara consigo la idea de unidad que conformaba el virreinato, ese sentimiento adoptó la forma de un patriotismo de patria chica, apegado a la comarca, o, todo lo más, a la provincia. De este modo, para las masas populares los intereses comarcanos se constituyeron en los únicos que adquirieron fuerza y realidad, y la idea de la nación –tan cara para los hombres de Buenos Aires- no fructificó en el espíritu popular pese a los reclamos de la capital.
Así apareció la oposición entre la comarca o la provincia, y Buenos Aires, en la cual la nación parecía una mera superestructura creada por la capital para mantener sus privilegios.
Esta concepción angosta del patriotismo condujo a la tendencia localista y disgregadora, que fue aprovechada por los caudillos para asegurar su predominio, agitando la bandera de las autonomías contra la prepotencia de Buenos Aires.
Sarmiento, que era provinciano, y además clarividente, advierte el fenómeno. A la primera fase revolucionaria urbana, le sigue una segunda fase con la invasión de la sociedad situada más allá de la frontera urbana, el descalabro del orden social y, en suma, un cambio de civilización.
Con el planteo de este conflicto había comenzado otra guerra.
Cuando Sarmiento se refiere a la irrupción de la montonera en San Juan, en 1826, expresa en el volumen XXII de las OC:
“He aquí mi versión del camino de Damasco, de la libertad y de la civilización. Todo el mal de mi país se reveló de improviso entonces: ¡la Barbarie!
Una descripción semejante también la hace en Recuerdos de provincia.
Sarmiento se enfrenta desde temprano en su vida con el fantasma que lo perseguiría en la vida: la barbarie.
La exploración de Sarmiento por los meandros de la historia tenía por meta rememorar la barbarie como el hecho desnudo de la naturaleza humana libre de todo control cultural, merced a las enseñanzas de los libros acerca de la república antigua, y también de la nueva óptica de Vico para desentrañar el misterio de las sociedades y comprender la historia, junto con Guizot, Michelet y Thierry.
El capítulo VII del Facundo lleva un epígrafe de Chateaubriand, des débris de mille autres sociétés, como anticipando el misterio tensionado de la edad oscura y la luz de un tiempo virtuoso por venir.
Mientras que en la fugaz república de 1820, la igualdad guardaba relación con el pueblo que participaba en la virtud roussoniana del legislador, la sociedad bárbara mostraba una concepción diferente de la igualdad, representada por la voluntaria subordinación de los seguidores a un mando indiscutido.
Por eso, para Sarmiento la barbarie no era otra cosa que el recipiente obligado del despotismo.
La subordinación de los seguidores a un mando indiscutido responde al postulado de Guizot, según el cual la sociedad explica la política y no a la inversa, y que Sarmiento interpreta de una manera similar cuando afirma que:
“…la montonera solo puede explicarse examinando la organización íntima de la sociedad de donde procede”.
Sarmiento narró el despotismo para disecar al caudillo argentino, para mostrar que el poder en una sociedad bárbara obedece a las relaciones de mando y obediencia que culminan en un personaje que recibe la reivindicación absoluta del ascendiente personal. El manejo absoluto se anima con un principio que es el miedo, que se reconcentra alrededor del déspota. Ese fue el modo por el que los caudillos se hicieron déspotas como Artigas, Facundo y Rosas.
La clarividencia de Sarmiento se pone una vez más en evidencia en la “Introducción” del Facundo, para la edición de 1845, con palabras que se proyectan con vigencia en el año 2007, y en cuyo escrito basta con un mero reemplazo de nombres para ajustar el concepto de barbarie, a una distancia de ciento sesenta años de haberse impreso:
“Sombra terrible de Facundo! Voi a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a esplicarnos la vida secreta i las convulsiones internas que desgarran
las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: revélanoslo!
Diez años aun despues de tu trájica muerte, el hombre de las ciudades i el gaucho de los llanos arjentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decian: ´´No! No ha muerto! Vive aun! El vendrá´´ – Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política i revoluciones arjentinas; en Rosas, su heredero, su complemento; su alma ha pasado a este otro molde mas acabado, mas perfecto; i lo que en él era solo instinto, iniciacion, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin.”
El Facundo es en sí mismo un proyecto político.
Esa parte de la historia le proveyó a Sarmiento la explicación de la barbarie y cómo ésta conduce a la tiranía.
Después del despotismo, llegaría la hora de la construcción y cada capítulo del programa edificador se presentaba como un elemento que se oponía a la tiranía. La propia construcción de la República era en sí misma el progreso, y al mismo tiempo, la sistemática negación del despotismo.
Otro aspecto importante que aparece cuando se piensa a Sarmiento, es la revelación de la democracia como un nuevo horizonte.
Para 1845, Sarmiento inició un viaje más allá del océano que lo condujo a Europa, Africa, y luego a los EE.UU. Montt, su protector en Chile y ministro de educación, nombra al sanjuanino director de la Escuela Normal en Santiago y lo envía a conocer el mundo de la civilización.
Sarmiento llegó con Facundo al ordenamiento de sus propias ideas, luego de una laboriosa tarea para descifrar el enigma que ofrecía la Argentina.
Con el viaje transoceánico pudo conectarse con una realidad más universal:
“Cúpome la ventura, digna de observador más alto, de caminar en buena parte de mi viaje sobre un terreno minado hondamente por los elementos de una de las más terribles convulsiones que han agitado la mente de los pueblos, trastornando, como por la súbita vibración del rayo, cosas e instituciones que parecían edificios sólidamente basados; y puedo envanecerme de haber sentido moverse bajo mis plantas el suelo de las ideas, y de haber escuchado rumores sordos, que los mismos que habitaban el país no alcanzaban a percibir”.
En 1856 Sarmiento escribe en El Nacional que “viajar supone haber partido del país y volver a él”. Esto significa ampliar el panorama propio con una observación universal, y descubrir entonces aquellos adelantos que pudieran aplicarse para el beneficio común en la propia tierra.
Siempre apegado a los libros con que los historiadores de la revolución demolían a un mundo que se iba y que justificaban los cambios inevitables de aquel presente, Michelet, Blanc, Lamartine y Gioberti asistían a Sarmiento:
“…estos cuatro libros eran nuestro pasto, devorado con ansia en las horas que nos dejaban libres las correrías”.
Sarmiento descubrió la igualdad en los EE.UU.:
“Al ver esta sociedad sobre cuyos edificios y plazas parece que brilla
con más vivacidad el sol”.
Se le presentaba una primigenia visión de la república como posibilidad histórica. En esa democracia advertía Sarmiento un punto de partida, con la presencia activa de la libertad política.
Para Sarmiento, igual que para Tocqueville, la democracia del futuro debía conjugar la igualdad con la libertad política. Percibió también que la libertad política que existía en los EE.UU. era el producto de la continuidad de las instituciones que contaban su edad por siglos, libertad política que, en fin, tenía un origen y un destino.
Sarmiento, que se quejaba de la falta de un modelo para imitar en 1842, vuelca su esperanza en el horizonte situado en el porvenir de la historia, esperanza que se transforma en una permanente incitación a la utopía republicana de la Argentina.
Sarmiento, que ha descubierto la democracia, asume el rumbo señero de una historia que “tiene por base las libertades anglicanas”, brotadas de la reforma protestante.
Atrás quedaban el espíritu autoritario de los Austria, y muy superada también la reticente y limitada conformación del espíritu liberal de los Borbones, resistidos éstos por la violenta oposición en España y en las colonias, de los grupos que representaban y sostenían la vieja concepción teocrática.
Para Sarmiento, la historia del pasado, ya sin raíces, no tenía otra salida que la historia del futuro.
El germen precursor de esa historia del futuro, se desarrollaba en Sarmiento.
Con el Facundo comenzó haciendo una historia social, preocupado por las costumbres concretas, pensando en la igualdad como elemento social, sin pretensión de armar un ensayo filosófico.
Tocqueville no produjo un ingenio intelectual sino que, simplemente, observó aquella sociedad de la América del Norte donde la igualdad convivía en paz con la libertad política, y esto no se le pasó por alto a Sarmiento.
Para Sarmiento, la igualdad real del ciudadano, la posibilidad de que todos los integrantes de un corte sagital de la sociedad: hombres y mujeres, ricos y pobres, criollos y extranjeros, se encontraran en su niñez en una escuela pública para compartir conocimientos y hábitos, estaba representada por la educación.
Sarmiento fijaba en la educación pública el punto de partida para la creación de una república de ciudadanos:
“Una fuerte unidad nacional sin tradiciones, sin historia, y entre individuos venidos de todos los puntos de la tierra, no puede formarse sino por una fuerte educación común que amalgame las razas, las tradiciones de esos pueblos en el sentimiento de los intereses, del porvenir y de la gloria de la nueva patria”.
Todavía hoy tiene absoluta vigencia esta necesidad de poner en movimiento la inteligencia argentina aun dormida. La respuesta de Sarmiento consiste en la aplicación de una voluntad y un plan, un sistema educativo en el cual las partes estarían ordenadas en la República para los fines de la ciudadanía.
La preocupación de Sarmiento por la educación común consistía en su difusión en una sociedad en la que predominaba la desigualdad, en que la generación de conflictos de insospechada violencia conduciría obligadamente a una anarquía permanente.
En una sociedad igualitaria, pero en la que los ciudadanos tuvieran perdido el sentido del bien general, tampoco estaba la solución.
Para Sarmiento, la reforma del ciudadano debía ser concomitante con la reforma de la sociedad. Al mirar hacia atrás, Sarmiento veía tres siglos de vida colonial con un reducido universo de ideas y sentimientos, con un mundo de lo sobrenatural surgido de la ignorancia de la naturaleza por el hombre, carente de las ideas y sentimientos del hombre moderno, al que las ciencias y las artes le han revelado los secretos y misterios de la naturaleza para curarlo de supersticiones.
Sarmiento entiende que el mundo de las ideas y los sentimientos son creados por el hombre a su imagen y semejanza, y que en eso también estaba la diferencia de la observación del panorama del extinguido virreinato, comparado con el que ofrecía la América del Norte.
Unos trescientos cincuenta años de cristianismo liberal en el Norte contrastaban con el cristianismo intolerante en el sur; le daban forma allá a un mundo y aquí a otro. Porque ideales, religión, leyes y costumbres diferentes hacen para el hombre un mundo diferente de hombres y de cosas.
Horace Mann, amigo de Sarmiento, entendía poder cambiar, por medio de las escuelas, un pueblo de inferiores en un pueblo de gentes de bien, y una tierra de miserias en una tierra de prosperidades. Así se creyó un tiempo que el admirable progreso de la América del Norte era el efecto de las instituciones liberales sobre el hombre nuevo en el nuevo mundo. Esas mismas instituciones, sembradas fundamentalmente por Sarmiento, fracasaron más tarde en la República, debido al espíritu endurecido del viejo fanatismo y la secular intolerancia aplicados por la revolución del 4 de junio de 1943 y su progenie.
Sarmiento, frecuentador de Montesquieu, era consciente del valor de la libertad pública, desde el punto de vista del Estado, y de todas sus teorías que comprenden los diversos grados del problema. Contempladas desde nuestro punto de observación actual en que la agitada vida cotidiana ha conglomerado la mayor suma de experiencia sobre la cuestión, la estructura de su sistema no se debilita, porque parece haber agotado cuanto la historia puede decir, y cuanto puede expresar la libre discusión filosófica.
Sarmiento sabía de la necesidad de predicar el resorte de la virtud para infundirlo en el ciudadano.
Sarmiento no reconocía ningún supuesto legado colonial en la educación del país, que fuera ajeno a la sentencia de Kant: “La libertad interior es el único principio de la virtud”.
No estaba inclinado Sarmiento a reconocer instituciones preexistentes. El dilema entre la tradición, conservadora, y la reforma, progresista, evocan al tiempo con un antes y un después.
Sarmiento había renunciado al antiguo régimen colonial, y el pasado dejó de ser en él motivo de pesar.
La historia del pasado había dejado su lugar a la historia del porvenir.
Las tres décadas que siguieron al derrocamiento de Rosas significaron veloces y profundos cambios sociales, políticos y económicos: se definieron las fronteras nacionales, se organizaron los poderes públicos y se aprobaron los códigos fundamentales del derecho; el territorio se integró a través de los modernos medios de transporte, la economía creció y se vinculó con el mercado mundial.
La heterogénea y móvil sociedad aparecida con la remoción del régimen rosista, tuvo entre sus elementos contribuyentes, a más de las circunstancias favorables, siempre azarosas, a una serie de valores: esfuerzo, trabajo, perseverancia; un respeto reverencial a la cultura, la ciencia y la conducta, plasmadas en el formidable proyecto pedagógico de Sarmiento. El sistema educativo fue uno de los pilares del Estado en desarrollo, y a la vez, un medio para su consolidación.
Sin embargo, Sarmiento no tenía un camino fácilmente transitable, con la dificultad que encuentra, como se desprende de su observación:
“Es uno de los hechos más notables que vengo persiguiendo y estudiando en Chile y aquí, el desdén, el odio secreto de la gente a la educación general. Nunca he logrado interesar de corazón a nadie por más que a veces haya sido de buen tono político prestar atención”.
Observación notable si se tiene en cuenta que fue escrita en el tiempo en que en el país actuaban Mitre, Avellaneda, Wilde, Leguizamón, Láinez, Cané, todos ellos grandes propulsores de la educación pública.
Ciertamente la época arrastraba residuos del pasado, que contribuían a deformar un proceso de cambio, cambio al que se resistía a pesar del paso del tiempo.
Este es el caso que muestra la carta de Juan Manuel de Rosas a Josefa Gómez, el 12 de mayo de 1872, en la que sostenía:
“En cuanto a las clases pobres, la educación compulsoria, me parece perjudicial, y tiránica. Se les quita el tiempo de aprender a buscar el sustento: de ayudar a la miseria de sus Padres: su físico no se robustece para el trabajo; se fomenta en ellos la idea de goces, que no han de satisfacer y se les prepara para la vagancia y el crimen”.
Rosas rechaza la enseñanza obligatoria (compulsoria) y la libertad de cátedra al escribir que ésta:
“… se convierte en arte de explotación a favor de los charlatanes; de los que profesan ideas falsas, subversivas de la moral, o del orden público, y de aquellos hombres sin conciencia, a quienes poco les importa frustrar el porvenir de la juventud, con tal que la paga ande corriente”.
Y agrega:
“La enseñanza libre introducirá la anarquía en las ideas de los hombres que se forman bajo principios opuestos, o variados al infinito. El amor a la patria se extinguirá”.
Rosas asigna a las gentes de bien la exclusividad educativa.
Rosas era la historia del pasado con la nostalgia conservadora del
antiguo régimen colonial.
Rosas le escribe a José María Roxas y Patrón el 3 de octubre de 1862:
“No soy como Ud. que puede leer horas sin dormirse.
Es preciso que lo que yo lea sea muy interesante, o muy importante, o muy necesario, para que pueda continuar leyendo sin dormirme, una, dos, o más horas. Por eso es que he leído tan poco en libros durante mi vida. He leído muchísimo, acaso más que nadie, pero ha sido lo más en cartas oficios, y demás manuscritos”.
A confesión de parte, relevo de prueba.
Sarmiento era el filósofo que interrogaba el horizonte de las ideas de su tiempo, como un predicador de la modernidad.
Había sido impresionado profundamente por Rousseau a edad muy temprana; la lectura del benedictino Feijóo contribuye en el mismo sentido, con su proclama de distinguir entre tradición y estancamiento. Cuanto autor iluminista que cae en sus manos es leído ávidamente, y la prueba de su asimilación y comprensión está probada en el texto del Facundo. En El Zonda, del 25 de agosto de 1839, manifiesta haber leído a Montesquieu. Uno de sus biógrafos, Allison Williams Bunkley, menciona que uno de sus autores preferidos era Herder, y que su teoría del volks-geist (espíritu del pueblo), así como la base de la historia y de la vida humana, iban a ser una de las piedras angulares de los pensamientos de Sarmiento en historia. En el volumen XLIX de las OC proclamó la teoría de Herder, de que el hombre es en historia “el eco de la conciencia humana”, la expresión del “espíritu del pueblo”. Voltaire y Sismondi no le son desconocidos, al igual que los ya citados Rousseau, Mably, Reynal, Tocqueville, Thierry, Michelet, Guizot, Benjamin Constant, Cobden y muchos más. Su adhesión al romanticismo le llega por su amigo Quiroga Rosas, que había fundado la rama sanjuanina de la Asociación de Mayo, de la que Sarmiento fue miembro.
La preocupación por las ideas fundamentales condujo a Sarmiento a las instancias centrales de su vida:
- visión dinámica y progresiva de la historia;
- fe democrática;
- liberalismo religioso;
- primado de la acción sobre la teoría;
- educación como único resorte válido del progreso.
Pensar a Sarmiento exige adoptar una postura axiológica realista, para sostener que algunos valores, como el de una vida agradable son absolutos, mientras que otros, como la veracidad, son relativos; que valores como el bienestar son objetivos, en tanto otros, como la felicidad son subjetivos; y que algunos valores, como la solidaridad, son al mismo tiempo cognitivos y emotivos.
Estos valores positivos, valores positivos liberales, fueron los valores de Sarmiento como hombre de pensamiento. Fue un verdadero pensador, al que le cabían todos los atributos de los grandes pensadores: un verdadero pensador es aquel después del cual no se puede seguir pensando como antes. Un verdadero pensador es el interlocutor de pensamientos no estáticos sino dinámicos, en plena elaboración, con la ebullición que caracteriza a la vida misma.
Quizás como a nadie se le puede aplicar la afirmación de Henri Bergson: “Hay que actuar como hombre de pensamiento y pensar como hombre de acción”. Sarmiento no podía haberlo hecho mejor.
Con la aplicación de la axiología de Sarmiento un país había quedado atrás; había nacido otro, comunicado con el mundo, que recibía ideas, conocimientos y adelantos científicos, material humano con potencial progresista, capitales, inversiones en general, productos de las artes, cultura, civilización.
La antigua condición periférica se había transformado y así se sentaron las bases de la República moderna.
Esos valores positivos de la axiología de Sarmiento representan el aporte que necesitaba el país para abandonar aquella condición periférica.
Los valores sarmientinos, adecuados a los tiempos actuales, y aplicados debidamente, ofrecen una oportunidad para interrumpir los cuadros actuales, entre el drama y lo grotesco, de los sucesos argentinos que se ofrecen a diario.
Basta de barbarie, para que sólo prevalezca la civilización.
Pensar a Sarmiento.
Pensemos a Sarmiento.
* Miembro de Número del Instituto Sarmiento de Sociología e Historia