PROSPECTIVA CIENTÍFICA Y REFLEXIÓN POLÍTICA por Ricardo Lafferriere*
| 23 abril, 2015La ciencia –y su parienta activa, la tecnología- son mencionadas a menudo en la reflexión política como factores de la economía y aún de la sociedad global, centralmente como ejemplos de su influencia en la evolución de los procesos –económicos y sociales- y como demostración de la importancia que tiene “tenerlas en cuenta”, sea como factores de producción, sea como herramientas de modernización social.
En los últimos tiempos –más precisamente, en los últimos tres lustros- el exponencial desarrollo de las comunicaciones y la telemática han pasado a ser componentes protagónicos del cambio copernicano que significaron, para la vida social, el surgimiento de Internet, su influencia en la deslocalización de los procesos productivos, la aceleración de la transferencia de información y la llegada de nuevos actores sociales, curiosamente “individuales”, mediante los mensajes electrónicos, los foros, los celulares inteligentes y las redes sociales.
Sin embargo, no son los únicos campos en que la revolución científico técnica muestra avances sorprendentes y ha llegado a puntos de ruptura. Los avances tecnológicos en biomedicina, nanotecnología, inteligencia artificial, robótica, nano-robótica, modificaciones genéticas tanto en células vegetales, animales y humanas, creación de órganos artificiales, reemplazo y mejoramiento de capacidades del cuerpo, modificación de cultivos, desarrollo de nuevas fuentes energéticas, sondas espaciales –para observación del universo- y nano-robots para exploración del interior de seres vivos –aún humanos-, y otra gran cantidad de campos que, sobre la base del crecimiento exponencial de la capacidad de almacenamiento y procesamiento de información, han llevado los límites del conocimiento hasta verdaderos cambios de escenarios y paradigmas.
La indagación que se propone en esta nota va más allá.
No se reduce sólo a analizar la influencia de las comunicaciones, la telemática y la transmisión de datos al servicio de la transmisión de información analógica digitalizada (noticias, música, videos, arte, educación) sino que se propone introducir en la reflexión política un proceso más vinculado al cambio esencial de la propia condición humana, que se está abriendo paso en el campo de los estudios sobre el futuro inmediato.
Este interrogante se relaciona con el crecimiento en un ritmo exponencial de la capacidad de almacenar y procesar la información, cuya velocidad es crecientemente acelerada definiendo una tendencia que, al proyectarse, desemboca en inquietantes posibilidades para quienes conformamos la humanidad en la segunda década del siglo XXI.
Quien ésto escribe asume el riesgo de ingresar en un “terreno minado”. El peligro es el escapismo “hacia adelante” de los densos problemas del mundo de hoy, ante la inexistencia de un campo académico en el que confluya la prospectiva científica con la socio-económica y política.
Sin embargo, la convergencia de los tiempos aconsejaría observar el fenómeno, porque no sólo generará problemas bioéticos –como los ya planteados ante las posibilidades de la manipulación genética de la propia reproducción humana, de los alimentos obtenidos con alteraciones genéticas, de las extensiones miméticas de los sentidos y aptitudes naturales del cuerpo, de las formas de relacionamiento a distancia y otros-, sino que abrirá un campo gigantesco que, definido hoy, nos coloca en el borde de un cambio de los conceptos de “inteligencia”, “humanidad” y “personalidad”, todos los cuales son componentes básicos de la política.
Este gran complejo tecnológico, social y productivo agrega con cada novedad nuevos capítulos a los saberes tradicionales en el campo de la economía, de la política y de la totalidad de la convivencia.
No es aventurado afirmar que las novedades están disparando procesos de cambio que incluyen las tendencias incrementales hacia la reducción de costos de producción, reducción de demanda de trabajo humano, liberación de tiempo personal, proliferación de bienes gratuitos y semi-gratuitos y redescubrimiento de los bienes públicos.
Los cambios se dan en todos los campos: en la economía, las finanzas, la distribución del trabajo residual, la distribución del ingreso social, la medicina, los entretenimientos, el uso del tiempo libre, el crecimiento explosivo de la “burbuja joven” en todos los países –desarrollados y en desarrollo, pobres y ricos- cada uno con sus características, la mundialización de las comunicaciones, el redescubrimiento del “emprendedor” y el asombroso despertar de iniciativas no gubernamentales y sin fines de lucro para trabajar por las causas más diversas.
Nos dirigimos hacia una sociedad de abundancia, tiempo libre, interconectada en tiempo real por redes globales inteligentes de muy alta velocidad, información abierta, entretenimientos libres y casi libres, impregnada de artefactos inteligentes y semi-inteligentes hasta en los espacios más personales.
Pero también vamos hacia una realidad en la que por primera vez en la historia de la especie los humanos habremos de poder enfrentar exitosamente a la muerte.
El control de los genes, la reducción del tamaño de los artefactos tecnológicos al nivel de uno a cien micrones, la manipulación de ADN para controlar enfermedades y el envejecimiento y hasta para revertir el proceso hacia estadios de juventud, el reemplazo de órganos biológicos deteriorados por símiles artificiales de alta duración, implantes miméticos que habrán alcanzado el sistema nervioso llegando hasta el cerebro y el control definitivo de los procesos biológicos nos habrán convertido en una nueva especie, humana, sí, pero bio-mecánica.
Muchos de estos temas han sido tratados por la ciencia-ficción durante mucho tiempo. La novedad ahora es su cercanía en el tiempo, ante el avance geométrico de la velocidad de la revolución científico técnica. Ya no son sueños para las generaciones futuras, sino que en muchos casos son investigaciones en curso, con maduración y llegada al gran público –y al mercado- prevista para los próximos años.
Veremos en los párrafos que siguen que esta visión no es la de un cientificista utópico, sino que está respaldada por la marcha real del proceso científico-técnico y sostenida por la aceleración creciente del conocimiento agregado. Cuanto más se conoce, más rápido se avanza en los nuevos pasos. Como consecuencia, los procesos que hace un par de décadas se imaginaban en siglos, es posible ahora verlos en años. Y los que se imaginaban en años, hoy se cuentan en días.
La política, campo de la vida social que acompañó a la humanidad desde que comenzó a vivir en clanes, no escapará a este nuevo escenario. En realidad, no está escapando, porque el cambio ya la ha golpeado en aspectos que consideraba esenciales a su existencia en el mundo moderno: las agrupaciones unidas por sus “ideologías”, los gobiernos sometidos a las normas legales, la fuerza disciplinada a los Estados.
Todo cambió, cambia, y cambiará. Debemos indagar hacia dónde, y las posibilidades de conducir ese cambio.
Una mirada al pasado –para entrar en tema-
Nuestra vida cotidiana tiende a hacernos razonar de manera lineal. El ritmo en el que vivimos es trasladado de manera casi automática a nuestra percepción del tiempo. No es aventurado decir que ha sido la forma en que los humanos nos hemos relacionado tradicionalmente con los procesos históricos. Pocas cosas cambiaban, hasta fines del siglo XX, durante la vida de una persona, y los cambios podían pasar inadvertidos salvo un análisis comparativo de “fotografías” separadas por décadas.
Pero la velocidad del cambio “cambió” y siempre ha cambiado, aunque en una dimensión sustancialmente menos perceptible. Un pequeño ejercicio intelectual puede confirmárnoslo.
Ubiquémonos intelectualmente a comienzos del siglo XVIII (centuria del 1700) y, cual una máquina del tiempo, imaginemos que nos trasladamos tres siglos hacia atrás (iniciando el siglo XV, centuria del 1400). Es indudable que el viajero del tiempo sentiría la diferencia en la idea sobre el mundo, cambios en la vida cotidiana y seguramente –si es medianamente informado- también en la geografía en la que vive.
Se encontraría con reinos inexistentes tres siglos después, las ciudades le parecerían más reducidas, el comercio más lento y trabajoso, la producción más rudimentaria. Tal vez el cambio más notable sería la inexistencia del nuevo mundo, el continente americano, que recién entraría en la geografía conocida a fines del siglo XV para los más informados, y en la primera mitad del siglo XVI (centuria del 1500) para el “gran público”.
La moda sería diferente, pero comprensible. No se sentiría totalmente ajeno a esa sociedad, con la que sentiría compartir comidas, vestimenta, forma de viajar, similares medios de transmitir noticias, y –con mayor o menor aproximación- una similar idea del mundo y de lo trascendente. Habría carretas y caballos, catapultas y hasta cañones, más rudimentarios pero funcionando con el mismo principio que las armas de fuego. Habría Dios y demonio, creencias y sacerdotes.
Imaginemos ahora que en lugar de viajar trescientos años hacia atrás, ese hipotético viajero del tiempo se trasladara tres siglos hacia adelante y se ubicara, de pronto, en el año 2000. Percibiremos que su impresión sería totalmente diferente.
No sólo se encontraría con una concepción del mundo totalmente distinta. Habría continuidades y permanencias, pero serían diferentes infinidad de hechos de la vida cotidiana, desde poder llegar al extremo opuesto del globo en poco más de doce horas, hasta encontrarse con imágenes transmitidas desde cualquier lugar hasta cualquier lugar por un aparato –componente, en realidad de un complejo sistema tecnológico- por el que podría observar una batalla ¡aérea! en tiempo real, una obra de teatro sin moverse de su casa, o conservar su comida en otro artefacto que –como por magia- utilizando el frío preserva el alimento durante días, o semanas, sin descomponerse. No es necesario seguir el inventario: el mundo en el que habría aterrizado sería irreconocible. Más aún: hubiera sido inimaginable en su tiempo de origen.
¿Podría realmente sostenerse que los tres siglos, en una y en otra dirección, significan lo mismo y “miden” el mismo tiempo? ¿O es necesario contar con un nuevo concepto, una nueva “unidad de cuenta” diferente al mero transcurso del tiempo cronológico, que contemple la concentración de acontecimientos y la densidad de la evolución, como nuevo parámetro para interpretar la marcha de lo social -de lo civilizatorio, de lo “humano”-?
Hagamos ahora otro salto en el tiempo, e imaginemos que desde el siglo XV nuestro viajero se trasladara al siglo I. Se encontraría en tiempos del auge del Imperio Romano, toda la vieja Europa poblada por “tribus” de celtas, íberos, galos, anglos y otra diversa multiplicidad de pueblos diferentes, “modernizada” en forma similar por las “legiones de Roma” y las ciudades incorporando a la civilización de la época anfiteatros, hipódromos, baños, acueductos, villas de descanso y las costumbres que la élite imperial llevó a todo el continente desatando un efecto-demostración que terminaría impregnando a las poblaciones locales.
Habríamos viajado catorce siglos hacia atrás, contando su nuevo salto, aunque diecisiete siglos hacia atrás, desde su tiempo originario. Sin embargo, la vida cotidiana tampoco sería muy diferente a la que vivía nuestro viajero en su original siglo XVIII. Viajaría en vehículos tirados por caballos, araría la tierra con arados arrastrados por bueyes, si tuviere recursos sus carruajes no serían muy diferentes en ambas épocas. La ropa respondería a otra “moda” pero no sería tan distinta, se calentaría la comida por el mismo método de fuego y carbón y se alumbrarían los hogares en forma similar: quemando aceite. Le llamaría la atención la inexistencia de armas de fuego, pero el arte de la guerra –fuerza propia, alianzas, contendiente, planteo de las batallas- no tendría un enfoque muy diferente al de su tiempo de origen.
Imaginemos ahora que nuestro viajero en lugar de retroceder catorce siglos, los recorriera hacia adelante y aterrizara en el año 2800, catorce siglos hacia adelante desde el siglo XV. ¿Nos atreveríamos, aún nosotros, humanos del siglo XXI, a imaginar ese mundo?
La pregunta no es banal.
Todos recordamos la película que en 1985 protagonizara Michel J. Fox: “Volver al futuro”. Viajaba hacia los años 50, treinta años hacia atrás. Allí se encontraba con muchas cosas que habían cambiado desde el tiempo de sus padres. Algunas palabras del “slang”, los precios de los productos más populares, detalles de la vestimenta según los cambios de la moda, las enciclopedias que vestían las bibliotecas hogareñas eran de otra “edición” anual pero conservaban su esencial identidad y los nombres de los líderes políticos más destacados causaban la curiosa y cómplice hilaridad de las plateas. Pero no mucho más: se viajaba en automóviles, movidos por petróleo, se iluminaba con electricidad a través de bombillas incandescentes y eventualmente por tubos de neón, se estudiaba con libros similares, hablar por teléfono “larga distancia” requería la intervención de operadoras –como cuando se tendieron las primeras redes-, se utilizaba el correo físico para las comunicaciones…. no era, sin embargo “otro mundo” o una realidad que hubiera resultado abismalmente distinta.
No es necesario hacer un ejercicio de imaginación esta vez para hacer el mismo supuesto…hacia adelante, por treinta años. En lugar de retroceder hacia 1950, pensemos ese viajero ubicado en el 2010, tres décadas después. Los cambios observados serían de muy diferente dimensión: Internet, celulares inteligentes, iluminación por sistemas LED, conocimiento universal “online” en tiempo real, de acceso gratuito y actualización permanente, las películas que deseare, de cualquier época, disponibles en su casa a un precio cercano a cero, toda la música del mundo de todos los tiempos a su alcance por su teléfono –o su computadora- en forma gratuita, ensayos de automóviles que funcionan sin combustibles fósiles y son movidos por hidrógeno o electricidad y hasta desarrollos de vehículos que no requieren conductor, ropa fabricada con tejidos artificiales con propiedades especiales, conocimientos del universo que llegan a lo infinitamente pequeño (como la detección del “Bosón de Higgs”) o a lo infinitamente grande (como los “agujeros negros”) ya detectados por instrumental astronómico y avance hacia conceptos como la “materia oscura”, la “energía oscura”, la “Inteligencia artificial”, el desarrollo de la “robótica”, la “microelectrónica”, la “nano-mecánica”…. Es decir: otro mundo. En tres décadas.
¿Cómo medir esos cambios?
Medir ese ritmo, esos cambios, esa diferente concepción del mundo, no es tema menor, porque no se comparan series homogéneas. Es necesario hacerlo, porque precisamos saber hacia dónde avanzamos y “en qué nos estamos metiendo”. Pero es tan complejo, por la asincronía social de los cambios, por la heterogeneidad de los campos de conocimiento y tecnologías, por la diversidad de regiones y pueblos, que se hace enormemente complicado encontrar una “vara” que pueda utilizarse para cuantificar tal evolución.
Sin embargo, aún en su diversidad, los cambios agregan un componente que los hace generalizados: la creciente rapidez en su impregnación social.
El telégrafo requirió cincuenta años para generalizarse. La radio, treinta. La televisión, diez. La Internet, cinco, al igual que los celulares. Las redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram) menos de un año. La aceleración de la impregnación social de los avances tecnológicos también ha seguido un ritmo “logarítmico”, agregando una dimensión cada período discreto de tiempo cronológico. Esos tiempos históricos acelerados se traducen en la misma aceleración de los tiempos sociales e inciden fuertemente en los tiempos –y características- de los procesos políticos.
¿Cómo ha sido la evolución de la base científica de todos estos procesos?
El ritmo ha sido exponencial en todos los campos, pero resultan más evidentes en el almacenamiento y procesamiento de la información, por ser más fáciles de “medirse” con datos objetivos, como la capacidad de almacenamiento por unidad de energía, o por superficie física de circuitos, o por cantidad de transistores incorporados en un chip, o por la cantidad de información por superficie de chip, o por el costo de la memoria artificial en su relación “precio-prestación”. Parece una observación limitada y parcial, pero sin embargo tiene la característica de funcionar como “punta de lanza” del cambio en los diferentes sectores, por su impregnación a la totalidad de la realidad productiva y social.
Los números no dejan de ser impactantes, porque han respondido a la famosa “Ley de Moore“: todas las diferentes relaciones mencionadas se duplican entre cada doce y veinticuatro meses, en un proceso acumulativo significativamente notable.
También ocurrió en la biología. Cuando se encaró la tarea de descifrar e interpretar el genoma humano -1990-, se fijó arbitrariamente un plazo de quince años. A los diez años de trabajo, se había avanzado a menos del 1 %, al punto de provocar en los escépticos el convencimiento de que recién en un siglo se llegaría al objetivo buscado. A los trece años –dos antes que lo previsto-, el presidente Clinton informaba la obtención del resultado final: se había descifrado el código de la vida. La aceleración en la acumulación del conocimiento, resultado de la misma ley de crecimiento exponencial en la capacidad de procesar información, había seguido el mismo patrón de crecimiento acelerado que otros desafíos.
En la nanotecnología –y en la bionanotecnología- ocurrieron procesos similares. El cambio de siglo agregó novedades tales como la fabricación de elementos especiales, no existentes en la naturaleza, entre los cuales el grafeno y los nanotubos de carbono se destacaron por su versatilidad para aplicarse a artefactos de ínfimo tamaño –poco más de un micrón-. En la bionanotecnología, por su parte, se profundiza día a día la manipulación de los genes también en dimensiones de poco más de un micrón, planteándose ya la fabricación de células artificiales y hasta de nano-herramientas pasibles de ser incorporadas al torrente sanguíneo con la finalidad de operaciones reparatorias, agregación de medicación o suplementos específicos a tejidos dañados, e incluso el cambio de la estructura del propio ADN, sea con fines médicos o de diseño.
El gran interrogante es si este proceso de aceleración continuará indefinidamente –y hasta dónde- o si tendrá un punto de detención.
En el campo de la información, algunos se animan a pronosticar un límite, que llegaría cuando la reducción del tamaño de los microtransistores de los “chips” o circuitos integrados alcance la dimensión atómica –ya que, en teoría, los átomos no podrían ser manipulados-.
Sin embargo, ya se experimenta con mecanismos de reemplazo a los chips de silicio: la utilización de cadenas de ADN, con el carbono –en lugar del silicio- para el desarrollo de chips en tres dimensiones en lugar de dos, como ha sido en la etapa que está llegando a su límite tecnológico, con software de base cuántica y hasta con la manipulación de los propios átomos. La Ley de Moore probablemente extienda su vigencia, y siga duplicando la capacidad tecnológica al mismo ritmo con que lo ha hecho hasta ahora.
Un ejemplo puede dar una idea de la magnitud del avance: El Computador de Navegación de la misión del Apolo 11 que llegó a la luna en 1969 tenía 2kb de memoria, 12Kb de almacenamiento y velocidad de procesamiento de 1.024 KHz. Lo que era fabuloso para la época, es sin embargo inferior a las prestaciones de un simple teléfono celular de rango medio de los que tenemos en nuestras manos para las comunicaciones cotidiana: un celular inteligente “standard” tiene ya -2015- una memoria de 500.000 K (500 Mgb), un almacenamiento de 8.000.000 Kb (8 Ggb) y una velocidad de procesamiento de 1.000.000 de KHz (1 GHz) – mil veces más-.
En el tercer lustro del siglo XXI, la capacidad de procesamiento de información en la máquina más avanzada –la china Tianhe-2- ha superado la capacidad de procesamiento del cerebro humano –aunque con un volumen de casi mil metros cuadrados y un consumo energético de 24 Mgw (el cerebro ocupa menos de dos litros de volumen y 20 vatios de energía). La experiencia nos dice, sin embargo, que una vez logrado un objetivo tecnológico, su miniaturización llega aceleradamente.
En el caso del cerebro la gran diferencia radica en la velocidad de trabajo. Mientras los circuitos computacionales funcionan a la velocidad de la luz o cercana (300.000 kms por segundo) las conexiones neurológicas químico-biológicas incluyendo las humanas funcionan a la velocidad que, comparadas, recuerda a la de las carretas: menos de 200 metros por segundo. Justo es decir en este punto que el cerebro "compensa" su lentitud biológica con un formidable trabajo "en paralelo" que termina acelerando el resultado final –miles de millones de células nerviosas trabajando a la vez en un mismo tema-, mientras las computadoras -aún- realizan sus cálculos en forma lineal. Sin embargo, ya se experimenta exitosamente con circuitos computacionales de funcionamiento en paralelo, emulando al cerebro, aunque sin perder la velocidad que les son inherentes.
Hace una década, los circuitos trabajaban en forma absolutamente lineal. Hoy, ya están en el mercado celulares con funcionamiento en paralelo (hasta 64 núcleos –como el TILE64), anunciándose (2015) experiencias de circuitos en 100 núcleos: la carrera por emular a la naturaleza –lo que evita el calentamiento de los circuitos- se desató. Circuitos paralelos, como el sistema neural biológico, pero sin renunciar a la ventaja de la velocidad de un millón y medio de veces más rápido.
Al terminar el siglo, proyectando la tendencia que se ha demostrado como constante, esa capacidad será ya de trillones de trillones de veces la capacidad de cálculo y de almacenamiento de datos del cerebro humano. Obviamente, eso no significa que habrá reemplazado a la inteligencia biológica, pero sí significa que la inteligencia artificial será una presencia en la vida cotidiana imposible de obviar, porque formará parte de productos y procesos en los que las personas estarán inmersas y, en muchos casos, íntimamente imbricadas. Los implantes cocleares abrieron un camino de interfase neural entre los circuitos biológicos y los artificiales que están siguiendo las experiencias con la retina y algunas zonas cerebrales específicas.
El concepto del proceso exponencialmente acelerado no es, como podría parecer, una propiedad exclusiva de la informática. Diferentes autores que estudian el tema detectan una progresión logarítmica que hunde sus raíces en lo profundo de la historia no sólo humana, sino de la totalidad de la realidad. El concepto linda con la filosofía, por lo que en este corto trabajo pondrá el foco en la evolución humana, que es más fácilmente medible.
La característica de este proceso es la duplicación acumulativa de la velocidad de “complejización” de la inteligencia en períodos temporales discretos, en un ritmo que puede variar, pero que se mantiene y proyecta en el largo plazo, acompañada de la reducción del tiempo en que se logra cada duplicación.
En otras palabras: los cambios son progresivamente mayores y más rápidos y su escala es exponencial, logarítmica. Algunos autores han buscado elaborar una unidad de medida que sirva para proyectar el ritmo de variación sorteando la tendencia –humana- a transpolar linealmente el ritmo en que cada analista lo vive, para reemplazarlo por lo que podríamos denominar una “Unidad de Densidad de Cambios” o “UDC”.
El contenido de información que contiene esta unidad debe tener una dimensión igual, variando el tiempo en el que se duplica. Debe partir de un concepto voluntarista, que puede establecerse como el tiempo en que cambia un determinado paradigma de funcionamiento social –en el caso de las ciencias sociales-, vale decir el tiempo en que cambia el entorno vital de una persona, la provisión energética y tecnológica y el equipamiento requerido para cumplir con las necesidades de alimentación, servicio de salud, educación, energía, movilidad, transporte y vivienda.
Es sin dudas complejo determinar o medir esa cantidad de información, como no sea sincretizando un conjunto de variables relacionados fundamentalmente con el paradigma energético. Sin embargo, existe un sector que es “medible” y no sólo en los tiempos actuales sino desde el fondo de la existencia, y es la cantidad de información y su marcha hacia el orden y la complejidad. Una ventaja adicional es que puede proyectarse hacia atrás, hacia la propia formación del universo, y verificarse con las herramientas de observación de realidades pasadas –geológicas, y luego vitales.
Los hitos entre los cuales medir este ritmo, aplicados a una línea de tendencia de acuerdo a su complejidad, muestra una línea clara, de crecimiento exponencial y extraña regularidad logarítmica. Su cita en este trabajo no es –ni mucho menos- una concesión a la filosofía de la ciencia, campo en el que el autor se confiesa absolutamente lego, sino apenas la adopción de un concepto que investigadores que profundizan en el tema han elaborado con más autoridad.
Esta regularidad se expresa cualquiera sea el criterio con que se fijen esos hitos, en una coincidencia que se extiende a diversos investigadores y publicaciones especializadas. Ray Kurzweil en su libro “La Singularidad está cerca” marca esta tendencia en forma impactante.
Partiendo de la actualidad, cada progresión que agregue un cero en la cantidad de años hacia atrás indica una reducción de la complejidad de la información en el curso de la historia, que se extiende con un ritmo similar prácticamente hasta el origen del universo. Estos períodos se corresponden con un grado menor de información, complejidad y orden.
Dicho en otros términos: “Hace mil millones de años no ocurrían muchas cosas en el curso de un millón de años, pero hace un cuarto de millón de años eventos sin precedentes tales como la evolución de nuestra especie ocurrieron en lapsos de tiempo de sólo cien mil años. Si nos remontamos cincuenta mil años, nada relevante tenía lugar durante un período de mil años en el terreno de la tecnología, pero en el pasado reciente nos encontramos con que nuevos paradigmas tales como la World Wide Web pasan del nacimiento a una adopción masiva (es decir, que son utilizados por un cuarto de la población de los países avanzados) en sólo una década.” (Kurzweil, “La Singularidad está cerca”, Cap. 1, “Las seis eras” – Edición española, formato e-book, 2012, Amazon.com)
Hace medio siglo surgió la Computadora Personal (PC). Un poco menos de cien años fue la fecha de nacimiento del teléfono, la electricidad y la radio. Trescientos años hasta el presente desde la Revolución Industrial. Seiscientos años desde el surgimiento del método experimental y la imprenta.
Mil Doscientos años desde el comienzo de la expansión de Roma. Dos mil quinientos años desde la invención de la rueda. Cinco mil años desde las ciudades-estado. Casi diez mil años desde la agricultura. Veinte mil años desde las expresiones de arte rupestre (Lascaux y luego Altamira). Y así hasta el surgimiento de la vida sobre la tierra, hace poco más de 3.500 millones de años.
Esta línea es coincidente con otra: la que extiende la proyección hacia el propio surgimiento del universo. El ritmo es asombrosamente coincidente a través de los “hitos canónicos” en los que existe coincidencia sobre su valor como indicadores de agregación de complejidad, primero de la materia inanimada y luego de la evolución de la vida en el planeta. Cuanto más atrás vamos, más “largos” son los períodos hasta culminar en los iniciales tiempos geológicos, cuyos hitos demarcatorios requieren escalas de miles, cientos o décadas de millones de años.
El mismo fenómeno desde otro enfoque, muestra la flecha del tiempo “hacia adelante”.
Ubicando el punto de inicio en el surgimiento de la Vía Láctea, aproximadamente diez mil millones de años atrás, una progresión logarítmica de singular regularidad recorre el tiempo hasta la actualidad acreciendo orden y complejidad.
Nuestro planeta se formó hace aproximadamente 4600 millones de años. El surgimiento de la vida en la tierra –hace 3500 millones de años, poco más de mil millones de años después- es seguido por la aparición de los primeros eucariotes –hace 1400 millones de años-, la explosión cámbrica –hace 600 millones de años-, los primeros mamíferos –hace 100 millones de años-, los primeros homínidos –hace 10 millones de años-, emergencia del “homo sapiens” –hace menos de un millón de años-, la emergencia del hombre moderno –hace 100.000 años-, tecnología de inicio y domesticación final del fuego –paleolítico, hace 10.000 años, como culminación de miles de años de usos esporádicos y no continuos-, invento del “cero” y aparición de los decimales en las matemáticas –mil años-, surgimiento de la física moderna –poco más de cien años, segunda mitad del siglo XIX-, aparición de los transistores –cincuenta años, mediados del siglo XX- …y lo demás es conocido.
¿Hacia dónde se dirige? ¿Cuál es su culminación? Es imposible saberlo en el largo plazo (más de cien años), pero sí proyectar en el siglo en el que estamos los hitos previsibles, que estarán marcados por uno en el que ya existe coincidencias casi totales entre los científicos, que la han denominado “singularidad”. Ésta estaría marcada por la confluencia del cerebro humano con el artificial y la posibilidad de acceder a un funcionamiento enlazado, “en cadena”, de todos los cerebros bio-mecánicos entre sí y con las redes de todos los procesadores de información y depósitos de memoria existentes.
El momento de la “singularidad” comenzaría con la masificación de la cantidad de procesadores con igual o mayor capacidad de cómputo que el cerebro, unidos a la miniaturización de la nanotecnología, al dominio de las técnicas de control de envejecimiento y recuperación de la juventud –por las técnicas de mantenimiento y protección del ADN y específicamente de la renovación controlada de la telomerasa, enzima que regula el envejecimiento- y al dominio de la “ingeniería inversa” del cerebro que permitirá vincular ambos circuitos. ¿Cuándo? Pues el proceso, ya en marcha, comenzaría a acelerarse en la tercera década del siglo (la del 2020) y se profundizaría sobre fines de la cuarta década (la del 2030).
Esta “UDC” –atrevida designación propia, ante la ausencia académica o científica de una definición que concite coincidencias totales- ha adquirido en las últimas décadas, y especialmente los últimos años, una velocidad alucinante. Convencionalmente es utilizada en este trabajo para definir la cantidad de información acumulada por la humanidad durante las dos últimas décadas del siglo XX, equivalente a la acumulada durante toda la historia humana antes del comienzo del siglo XX, y equivalente a la acumulada en los primeros tres lustros del siglo XXI.
Como ejemplo de una UDC “social” podríamos aplicarla al siglo XX. Al comienzo del siglo XX, el período necesario para un cambio de paradigma de la vida cotidiana podía estimarse en tres siglos. Esto significa que una persona que viviera en el año 1900 debería retroceder hasta el 1600 –antes de la explosión de la “revolución industrial”- para sentirse viviendo en una sociedad tecnológica y socialmente alejada de la propia por un abismo en su comprensión.
Pues bien: al terminar el siglo XX, ese período se habría reducido a veinte años. Una persona viviendo en el 2000, debería retroceder hasta el 1980 para encontrarse con una realidad en la que habrían desaparecido elementos que caracterizan su vida cotidiana: computadoras personales, internet, teléfonos celulares, cámaras fotográficas digitales, predominio de la tecnología analógica sobre la novedosa “digital”, peligro de calentamiento global, cambio climático, diferentes escenarios geopolíticos globales, nuevos países, diferente agenda global, etc.
En otras palabras: la humanidad avanzó un siglo en veinte años. Y luego, otro siglo (de comienzos del siglo XX) o dos décadas (de fines del siglo XX) en catorce años: tabletas, celulares de alto rango convertidos en minicomputadoras, música y entretenimientos en “streaming” prácticamente gratuitos, video-juegos “on line”, enseñanza a distancia con títulos y especializaciones gratuitos, primeros automóviles autoconducidos, televisores con pantallas “LED” de 32, 42 y hasta 55“ al alcance de hogares de clases medias, WiFi generalizado con acceso gratuito a Internet, gestiones y operaciones, así como comercio electrónico, dominando el mercado, “Google-lens” que permiten conexión permanente con la red, teleconferencias gratuitas por Skype o similares, etc. etc.
Entrado en el siglo XXI, la rapidez del cambio se siguió entonces acelerando. El cálculo de esta convencional “UDC” al comenzar el tercer lustro del siglo XXI (2015) estimado en catorce años, acelera a un ritmo de cambio creciente “arrastrado” por la miniaturización y la duplicación anual de la capacidad de cálculo de circuitos que impregnan ya todos los campos. 2014 frente al 2000 muestra la generalización de protocolos de transmisión de datos que han hecho amigable la red y permiten la transferencia de datos en tiempo real para las personas comunes, así como la “comoditización” de las comunicaciones. Pocos hechos simbolizarían mejor este cambio que la generalización del uso de programas de comunicación audiovisuales a precios irrisorios o directamente gratuitos al alcance del gran público, vía Internet, como el SKYPE. El ritmo ya está duplicado y se ingresa en el cuarto lustro del siglo XXI con la “UDC” midiendo siete años.
Durante el siglo XX, la humanidad avanzó lo mismo que en los cien mil años previos. En los veinte últimos años del siglo XX –de 1980 al 2000- se avanzó lo mismo que en los ochenta años anteriores. En los catorce años siguientes la humanidad avanzó lo mismo que en todo el siglo XX, o que en los cien mil años anteriores. En siete años avanzará lo mismo que en todo el siglo XX, o que en los catorce años previos, que en toda la centuria o que en los cien mil años anteriores al siglo XX.
Al terminar el siglo, el ritmo de avance será tal que la “UDC”, la duplicación de información total, podrá medirse en horas. El progreso durante el siglo XXI, al terminar la centuria y proyectando una tendencia que –lo vimos- ha atravesado todos los paradigmas geológicos, biológicos e intelictivos, será equivalente a doscientos siglos de progreso –o sea, veinte mil años en el ritmo de progreso del año 2000-.
Las comunicaciones audiovisuales son, decíamos, ya una “comodity” al alcance de la mayoría de la población. Las redes sociales han generado un espacio de pertenencia e interacción con una plétora de repercusiones –sociales, económicas, políticas, morales- que nos harían inimaginable su ausencia. Los desarrollos informáticos impregnan cada campo de la vida económica, social, administrativa y política. Cabe simplemente poner foco en el tiempo del día que cada persona está relacionada con su fuente de comunicación e información para caer en la cuenta de la formidable capacidad de absorción de esta tecnología y su adaptación a la marcha de la sociedad.
Existen sistemas que hubieran parecido magia hace una década. Las exitosas experiencias en traducción automática de lenguas escritas ha desembocado ya en la traducción en tiempo real de expresiones y lenguas orales; la hiperconexión permite vincular a Internet artefactos que pueden transmitir y recibir realidades ajenas, ficcionales o reales, haciendo borrosos los límites entre realidad física y virtual. Las empresas tecnológicas anuncian –y ponen en el mercado- automóviles experimentales que funcionan sin chofer, y se anuncian ya los estudios de rutas exclusivas para estas clases de vehículos, en las que no podrán ingresar vehículos con conductores humanos. Los automóviles, aún los de más bajo precio, incluyen decenas de circuitos de automatización en los controles de sus diversos sistemas.
El desarrollo tecnológico de realidad virtual para los juegos se abre a aplicaciones de reproducción de información y sensaciones de mundos –reales o creados-, viajes –reales o ficcionales- sentados en la comodidad de la poltrona de su hogar con las mismas sensaciones y experiencias de la vida real; el sexo virtual avanza crecientemente de la mano de la misma tecnología y los límites entre lo “real” y lo creado artificialmente se disfuma para muchas de las experiencias vitales, efectivas o resultado de la ficción.
La repercusión sobre la identidad, sobre las conductas personales, sobre las normas de comportamiento en la nueva realidad, sobre la ética generalmente aceptada, sobre el funcionamiento de la política y la economía, y muchos otros campos, son muy grandes, pero no son estables ni han cristalizado. Evolucionan. Cada vez más rápido.
La aceleración de este proceso, proyectada, nos muestra que al finalizar el siglo XXI la velocidad de duplicación de conocimientos, incorporación tecnológica y cambio de paradigmas, comparado con la primera década del siglo se habrá multiplicado por veinte mil.
El cambio acelerado, a este punto, debe ser sumado a otra realidad que asoma en los umbrales del siglo XXI, inexistente en tiempos históricos, pero cada vez más presente en el nuevo paradigma: el cambio sobre la idea de la propia condición humana.
El avance científico en la medicina, la biología, la nano-medicina, la robótica aplicada, la mimesis y la genética están abriendo el camino a un paradigma en el que la condición humana deja paulatinamente de tener la limitación de las capacidades del cuerpo.
En realidad, la ampliación de la capacidad de memoria y de procesamiento de información ha sido una flecha directriz de la complejidad. El alfabeto, la escritura, la imprenta, las computadoras, han marcado una línea de complejidad exponencial que expandió la capacidad de la inteligencia con cambios y ayudas –internas y externas- que hoy alcanzan una explosión cuyos límites resulta difícil imaginar. El cuerpo, o sea el “soporte físico” de esa capacidad de información, ha permanecido prácticamente invariable desde la aparición de la especie en su configuración actual, hace aproximadamente 150.000 años.
El uso de la memoria externa ha acompañado el crecimiento del conocimiento humano desde hace dos mil años. Es notable la actualidad que cobra la reflexión que Platón atribuye a Sócrates, en “Fedro”, al reflexionar –con recelo- sobre la utilidad de la escritura: “…Ella sólo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; confiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido el espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida” (Platón, “Fedro”, traducción de Patricio Azcárate, www.catedras.fsoc.uba.ar/reale/fedro_fragmento.pdf)
A pesar de la advertencia socrática, la ciencia y la tecnología –en las que confluyen la informática, la bioquímica, la genética, las neurociencias, la nano-mecánica, la robótica- han “empoderado” y están mejorando artificialmente cada vez más partes del cuerpo y de la sociedad, que a pesar de sus refuerzos y mejoras, no pierden su condición humana.
Órganos externos e internos –extremidades, corazón, arterias, e incluso experiencias con órganos complejos en animales de laboratorio-; implantes miméticos en brazos y piernas; implantes artificiales en oído y vista; desarrollo de implantes cerebrales en áreas parciales del cerebro dañadas; desarrollo de células mecánicas pasibles de ser introducidas en el torrente sanguíneo con finalidades médicas –u otras- y conducidas hacia determinadas partes del organismo; no son ya ciencia ficción: aceleradamente ingresan en el campo no sólo de lo imaginable, sino de lo experimental y anuncian la llegada de una etapa, entre uno y dos lustros (la tercer década del siglo, 2020/2030) de aplicación generalizada.
Ya son posibles no sólo análisis de ADN sino medicina genética específica, y la ingeniería genética permitirá en muy pocos años neutralizar o incorporar genes a voluntad. Para medicina, o para diseño.
Ya se hace en agricultura y en ganadería. Ya se puede hacer en humanos y nada indica que ello se detendrá. Por el contrario, lo único que demora la masificación de esa aplicación es la inseguridad sobre el control total de los procesos, que sin embargo avanza aceleradamente. El nuevo “ser humano” alejará su identidad de su “cuerpo”, para reemplazarla por… no se sabe qué. No en el año 2100 o 2200, sino en el 2020, o 2025. Tanto tiempo como –hacia atrás- cuando no existía Facebook, ni Twitter, o en el tiempo político en que presidía EEUU George W. Bush, y la Argentina Néstor Kirchner –menciones realizadas sin ninguna connotación política, sino para dar una idea cabal de la cercanía temporal de los cambios que se avecinan-.
Estas aplicaciones se han ido desarrollando como resultado de un gigantesco campo de investigación, desarrollo e incorporación tecnológica, por lo que no se trata sólo de excepcionales aplicaciones de descubrimientos de un científico solitario. La revolución tecnológica, en el ámbito de las comunicaciones, la informática, la medicina, la producción alimentaria, los campos de ciencia básica –nanotecnología, materiales, información, robótica, inteligencia artificial, diferentes campos de la física que los soportan: atómica, nuclear, cuántica, de partículas, molecular, de plasma, y en general la física de la materia-, han realizado sus aportes a la aceleración en la incorporación de conocimiento y sus aplicaciones, abriendo escenarios geométricamente complejos.
La impregnación a la vida cotidiana ha sido también crecientemente acelerada. Desde el surgimiento de la World Wide Web hasta su masificación no pasó más de una década. Y cada nueva “aplicación” de utilización masiva llega a cientos de millones de personas en tiempo real. Las aplicaciones en los automotores tardan cada vez menos tiempo entre sus usos experimentales y su extensión a los automóviles de fabricación masiva. Los medicamentos tienen una “curva” de masificación que es cada vez más corta, ya que es de su aplicación masiva -más que su uso por una pequeña élite que los paguen “caro”- que se obtendrá la ganancia rápida –que permita, a su vez, nuevos desarrollos-.
Los programas de diagnóstico médico computarizado, incorporados a la red, existen desde el primer lustro del siglo. Ellos son crecientemente perfeccionados, expandidos en su alcance profesional y “amigables” con los usuarios, lo que permite a los profesionales un aporte de información cada vez mayor por parte de sus pacientes.
Los procesos informáticos (o “in sílice”) de prueba de nuevas drogas médicas acelera y abarata el costo de procesos de prueba que por los sistemas tradicionales duraban muchos años y requerían una aplicación en humanos más riesgosa.
Decíamos que desde hace alrededor de medio siglo se ha ido abriendo camino un concepto, el de la “singularidad” en la evolución, como un hito que los más “optimistas” predicen para la década del 2020/2030 y los más pesimistas para la del 2040/2050. Esa “singularidad” se caracterizaría por la confluencia de la inteligencia artificial con la inteligencia humana, soportadas por la otra confluencia, la del cuerpo biológico con las incorporaciones artificiales que potencian desde sus capacidades de percepción hasta las de almacenamiento y procesamiento de información, en simbiosis con el de otros seres humanos y la propia red global. Literalmente: seres humanos con posibilidad de poner sus cerebros, ya “hibridados” mediante circuitos informáticos imbricados con los procesos biológicos, “en cadena” con uno u otro ser humano, o con varios, o incluso con las redes de inteligencia y memoria artificiales como diversas “intranets”. O la propia Internet.
En este punto es conveniente volver a lanzar anclas: ¿tiene importancia esta reflexión para el análisis político?
La respuesta no es tan alejada en el tiempo o en las posibilidades como aparecía hace algunas décadas. La aceleración del proceso tecnológico impide obviarla, no sólo porque será avasallante sino porque su consecuencia en el plazo inmediato será ampliar la brecha existente entre las sociedades “avanzadas” y las “retrasadas”, o entre las que hayan sumado su marcha a la evolución global y las que se hayan mantenido relativamente al margen.
Desde dentro, por definición, podrá influirse en el proceso. Desde fuera, también por definición, éste simplemente deberá soportarse.
Cabe una acotación: los cambios no respetan límites nacionales. Hasta los países más cerrados han debido abrir accesos de sus ciudadanos a las redes. Más o menos limitados, más o menos controlados, más o menos perseguidos, más o menos aceptados, las personas han accedido a los cambios con la ansiedad de participar en el mundo que viene, lo acepten o no sus gobiernos.
La Internet ha llegado hasta a Cuba y Corea del Norte. Las redes sociales ayudaron a derribar autocracias árabes. Zonas pobres de África y Asia tienen más celulares por habitante que países desarrollados. Los celulares inteligentes –que, en rigor, son microprocesadores de amplio espectro- se expanden a toda la geografía del mundo y a todos los sectores sociales, sea en sus versiones “legales” o en sus copias fabricadas sin respetar royalties ni derechos intelectuales.
La humanidad, en síntesis, incorpora el cambio tecnológico sin las tajantes fragmentaciones de clases sociales de tiempos históricos. Aún siguen incidiendo, pero sus límites cada vez son más difusos y flexibles. Sólo mantienen su dureza en los extremos mayores de la pobreza, la que sin embargo también porcentualmente se ha reducido al menor nivel de la historia humana.
Sin embargo, si los temas de la inclusión tecnológica y de la rápida absorción de nuevos paradigmas cambiantes no se asumen como centrales en la agenda pública, es inexorable la reproducción y profundización de una brecha entre los adelantados y los retrasados. Los primeros se asociarán al cambio, los segundos estarán condenados a un papel secundario y subordinado, cada vez más alejado hasta de su comprensión. La imagen de los ancianos sufriendo frente a un Cajero Automático para retirar su jubilación, incapaces de actuar aún frente a programas altamente intuitivos y sencillos, puede reproducirse y ampliarse al infinito, y sus perspectivas pueden licuar hasta los límites éticos de la diferencia aceptada.
La inteligencia artificial
Avanzaba líneas más arriba en el interrogante de “¿cómo medir?”. Y “¿qué medir?”.
Quienes estudian el tema han propuesto varias formas, que se extienden desde la velocidad de procesamiento hasta la cantidad de datos que pueden ser almacenados en determinados soportes. El concepto que los abarca en una mirada prospectiva es el de “inteligencia artificial”.
Paralelamente, quienes toman distancia para observar los procesos en sus grandes etapas nos hablan de una aproximación a tres grandes estadios:
1) La inteligencia artificial cercana a la vida cotidiana.
2) La inteligencia artificial general.
3) La super inteligencia.
El primer estadio, el que estamos viviendo a mediados de la segunda década del siglo XXI, puede vincularse a una extensión de las capacidades de la inteligencia humana.
Mayor memoria artificial, ayuda para reemplazar procesos biológicos deteriorados en el cuerpo, gestión de artefactos de facilitación de la vida cotidiana –“internet de las cosas”, sensores, circuitos inteligentes, etc.-, equipamientos de análisis de precisión, extensión de la visión –telescopios de diferencias frecuencias de luz, microscopios electrónicos, radiotelescopios, observatorios astronómicos en el espacio exterior como las sondas espaciales a Marte, a los satélites de Júpiter, a Plutón y al espacio interestelar, la Estación Espacial Internacional, el telescopio Hubble-, captación de datos y experimentación en dimensiones ultrapequeñas –como el Gran Colisionador de Hadrones o el FERMILAB-, reemplazo de porciones de circuitos nerviosos específicos –como los implantes cocleares y los implantes de retina- e incluso de implantes de módulos cerebrales en áreas puntuales para reemplazar tejidos dañados.
El desarrollo de “nanorobots” explorando la intimidad del organismo, con artefactos más pequeños que un glóbulo rojo, anuncia una medicina de alta tecnología que permitirá desde proveer medicaciones con altísima precisión a tejidos enfermos, reparar células genéticamente defectuosas, reemplazar células de sangre o del pulmón (“respirocitos”), y hasta realizar intervenciones quirúrgicas por control externo computarizado.
La característica de todos ellos es que funcionan como extensiones y respaldo de las capacidades del cuerpo, y específicamente, del cerebro humano y de la capacidad de recolección de datos y su relacionamiento conducidos siempre por la reflexión y la voluntad humanas. ¿Cuándo llegaremos a ésto? Pues…gradualmente, en forma inminente en algunos casos y progresivamente acelerada en otros. Ya se realizan muchos de estos procedimientos en forma experimental. Ya lo estamos viviendo.
El segundo estadio, que se anuncia llegando a partir de la segunda mitad de la tercera década del siglo (2025) es más ambicioso. Es definido como aquél en el que se alcanzan similares capacidades de almacenamiento y procesamiento de información que el cerebro humano.
Su búsqueda es perseguida por varios laboratorios y Universidades en diversos lugares del mundo. La estrategia para lograrlo varía, y puede agruparse en tres grandes líneas de desarrollo:
a. La búsqueda de incorporación de cada vez mayor de información y capacidad de relacionamiento de esa información, tratando de lograr la misma capacidad que se estima tiene el cerebro. No es sencillo por la capacidad que tienen las 15.000 a 33.000 millones de neuronas que componen el cerebro. Sin embargo, se ha logrado construir en China una super-computadora que supera ya esa capacidad de cálculo…pero que tiene un volumen de cerca de mil metros cuadrados de superficie y requiere para funcionar más de 24 Mgv de energía (24 millones de vatios). El cerebro humano, recordemos, funciona con veinte vatios y tiene una dimensión de 1,8 dm3, o sea 1,8 litros.
b. La capacidad de incorporación de información y la capacidad de aprender sobre la base de ensayos de “aciertos y errores”, tratando de emular el procedimiento que se estima sigue el cerebro humano para su “programación”, incluyendo los “short-cuts” o “patrones” que le permiten responder en forma “instintiva” a determinados acontecimientos sin que necesariamente deba intervenir la totalidad del circuito de memoria almacenada y relacionamiento de esa información. Este método permite “ahorrar” componentes, acortar los circuitos, reducir el consumo energético y, al final, acelerar el resultado. Científicos inmersos en el tema aseguran que la elaboración de “patrones” es la forma que ha utilizado la evolución para sus saltos hacia el orden y la complejidad, y que su resultado es la aceleración del ritmo de crecimiento al apoyar cada nueva generación de “patrones” sobre otros elaborados previamente que le sirven de base. Sostienen que es el procedimiento utilizado por la naturaleza, en sus miles de millones de años de evolución, aunque en ritmo de tiempos naturales o biológicos, ínfimo en relación a la velocidad a la que podrían trabajar los modernos circuitos computarizados. Los que, además, no buscarían “a ciegas”, como la evolución natural, sino con propósitos planificados y definidos, lo que acelera el proceso grandemente.
c. La reproducción de los circuitos cerebrales mediante la copia en el nivel microscópico de la estructura de células, axones, sinapsis y circuitos, que son “fotografiados” en láminas similares a “fetas” microscópicas y luego impresas por impresoras de altísima precisión en tres dimensiones, que “reproduzcan” la morfología del cerebro, aunque en materiales y componentes artificiales. El objetivo es obtener un símil lo más parecido posible al cerebro, con su exacta morfología y aspirando a un funcionamiento similar. A partir de allí, se supone una aceleración mayor en función de las mismas razones ya expresadas: la superioridad de cálculo, la rapidez en la transmisión de datos (velocidad de la luz de los circuitos informáticos vs. velocidad inferior a la del sonido en los circuitos biológicos y químicos) y la planificación de las metas buscadas.
Los tres procedimientos y sus posibles imbricaciones se están desarrollando, con mayor o menor éxito, en diferentes centros de investigación de Inteligencia Artificial públicos y privados.
Los desafíos avanzan en dos líneas básicas: la primera, lograr la capacidad de acumulación y procesamiento de información (equivalente a lo que en el campo informático se denomina el “hardware”). La segunda, es la elaboración de los programas que hagan funcionar esa capacidad, desarrollando patrones de interpretación y toma de decisiones.
De su avance podríamos decir, tomando distancia, que la evolución va siguiendo la “Ley de Moore”.
En la actualidad, mediados de la segunda década del siglo XXI, una computadora accesible en la vida cotidiana, con un precio standard de 1000 dólares –suma elegida en forma discrecional, para contar con un dato de la relación “costo-beneficio”-, alcanza a una milésima parte de capacidad del cerebro humano. Parece nimio y totalmente alejado del estadio 2, que es emular al cerebro.
Esa distancia deja de ser impresionante si recordamos que hacia 1985, por ese precio se alcanzaba una capacidad de almacenamiento y procesamiento de la trillonésima parte del cerebro humano, que para 1995 se había avanzado hacia una billonésima parte del cerebro, y que para 2005 ya estábamos en una millonésima parte del cerebro.
Contar con computadoras que hayan alcanzado ya la milésima parte de capacidad del cerebro indica la tendencia que, proyectada, nos da un punto de confluencia: para los más optimistas, a mediados de la tercera década del siglo (circa 2025) y para los más pesimistas, a mediados de la cuarta. Dentro de diez años, menos tiempo de lo que lleva el kirchnerismo en el poder en la Argentina, podremos contar en la vida cotidiana con artefactos, adquiridos en el negocio de computación de la esquina o en las cadenas de electrodomésticos, con la capacidad de almacenamiento y procesamiento equivalente a los de un cerebro humano.
En este punto es necesario poner la reflexión en contexto: el cerebro, a pesar de los enormes avances resultado de las investigaciones realizadas en las últimas décadas, sigue siendo altamente desconocido. No es posible equipararlo, en su funcionamiento, a un circuito computacional. Los datos que se vuelcan en este trabajo son los que, a efectos comparativos, realizan los científicos que estudian la inteligencia artificial y están lejos de ser aceptados como una norma indiscutida. Sirven, sin embargo, como dato comparativo para realizar una aproximación al ritmo de avance de la capacidad computacional, base imprescindible de la inteligencia artificial.
Por supuesto que esto no culmina el proceso. No alcanza con el soporte físico: es necesario desarrollar el “software”. En estos diez años también en este aspecto la “ley de Moore” seguirá funcionando. Y por otro lado, el cerebro cuenta con estructuras –como la del cerebelo- altamente “duplicadas”, con miles de millones de células con el mismo patrón de trabajo, que simplifican su estudio y reproducción.
El estadio 1. Inteligencia artificial cercana a la vida cotidiana.
Este primer estadio es entonces el que estamos atravesando en la segunda década del siglo XXI. Los sistemas parciales impregnan paulatinamente la vida cotidiana y comienzan a articularse. La propia “internet de las cosas”, que permite automatizar de acuerdo a patrones establecidos el funcionamiento de artefactos en la vida cotidiana, en la medicina, en la industria, en el comercio, en el transporte, en la provisión de energía eléctrica, en la conducción de automóviles y –virtualmente- en cada parte de la realidad funcionan con cada vez menor intervención humana.
La flexibilidad de la interacción está previendo cambios en los patrones según cambien los datos. Ya en el año 2009, la prensa anunciaba que más de la mitad de las operaciones de compra y venta en la bolsa de valores más importante del mundo –Nueva York- eran decididas por sofisticados programas informáticos, que trabajan con una velocidad de reacción de cincuenta milésimas de segundo, imposibles de superar por la incorporación de información, reflexión, decisión y ejecución de una persona.
En el transporte aéreo, las reservas son automáticas, así como la fijación y variación de los precios de los tickets de las aerolíneas según la ocupación –en primer término, por las previsiones sobre cálculos históricos, y luego por la ocupación efectiva, estableciendo precios de último día y hasta de última hora-. E igualmente con las tarifas hoteleras. En la navegación aérea, gran parte de los procesos tanto en el avión como en tierra están automatizados. Los sistemas ferroviarios avanzados –por ejemplo, la red europea- son controlados por sistemas inteligentes. Igual ocurre con la generación y distribución eléctrica en la mayoría de los países, y las redes de telecomunicaciones que incluyen –obviamente- la propia Internet.
La tecnología bélica es un campo singularmente dinámico en la incorporación de tecnologías avanzadas. El Ejército norteamericano no sólo utiliza aviones no tripulados para misiones de alto riesgo, controlados desde cómodas consolas a miles de kilómetros de distancia del blanco, sino que ha desarrollados complementos de combate que automatizan cada vez más el combate en tierra. El Ejército Popular Chino ha informado en publicaciones dirigidas a posibles compradores, la puesta en el mercado de “drones” terrestres y navales, vehículos todoterreno con capacidad de ser programados para actuar con “autonomía táctica”, es decir, para disparar sin intervención humana cuando detecte los “objetivos” que le hubieran sido programados.
El equipamiento desarrollado cuenta con poderosos sistemas de información que mantienen al soldado permanentemente vinculado con sus mandos, mediante canales interactivos gráficos y auditivos que forman parte de su casco. Las telas con que son elaborados sus uniformes son cincuenta veces más resistentes que el acero, sin afectar la flexibilidad de movimiento. Artefactos robóticos terrestres, marinos y submarinos altamente letales y capacitados para recorrer cualquier terreno son también conducidos, como los drones, desde mandos a distancia, desplazándose en territorio enemigo o en disputa. “Micro-DAYs” o pájaros automatizados son desplegados en zonas en disputa, con finalidades de exploración y aún de combate.
Robots combatientes con diferentes grados de autonomía táctica están capacitados para avanzar en terrenos peligrosos con “instrucciones” programadas con diferentes niveles letales. Para el 2020 se encuentra programada una generación de “gusanos” de pequeños robots autoorganizables, con poder de combate. Las “nanoweapons” –o microarmas- conformará una letal “niebla informática” con capacidades múltiples, incluso la de autoreproducirse. El listado sería infinito y no de ciencia ficción, sino de desarrollos tecnológicos en curso.
Podría realizarse un intento de listado de las aplicaciones informáticas en la vida cotidiana, industrial, de servicios, agropecuaria, administrativa. Sería redundante y casi infinito. Cabe recordar que el procesamiento de información sin intervención humana está presente en la totalidad de las actividades de hoy.
En síntesis: aún sin contar con máquinas que lleguen a la capacidad del cerebro, la sociedad global está funcionando ya con altísimos grados de interacción y dependencia de “decisiones” en tiempo real no tomadas por las personas, aunque de acuerdo a patrones cuyas bases son diseñadas con intervención humana, la que sin embargo, está cada vez más alejada de la decisión final en cada caso.
La agregación de capacidad de almacenamiento y procesamiento, en esta etapa, suma capacidades a la inteligencia humana, pero no la reemplaza. La potencia, pero no la supera. Es superior en muchas áreas –por ejemplo, las vinculadas con el cálculo, con el automatismo, con la rapidez- pero no alcanza la altísima sofistificación del cerebro para relacionar patrones y comprender situaciones complejas desde la perspectiva del análisis, que las computadoras realizan –por ahora- en forma lineal y el cerebro en forma holística.
Una computadora en este estadio puede realizar en centésimas de segundo cálculos que un cerebro humano, en caso de poder hacerlo, tardaría años. Pero es incapaz de diferenciar un caballo de un toro, una cucaracha de un grillo, un dibujo de un objeto real, apreciar un cuadro o disfrutar de una sinfonía. Sin embargo, no será así por mucho tiempo.
Aunque existen experiencias y pruebas parciales exitosas, eso llegará plenamente con el segundo estadio, previsiblemente y como está dicho dentro de entre diez y veinte años, entre mediados de la tercera y cuarta décadas del siglo (entre 2025 y 2035).
Estadio 2. Inteligencia artificial general
La proyección de la Ley de Moore, asentada en su evolución histórica y continuando su ritmo, nos adelanta que en aproximadamente dos lustros una computadora de un costo aproximado al equivalente a Mil dólares actuales tendrá la capacidad de cálculo del cerebro.
No se trata de imaginar una máquina –PC, tableta o celular- con esa capacidad. Se trata de imaginar artefactos de la vida cotidiana con una inteligencia equivalente a la de su dueño, con todo lo que implica en auto-aprendizaje, decisiones y memoria.
El gráfico logarítmico elaborado por Kurzweil para su obra “La Singularidad está cerca” expresa el avance realizado y la proyección durante el presente siglo de la capacidad de cálculo de la inteligencia artificial utilizando como standard de comparación la capacidad de cálculo accesible para el gran público por un precio de Mil dólares.
Se verá allí que a comienzos del siglo XXI, esa capacidad equivalía al de la inteligencia de un insecto. Antes de finalizar la primera década del siglo, ya se podía comparar con el de un roedor.
La proyección nos muestra que en el último lustro de la tercera década -2025/2030- un artefacto de computación de dimensión hogareña y consumo masivo alcanzará ya la capacidad de cálculo de un cerebro humano.
Podrá atravesar la “prueba de Turing” y estará al alcance de quienes deseen utilizarlo para potenciar sus desarrollos de software, vincularlos con otras máquinas, o darle la utilidad que le parezca a su iniciativa, capacidad e inteligencia.
Pero –y llega aquí el punto más desafiante a la imaginación- la tendencia también indica que acercándose a mediados de siglo, una computadora personal de un costo de mil dólares tendrá ya la capacidad de memoria y cálculos que la totalidad de los cerebros biológicos del género humano sumados. Cada computadora tendrá la capacidad de toda la humanidad. Con un agregado: en este cálculo no se cuenta el incremento de esta capacidad que provocará la vinculación de las propias máquinas entre sí, en tiempo real y en forma de vinculaciones ultrarápidas.
Nuevamente un llamado a la realidad: ¿observamos una ficción?
Pues, si fuera así, sería poco explicable la carta de 700 científicos del más alto nivel especializados en áreas tecnológicas, que a comienzos de 2015 alertaban sobre el peligro que significaba el creciente desarrollo de la Inteligencia Artificial incorporada sin reglamentación ni límites a cada vez mayor cantidad de sistemas. Entre ellos había personalidades como Stephen Hawking –uno de los científicos más reconocidos del mundo-, Bill Gates y Elon Musk, fundador de la empresa Tesla. Hawking fue aún más allá, al declarar “Las formas primitivas de la inteligencia artificial que ya tenemos han demostrado ser muy útiles. Pero creo que el desarrollo completo de la inteligencia artificial podría significar el fin de la raza humana” (Declaraciones a la BBC, enero 2015).
Una digresión se impone en este punto: la diferencia entre “inteligencia” y “soporte físico”. Un cerebro es el soporte físico de la inteligencia. Un robot es otro soporte físico. Un celular es otro. Un cuerpo humano es el soporte físico de un cerebro, que a su vez sostiene la inteligencia. Pero ninguno de ellos es, en el fondo, la inteligencia. Ésta es difícil de definir, pero una aproximación operativa se relaciona con la capacidad de incorporar y memorizar datos (imput), de relacionarlos (procesamiento) y de tomar decisiones y ejecutarlas (output) actuando sobre su propio soporte físico y sobre su entorno.
El cerebro humano toma datos del funcionamiento del cuerpo, del entorno, de su memoria, de las necesidades o problemas que deba resolver, y en función de los patrones que ha “aprendido”, toma decisiones y busca las formas de ejecutarlas. Camina, corre, se rasca, calcula, trabaja, roba, mata, se defiende, se reproduce, busca disfrutar, evita sufrir.
Las mismas operaciones y actividades, en un nivel elemental pero sin “conciencia” realizan los sistemas del “primer estadio”. No deciden sino sobre los patrones definidos previamente por sus diseñadores humanos. Los teléfonos celulares, respondiendo a la necesidad de comunicación de su dueño responden al estímulo de una tecla que cierra un circuito y a partir de allí, se conecta con su base –automáticamente-, realiza la conmutación con el terminal deseado –automáticamente-, el que también automáticamente responde con un aviso de llamada entrante indicando su procedencia y respondiendo, según la programación o “patrón” con que haya sido instruido, con la derivación a una casilla de mensajes virtual, con una respuesta –automática- o terminando el circuito con la decisión del receptor de recibir la comunicación en forma “personal”.
Puede también convertir su capacidad informática para obtener fotografías de alta calidad, o realizar cálculos complejos, o reproducir música o videos digitalizados que puede tener almacenados o que “baja” de la red, los que puede “ejecutar” o “enviar” a terceros o a grupos predeterminados –según su programación-. O puede efectivizar la variedad de alternativas que le permite una red social a la que su circuito está incorporada, o ejecutar la “aplicación” que corresponda.
Todo eso –y mucho más- puede efectuar un pequeño aparatito con la capacidad de información equivalente a la milésima del cerebro. ¿Es posible imaginar lo que podrá realizar cuando su capacidad se multiplique por mil, en un lapso aproximado a diez años?
No puede, sin embargo, hablar solo –a lo sumo, repetir aquello para lo que está programado-. Tampoco puede disfrutar de la música, decidir tomar una fotografía, o realizar un cálculo por sí mismo. Tampoco ver una película. Por ahora. Porque también es cierto que la decisión humana está más alejada de la acción final y cada vez son más las acciones que debe –y deberá- decidir “por sí”, aunque responda a una programación originaria.
Los interrogantes sociales, filosóficos pero también políticos que se desprenden de este escenario son enormes. No se tratará, en el paisaje de la tercera década del siglo (2020), de ver aparatitos inteligentes desvinculados entre sí, dependientes en forma absoluta del mando de sus dueños.
Por el contrario, se tratará de miles de millones de cerebros de silicio interconectados de una forma más perfecta y eficiente que los cerebros humanos entre sí, pero también con ellos, a través de Internet y de los sistemas complejos a los que está vinculado. Captarán información, la almacenarán, correlacionando y procesando los datos, tomarán decisiones y las ejecutarán.
Los cerebros biológicos se conectan entre sí, de una forma imperfecta y lenta. Lo hacen mediante el lenguaje corporal, la voz, los escritos, los signos. Requieren traducir a esos signos sus conceptos –con el riesgo que implica lograrlo adecuadamente- y necesitan que el cerebro receptor esté atento y entienda esos conceptos, con mediaciones similares. Y todo ello, a velocidad “biológica”, menos de 200 metros por segundo. Los cerebros de silicio realizan su “vinculación” a 300.000 kms/segundo, no tienen deformación de su mensaje y su atención es virtualmente total e ilimitada.
Tal vez el sistema de posicionamiento global (GPS) pueda dar una idea de esta interconexión permanente: una compleja red de cobertura planetaria compuesta de decenas de satélites y centros de control en tierra altamente computarizados, comunicada con miles de millones –o infinita cantidad- de pequeños receptores que pueden desde indicar una ruta a un usuario automovilístico hasta determinar el paradero o recorrido de una persona o establecer el blanco para un misil lanzado desde el otro extremo del planeta.
¿Qué cosas pueden hacer? Tal vez sea más sencillo preguntarse ¿qué cosas no?
Redes de comunicaciones, vinculaciones con los artefactos hogareños a los que “manejará” en forma energéticamente eficiente, artefactos y mini-artefactos electrónicos incorporados a cada vez mayor cantidad de personas –desde marcapasos hasta reguladores de funciones orgánicas, desde implantes miméticos computarizados hasta conexiones nerviosas reemplazadas-. No menciono aquí lo que pareciera aún lejano –a más de diez años- como serían las extensiones de memoria biológica, o la transmisión inalámbrica de datos cerebrales-.
Pero también redes de generación, transmisión y distribución eléctricas, control automatizado de fábricas, control de maquinarias agrícolas auto-conducidas de siembra, fertilización y cosecha, redes de transportes, semáforos, trenes, aeronaves, automóviles auto-conducidos, prendas de vestir conectadas en tiempo real a sus respectivos centros de monitoreo, provistas de aplicaciones electrónicas que controlan los signos vitales, la temperatura, la humedad e incluso las respuestas automáticas a accidentes o problemas de salud como síncopes, paros cardíacos, ACVs, etc.
Ahora imaginemos todos estos artefactos interconectados, entre sí, con Internet y con los cerebros de quienes quieran sumarse. Y de los Estados… con lo que ello significa. Reflexionemos nada más por un instante lo que ha significado en la Argentina –y en el mundo- el desarrollo del control creciente del sistema estatal sobre la vida privada, no sólo en el terreno impositivo y bancario sino cámaras de control, documentos con bases de datos gigantescas, sistemas de espionaje de llamadas telefónicas y detección de personas, gestión de historias clínicas en cada vez más centros de salud, expedientes electrónicos en la administración pública y así hasta cada campo de la realidad. Y a la inversa: la vulnerabilidad que la contra-utilización de los sistemas genera para las grandes potencias, cuyos arsenales nucleares, biológicos y control de redes estratégicas quede al acceso de enemigos, “malwares” o de softwares autónomos fuera de control.
Estaremos en el segundo estadio: el de la inteligencia artificial general.
El escenario que podemos suponer para este estadio, el “paradigma” en el que es previsible que funcione el mundo, sería desconocido para la persona del mundo de hoy, a pesar de estar separado apenas por una década. Ello no significaría sentirse “ajeno” –como el mundo actual, totalmente diferente al de hace quince años, no nos hace sentir “ajenos” a Internet, los celulares inteligentes o las redes sociales-. El cambio es acelerado, pero “suave”, en el sentido que quienes lo van protagonizando lo incorporan de manera casi natural a sus hábitos y formas de vida. Pero tiene una muy clara incidencia en la agenda social, desplazando al baúl de las antigüedades las interpretaciones del mundo existente en los paradigmas anteriores –como hoy los jóvenes miran extrañados a sus abuelos y aún a sus padres cuando hablan de “la guerra fría”, el “mundo bipolar” o, en la Argentina, el propio “proceso de recuperación democrática”-.
Cambio total, entonces, que se asentará rápidamente y de manera asincrónica en toda la sociedad, pero que comenzará con las personas más dinámicas, más preparadas para entender el cambio, más capacitadas para tomar ventaja y en mejores condiciones de adoptarlo. Un cambio que multiplicará la brecha entre “los que tienen” –educación, cultura, conocimientos- y “los que no tienen”, que pueden llegar a carecer hasta de las necesidades vitales más elementales, desplazados de la posibilidad de una vida aceptablemente integrada a su núcleo más dinámico.
En una realidad globalizada, esta diferencia deja de tener sentido en términos acotados a límites geográficos y alcanza dimensiones también globales. En otras palabras: es imaginable una sociedad “nacional” completa incorporándose rápidamente al nuevo paradigma, sin que forzosamente el contradictorio se dé a su interior. Y también una que decida dejar pasar la historia y no montarse en el cambio de paradigma.
De hecho, la historia está plagada de ejemplos en uno y otro sentido, cada vez que un cambio de época –o paradigma- se efectuó. Algunas sociedades terminaron extinguidas, otras vencidas y subordinadas, otras exitosas integrándose no ya a la “dominante” sino a la marcha del cambio.
Pero también es imaginable –y muy probable- la configuración paulatina de una sociedad que, trascendiendo los límites nacionales, genere nuevas categorías sociales según su vinculación con el nuevo mundo, cuyas características atravesarán sin pedir permiso los límites de los Estados.
Nuevamente parece adecuado recordar que no hablamos de ciencia ficción. Las propias Naciones Unidas están avanzando rápidamente en la búsqueda de acuerdos internacionales sobre los límites de inteligencia aplicable y de utilización de armas tácticas autónomas robotizadas, ya existentes en el mercado, en las que la decisión de disparar armas mortales está en sus propios circuitos y no en la decisión humana.
Volviendo a nuestro razonamiento del cambio de paradigma: estaremos en las puertas del tercer estadio, porque llegar al segundo y desarrollarlo nos pondrá en el umbral del tercero. La Superinteligencia.
Estadio 3. La Superinteligencia
Hasta este punto se abordó el escenario de la vida humana interactuando con artefactos sub-inteligentes –cada vez más inteligentes pero siempre en un nivel inferior al cerebro- y en la última etapa, artefactos con un poder computacional equivalente al cerebro.
La ley de Moore indica que la evolución no se detendrá allí. Y el nuevo impulso exponencial será la consecuencia de un doble camino. Aunque hay límites a las posibilidades físicas de la miniaturización que sostiene la “ley de Moore” en este paradigma, ya se ven adelantos científico técnicos que anuncian que, llegado a esos límites, otro paradigma tomará la posta y seguirá con el ritmo creciente de capacidad de memoria y procesamiento de información acelerado, mediante otros soportes físicos que los chips de silicio bidimensionales.
En primer lugar, crecerá la propia capacidad computacional de los sistemas. Pero además, en segundo lugar, habrá un aumento exponencial de su interacción global, que ya no dependerá exclusivamente de la decisión humana sino cada vez más de decisiones propias, a través de patrones de comportamiento originariamente diseñados por humanos de “inteligencia biológica”, pero cada vez más capacitados para diseñar, a su vez, nuevos patrones cuyos autores serán las propias máquinas. Se trata de máquinas autoprogramables, en condiciones de “aprender” de su experiencia y tomar decisiones sobre la base de esos conocimientos adquiridos, que ya existen.
Y así será hasta llegar al último estadio. Un cerebro global, de alcance planetario.
Un planeta que piensa.
La superinteligencia.
Ese será el escenario de miles de millones de “cerebros” más inteligentes que los humanos, conectados entre sí y del cual dependen las redes más sofisticadas, los artefactos más comunes y los implantes en los seres humanos que hayan sido el resultado del avance de la medicina, de la nanotecnología, la bioingeniería y la microrobótica.
Los seres humanos residuales, viviendo sin necesidades –que estarán cubiertas por los diferentes sistemas de supervivencia, alimentos, seguridad, asistencia médica, recreación- nos abre dos escenarios límite: pueden ser los “señores” de un mundo sin necesidades, que serán cubiertas por artefactos con inteligencia artificial cuya capacidad se habrá multiplicado exponencialmente casi hasta el infinito, un mundo en el que la vida se habrá convertida en la monótona sucesión de placeres.
Sin embargo, también pueden ser los últimos exponentes de una humanidad con personas convertidas en cuasi-mascotas –como hoy tratamos a los perritos, a los gatos o a los animales domésticos- servidos por (¿o sirviendo a?) un sistema gigantesco de pensamiento, que será el gran “patrón” del planeta y que conservará a estos seres residuales como una especie de museo viviente, un “zoológico” de otro tiempo mantenido a efectos de diversión, o de testimonio evolutivo. ¿Son, cualquiera de ambos, posibilidades utópicas?
¿O, como sostienen los escépticos, la inteligencia humana será siempre inalcanzable por ser el lugar de la conciencia, la que configura el motor último de la reflexión y la acción, y que no podría emularse por más que avance la capacidad de memoria y cómputo de las redes artificiales?
Entre ambos extremos, hay infinidad de puntos intermedios. Tantos, como que el hombre está siendo objeto ya de una posible morfología tecnológica que reemplaza –o potencia- sus capacidades naturales. Los sentidos son agudizados por implantes que expanden sus alcances, las capacidades motoras son amplificadas por agregados miméticos de alta capacidad y versatilidad, cada vez son más los órganos susceptibles de reemplazo por equivalentes artificiales, y el cerebro, único órgano que resistía la posibilidad de alteraciones artificiales, ya es objeto de estudios y experimentaciones con desarrollos tecnológicos artificiales que reemplazan circuitos localizados relacionados con algunas funciones básicas, fisiológicas, motoras o sensoriales.
Otra reflexión de la literatura clásica llega a la memoria, trayendo a la memoria el interrogante filosófico que Plutarco, en sus “Vidas Paralelas”, pone en cabeza de Teseo sobre la identidad del barco que había transportado a Demócrito y los jóvenes de Atenas. El navío año a año sufría el cambio de partes de su estructura por deterioro de la madera, al punto de haber sido ya renovado en su totalidad. ¿Es el mismo barco, o es uno nuevo? Discutían los filósofos, en bandos enfrentados.
¿Será el mismo hombre éste, renovado en su totalidad por implantes que incluyan su propio cerebro, o será otro? ¿Cuál será su identidad?
Tal vez es preferible detenerse en este punto, porque es imposible acertar aunque la proyección de las tendencias –milenarias, centenarias, decenales, anuales…- lleve hacia allí. A pesar de que se acerca cada vez más la confluencia de la evolución biológica humana con la evolución tecnológica, y queda tan cercana en el tiempo como –hacia atrás- fue el cambio de milenio del 1999 al 2000, resulta demasiado alejada de nuestra actual percepción de la realidad como para pretender su aprehensión adecuada.
A pesar de su cercanía inexorable en el tiempo cronológico, está tan alejada de la percepción humana general como lo sería para un hombre de las cavernas imaginar el viaje sobre el lomo de un animal domesticado, o en vehículos arrastrados por animales conducidos por la voluntad humana, o en vehículos auto-motorizados, o en barcos gigantescos surcando el mar gmovidos por motores, o trasladarse en vehículos autosustentados en el aire, o de viajar a la Luna o al espacio exterior en naves espaciales, o tener respuestas para cada interrogante que se le ocurra con solo preguntarlo a una máquina, que responderá en una pantalla o con una voz artificial.
En todo caso, este punto de confluencia, que entre los científicos que estudian el tema ha cobrado el nombre de “singularidad”, genera resonancias cercanas al concepto de la “noosfera” que definía hace casi cien años el teólogo y científico católico Theilard de Chardin, cuando en su obra canónica “El Fenómeno Humano” hablaba del “Omega” como punto de llegada de la evolución, consistente en una esfera de conocimiento, reflexión, sentimiento y “alma” que abarcara a toda la humanidad (Theilard de Chardin, “El Fenómeno Humano”, Título IV “La Sobrevida”, Cap. II, “La convergencia del Espíritu y el Punto Omega”, Taurus Ediciones, Madrid, 1965). Aunque en nuestra reflexión, ese punto de llegada, sin perder su condición humana, trascendería la personalidad biológica para “fundirse” con la culminación de la etapa tecnológica.
No seguiremos avanzando en la reflexión, porque produce la sensación de estar pisando en arenas movedizas, alejadas del verdadero objetivo de este trabajo, que es unir el avance científico con la reflexión político-social a fin de encontrar líneas de interpretación y de trabajo. Si hemos llegado a insinuarlo en las líneas que preceden, es simplemente porque ya no resulta un escenario tan lejano ni imposible, y porque puede arribarse a él en el transcurso de menos de una generación. En otros términos: lo protagonizará el 80 % de los seres humanos que hoy viven en la Tierra.
Dicho lo cual, volvemos a la mitad de la segunda década del siglo.
¿Debemos incorporar el abordaje de esta nueva realidad evolutiva científico-técnica a la reflexión política-social? Y en caso de respondernos afirmativamente ¿qué debemos hacer, teniendo en cuenta que aún tenemos necesidades básicas de amplios sectores humanos aún sin cobertura y afectados por necesidades que eran propias de tiempos históricos –alimentación, educación, salud, vivienda, seguridad personal- afectándolos?
Pero a la vez, ¿cómo imaginamos la velocidad de impregnación de las nuevas tecnologías en esta sociedad fragmentada y desigual, a la luz de lo ocurrido con la rápida adopción de las últimas, llegadas en estos tres lustros de cambio de siglo: la Internet, las computadoras personales, el exponencial despliegue de las comunicaciones y los teléfonos celulares?
La respuesta a este interrogante debe ser afirmativa. La ciencia y la técnica no sólo pueden sino que es imprescindible que estén en la agenda política. Y lo que “podemos” hacer –destacando el foco en el plural- comienza por la toma de conciencia.
Recapitulando
La humanidad está atravesando un umbral de aceleración tecnológica imprevisible en sus consecuencias finales, aunque con indicadores que marcan su creciente complejidad, a un ritmo exponencial.
La punta de lanza de esta aceleración es el desarrollo científico técnico impregnando todos los campos de la vida: económico, biológico, social, administrativo, político, militar, médico, trabajo, agricultura, industria, mercados financieros, artefactos hogareños, comunicaciones, interacción entre las personas y el conocimiento, confluencia entre la inteligencia humana y la inteligencia artificial, etc. etc. etc.
Esta realidad se ha instalado ya en la vida cotidiana. Internet, teléfonos inteligentes, redes sociales, maquinarias agrícolas manejadas a través de Internet, maquinas industriales robotizadas, automóviles con equipamiento altamente informatizado, rápida evolución de la tecnología de consumo en audio, video y videojuegos, equipamiento portátil –tabletas, accesorios portátiles-, cámaras de seguridad, tecnología bélica, por mencionar sólo algunos de los campos en que ya la revolución científica técnica apoyada en la información ha impregnado la realidad que viven las personas comunes.
Y, de cara a la realidad argentina:
El escenario que se avecina no forma parte de la reflexión social. El “país político” ignora formalmente este marco y su agenda gira alrededor del debate sobre las valoraciones históricas y los problemas coyunturales. La consecuencia es que sus efectos llegarán en forma anárquica, según los impulsos del mercado, del efecto demostración trasladado por los medios de comunicación y por las redes sociales.
Pero ese escenario se acerca, indiferente a la reflexión que cada uno realice sobre él. Afectará a la economía, a la medicina, a la asistencia social, a la cantidad de trabajo, a la productividad, a los estilos de vida, a la seguridad.
Necesitamos semillas híbridas y fertilizantes. Necesitamos medicamentos con drogas agregadas diariamente al vademécum disponible, que debemos adquirir en sus países de origen. Necesitamos maquinarias industriales robotizadas, que reducen el costo y permiten agregar competitividad a una producción que debe estar en condiciones innovativas óptimas, para tener chances de acceso exitoso al mercado global. Necesitamos equipamiento informático con tecnología de complejidad exponencial. Necesitamos partes para la producción electrónica armada en el país. Necesitamos el equipamiento sofisticado de los automóviles de última generación tecnológica, hoy agregado hasta en los autos de menor gama. Y así hasta el infinito.
En la Argentina, a pesar de las políticas pro-aislamiento tomadas desde 2003, esta impregnación ha sido constante, aunque desigual, en el sector privado y muestra de la capacidad de adaptación de una sociedad con predisposición a incorporar novedades en forma rápida, aún a pesar de los obstáculos que se le presentan desde las políticas públicas.
La pregunta central para la tesis de este trabajo es:
¿Tendremos que pagar y seguir pagando por todas esos avances?
¿Deberemos seguir comprando semillas, fertilizantes, tecnología agropecuaria, equipamiento industrial, insumos para las fábricas, ferrocarriles, autopartes, químicos industriales, partes de electrónica de consumo, consumos alimentarios Premium, relojes, computadoras, notebooks, servidores para intranets y para Internet, cámaras y equipos de seguridad, armas, lentes y ópticas, lámparas y luminarias LED, equipamiento de paneles solares altamente eficientes, equipamiento de extracción hidrocarburífera, centrales nucleares “llave en mano”, etc. etc. etc.?
¿Con qué recursos lo haremos? ¿Sólo vendiendo soja? ¿Seguiremos construyendo un país que reduzca su debate político a la discusión de quién se queda con la ganancia de la soja arrebatada a los chacareros y productores agrarios? ¿hasta cuándo puede proyectarse ese modelo, en un mundo que ya está el umbral de hasta fabricar carne en forma artificial, como resultado de la investigación científica y técnica, que cultiva cereales en garajes por hidroponía y que genera energía gratis –o poco menos- captando la radiación solar y el viento?
¿La decisión será frenar la modernización por la falta de recursos, incrementando las barreras a la imbricación tecnológica global, “cerrando” el país y, en última instancia, recorriendo un camino de aislamiento y atraso tecnológico y social que trate de forzar el regreso de la sociedad a la primera mitad del siglo XX?
¿O, por el contrario, tomaremos la decisión contraria de abrir y potenciar nuestra imbricación con las usinas globales de conocimiento –universidades, empresas, investigadores, publicaciones- que nos permitan participar en las cadenas globales de valor, de ciencia y tecnología, de financiamiento, de comercio, de producción y de avances de conocimiento del mundo globalizado, y de esta forma incrementar nuestra producción incorporándole todos los avances de la ciencia y la tecnología?
Estas preguntas nos conducen a la reflexión central de este artículo: el papel de la ciencia y el desarrollo científico en los próximos años.
Confluencia del análisis político-social con el científico-futurista
Al comienzo mencionaba la forma en que era abordada la agenda científica en los análisis políticos.
Volviendo a ese punto, podemos notar dos enfoques:
La primera, que consideraba a la agenda científica como un campo del cual las políticas públicas debían desinteresarse, porque correspondían centralmente –y exclusivamente- al sector privado, sea el económico como el del mecenazgo.
La única responsabilidad pública que se aceptaba con algún vínculo al área científico-técnica era la formación básica de las personas, a las que en la educación formal les reservaba un capítulo, no demasiado jerarquizado, relacionado con las ciencias –naturales, biológica, físico-químicas-. Y, en todo caso, el respeto intelectual a los investigadores que desarrollaban ciencia básica en las Universidades.
El enfoque epistemológico de esa educación era la de transmisión de conocimientos estáticos, con poco acento en el cambio de paradigma y en la dinámica de sus procesos de evolución interna. En todo caso, si estos aspectos se abordaban, lo era en el marco descriptivo-sucesivo de la historia de la ciencia, sin mayores indagaciones sobre los motores de la evolución sino más bien como una descripción de los hitos sucesivos que fue protagonizando el conocimiento en el viaje civilizatorio de la humanidad –el fuego, la rueda, la domesticación del caballo, la agricultura, la pólvora, la imprenta, la brújula, etc. etc.-
La segunda era más proactiva. Consideraba a la ciencia y la técnica como componentes del “proceso productivo” cuya confluencia debía impulsarse a través de políticas públicas que estimularan el desarrollo de la ciencia y la investigación, tanto de base como aplicada. En tiempos de los paradigmas políticos de total hegemonía de los “estados nacionales”, tales políticas y tal confluencia debía dirigirse a lograr la mayor “autonomía” posible del marco nacional, “vis a vis” con la realizada en el resto del mundo y, en casos puntuales, con la que se efectuaba en los que se consideraran rivales históricos del marco nacional de referencia. Su paradigma orgánico fue el CONICET, que no en vano surgió a mediados de siglo pasado. Se daba en una época en la que la forma en que se generaban los conocimientos estaba relacionada con la lucha geopolítica, y se entendía que la independencia nacional requería una ciencia nacional que abasteciera desde la fabricación de armamentos hasta la construcción ferroviaria, desde la construcción naval hasta la totalidad de la industria de consumo.
Ninguna de ambas concepciones entendió a la ciencia y la técnica como motores de un proceso universal de la civilización, o del progreso de la humanidad en su conjunto. No era el estado cultural predominante. El debate en el escenario público se centraba en otros temas de agenda, considerados por la mayoría –de la opinión pública, del sistema académico, de los propios actores principales del proceso social- más importantes, urgentes y merecedores de la atención general.
Sin embargo, la ciencia y la técnica siguieron funcionando en el mundo como locomotoras del avance social. Con o sin el apoyo estatal, se abrieron paso y terminaron definiendo, desde el centro de la escena, el ritmo de la maduración de los paradigmas productivos y de su cambio, cuando llegó el momento de su agotamiento. Fue una ciencia y una técnica cosmopolita, global, que atravesó fronteras, aún las más firmes, como la soviética-norteamericana durante la guerra fría.
El viejo análisis político apoyado en la dinámica de las clases sociales, sistematizado por Marx en la segunda mitad del siglo XIX y alrededor del cual giraron los análisis y los conflictos del siglo XX, reconocía en lo intelectual la importancia del avance científico-tecnológico, pero las políticas públicas que inspiró no lo calificaron más que como merecedor de capítulos marginales de los relatos en pugna. Las sociedades auto-designadas “democracias populares” o de “socialismo real” concentraron sus indagaciones en el conflicto ideológico y militar con el mundo occidental, en el que debe reconocerse que se produjeron los mayores avances, en razón de la mayor cuota de libertad científica para fijar, en una sociedad civil plural, los temas de indagación. En rigor, fue el desarrollo científico técnico el que desniveló la guerra fría y proclamó el triunfo del mundo occidental y la implosión de las “democracias populares”.
El eje de los conflictos políticos al interior de las sociedades no se relacionó con la reflexión científica. Fueron la distribución del ingreso, la extensión de las políticas sociales, la amplitud de la expansión estatal de la economía, el grado de “independencia” y “autonomía” de los respectivos marcos nacionales, la extensión de la libertad personal, pero muy raramente la indagación y la propuesta sobre el efectivo papel de la acumulación de conocimientos científicos y tecnológicos en la marcha de fondo, estructural, del proceso social.
Sin embargo, esas discusiones sobre el ingreso y el poder eran, en rigor y de cara a la evolución humana, discusiones “de retaguardia”, con un capítulo en blanco o un gran vacío en los sectores de vanguardia, los que marcan el rumbo del desarrollo integral, que giran alrededor de los desafíos del conocimiento. No se advirtió, por ejemplo, que el desarrollo de las comunicaciones permitiendo la transferencia de recursos financieros virtuales en tiempo real fue el gran detonante del cambio, en la séptima década del siglo XX, provocando la aceleración que definiría a los triunfadores y perdedores de un contencioso que había mantenido al mundo en vilo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Tampoco se advirtió el cambio de paradigma productivo que ya adelantaba la primera aplicación de la revolución de las telecomunicaciones: la liberación del capital financiero del cepo de los Estados Nacionales y su instalación en un mercado global funcionando en tiempo real durante las 24 horas del día.
Las construcciones teóricas y políticas en pugna se asentaron, para más, todas en un supuesto que ni siquiera fue objeto de reflexión: el de la inagotabilidad de los recursos del planeta. La ausencia de límites objetivos al crecimiento por agotamiento de los recursos fue un sobreentendido para el capitalismo y para los diferentes sistemas alternativos –socialistas, marxistas o nacional populistas-.
Los diferentes sistemas imaginaban caminos de crecimiento que escribían sus “debe” en la cuenta del planeta. El calentamiento, la polución, la extinción de la biodiversidad, el agotamiento de los recursos, no se advirtió ni por el capitalismo ni por el socialismo, ni mucho menos por el "nacional-populismo". Hasta que se presentó en forma abrupta al finalizar el siglo XX, ante una humanidad que tomó conciencia aceleradamente gracias a la red de información en tiempo real que cubre el planeta.
De pronto, quemar petróleo nos terminará asfixiando. El uso indiscriminado del agua dulce reducirá la sustentabilidad biológica de la vida. El clima global se conmueve con tormentas, huracanes, inundaciones y sequías que antes eran excepcionales y se han convertido en cotidianas. Los recursos minerales “raros”, imprescindibles para las nuevas tecnologías, son saqueados. La diversidad biológica se reduce a un ritmo y profundidad que supera el de las cinco grandes extinciones de la historia geológica del planeta. Se agotan las superficies cultivables por su sobreexplotación. Las tierras fértiles son erosionadas por el desmonte irrestricto. Para enfrentar todos estos problemas, el aporte científico-técnico es más necesario que nunca.
El tema no es menor, porque agrega a la reflexión política un ingrediente muy limitado en los viejos análisis: la cooperación. No se trata más de una “suma cero”, en la que para mejorar a unos hay que sacar a otros –y, todos juntos, a la casa común-. En consecuencia de esa actitud la reflexión política tenía como ingrediente fundamental la lucha constante con sus derivados: quienes contra quienes, estrategias de acuerdos, frentes sociales adversarios, contradicciones en lucha permanente, ganar o perder.
La nueva realidad incorpora un dato objetivo que, si no es tenido en cuenta, convierte a todos en perdedores. Nos quedaremos sin planeta donde vivir.
Si la política de los antiguos paradigmas llevaba ínsita la lucha constante, la de la nueva etapa requiere una base de coincidencias común, sin la cual todas las luchas serán inútiles. Esa base, una vez más, debe asentarse sobre el conocimiento científico y tecnologías compartidas.
Hoy la evolución de la reflexión política choca con esta realidad y debe asumirla. De pronto se encuentra con que el febril ritmo del crecimiento económico planetario genera consecuencias no deseadas que afectan a todos.
El horizonte previsible del desarrollo científico y técnico, por el contrario, nos anuncia que en un par de décadas la pobreza se habrá erradicado del planeta debido a la reducción de costo de los procesos productivos apoyados en la revolución científico-técnica, buena noticia para la humanidad pero inquietante para países que viven –o vivimos- de la renta agropecuaria obtenida por la feracidad del territorio extraída por la capacidad de trabajo y dedicación empresarial del sector más productivo del país, el agropecuario. Los argentinos no podremos comprar ya lo que necesitamos ni siquiera dedicando todas las tierras del país a sembrar soja para venderla al mundo, sin contar el desastre ambiental y social que produciríamos. Aún sin la Argentina la humanidad tendrá comida y habrá erradicado las hambrunas y la pobreza extrema.
Paralelamente, se observa y encuentra con la otra evolución, la de la capacidad de la inteligencia artificial creciendo a niveles exponenciales y permitiendo avizorar una proyección cercana de clara confluencia con la evolución humana, hacia la creación de híbridos en una especie de “nueva humanidad”, crecientemente “ciborg-izada”. No dentro de varios siglos, sino dentro de apenas un par de lustros.
Si al comienzo de este trabajo se formulaba la pregunta sobre si era o no pertinente incluir la reflexión sobre la evolución científico-técnica en un capítulo importante de la política-social, la respuesta a esta altura y luego de haber pasado revista muy someramente en un sobrevuelo que puede ser desagregado casi al infinito con coincidencias en lo medular sobre el avance científico-técnico la respuesta se impone: obviamente debe hacerse.
Hasta ahora el pensamiento socio político enfocaba y tenía en cuenta las perspectivas sobre el crecimiento demográfico, sobre el perfil energético en las próximas dos o tres décadas, las alternativas que enfrentará la humanidad por las limitaciones en la producción y desigual distribución de alimentos y agua potable.
No hay justificación alguna para no observar y someter a reflexión el horizonte científico técnico que anuncia el exponencial crecimiento, en progresión geométrica, en la capacidad de procesamiento de información y tendencia a la confluencia entre la inteligencia artificial y la inteligencia biológica que cambia totalmente la base de la reflexión política dominante: de la lucha por el dominio de los recursos, debe marcharse a la cooperación para la difusión del conocimiento aplicado.
Desde ya que el tema que ocupó la primera parte de este trabajo, la aceleración del ritmo de acumulación y desarrollo científico técnico, aquello que hemos denominado “unidad de densidad del cambio”, no concitó atención en ninguna de las expresiones político-ideológicas que lucharon por su hegemonía o predominio en el siglo XX.
Sin embargo, a pesar de ello, el siglo XX fue el punto de inflexión del desarrollo de la humanidad.
El siglo XXI es el del gran lanzamiento hacia un nuevo paradigma de ser humano y de humanidad. No sabemos cómo terminará. Sí sabemos cuál es su motor profundo: el desarrollo científico técnico.
¿Cómo incide esta verdad, cada vez más descarnada, sobre el análisis estratégico?
Dos áreas de reflexión
En mi trabajo “En busca de la política”, de download libre en formato e-book (http://stores.lulu.com/lafferriere), se destaca el cambio sustancial de la política como actividad, como emergente de un paradigma social en el que las identidades múltiples y las “identidades de guardarropa” han ido reemplazando cada vez más a las rígidas adhesiones ideológicas o emocionales del mundo industrial.
Las personas tienen hoy una fuerte reivindicación de su libertad, que trasciende antiguas simpatías y divisas. No han decretado la “muerte de las ideologías”. Por el contrario, las ideologías tienen más vigencia que nunca.
Sin embargo, se han retraído al plano personal, individual. Las personas reivindican fuertemente sus creencias, pero cuestionan con la misma firmeza la imposición de una ideología desde fuera de su autonomía, y mucho menos desde el poder. Tal vez ese es el gran cambio.
Se trata de algo así como “ideologías personalizadas”, que cada cual elabora según su inclinación y creencias, tomando de uno y otro de los antiguos plexos ideológicos valores que sincretiza según su reflexión y voluntad.
Este cambio es dinamita en el centro de gravedad de las antiguas formaciones políticas, fundadas en el “disciplinamiento interno”, la “subordinación al interés general”, el mayor o menor acatamiento a las “directivas” de las “conducciones”, y, en última instancia, a la defensa más o menos intensa de “colectivos” que ya no existen como tales, o al menos no existen con la potencia de otras épocas.
Las personas, especialmente los jóvenes, no subordinan más sus opiniones y su decisión política a las “líneas” establecidas por los partidos, ni aún por aquellos a los que adhiere. Tampoco a ideologías totalizadoras, de las que se desprendían en otros tiempos valores y normas de comportamiento con respuestas a cada problema de la vida. Las personas han asumido más rápidamente que las estructuras que la política basada en el “te quito” y “te doy” se agotó, y hoy es necesario poner el poder, inserto en el cambio de paradigma, al servicio de objetivos concretos, determinados en cada etapa y momento social, según las percepciones mayoritarias sobre las falencias principales de cada momento y las metas deseables, cuantificadas y definidas.
Al desaparecer estos alineamientos de la sociedad “dura” –Bauman- la actividad política se ha transformado sustancialmente, tanto en su aspecto de conducción de los Estados, como de la argamasa que unía a las fuerzas partidarias.
La política, que desarrollaba su acción en el campo de los Estados Nacionales, coincidentes con la sociedad nacional y con un determinado territorio, se encuentra hoy fragmentada en sus competencias, que han desbordado hacia espacios supra, inter y sub estatales.
Esta realidad, en pleno cambio, es coherente con el cambio en el paradigma económico productivo de una globalización acelerada, sobre el motor del crecimiento científico técnico que muestra, como vimos, un ritmo exponencial.
El tema principal de la agenda, de cara a la base productiva, no es entonces ya la competencia entre actores internos por la apropiación del ingreso –característica de la política en términos históricos-. Hoy existen dos grandes espacios de reflexión y acción.
Uno, que debe responder a las expectativas de las personas como ciudadanos de un mundo en cambio.
Tiene una agenda necesariamente cosmopolita y no se detiene en las fronteras sino que demanda una imbricación virtuosa con las redes globales que hoy sostienen la economía mundial.
No hay más posibilidad de imaginar economías cerradas, de escala pequeña y manejos burocráticos en sociedades enfermas de arcaicos chauvinismos. Una sociedad que elija ese destino seguirá su decadencia con el mismo patrón que las sociedades tribales ante la llegada de la modernidad, hasta su implosión.
No será la primera vez en la historia del mundo que desaparezcan culturas y pueblos que no han sabido sumarse a los procesos modernizadores exitosos. Aunque la marcha no sea lineal y muestre avances y retrocesos en el escenario político, su tendencia es inexorable porque responde al cambio científico y técnico, que por definición es acumulativo e irreversible.
Esta agenda debe reservar un espacio decisivo a la reflexión científico-técnica como la presentamos en la primera parte, o sea, el gran debate mundial sobre los cambios y su dinámica, sobre las perspectivas de nuevos paradigmas y su rapidez, preparando a las personas para manejarse en ese escenario dinámico y en rápida transformación.
Debe incluir entre los estímulos a las actividades locales científicas y técnicas su estrecha imbricación con los flujos globales de información, conocimiento e investigaciones. Participar en todas las iniciativas plurales que sea posible realizadas por la humanidad –para la investigación de la física elemental, el conocimiento del cosmos, las profundidades de la genética, la búsqueda de nuevas tecnologías energéticas, el desarrollo de software para la Inteligencia Artificial, etc.-. Nuestras universidades, científicos y técnicos, centros de investigación, laboratorios, talleres, deben sentir el apoyo y el respaldo de toda la sociedad a su trabajo y la jerarquización social de su esfuerzo.
El otro, es el que se refiere a la reflexión sobre el colectivo nacional.
Éste debe incluir la definición de políticas públicas, no ya reducido a la tosca pugna por un ingreso estancado, sino las palancas de crecimiento integradas al nuevo paradigma, que permita sumar el país y su sociedad a una especie de “cosmopolitismo consciente” (Beck), es decir, un cosmopolitismo racional, plural, deliberativo, que analice ante cada paso las consecuencias y pueda prever adecuadamente los efectos no deseados del cambio inexorable, para atenuarlos o neutralizarlos.
Para éste, más cercano a la política como la conocemos, sin embargo hay cambios sustanciales en la base de la reflexión. Resulta inoperante y hasta esclerosada la interpretación de los problemas económicos y sociales con las herramientas de análisis adecuadas para el mundo que pasó. Sería sólo una curiosidad, si no fuera que de esta esclerosis suelen desprenderse políticas públicas inocuas y en muchos casos hasta perjudiciales para la posibilidad de un crecimiento inclusivo. Se trata de la política que cree que puede arreglar todo con mayor papel del Estado, nuevas nacionalizaciones o decisiones públicas que avancen sobre el espacio ciudadano. O su rival: la que cree que la solución para todos los problemas es reducir la potencia estatal, si es posible, hasta su desaparición, vendiendo o “malvendiendo” cualquier cosa. Ni una ni otra responden a la agenda del cambio.
La Argentina debe recuperar dinamismo en su imbricación con el mundo, especialmente en su escalón científico técnico. El peor de los ejemplos es exhibir como un mérito el crecimiento de las exportaciones agropecuarias sin valor agregado, a las que además se les expropia rentabilidad impidiéndoseles la agregación tecnológica de vanguardia, mientras se sumergen las exportaciones industriales por obsolescencia y se transforma el sistema industrial en plantas de armado sin desarrollo tecnológico y limitadas al mercado interno por su falta de competitividad.
Por el contrario, la fuerte vinculación con las redes globales de investigaciones científicas, de desarrollos tecnológicos, de participación en las cadenas globales de valor, de desarrollos en áreas en las que existe capacitación y masa crítica –como bioingeniería, genética agropecuaria, medicina, etc.- se convierte en imprescindible para conformar el vínculo de integración exitosa al cambio global.
La política hacia los sectores de investigación y desarrollo, sin embargo, será inútil sin la toma de conciencia del cambio de paradigmas planetarios. Una economía cerrada, pequeña y burocratizada no demandará innovaciones. No las necesitará porque no requerirá disputar mercados, mantenerse en la vanguardia del conocimiento, generar innovaciones.
Si la economía no requiere la innovación, los recursos que se vuelcan al sector terminan siendo un gasto parecido a un lujo, cualquiera sea su dimensión. Por el contrario, una economía que dispute el escenario global demandará –e incorporará- investigaciones en sus procesos, porque necesitará reducir costos, hacer eficiente la producción para superar la competencia, adiestrar a los actores del proceso económico –trabajadores, industriales, comerciantes, investigadores-. Invertirá con gusto en innovación científico técnica, porque será su motor principal.
Esta verdad de Perogrullo no es aún un “estado cultural” del escalón dirigencial argentino, que sigue oscilando entre las dos interpretaciones que se mencionaron. El propio período kirchnerista ha exhibido un interés constante por el sector científico técnico. Es innegable que, “vis a vis” con períodos históricos, ha realizado una tarea de recuperación.
Sin embargo, al insertarse en una concepción de la economía arcaica y desfasada con el mundo, burocrática y cerrada, que concibe al Estado como el encargado exclusivo de distribuir rentas e ingresos, el apoyo al sector resulta cada vez más costoso, porque en rigor la economía tal como se la ha concebido desde el poder durante toda la década no necesita innovaciones científico-técnicas para funcionar. Su éxito termina siendo perjudicial para el país, ya que los científicos y técnicos que forma sólo pueden realizar sus conocimientos en redes globales de las que el país intenta mantenerse cuidadosamente marginado.
La inercia se asemeja a la esclerosis. Persistir en creer en las características de una sociedad –nacional y global- que ya no existen, o en la actitud reaccionaria de hacer regresar al pasado la sociedad propia, evita la reflexión creativa sobre los problemas actuales y los que vienen, entre los cuales uno no menor será el reemplazo de los trabajadores por las máquinas, con el peligro de desatar una especie de "neo-ludismo" y que conforma una de las paredes del cauce del nuevo torrente de cambio.
La otra es la imbricación global. No realizar los cambios o dejar que la propia realidad los procese a su ritmo, tendrá como consecuencia costos sociales de transición que pueden transformarse en lacerantes, por la desocupación, la pérdida de ingresos públicos y la consecuente polarización social.
Las políticas públicas deberán correr entre ambos condicionantes. No demorar el cambio, y en lo posible acelerarlo, para no perder posiciones en el nuevo paradigma económico global. Pero a la vez, operar sobre sus consecuencias no deseadas pero inexorables, como la reducción en la demanda de empleo y el desplazamiento del empleo residual hacia tareas de baja calificación -y remuneración-.
Tener en cuenta la característica, dinámica y consecuencias de esos cambios permitirá conformar la nueva agenda de reflexión para las políticas públicas, entre las que "a priori" aparece la imprescindible urgencia de la reforma estratégica del sistema nacional de conocimiento.
Esta reforma debe incluir la masificación de la enseñanza básica, agregando a su currículo la flexibilidad para la incorporación de nuevos conocimientos y readiestramientos en capacidades, la estimulación de la actividad creativa y la fuerte apuesta al desarrollo del sector científico y técnico decididamente imbricado con las políticas públicas en los diversos campos de la realidad: desde la economía hasta las formas de convivencia, desde las virtudes cívicas hasta la administración.
En este marco debieran rediseñarse las políticas fiscales y aduaneras, de ingresos y de estímulo, de relaciones de trabajo y de retribución.
De lo contrario, los parches -aunque fueren impulsados con buena intención- tendrán parecidas consecuencias que las políticas positivas en relación a la ciencia y a la técnica como campo aislado del conjunto. Serán un gasto, en lugar de una apuesta al cambio.
En otras palabras, con la situación actual o su prolongación, el país termina financiando al mundo, formando científicos y generando conocimientos que se aplicarán allende sus fronteras.
En el modelo cerrado, que inexorablemente deviene en patrimonialista, resulta más eficaz, desde la perspectiva microeconómica de la producción o la industria, mantener “buenas relaciones” con los funcionarios que asignan recursos, autorizan importaciones, otorgan créditos –todo en el marco de las decisiones públicas- que destinar recursos a la investigación y el desarrollo de productos y procesos, análisis de mercados y planificación del mercadeo.
En el criterio abierto -a la reflexión, a lo nuevo, al cambio, a la reformulación de la agenda pública con mirada al futuro- será por el contrario más eficaz apoyar una investigación de vanguardia que le pueda reducir al final sus costos o agregar alguna innovación competitiva, diseñar una política de ingresos que estimule la conservación del trabajo -tal vez, disminuyendo la jornada para repartir el trabajo residual entre más personas-, reorganizando el gasto social básico -salud, educación, tarifas- para garantizar mayor igualdad de oportunidades y estimular la inversión, la libertad económica y la creatividad para dinamizar la incorporación de nuevos conocimientos y tecnologías a los procesos económicos y la vida social.
Conclusión
Cabe sugerir, como recapitulación final, varios puntos de reflexión para la agenda.
1. Los conceptos, ideologías y herramientas de análisis político de los dos últimos siglos no responden a la realidad, porque la realidad sobre la que fueron formulados ha cambiado en forma paradigmática. Hay que elaborar nuevos, incluyendo el sentido de la marcha histórica montada sobre el desarrollo científico y técnico, tratando de prever su incidencia en la realidad en la que actúa la política y definiendo las nuevas categorías de análisis y herramientas de acción.
2. La herramienta de la dialéctica, masificada por el marxismo y que subyace en la base del pensamiento político de todo el “arco” ideológico –con sus categorías de base, las clases sociales, las luchas de clases, las “contradicciones principal y secundarias”, la “hegemonía”, el “nivel de conciencia”, la plusvalía, la tajante diferenciación entre “propiedad privada”, “propiedad pública” y “propiedad social”, etc., que han sido y son aportes esclarecedores en el análisis de la sociedades históricas-, no definen ya realidades en pugna en el diseño de la sociedad global de la segunda década del siglo XXI.
3. Los conflictos existentes en el mundo reflejan tensiones de origen diverso, con contactos con los intereses económicos pero no determinados totalmente por ellos. Motivaciones religiosas, choques culturales, creencias, diferentes concepciones sobre la vida humana, su sentido y su valor, forman un complicado escenario inabarcable por las categorías del “mundo sólido”, y expresan cada una a su manera la gran incertidumbre humana ante la toma de conciencia de la ausencia de respuestas trascendentes al sentido de la vida.
4. Las sociedades de desarrollo más rápido son las que han privilegiado el desarrollo de la inteligencia. Ello se ha demostrado en aquellas sociedades tecnológicamente maduras –Estados Unidos es el prototipo- como en sociedades en desarrollo que han protagonizado un gran salto en las últimas décadas –sudeste asiático, Corea, con el paradigma de China-.
5. El gran avance científico y técnico desbordó hacia la modernización de sus relaciones internas. Partiendo de realidades atrasadas –algunas de ellas, tal vez las más pobres del planeta- entraron en el siglo XXI con índices de reducción de pobreza, alfabetización, impregnación tecnológica en la vida cotidiana, pujanza en su crecimiento económico, generación de ciencia y tecnología, excelencia en sus universidades y alcanzando la frontera en el conocimiento en varios de los grandes campos de Investigación y Desarrollo del mundo actual. Las que no han recorrido aún todo el camino, pueden mostrar sin embargo notables avances en sus índices sociales con respecto al inicio de su camino.
6. En todas las sociedades en avance, su ritmo ha coincidido con su esfuerzo en inversión educativa, con la calidad de los procesos de educación, con la planificación de la tarea de masificación del conocimiento a través del sistema educativo, la promoción de su sistema de Investigación y Desarrollo y la imbricación íntima entre éste y la producción.
7. Al contrario, las sociedades que partieron de aceptables niveles comparativos pero fueron objeto de políticas públicas clásicas “redistributivas” descuidando la masificación y cualificación de sus campos de conocimiento (alfabetización, enseñanza de calidad, investigación y desarrollo en los sectores público y privado) cayeron sistemáticamente en los índices económicos –de crecimiento- y sociales –de equidad e inclusión-.
8. Las escuelas, en todos los países exitosos, son espacios en que se imparte educación con rigor académico. Las políticas sociales directas ajenas a la educación (política alimentaria, de salud, etc.) no las cuentan como efectores principales, sino en todo caso como apoyos marginales. Las tareas y objetivos de las escuelas son demasiado importantes en el plano estratégico como para distraerlas en actividades que no son propias de su esencia.
9. La conciencia social sobre el desarrollo científico técnico es determinante sobre las decisiones públicas y sobre el nivel de prioridad que los actores públicos otorgan a las políticas de ciencia y tecnología; de ahí que sea también decisivo el papel de la comunicación, para elevar la toma de conciencia sobre la importancia del sector científico técnico en el crecimiento económico, del confort general y de la calidad de la convivencia.
10. La agenda pública necesita inexorablemente enriquecerse con la mirada al futuro, incluyendo temas que no figuran -porque no correspondían- en las demandas de mediados del siglo XX. Entre ellos debe destacarse la reformulación de la política impositiva –estimulando la inversión- y de la política de ingresos –logrando la articulación virtuosa de un piso de dignidad (ingreso universal y piso de servicios públicos universales) con el estímulo al propio esfuerzo (libertad económica, intangibilidad del fruto del riesgo y el trabajo humano, desestímulo a las actividades parasitarias o meramente rentísticas)-, persiguiendo una sociedad con un alto nivel de equidad, una alta capacidad de incorporación científico-técnica y un alto ritmo de crecimiento económico.
11. Todo girará cada vez más alrededor del desarrollo científico y técnico. Dentro de este gran campo, tres pilares fundamentales sostendrán el edificio de la sociedad que viene: el conocimiento de la genética, desentrañando los mecanismos más íntimos de la vida; el desarrollo de la tecnología sobre lo infinitamente pequeño, la nanotecnología, extendida hacia los nuevos materiales y la ingeniería genética; y el avance de la robótica, abarcando desde lo más ínfimo – micro-robots con capacidad de manipular el ADN, de reparar y mejorar las células vivas, de autoensamblarse y autoreplicarse creando “nubes robóticas” para múltiples aplicaciones, etc.- hasta los macro e incluso mega robots –estaciones espaciales, captadores de energía solar en el espacio, maquinarias autogestionadas de producción agropecuaria, fábricas robotizadas, “ciborgs” dotados de superinteligencias, robots de combate para la defensa reduciendo al mínimo la exposición de seres humanos, etc.-
12. Estos tres grandes campos –Genética, nanotecnología y robótica, o “GNR”- deben estimularse de las formas razonablemente posibles, para no perder e incluso ganar posiciones en el escenario global. Los tres girarán alrededor del procesamiento de la información y de circuitos cada vez superiores de Inteligencia Artificial (IA), campo de investigación y desarrollo fundamental para la construcción racional de la sociedad que viene.
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Datos bibliográficos.
Jon von Neumann. Matemático húngaro. Primero en usar el término “Singularidad”. Trabajo póstumo: “Teoría de los autómatas autoreproducidos”, desarrollando la tesis de la superioridad de los artefactos computacionales en condiciones de automultiplicarse, como herramientas para colonización eventual de espacios lejanos, como exploraciones mineras a gran escala en superficie lunar, o en el cinturón de asteroides.
I.J. Good (Isidore Jacob Gudak). Matemático. Utiliza el término “Explosión de inteligencia” en un escrito de 1965, suponiendo que las máquinas podrían superar el intelecto humano, autodiseñarse en forma no prevista por sus constructores humanos y llegar a una gran inteligencia. Sostiene que si bien al comienzo las máquinas no lograrían grandes avances, una vez puestas “en cadena” o en serie llegarían rápidamente a la superinteligencia, o “Singularidad”. Entre sus obras se destacan “Speculations Concerning the First Ultraintelligent Machine" y “Logic of Man and Machine". Colaboró en la redacción del guión de la película “2001 – Odisea del Espacio”.
Marvin Minski. Inventor, autoridad en Inteligencia artificial. Libros: “The Society of Mind”, “Perceptions”, y “The Emotion Machine”. Ray Kurzweil lo menciona como su mentor.
Vernon Vinge. Escritor de ciencia ficción, impulsó desde 1983 estudios sobre la Singularidad, pronosticando la expansión de la inteligencia artificial luego que las máquinas lleguen al umbral de la inteligencia humana y comiencen a vincularse entre sí. Obras: “A Fire Upon the Deep, A Deepness in the Sky”, “Bookworm, Run!”, “True Names”, “Rainbows End”, etc.
Hans Moravec. Robotista, visionario. Libros: “Mind Children” -1988-, “Robot: Mere Machine to Transcendent Mind” -1998-. Predice el reemplazo de la humanidad por un mundo robótico con inteligencia artificial para 2040.
Robin Hanson. Economista de la George Mason University. Sostiene que la singularidad –considerada como cambios revolucionarios de crecimiento exponencial en la economía- se han producido en la historia en las revoluciones agrícola e industrial. Pronostica que la próxima singularidad, disparada por la innovación, multiplicará la producción entre 60 y 250 veces, reemplazando por máquinas la totalidad del trabajo humano.
Nick Bostrom. Académico Universidad de Oxford. Especialista en el desarrollo del “principio antrópico. Sostiene que la singularidad se alcanzará en el primer tercio del siglo XXI. Alerta sobre los riesgos y sugiere avanzar paso a paso, para poder controlar el proceso midiendo las consecuencias. Entre sus libros se encuentran “Superintelligence: Paths, Dangers, Strategies” y “Anthropic Bias: Observation Selection Effects in Science and Philosophy”.
Eliezer Yudkowsky. Investigador de Inteligencia Artificial, cofundador del “Singularity Institute for Artificial Intelligence (SIAI). Libros: “Creating Friendly AI” -2001- y “Levels of Organization in General Intelligence” (2002). Preocupado por la capacidad de la singularidad para provocar la extinción de la humanidad, ha dedicado sus investigaciones para estudiar la “singularidad sobrevivible”.
Ulrich Beck. Sociólogo y cientista social austríaco. Neomarxista, estudioso de la agenda del Cosmopolitismo Consciente. Autor de la tesis sobre la Sociedad de Riesgo Global, que sostiene el cambio de paradigmas de análisis desde las sociedades nacionales de conflicto, hacia la sociedad global cooperativa. Libros: “World Risk Society”, “What is Globalization?”, “La mirada cosmopolita o la guerra es la paz”, “World at Risk”, “German Europe”.
Zygmunt Bauman. Sociólogo polaco, exilado en Londres desde 1971, víctima de una campaña antisemita del gobierno comunista polaco. Teórico de la “sociedad líquida”. Su postulado central es la observación de la dilución de los marcos sociales rígidos que absorbían las identidades humanas durante el mundo moderno, y el surgimiento de un nuevo individualismo elaborado por cada persona. También sobre la pérdida de vigencia actual del concepto de “sociedad”, elaborado sobre el paradigma de los estados nacionales. Libros: “Modernidad y holocausto”, “Work, consumerism and the new poor”, “Globalization: The Human Consequences”, “Liquid Modernity”, “Society Under Siege”, “Liquid Love: On the Frailty of Human Bonds”, “Wasted Lives”, “Identity: Conversations with Benedetto Vecchi”.
Alvin Toffler. Escritor futurista norteamericano. Temas de reflexión y debate: revolución digital, revolución comunicacional, singularidad tecnológica. Obras: “Future shock”, “The third wave”, “Creating a New Civilization”.
Jeremy Rifkin. Escritor norteamericano, economista y teórico social. Especialista en la influencia de los cambios científicos y tecnológicos en la economía. Autor de 20 libros de alto impacto, el último de los cuales fue “The Zero Marginal Cost Society: the Internet of Things, the Collaborative Commons, and the Eclipse of Capitalism”.
David Chalmer. Filósofo australiano, Neurocientífico. Su visión particular es que sucederá a través de la auto-amplificación de la inteligencia. Sostiene que su único requerimiento es que una máquina inteligente sea capaz de crear una inteligencia mayor que la propia. Sugiere que el mejor camino es simular la evolución. Sostiene que si se arriba a una inteligencia mayor a la humana, se dará en un mundo virtual y no real. Obras: "Facing Up to the Problem of Consciousness", “The Conscious Mind: In Search of a Fundamental Theory”.
Otros autores: Alan Turing, Eric Drexler, Ben Goertzel, Anders Sandberg, John Smart, Shane Legg, Marin Rees, Stephen Hawking, etc.
Y, por supuesto, Raymond Kurzweil. Sus obras, entre otras, “La singularidad está cerca” (2005, imprescindible y canónica en el tema), “Cómo crear una mente” (2012), “La era de las máquinas inteligentes” (1990) y “La era de las máquinas espirituales” (1999) son imprescindibles para entender la profundidad y el creciente ritmo de evolución humana, sobre el crecimiento de la información y el desarrollo científico técnico.
*Abogado, legislador, diplomático, escritor, docente, consultor
Muy buen trabajo y esclarecedor. Nuestra dirigencia carece de formación y las "reglas del arte de la política" son de otros tiempos. El subdesarrollo nos carcome y "el pescado está podrido en la cabeza". Sin liderazgos positivos tendremos más de lo mismo. La Universidad debe recuperar su nivel a través de la investigación y el desarrollo y aumentar su vinculación con el sector empresarial. Comprendo que es más facil pedirlo que hacerlo y más con la mediocridad de nuestra clase dirigente (política, social, económica, educativa, empresaria, sindical, etc) .
Cordialmente, Luis Clementi