DISCURSO EN LA PLAZA DE LA REPÚBLICA por Román Frondizi*
| 9 julio, 2015Estas palabras se proponen generar una reflexión sobre algunos, solo algunos, de los aspectos generales que presenta hoy el panorama de la más que imperfecta democracia argentina. Hoy, como ayer, la economía es lo básico, lo urgente, lo apremiante, pero es un hecho que, ahora, la cuestión política y la cuestión moral tienen una relevancia por cierto no menor. En realidad, son lo importante: porque hay que cambiar el rumbo para tratar de encaminar al país hacia la República democrática. La República organizada en torno a los ideales de Justicia y Libertad asegurados por el Estado de Derecho, sustentada en una economía desarrollada que promueva el trabajo y el bienestar de sus hijos y fortalezca la independencia nacional en el contexto de un mundo globalizado del cual el país no debería quedar afuera. Para esa tarea debemos partir del hombre, de nosotros mismos, hombres y mujeres concretos, con nuestras fortalezas y debilidades. Potenciando nuestra fuerza moral para afrontar y vencer todos los obstáculos, nuestra sagacidad para reconocer mayor sabiduría en los demás y lograr que la aporten a la empresa común, nuestra preparación pues vivimos en el mundo del conocimiento, nuestra humildad para reconocer nuestros propios errores, y nuestra capacidad para generar confianza, tomar la iniciativa y lograr la unidad para la acción. El control y el manejo del Estado se presentan como una cuestión decisiva, ya que el cambio no se producirá por si solo ni por la intervención de la divina providencia. Como bien dijo Niccoló Macchiavelli, “quien no tiene al Estado en esta tierra no tiene perro que le ladre”. El cambio requiere de la acción de las fuerzas sociales interesadas en el cambio mismo. Por lo tanto, requiere de la acción Política. Así las cosas observamos que por el lado del Gobierno se trata de la política del continuismo: seguir en el poder. No los voy a abrumar con la descripción de lo que eso significa pues Uds. lo saben. Si lo logra o no, dependerá del resultado de las próximas elecciones, cuya importancia es decisiva para el futuro de la Nación. El Gobierno tropieza con la reacción de una parte consistente de la población de las grandes ciudades motivada por las carencias sociales en materia de seguridad, de inflación, de trabajo, etc. Un factor que, aún no siendo determinante, contribuye al aumento de la insatisfacción social es la corrupción, cuyos sucesivos escándalos sacuden al Gobierno sin que una justicia paquidérmica, cuando no complaciente, sea capaz de imprimir a las diversas causas abiertas un ritmo acorde con la exigencia de la sociedad. Destaca que, si y en la medida que la economía se deteriore, crecerá la impaciencia y la reacción sociales de cara a la corrupción. El Gobierno cuenta a su favor con el miedo al cambio de buena parte de una sociedad ella misma muy golpeada, en no pocos casos marginada, descreída, con poca capacidad para mirar más allá del día a día, alguno de cuyos sectores se apega acríticamente al relato de un falso progresismo. Y cuenta con el uso indiscriminado e inescrupuloso de los recursos y el aparato del Estado a favor del grupo gobernante. Y también, todo debe decirse, con una oposición improvisada, con un programa nebuloso, con falta de visión político-electoral. O sea con un conjunto de factores que, unidos a una predicción catástrofica del andamiento de la economía que el Gobierno ha logrado conjurar, ha dado mucho aire otra vez a un régimen por el cual hace dos años nadie habría apostado a ganador. Ahora bien, la teoría del salto cualitativo, que desde los griegos contribuyeron a desarrollar Kant, Hegel, Darwin y Marx, entre otros, explica que cuando la cantidad de un fenómeno supera una determinada medida ello modifica su calidad. Por eso no se podría definir solamente como corrupción el giro que ha venido tomando la vida pública en nuestro país, caracterizado por el paulatino y constante menoscabo de las instituciones constitucionales en el marco de una ya indisimulable red de delincuencia económica que roza e involucra a altas jerarquías del Gobierno. En realidad, lo que está bajo nuestros ojos es el colapso del conjunto del sistema político-institucional, que no nace tan solo de la perversidad de la clase dirigente. Su causa real, así como la causa de su vastedad capilar, está en otro lado: está en la desintegración del cuadro general –ideal e institucional- en el cual aquella clase está llamada a actuar. Desde un tiempo a esta parte la mayor parte -no todos por cierto- de quienes empiezan a hacer política –y no pocos de los que a ella se dedican profesionalmente desde antes- no tiene más ningún punto de referencia histórico-ideológico fuerte, no puede vincularse a ningún valor. En sentido estricto, se podría llegar a afirmar que no sabe ni siquiera en nombre de qué país habla, ya que no conoce la historia argentina y, en muchos casos, ni siquiera el idioma ncional. Por una razón o por la otra, todo el horizonte simbólico e inclusive práctico sobre el cual fue construída la Nación se les presenta hecho añicos. La política, los partidos, la movilidad social, la justicia, el trabajo, han perdido para los dirigentes –salvo honrosas excepciones- toda capacidad movilizadora, no representan más aquellas seguras y plausibles líneas de acción que representaban tiempo atrás: ellas deberían ser repensadas de la cabeza a los pies, pero nadie lo hace. Así las cosas, muchos de los que se meten hoy a hacer política se introducen en un vacío habitado por la nada, salvo la apetencia del poder con fines espurios que pretende malamente disimularse con un relato pseudo ideológico. Ese vacío llama, en la mayor parte de los casos, y no por casualidad, a mujeres y hombres ellos también vacíos, sin ideas ni principios. Personas que una vez elegidas, están destinadas a pasar su propio tiempo en las aulas parlamentarias o en las oficinas de la administración o de las empresas estatales como si fuesen peces en un acuario: ocupados en moverse sin un verdadero objeto, en dar vida a falsas pasiones o falsas batallas, su único fin es quedarse allí, a la espera del “alimento”. Qué triste espectáculo de la inutilidad y la frustración! Basta de ilusiones: abandonada por la fuerza de las ideas y por la autoridad de las instituciones, la política, la función pública y sus alrededores se trasformarán, si no reaccionamos ya y con mucha fuerza, en un territorio que corre el peligro de ser definitivamente ocupado por gente impreparada para hacer los intereses nacionales en el mundo del siglo XXI. Y encima, en casos, hasta indecente. Claro que hay reacciones que generan esperanza. Algunas provienen de la Corte Suprema de Justicia, hoy asediada por el gobierno que quiere colonizarla, a ella y al conjunto del Poder Judicial. Pero las más importantes vienen de la sociedad civil, que se ha expresado a través de manifestaciones multitudinarias, como las del 13 S, el 8N, el 18A, el 18F y otras. Sus principales destinatarios no son solamente los gobernantes de turno. Son también los políticos y dirigentes sociales opositores, quienes perseveran en no comprender el reclamo de millones de argentinos de que sin renunciar a los sagrados principios sean capaces de tener una actitud menos sectaria y más patriótica y se unan en torno a un programa mínimo capaz de suscitar un consenso ciudadano suficiente para derrotar al continuismo. Cuando el mundo libre se enfrentó a la barbarie nazi, Inglaterra se alió con la Francia Libre del General de Gaulle y con los EE.UU. Y también se alió con Stalin. Alguna vez esto le fue reprochado a Churchill. Y el gran leader respondió: “Si yo supiera que el Demonio está contra Hitler me aliaría también con el Demonio”. Salvando las distancias, y la estatura de los personajes, sería mucho pedirles a nuestros políticos que aprendan algo de la historia y se dejen de jorobar con “mi límite es mengano” o “no nos aliamos con zutano porque formó parte del Gobierno, o porque es la derecha”? Prefieren correr el riesgo de que triunfe el continuismo? Ya es hora de que nos liberemos de formas de pensamiento obsoletas, de una condición de esclavitud mental que nos ata al pasado. Es hora de salir del museo en el que trascurren, en el mejor de los casos, los debates políticos argentinos. “Rescataos de la esclavitud mental, solo nosotros podemos liberar nuestra mente”. Así cantaba Bob Marley en “Ridempsion song”, donde ridempsion significa ante todo redención, pero también liberación de la esclavitud. Estamos frente a las elecciones. Es tiempo de elegir. Es obvio, pero conviene recordarlo, que la capacidad de elegir se nutre de la libertad, mejor dicho de las libertades, entendidas en una acepción ética, solidaria, empática: Libertad de la necesidad, de la enfermedad, del abuso criminal, del atropello de los poderes públicos, de la explotación social, de la ignorancia, de la pretensión de algunos o de muchos de imponer sus propias convicciones o de interferir en la vida privada de los demás. La elección es una cuestión fundamental. Se trata de quien elige qué cosa y en base a qué criterios. Elegir es lo contrario a renunciar, al conformismo y a la cobardía. Es lo contrario a la indiferencia, que es abulia, parasitismo, el peso muerto de la historia. Lo que está sucediendo en nuestro país se debe no solamente a las maniobras de pocos sino también a la indiferencia de muchos, que abdican de su propia voluntad y dejan hacer. Así lo destinos de esta época argentina están siendo manipulados por visiones mezquinas, por fines de corto plazo, por intereses, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos, contra las que debemos reaccionar con una inteligencia y una determinación capaces de torcer el rumbo. Pero, somos capaces los argentinos de torcer el rumbo? Muchas veces para explicar, y, peor aún para justificar los despropósitos y las maldades hechas ayer y hoy por no pocos políticos y militares argentinos de diverso origen, se repite “los argentinos son así”, “no le pidamos peras al olmo”. Se repite, asimismo, que, cuando y donde todos son responsables ninguno es responsable. La verdad es que cuando todos son responsables cada uno lo es por la parte que le toca, en proporción a su capacidad de hacer el bien o de hacer el mal, y en proporción al mal que realmente hizo o que no trató de impedir. Un peón de campo de una estancia ovejera perdida en la Patagonia es responsable, él también, por la cuarenta millonésima parte de lo que sucede hoy en la Argentina. Pero la Presidente, el Vicepresidente, el Jefe de Gabinete, un Ministro, un Juez, un Legislador, un Jefe de Gobierno, un Gobernador, que están en Buenos Aires, o en cualquiera de las grandes ciudades argentinas, son infinitamente más responsables que el peón patagónico por lo que ocurre con su consenso o por su orden o con su pasividad cómplice. Porque, entre otras cosas, ellos juraron la Constitución y cuando traicionaron su juramento sabían muy bien lo que hacían. Hay una gran diferencia entre la responsabilidad del uno y de los otros. Lo contrario sería razonar como algunos vétero comunistas, que gritaban fuerte por la persecución contra los negros en los EE.UU, linchajes o asesinatos a manos de policías blancos incluídos -hechos horrorosos contra los cuales muchos norteamericanos protestaron y protestan sin ser linchados- pero encontraban natural que millones de personas fuesen deportadas a Siberia, sin que en Rusia nadie tuviese la posibilidad de protestar sin ser mandado a Siberia él también. Es cierto: el pueblo argentino no estaba formado por héroes morales ni por genios políticos tampoco hace setenta años atrás. Pero no mejoró sino empeoró durante los varios regímenes políticos que se sucedieron, salvo breves períodos excepcionales que demostraron que el país puede ser otra cosa. Pero, a cada uno su responsabilidad. Es cierto, muchos argentinos están hechos así. Gracias al cielo, hay muchos, muchísimos, que son diferentes. Que todos los días cumplen con su deber práctico y moral en el campo, en la fábrica, en el aula, en los servicios. Son decentes y preferirían vivir en una sociedad democrática y republicana bien ordenada que a todos proveyera seguridad y bienestar. Aunque no todos entre estos últimos son santos ni mucho menos, estos muchísimos argentinos, mujeres y hombres, se merecen algo mejor que la decadencia que lleva al país a descender sin pausa en la escala de las naciones, que la inundación de inseguridad con su secuela de homicidios y asaltos, que el desborde de la criminalidad y del narcotráfico, que la inflación galopante y las devaluaciones sistemáticas, que la falsificación de las estadísticas oficiales, que la confusión delictiva entre partido-gobierno-estado, que la tentativa de domesticar a la justicia, que un crimen enorme como el de la Amia sin esclarecer, que su Fiscal muerto en vísperas de ratificar ante la Cámara de Diputados una denuncia de encubrimiento de ese crimen dirigida contra la Presidente de la Nación y su Canciller, que un Congreso entre cuyos miembros hay muchos burros elegidos por un dedo providencial o por cooptación entre los dirigentes, y no por los electores. Merecen algo mejor que un relato mentiroso e histérico que trata de tomarlos por los fundillos. El pueblo argentino es capaz de soportar muchas cosas insoportables porque nadie quiere agarrarse un dolor de cabeza por problemas que no le conciernen personalmente. Cada uno observa en silencio hasta el momento en que puede desahogar lo que tiene adentro sin mucha molestia. Y entonces reaccionan. Ahora bien: si esos hombres y mujeres merecían y merecen algo mejor, el oficio de aquellos que sientan respeto por ellos no debe ser repetirles que “los argentinos están hechos así y que no se puede pedirle peras al olmo”, sino el de afirmar con la palabra y en los hechos que su país merece una suerte mejor que la que le ha sido regalada por no pocos políticos, militares, dirigentes empresarios y gremiales, e intelectuales a la violeta, que los han gobernado (o desgobernado?), o por el mismísimo diablo que bien se los podría llevar a todos. Y aún si los argentinos que están hechos de otro modo no fuesen los millones que son, ni centenares o decenas de miles, sino apenas mil, o cien, o diez, o uno solo, ese hombre o esa mujer solos deberían mantenerse firmes y no aflojar. Y sería un deber sagrado aprobarlos, darles coraje, sostenerlos, y no decirles: “Pensá en tu salud, tenés familia, arreglátelas, no te metas: los argentinos están hechos así!” Un hombre digno de respeto es una riqueza muy valiosa que no se debe desperdiciar. No se sabe: ese hombre sólo podría transformarse, cuando menos él mismo se lo espera, en centro de atracción para muchos otros. Y, entre todos, reaccionar. Para finalizar, les propongo que situemos nuestro SÍ por la República, justa y libre, en el marco de la esperanza. El 3 de enero de 2008, después de la victoria –inesperada y sorprendente – en las primarias demócratas en Iowa, en un discurso memorable, dijo Barack Obama: “Nuestro destino está escrito no para nosotros sino por nosotros”. Estas fueron sus palabras: “Esperanza. La esperanza es lo que me ha traído hasta aquí hoy. Con un padre de Kenya, con una madre de Kansas…La esperanza es el fundamento de nuestro país. La convicción de que nuestro destino será escrito no para nosotros, sino por nosotros, por todos los hombres, por todas las mujeres que no quieren conformarse con el mundo como es: que tienen el coraje de rehacer el mundo como debería ser.” Y el Papa Francisco ha dicho: “No dejéis que os roben la esperanza! Esa que nos ha dado Jesús”. Con todo respeto por ambos, las hago mías y las dirijo a mi país. Julio 2015
*Abogado, Camarista Federal